viernes, 24 de agosto de 2012

Domingo XXI (ciclo b) - Mons Fulton Sheen


Mons. Fulton Sheen

No quiso ser un rey del pan

El anuncio de la eucaristía produjo una de las mayores crisis de su vida. Su promesa de dar su cuerpo, sangre, alma y divinidad por el bien de las almas de los hombres le hizo perder mucho de lo que había ganado. Hasta entonces tenía casi a todo el mundo tras Él. En primer lugar, a las masas o al pueblo común; en segundo lugar, a la minoría, a los intelectuales, a los guías espirituales, y, finalmente, a sus propios apóstoles. Pero esta elevada doctrina espiritual era demasiado para ellos. El anuncio de la Eucaristía fue un impacto terrible sobre sus seguidores. Nada tiene de extraño que en el cristianismo haya habido tan grande división de sectas cuando cada persona decide por sí misma si ha de aceptar un segmento del círculo de la verdad de Cristo o el círculo entero. Nuestro Señor mismo fue el responsable de ello; pidió una fe que resultaba excesiva para la mayoría de las personas; su doctrina era demasiado sublime. Si Él hubiera sido de mente un poco más mundana, si hubiese permitido que sus palabras pudieran ser consideradas como figuras retóricas, y sólo con que hubiera sido menos autoritario, habría podido llegar a ser más popular.
Pero hizo vacilar a todos sus seguidores. El Calvario sería la guerra caliente que se desencadenaría contra Él; y esto era el comienzo de la guerra fría. El Calvario sería la crucifixión física; esto otro era la crucifixión social.
Perdió a las masas.
Creó un cisma entre sus discípulos.
Incluso debilitó su bando apostólico.
Perdió a las masas: las masas estaban generalmente interesadas tan sólo en los milagros y en la seguridad. Cuando multiplicó los panes y los peces, abrieron los ojos llenos de sorpresa. Llenando sus estómagos, satisfizo su sentido de justicia social. Ésta era la clase de rey que ellos querían, un rey del pan. “¿Qué otra cosa puede hacer la religión por el hombre, salvo darle seguridad social’?, parecían preguntar. Las masas intentaron obligarle a ser rey. ¡Esto era también lo que quería Satán! Llenar el estómago, convertir las piedras en pan y prometer prosperidad; esto es para la mayoría de los mortales el fin de la vida.
Pero nuestro Señor no quería una realeza basada en la economía de la abundancia. Llegar a ser rey era asunto de su Padre, y no de ellos. Su reinado sería de corazones y almas, no del aparato digestivo. Así el evangelio nos refiere que huyó a las montañas, Él solo, para escapar de la corona de oropel y a la espada de hojalata que querían ofrecerle.
¡Cuán cerca estaban de la salvación aquellas masas! Querían vida; Él quería darles vida. La diferencia estribaba en la interpretación que ellos daban a esta palabra. ¿Es acaso propio de Cristo granjearse seguidores por medio de elaborados programas sociales? Esto es una forma de vida. ¿O es propio de Cristo enajenarse a todos lo que sólo piensan en el estómago, a cambio de ganar a los pocos que tiene fe, a los cuales será dado el pan de vida y el vino que engendra vírgenes?  A partir de aquel día Cristo jamás ganó a las masas; dentro de veinte días éstas vociferarían: “¡Crucifícale!” cuando Pilato les dijera: “Mirad a vuestro rey” Cristo no puede tener a todo el mundo unido a Él, la culpa es de Él, por ser demasiado divino, demasiado interesado en las almas, demasiado espiritual para la mayoría de los hombres.
Aquel día se enajenó, también un segundo grupo, a saber, la minoría, a los guías intelectuales y religiosos. Le aceptaría como un reformador suave y amable que no dejara las cosas de modo indiferente de como estaban, pero, al llegar a decirles que daría su propia vida de un modo más íntimo que como la madre da la vida a su hijo con la leche de su pecho, aquello era ya demasiado. Así nos dice el evangelio:
"Muchos de sus discípulos, al oír esto, dijeron:
“¡Dura es esta palabra! ¿Quién puede oírla?""
(Jn 6, 60)
"Por esto muchos de sus discípulos se volvieron atrás,
y ya no andaban con Él"
(Jn 6, 66)
Ciertamente, nuestro Señor o les habría permitido que se marcharan si no hubieran comprendido lo que Él les decía: que nos daría su propia vida para que nosotros pudiéramos vivir. Sólo podía tratarse de que, entendiéndolo rectamente, no pudieran tragar aquella verdad. Y por esto consintió que se fueran. Cuando se iban, Él les dijo:
"¿Os escandaliza?
¿Pues qué, si vieras al hijo del hombre subir a donde antes estaba?"
(Jn 6, 23)
Por supuesto, estaba probando la fe de ellos. ¿No tienen los hombres razón para pensar? ¿Qué era lo que Él estaba esperando que creyeran? ¿Que era Dios? ¿Qué cada una de las palabas que decían era la Verdad absoluta? ¿Qué a las almas hambrientas les daría la misma vida divina que ahora estaban contemplando con sus ojos? ¿Por qué no olvidar este pan de vida y convertirlo en una figura del lenguaje? Así nuestro Señor los miraba marchar; y ellos nunca más volvieron. Algún día los encontraría azuzando a las masas contra Él; puesto que, no todos le habían abandonado por la misma razón, todos ellos coincidían en que habían de alejarse de Él.
Al hablar del pan de vida, Cristo perdió tanto el trigo como la paja. Pero ahora le llegaba la ruptura que le causó la mayor de sus aflicciones, una aflicción enorme que mil años antes había sido profetizada como una de las laceraciones humanas que habrían de torturar su alma; la pérdida de Judas. Muchos se extrañan que Judas rompiera con nuestro Señor; piensan que fue solamente hacia el fin de la vida de nuestro Señor, y que fue solamente el amor al dinero lo que le impulsó a la ruptura. Cierto es que se trataba de avaricia, pero el evangelio nos refiere la asombrosa historia de que Judas rompió con nuestro Señor el día en que éste anunció que daría su carne para la vida del mundo. En medio de esta larga historia del cuerpo y la sangre de Cristo, el evangelio nos dice que nuestro Señor sabía quién era el que había de entregarle. Para indicar que lo sabía, dijo:
"¿No os escogí yo a vosotros, los doce?
y uno de vosotros es diablo".
(Jn 6, 61)
Esta promesa del pan celestial trastornó por completo a Judas, agrietó su alma, por así decirlo; y cuando el Maestro dio la eucaristía en la noche de la última cena, Judas quedó moralmente deshecho y le traicionó.
Ahora nuestro Señor estaba prácticamente solo. Solamente ciento veinte personas esperarían su Espíritu por pentecostés. Había perdido a los tres tipos de personas; vio como las masas le abandonaban, la minoría se alejaba de su lado y Judas se preparaba para entregarle. Así se volvió al único a quien había unido íntimamente consigo, a aquel cuyo nombre había él cambiado de Simón en Pedro, o Roca, y le dijo:
""¿No queréis iros vosotros también?"
Respondióle Simón Pedro:
"Señor, ¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna;
y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Cristo, el hijo de Dios vivo"".
(Jn 6, 67- 69)
Pero el corazón de Cristo tenía ya una cruz en él. Uno de sus doce apóstoles era un traidor. La minoría, que estaba entre sí dividida, ahora se unirá par ir contra Él. Y los cinco mil que habían estado en contacto con  su mano rehusaron estar en contacto con su corazón. Las fuerzas se estaban aprestando para “la hora”.

(FULTON SHEEN, Vida de Cristo, Herder, Madrid, 1996, pp. 151- 154)

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