sábado, 11 de agosto de 2012

Domingo XIX (ciclo b) San Agustín

De los Tratados sobre el
Evangelio de San Juan
de San Agustín

1. Cuando nuestro Señor Jesucristo declaró, como he­mos oído leer en el evangelio, que Él era el pan que des­cendió del cielo, comenzaron los judíos a murmurar, diciendo: ¿Por ventura éste no es Jesús el hijo de José, cuyo padre y madre nosotros conocemos? ¿Cómo, pues, se atreve El a decir que ha bajado del cielo? ¡Qué lejos estaban éstos del pan del cielo! Ni sabían siquiera qué es tener hambre de El. Tenían heridas en el paladar del corazón: eran sor­dos que oían y ciegos que veían. Este pan del hombre in­terior, es verdad, pide hambre; por eso habla así en otro lugar: Bienaventurados los que tienen hambre y sed de jus­ticia, porque ellos serán saciados. Y Pablo el Apóstol dice que nuestra justicia es Cristo. Y por eso, el que tiene ham­bre de este pan tiene que tener hambre también de la jus­ticia; de la justicia, digo, que descendió del cielo, de la justicia que da Dios, no de la justicia que se apropia el hombre como obra suya. Porque, si el hombre no se apropia justicia alguna como obra suya, no hablaría así de los judíos el mismo Apóstol: No conociendo la justicia de Dios y queriendo afirmar la suya propia, no participaron de la justicia de Dios. Así eran estos que no comprendían el pan que bajó del cielo, porque, saturados de su justicia, no te­nían hambre de la justicia de Dios. ¿Qué significa esto: justicia de Dios y justicia del hombre?
 
La justicia de Dios de la que aquí se habla, no es la justicia por la que es justo Dios, sino la justicia que comunica Dios al hombre para que llegue el hombre a ser justo por Dios. ¿Cuál es la justicia de aquéllos? Es una justicia que les hacía pre­sumir demasiado de sus fuerzas y les llevaba a decir que ellos mismos, por su propia virtud, cumplían la ley. Mas la ley no la cumple nadie, sino aquel a quien ayuda la gracia; esto es, el pan que bajó del cielo. La plenitud de la ley, como dice el Apóstol, es, en resumen, el amor. El amor, no de la plata, sino de Dios; el amor, no de la tierra ni del cielo, sino el amor de aquel que hizo la tierra y el cielo. ¿De dónde le viene al hombre este amor? Oigamos al mismo Apóstol: El amor de Dios, dice, se ha difundido en vues­tros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado. Como, pues, el Señor había de comunicarnos el Espíritu Santo, por eso declara que Él es el pan bajado del cielo, exhortándonos a que creamos en El. Creer en Él es lo mismo que comer el pan vivo. El que cree, come. Se nu­tre invisiblemente el mismo que invisiblemente renace; Es niño en la interioridad, y en la interioridad es algo reno­vado. Donde se renueva, allí mismo se nutre.
