sábado, 18 de agosto de 2012

La Comunión Eucarística nos une a Cristo


San Pedro Julián Eymard

"Qui manducat me
ipse vivet propter me".

“Quien me come
vivirá por mí” (Jn 6, 58)


I
Por medio de la Comunión viene Jesús a tomar posesión de nosotros, trocándonos en cosa suya; para conformarnos con sus designios debemos despojarnos en sus manos de todo derecho de propiedad sobre nosotros mismos; dejarnos la dirección y la iniciativa sobre nuestros actos; no hacer nada por nosotros y para nosotros, sino todo por Él y para Él.
Así se realiza la nueva encarnación del Verbo en nosotros y continúa para gloria de su Padre lo que hizo en la naturaleza humana de Jesús. Ahora bien; en el misterio de la encarnación la humanidad de Jesús fue privada de aquel último elemento que hace a una naturaleza dueña de sí misma e incomunicable a otro ser. No recibió la subsistencia o la personalidad que le era connatural, sino que la persona del Verbo remplazó la personalidad que la naturaleza humana hubiera naturalmente debido recibir. Y como en un ser perfecto es la persona la que obra por medio de la naturaleza y de sus facultades, como ella es lo más noble y lo que nos hace seres completos y perfectos, a ella se refieren los actos naturales, de los cuales es primer principio y a los que confiere el valor que tienen. Mando a las facultades de mi alma; mis miembros me obedecen; soy yo, hombre completo, quien obro y hago obrar, y de todos los movimientos, así como de todos los actos, yo soy el responsable; mis potencias me sirven ciegamente; el principio que les hace obrar es el único responsable de lo que hacen, pues trabajan sólo por él y para él y no para sí mismas.
Síguese de ahí que en nuestro Señor, en quien había dos naturalezas y una sola persona, la del Verbo, ambas naturalezas obraban por el Verbo y el menor acto humano de nuestro Señor era al mismo tiempo divino, una acción del Verbo, puesto que sólo Él podía haberla inspirado y sólo Él le daba su valor, valor infinito por lo mismo que procedía de una persona divina. De ahí también que la naturaleza humana no fuese principio de nada, ni tuviese interés alguno propio, ni obrase para sí, sino que en todo se condujese como sierva del Verbo, único motor de todos sus actos. El Verbo quería divinamente y quería también humanamente; obraba por cada una de sus naturalezas.
Así debe ocurrir también en nosotros, o cuando menos debemos, poniendo en juego todos nuestros esfuerzos, aproximarnos a este divino ideal, en que el hombre no obra más que como instrumento pasivo, conducido, guiado por un divino motor, el espíritu de Jesucristo, con el único fin proponible en un Dios que obra, que no puede ser otro que Él mismo,  su propia gloria. Debemos, por consiguiente, estar muertos a todo deseo propio, a todo propio interés. No miremos a otra cosa que lo que mira Jesús, quien no mora en nosotros más que para seguir viviendo todavía, por la mayor gloria de su Padre. Se da en la sagrada Comunión sólo para alimentar y estrechar esta unión inefable.
Cuando el Verbo dice en el Evangelio (Jn 6,57) Sicut misit me vivens Pater, et ego vivo propter Patrem et qui manducat me, et ipse vivet propter me, es igual que si dijera; así como, al enviarme al mundo por la encarnación para ser la personalidad divina de una naturaleza que no había de tener otra, el Padre me cortó toda raíz de estima propia para que no viviese más que para El, así también yo me uno a vosotros por la Comunión para vivir en vosotros y para que vosotros no viváis más que para mí, moraré vivo en vosotros y llenaré vuestra lama de mis deseos, consumiré y aniquilaré todo interés propio; yo desearé, yo querré, yo me pondré en vuestro lugar; vuestras facultades serán las mías, yo viviré y obraré por medio de vuestro corazón, de vuestra inteligencia y de vuestro sentidos; yo seré vuestra personalidad divina, por la que vuestras acciones participarán de una dignidad sobrehumana, merecerán una recompensa divina, serán actos dignos de Dios, merecedores de la bienaventuranza, de la visión intuitiva de Dios. Seréis por gracia lo que yo soy por naturaleza, hijos de Dios, herederos en toda justicia de su reino, de sus riquezas y de su gloria.
Cuando nuestro Señor vive en nosotros por su Espíritu somos sus miembros, somos El. El Padre celestial tiene por agradables nuestras acciones, viéndolas, ve las de su divino hijo y en ellas encuentra sus complacencias; el Padre, inseparablemente unido al Hijo, vive y reina también en nosotros, y esta vida y reino divinos paralizan y destruyen el reino de satanás. Entonces es cuando las criaturas rinden a Dios el fruto de honor y de gloria a que tiene derecho por su parte.
Así que la gloria del Padre en sus miembros es el primer motivo por el que nuestro Señor desea que le estemos sobrenaturalmente unidos por la vida de la caridad perfecta; por eso nos llama San Pablo tan a menudo Membra Christi,  miembros, cuerpo de Jesucristo; por eso repite también muchas veces nuestro Señor estas palabras: “Morad en mí”. Trátase del don de sí mismo, puesto que ya no reside uno en sí, puesto que trabaja por aquel en quien moramos, quedándonos por completo a su disposición.

