jueves, 5 de abril de 2018

¿Cuál es el destino y la meta final de la humanidad? - San Juan Pablo II


JUAN PABLO II
AUDIENCIA
Miércoles 26 de mayo de 1999

Escatología universal: la humanidad en camino hacia el Padre



1. El tema sobre el que estamos reflexionando en este último año de preparación para el jubileo, es decir, el camino de la humanidad hacia el Padre, nos sugiere meditar en la perspectiva escatológica, o sea, en la meta final de la historia humana. Especialmente en nuestro tiempo todo procede con increíble velocidad, tanto por los progresos de la ciencia y de la técnica como por el influjo de los medios de comunicación social. Por eso, surge espontáneamente la pregunta: ¿cuál es el destino y la meta final de la humanidad? A este interrogante da una respuesta específica la palabra de Dios, que nos presenta el designio de salvación que el Padre lleva a cabo en la historia por medio de Cristo y con la obra del Espíritu.

En el Antiguo Testamento es fundamental la referencia al Éxodo, con su orientación hacia la entrada en la Tierra prometida. El Éxodo no es solamente un acontecimiento histórico, sino también la revelación de una actividad salvífica de Dios, que se realizará progresivamente, como los profetas se encargan de mostrar, iluminando el presente y el futuro de Israel.

2. En el tiempo del exilio, los profetas anuncian un nuevo Éxodo, un regreso a la Tierra prometida. Con este renovado don de la tierra, Dios no sólo reunirá a su pueblo disperso entre las naciones; también transformará a cada uno en su corazón, o sea, en su capacidad de conocer, amar y obrar: «Yo les daré un nuevo corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo: quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que caminen según mis preceptos, observen mis normas y las pongan en práctica, y así sean mi pueblo y yo sea su Dios» (Ez 11, 19-20; cf. 36, 26-28).


El pueblo, esforzándose por cumplir las normas establecidas en la alianza, podrá habitar en un ambiente parecido al que salió de las manos de Dios en el momento de la creación: «Esta tierra, hasta ahora devastada, se ha hecho como jardín de Edén, y las ciudades en ruinas, devastadas y demolidas, están de nuevo fortificadas y habitadas» (Ez 36, 35). Se tratará de una alianza nueva, concretada en la observancia de una ley escrita en el corazón (cf. Jr 31, 31-34).

Luego la perspectiva se ensancha y se anuncia la promesa de una nueva tierra. La meta final es una nueva Jerusalén, en la que ya no habrá aflicción, como leemos en el libro de Isaías: «He aquí que yo creo cielos nuevos y tierra nueva (...). He aquí que yo voy a crear para Jerusalén alegría, y para su pueblo gozo. Y será Jerusalén mi alegría, y mi pueblo mi gozo, y no se oirán más en ella llantos ni lamentaciones» (Is 65, 17-19).

3. El Apocalipsis recoge esta visión. San Juan escribe: «Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo» (Ap 21, 1-2).

El paso a este estado de nueva creación exige un compromiso de santidad, que el Nuevo Testamento revestirá de un radicalismo absoluto, como se lee en la segunda carta de san Pedro: «Puesto que todas estas cosas han de disolverse así, ¿cómo conviene que seáis en vuestra santa conducta y en la piedad, esperando y acelerando la venida del día de Dios, en el que los cielos, en llamas, se disolverán, y los elementos, abrasados, se fundirán? Pero esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia» (2 P 3, 11-13).

4. La resurrección de Cristo, su ascensión y el anuncio de su regreso abrieron nuevas perspectivas escatológicas. En el discurso pronunciado al final de la cena, Jesús dijo: «Voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros» (Jn 14, 2-3). Y san Pablo escribió a los Tesalonicenses: «El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar. Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos, al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor» (1 Ts 4, 16-17).

No se nos ha informado de la fecha de este acontecimiento final. Es preciso tener paciencia, a la espera de Jesús resucitado, que, cuando los Apóstoles le preguntaron si estaba a punto de restablecer el reino de Israel, respondió invitándolos a la predicación y al testimonio: «A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 7-8).

5. La tensión hacia el acontecimiento hay que vivirla con serena esperanza, comprometiéndose en el tiempo presente en la construcción del reino que al final Cristo entregará al Padre: «Luego, vendrá el fin, cuando entregue a Dios Padre el reino, después de haber destruido todo principado, dominación y potestad» (1 Co 15, 24). Con Cristo, vencedor sobre las potestades adversarias, también nosotros participaremos en la nueva creación, la cual consistirá en una vuelta definitiva de todo a Aquel del que todo procede. «Cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos» (1 Co 15, 28).

Por tanto, debemos estar convencidos de que «somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo» (Flp 3, 20). Aquí abajo no tenemos una ciudad permanente (cf. Hb 13, 14). Al ser peregrinos, en busca de una morada definitiva, debemos aspirar, como nuestros padres en la fe, a una patria mejor, «es decir, a la celestial» (Hb 11, 16).


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