2. ¿Cuál es, pues, la respuesta de Jesús a estos mur­muradores? No sigáis murmurando entre vosotros. Como si dijera: Ya se yo por qué no tenéis hambre y por qué no tenéis la inteligencia de este pan ni la buscáis. No si­gan esas murmuraciones entre vosotros. Nadie puede ve­nir a mi si mi Padre, que me envió, no le atrae. ¡Qué re­comendación de la gracia tan grande! Nadie puede venir si no es atraído. A quién atrae y a quién no atrae y por qué atrae a uno y a otro no, no te atrevas a sentenciar sobre eso, si es que no quieres caer en el error. ¿No eres atraído aún? No ceses de orar para que logres ser atraído. Oye primero lo que sigue y entiéndelo. Si somos atraídos a Cristo, estamos diciendo que creemos a pesar nuestro y que se emplea la violencia, no se estimula la voluntad. Alguien puede entrar en la iglesia a despecho suyo y puede acercarse al altar y recibir el sacramento muy a pesar suyo; lo que no puede es creer no queriendo. Si fuese el acto de fe función corporal, podría tener lugar en los que no qui­siesen; pero el acto de fe no es función del cuerpo. Oído atento a las palabras del Apóstol: Se cree con el corazón para la justicia. ¿Y qué es lo que sigue? Y con la boca se hace la confesión para la salud. Esta confesión tiene su raíz en el corazón. A veces oyes tú a alguien que confiesa la fe, y no sabes si tiene fe. Y no debes llamar confesor de la fe al que tengas tú como no creyente. Confesar es ex­presar lo que tienes en el corazón; y si en el corazón tie­nes una cosa y con la boca dices tú otra, entonces lo que haces es hablar, no confesar. Luego, siendo así que en Cristo se cree con el corazón (lo que ciertamente nadie hace a la fuerza), y, por otra parte, el que es atraído parece que es obligado por la fuerza, ¿cómo se resuelve el si­guiente problema: Nadie viene a mí si no lo atrae el Pa­dre, que me envió?
3. Si es atraído, dirá alguien, va a El muy a pesar suyo. Si va a El a despecho suyo, no cree; y si no cree, no va a El. No vamos a Cristo corriendo, sino creyendo; no se acerca uno a Cristo por el movimiento del cuerpo, sino por el afecto del corazón. Por eso, aquella mujer que toca la orla de su vestido le toca más realmente que la turba que le oprime. Por esto dijo el Señor: ¿Quién es el que me ha tocado? Y los discípulos, llenos de extrañeza, le dicen: Te están las turbas comprimiendo, ¿y dices todavía quién me ha tocado? Pero El repitió: Alguien me ha tocado. Aqué­lla le toca; la turba le oprime. ¿Qué significa tocó, sino creyó? He aquí por qué, después, de su resurrección, dice a la mujer aquella que quiso echarse a sus pies: No me to­ques, que todavía no he subido al Padre. Lo que estás viendo, eso sólo crees que soy yo, nada más. No me toques. ¿Que significa esto? Crees tú que yo no soy más que lo que estás viendo; no creas así. Este es el sentido de las palabras: No me toques, porque todavía no he subido al Padre. Para ti aún no he subido, porque yo de allí jamás me distancié. No tocaba ella al que en la tierra tenía delante de los ojos, ¿cómo iba a tocar al que subía al Padre? Sin embargo, así quiere que le toque y así le tocan quienes bien le tocan, subiendo al Padre, y quedando con el Padre, y siendo igual a El.
4. Si de una parte y de otra lo miras, nadie viene a mí sino quien es atraído por el Padre. No vayas a creer que eres atraído a pesar tuyo. Al alma la atrae el amor. Ni hay que temer el reproche que, tal vez, por estas palabras evangéli­cas de la Sagrada Escritura, nos hagan quienes sólo se fijan en las palabras y están muy lejos de la inteligencia de las cosas en grado sumo divinas, diciéndonos: ¿Cómo puedo yo creer voluntariamente si soy atraído? Digo yo: Es poco decir que eres atraído voluntariamente; eres atraído también con mucho agrado y placer. ¿Qué es ser atraído por el pla­cer? Pon tus delicias en el Señor y Él te dará lo que pide tu corazón. Hay un apetito en el corazón al que le sabe dulcí­simo este pan celestial. Si, pues, el poeta pudo decir: «Cada uno va en pos de su afición», no con necesidad, sino con placer; no con violencia, sino con delectación, ¿con cuánta mayor razón se debe decir que es atraído a Cristo el hom­bre cuyo deleite es la verdad, y la felicidad, y la justicia, y la vida sempiterna, todo lo cual es Cristo? Los sentidos tienen sus delectaciones, ¿y el alma no tendrá las suyas? Si el alma no tiene sus delectaciones, ¿por qué razón se dice: Los hijos de los hombres esperarán a la sombra de tus alas, y serán embriagados de la abundancia de tu casa, y les darás a beber hasta saciados del torrente de tus delicias, por­que en ti está la fuente de la vida y en tu luz veremos la luz. Dame un corazón amante, y sentirá lo que digo. Dame un corazón que desee y que tenga hambre; dame un corazón que se mire como desterrado, y que tenga sed, y que suspire por la fuente de la patria eterna; dame un corazón así, y éste se dará perfecta cuenta de lo que estoy diciendo. Mas, si hablo con un corazón que está del todo helado, este tal no comprenderá mi lenguaje. Como éste eran los que entre sí murmuraban: El que es atraído, dice, por el Padre, viene a mí.