II
También desea nuestro Señor esta unión por amor hacia nosotros, con el fin de ennoblecernos por medio de sí mismo, de comunicarnos un día su gloria celestial con todo lo que la compone: poder, belleza, felicidad cumplida. Y como nuestro Señor sólo puede comunicarnos su gloria por ser miembros suyos y porque sus miembros son santos, quiere unirnos consigo y hacer que compartamos así su gloria.
Aún acá abajo nuestras acciones se truecan en acciones de nuestro Señor, y de Él toman más o menos valor, según sea el grado en que estén unidas a las suyas. Esta unión guarda relación con las costumbres, las virtudes y el espíritu de Jesús que habita en nosotros. De ahí estas hermosas palabras; “Christianus alter Christus, vivit vero in me Christus” Gal 2, 20; non ego solus sed gratia Dei mecum  ICor 15, 10.  “El cristiano es otro Cristo; no estoy solo sino también la gracia de Dios conmigo.”
Esta unión es el fruto del amor de Jesucristo; es el fin de toda la economía divina, así en el orden sobrenatural como en el natural; cuanto ha establecido la Providencia, tiende a realizar, a consumar la unión del cristiano con Jesucristo y a perfeccionar esta unión, pues que en ella consiste toda la gloria de Dios en la criatura y toda la santificación de las almas; en suma, todo el fruto de la redención.

III
La unión de Jesucristo con nosotros será en razón de nuestra unión con Él: “Morad en mí, así como yo en vosotros, también yo moro en aquel que mora en mí” (Jn 15, 4.5). Puedo, pues, estar seguro de que Jesús morará en mí si yo quiero morar con Él. Del propio modo que el viento se precipita en el vacío y el agua en el abismo, llena el espíritu de Jesús en un momento el vacío que hace el alma en sí misma.
Esta unión con nuestro Señor es lo que confiere al hombre su dignidad. Cierto que no llego a ser una porción de la divinidad ni nada que merezca adoración, pero sí algo sagrado; mi naturaleza sigue siendo una nada ante Dios, y de sí misma podría volver a caer en el abismo; pero Dios la eleva hasta unírsela por la gracia, por su presencia en mí. Esta unión me hace pariente de nuestro Señor: parentesco tanto más estrecho cuanto más lo sea mi unión, cuanto mayor sea mi pureza y santidad, porque el parentesco con nuestro Señor no es otra cosa que la participación de su santidad, conforme a esta afirmación: “ el que practica mi palabra, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” Mt, 12, 50
De esta unión nace el poder del hombre: “Así como los sarmientos no pueden llevar frutos por sí mismos si no permanecen en la vid, así tampoco ustedes pueden llevar frutos si no permanecen en mí. Sin mí nada podéis hacer. Sine me nihil potestis facere” (Jn.15,4.5). Esto sí que es cosa clara, nihil, nada. Así como la fecundidad de la rama procede de su unión al tronco y a la savia, así también la fecundidad espiritual proviene de nuestra unión con Jesucristo, de la unión de nuestros pensamientos con los suyos, de nuestras palabas con sus palabras, de nuestras acciones con sus acciones. De la sangre del corazón mana la vida de los miembros, y la sangre a su vez es producto del alimento; pues nuestro alimento es Jesús, pan de vida, y sólo el que lo come tiene en sí la vida. Ese es el principio de nuestro poder de santidad: la unión con nuestro Señor. La nulidad, el vacío y la inutilidad de las obras obedecen a la ausencia de esta unión; es imposible que la rama seca, que no guarda comunicación con la vida del árbol, pueda producir fruto.
Gracias a esta unión son también meritorias nuestras obras. Es un mérito de sociedad. Nuestro Señor se apodera de nuestra acción, la hace suya y merecedora de un premio infinito, de una eterna recompensa; y esta acción que, como nuestra, casi nada valía, revestida de los merecimientos de Jesucristo, se hace digna de Dios, y cuanto mayor se a nuestra unión con Jesús, mayor será también la gloria de nuestras santas obras.
¡Oh! ¿Por qué será que descuidamos tanto esta divina unión? ¡Cuánto méritos perdidos, cuántas acciones estériles por no haberlas hecho en unión con Jesucristo; cuántas gracias sin fruto! ¿Cómo es posible haber ganado tan poco con tantos medios y en negocio tan fácil?
Estemos, pues, unidos con nuestro Señor Jesucristo, seamos dóciles a su dirección y sumisos a su voluntad, dejémonos guiar por su pensamiento, obremos conforme a su inspiración y ofrezcámosle todos los actos, del propio modo que la naturaleza humana estuvo en el Verbo sometida, unida y obediente a la persona divina que la gobernaba. Mas para esta imitación es menester estar unido con unión de vida recibida, renovada y mantenida por medio de una comunicación incesante con Jesús; hace falta que, como la rama  del árbol es dilatada por el sol, la divina savia nos penetre plenamente. El sol que atrae la savia divina nos dispone a recibirla y la mantiene, es el recogimiento, la oración, es el don de sí mismo de todos los momentos; es el amor que sin cesar anhela por Jesús, lanzándose hacia Él en todo instante; Veni, domine Jesu. Esta savia no es más que la sangre de Jesús, que nos comunica su vida, su fuerza y su fecundidad. La vida de Comunión puede, por tanto, reducirse a estos dos términos: comulgar sacramentalmente y vivir de recogimiento.
(SAN PEDRO JULIÁN EYMARD,  Obras Eucarísticas. Ed. Eucaristía, Madrid, 1963, pp. 343 – 347)

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