SAN JUAN PABLO II
AUDIENCIA
Miércoles 4
de agosto de 1999
El purgatorio: purificación necesaria para el encuentro con Dios
1. Como hemos visto en las
dos catequesis anteriores, a partir de la opción definitiva por Dios o contra
Dios, el hombre se encuentra ante una alternativa: o vive con el Señor en la
bienaventuranza eterna, o permanece alejado de su presencia.
Para cuantos se encuentran
en la condición de apertura a Dios, pero de un modo imperfecto, el camino hacia
la bienaventuranza plena requiere una purificación, que la fe de la Iglesia
ilustra mediante la doctrina del «purgatorio» (cf. Catecismo de la
Iglesia católica, nn. 1030-1032).
2. En la sagrada Escritura
se pueden captar algunos elementos que ayudan a comprender el sentido de esta
doctrina, aunque no esté enunciada de modo explícito. Expresan la convicción de
que no se puede acceder a Dios sin pasar a través de algún tipo de
purificación.
Según la legislación
religiosa del Antiguo Testamento, lo que está destinado a Dios debe ser
perfecto. En consecuencia, también la integridad física es particularmente
exigida para las realidades que entran en contacto con Dios en el plano sacrificial,
como, por ejemplo, los animales para inmolar (cf. Lv 22, 22),
o en el institucional, como en el caso de los sacerdotes, ministros
del culto (cf. Lv21, 17-23). A esta integridad física debe
corresponder una entrega total, tanto de las personas como de la colectividad
(cf. 1 R 8, 61), al Dios de la alianza de acuerdo con las
grandes enseñanzas del Deuteronomio (cf. Dt 6, 5). Se trata de
amar a Dios con todo el ser, con pureza de corazón y con el testimonio de las
obras (cf. Dt 10, 12 s).
La exigencia de integridad
se impone evidentemente después de la muerte, para entrar en la comunión
perfecta y definitiva con Dios. Quien no tiene esta integridad debe pasar por
la purificación. Un texto de san Pablo lo sugiere. El Apóstol habla del valor
de la obra de cada uno, que se revelará el día del juicio, y dice: «Aquel, cuya
obra, construida sobre el cimiento (Cristo), resista, recibirá la recompensa.
Mas aquel, cuya obra quede abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará
a salvo, pero como quien pasa a través del fuego» (1 Co 3, 14-15).
3. Para alcanzar un estado
de integridad perfecta es necesaria, a veces, la intercesión o la mediación de
una persona. Por ejemplo, Moisés obtiene el perdón del pueblo con una súplica,
en la que evoca la obra salvífica realizada por Dios en el pasado e invoca su
fidelidad al juramento hecho a los padres (cf. Ex 32, 30 y vv.
11-13). La figura del Siervo del Señor, delineada por el libro de Isaías, se
caracteriza también por su función de interceder y expiar en favor de muchos;
al término de sus sufrimientos, él «verá la luz» y «justificará a muchos»,
cargando con sus culpas (cf. Is 52, 13-53, 12, especialmente
53, 11).
El Salmo 51 puede
considerarse, desde la visión del Antiguo Testamento, una síntesis del proceso
de reintegración: el pecador confiesa y reconoce la propia culpa (v. 6), y pide
insistentemente ser purificado o «lavado» (vv. 4. 9. 12 y 16), para poder
proclamar la alabanza divina (v. 17).
4. El Nuevo Testamento
presenta a Cristo como el intercesor, que desempeña las funciones del sumo
sacerdote el día de la expiación (cf. Hb 5, 7; 7, 25). Pero en
él el sacerdocio presenta una configuración nueva y definitiva. Él entra una
sola vez en el santuario celestial para interceder ante Dios en favor nuestro
(cf. Hb 9, 23-26, especialmente el v.€ 4). Es Sacerdote y, al
mismo tiempo, «víctima de propiciación» por los pecados de todo el mundo
(cf. 1 Jn 2, 2).
Jesús, como el gran
intercesor que expía por nosotros, se revelará plenamente al final de nuestra
vida, cuando se manifieste con el ofrecimiento de misericordia, pero también
con el juicio inevitable para quien rechaza el amor y el perdón del Padre.
El ofrecimiento de
misericordia no excluye el deber de presentarnos puros e íntegros ante Dios,
ricos de esa caridad que Pablo llama «vínculo de la perfección» (Col 3,
14).
5. Durante nuestra vida
terrena, siguiendo la exhortación evangélica a ser perfectos como el Padre
celestial (cf. Mt 5, 48), estamos llamados a crecer en el
amor, para hallarnos firmes e irreprensibles en presencia de Dios Padre, en el
momento de «la venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos» (1
Ts 3, 12 s). Por otra parte, estamos invitados a «purificarnos de toda
mancha de la carne y del espíritu» (2 Co 7, 1; cf. 1
Jn 3, 3), porque el encuentro con Dios requiere una pureza absoluta.
Hay que eliminar todo
vestigio de apego al mal y corregir toda imperfección del alma. La purificación
debe ser completa, y precisamente esto es lo que enseña la doctrina de la
Iglesia sobre el purgatorio. Este término no indica un lugar, sino
una condición de vida. Quienes después de la muerte viven en un estado de
purificación ya están en el amor de Cristo, que los libera de los residuos de
la imperfección (cf. concilio ecuménico de Florencia, Decretum pro
Graecis: Denzinger-Schönmetzer, 1304; concilio ecuménico de Trento, Decretum
de iustificatione y Decretum de purgatorio: ib.,
1580 y 1820).
Hay que precisar que el
estado de purificación no es una prolongación de la situación terrena, como si
después de la muerte se diera una ulterior posibilidad de cambiar el propio
destino. La enseñanza de la Iglesia a este propósito es inequívoca, y ha sido
reafirmada por el concilio Vaticano II, que enseña: «Como no sabemos ni el día
ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en
vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra (cf. Hb 9,
27), mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y no
nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos al fuego eterno, a las
tinieblas exteriores, donde ixhabrá llanto y rechinar de dientesle (Mt 22,
13 y 25, 30)» (Lumen gentium, 48).
6. Hay que proponer hoy de
nuevo un último aspecto importante, que la tradición de la Iglesia siempre ha
puesto de relieve: la dimensión comunitaria. En efecto, quienes se
encuentran en la condición de purificación están unidos tanto a los
bienaventurados, que ya gozan plenamente de la vida eterna, como a nosotros,
que caminamos en este mundo hacia la casa del Padre (cf. Catecismo de
la Iglesia católica, n. 1032).
Así como en la vida terrena
los creyentes están unidos entre sí en el único Cuerpo místico, así también
después de la muerte los que viven en estado de purificación experimentan la
misma solidaridad eclesial que actúa en la oración, en los sufragios y en la
caridad de los demás hermanos en la fe. La purificación se realiza en el
vínculo esencial que se crea entre quienes viven la vida del tiempo presente y
quienes ya gozan de la bienaventuranza eterna.
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