5. ¿Qué sentido, pues, pueden tener estas palabras: A quien el Padre atrae, sino que el mismo Cristo atrae? ¿Por qué prefirió decir: A quien el Padre atrae? Si hemos de ser atraídos, que lo seamos por aquel a quien dice una de esas almas amantes: Tras el olor de tus perfumes correremos. Pero pongamos atención, hermanos, en lo que quiso darnos a entender, y comprendámoslo en la medida de nuestras fuer­zas. Atrae el Padre al Hijo a aquellos que creen en el Hijo precisamente porque piensan que Él tiene a Dios por Padre. Dios-Padre engendró un Hijo que es igual a El; y el que piensa y en su fe siente y reflexiona que aquel en quien cree es igual al Padre, ese mismo es quien es llevado al Hijo por el Padre. Arrio le creyó simple criatura; no le atrajo al Padre, porque no piensa en el Padre quien no cree que el Hijo es igual a El. ¿Qué es, ¡oh Arrio!, lo que estás dicien­do? ¿Qué lenguaje herético es el tuyo? ¿Qué es Cristo? No es verdadero Dios, responde, sino que Él ha sido hecho por el verdadero Dios. No te ha atraído el Padre; no compren­des tú al Padre, cuyo Hijo niegas; tienes en el pensamiento algo muy distinto de lo que es el Hijo; ni el Padre te atrae ni tampoco eres llevado tú al Hijo; el Hijo es una cosa, y lo que tú dices es otra muy distinta. Dijo Fotino: Cristo no es más que un simple hombre; no es Dios también. Quien así piensa no le ha atraído el Padre. El Padre atrae a quien así habla: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo; tú no eres como un profeta, ni como Juan, ni como un hombre justo, por grande que sea; tú eres como Único, como el Igual; tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. ¡Mira cómo ha sido atraído, atraído por el Padre! Eres feliz, Simón hijo de Jonás, porque no ha sido ni la carne ni la sangre los que te han revelado eso, sino mi Padre, que está en los cielos. Esta revelación es atracción también. Muestra nue­ces a un niño, y se le atrae y va corriendo allí mismo adonde se le atrae; es atraído por la afición y sin lesión alguna cor­poral; es atraído por los vínculos del amor. Si, pues, estas cosas que entre las delicias y delectaciones terrenas se mues­tran a los amantes, ejercen en ellos atractivo fuerte, ¿cómo no va a atraer Cristo, puesto al descubierto por el Padre? ¿Ama algo el alma con más ardor que la verdad? ¿Para qué el hambre devoradora? ¿Para qué el deseo de tener sano el paladar interior, capaz de descubrir la verdad, sino para comer y beber la sabiduría, y la justicia, y la verdad, y la eternidad?
6. Pero ¿dónde se realizará esto? Allí mucho mejor, y allí con más verdad, y allí con más plenitud. Aquí nos es más fácil tener hambre, con tal de tener esperanza que saciarnos. Felices, dice, los que tienen hambre y sed de justicia, pero aquí abajo; porque serán saciados; mas esto allá arriba. Por esta razón, después de decir: Nadie viene a mí si no le atrae mi Padre, que me envió, ¿qué aña­dió? Y yo le resucitaré en el día postrero. Yo le doy lo que ama y yo le doy lo que espera; verá lo que creyó sin haberlo visto, y comerá aquello mismo de lo que tiene hambre y será saciado de aquello mismo de lo que tiene sed. ¿Dónde? En la resurrección de los muertos. Yo le resucita­ré en el día postrero.
7. Está escrito en los profetas: Serán todos enseñados por Dios. ¿Por qué me he expresado así, oh judíos? No os ha enseñado a vosotros el Padre; ¿cómo vais a poder cono­cerme a mí? Los hombres todos de aquel reino serán adoc­trinados por Dios, no por los hombres. Y si lo oyen de los hombres, sin embargo, lo que entienden se les comunica in­teriormente, e interiormente brilla, e interiormente se les descubre. ¿Qué hacen los hombres cuando hablan exterior­mente? ¿Qué estoy haciendo, pues, yo ahora cuando hablo? No logro más que introducir en vuestros oídos ruido de pa­labras. Luego, si no lo descubre el que está dentro, ¿qué vale mi discurso y qué valen mis palabras? El que cultiva el árbol está por de fuera; es el Creador el que está dentro. El que planta y el que riega trabajan por de fuera; es lo que hacemos nosotros. Pero ni el que planta es algo ni el que riega tampoco; es Dios, que es el que da el crecimiento. Este es el sentido de estas palabras: Todos serán enseñados por Dios. ¿Quiénes son esos todos? Todo el que oye al Padre y aprende de El, viene a mí. Mirad la manera de atraer que tiene el Padre; es por el atractivo de su enseñanza, llena de delectación, y no por imposición violenta alguna; ése es el modo de su atracción. Serán todos enseñados por Dios; ahí tenéis el modo de atraer Dios. Todo el que oye al Padre y aprende de El, viene a mí; así es como atrae Dios.
(…)
10. Sirva de advertencia lo que dice a continuación: En verdad, en verdad os digo que quien cree en mí posee la vida eterna. Quiso descubrir lo que era, ya que pudo decir en síntesis: El que cree en mí me posee. Porque el mismo Cristo es verdadero Dios y vida eterna. Luego el que cree en mí, dice, viene a mí, y el que viene a mí me posee. ¿Qué es poseerme a mí? Poseer la vida eterna. La vida eterna aceptó la muerte y la vida eterna quiso morir, pero en lo que tenía de ti, no en lo que tenía de sí; recibió de ti lo que pudiese morir por ti. Tomó de los hombres la carne, mas no de modo humano. Pues, teniendo un Padre en el cielo, eligió en la tierra una madre. Nació allí sin madre y aquí nació sin padre. La Vida, pues, aceptó la muerte con el fin de que la Vida diese muerte a la muerte misma. El que cree en mí, dice, tiene la vida eterna, que no es lo que aparece, sino lo que está oculto. «La vida eterna, el Verbo, existía en el principio en Dios, y el Verbo era Dios, y la vida era luz de los hombres». El mismo que es vida eterna, dio a la carne, que asumió, la vida eterna. El vino para morir, mas al tercer día resucitó. Entre el Verbo, que asumió la carne, y la carne, que resucita, está la muerte, que fue aniquilada.
11. Yo soy, dice, el pan de vida. ¿De qué se enorgulle­cían? Vuestros padres, continúa diciendo, comieron el maná en el desierto y murieron. ¿De qué nace vuestra soberbia? Comieron el maná y murieron. ¿Por qué comieron y mu­rieron? Porque lo que veían, eso creían, y lo que no veían no lo entendían. Por eso precisamente son vuestros padres, porque sois igual que ellos. Porque, en lo que atañe, mis hermanos, a esta muerte visible y corporal, ¿no morimos por ventura nosotros, que comemos el pan que ha descen­dido del cielo? Murieron aquéllos, como vamos a morir nos­otros, en lo que se refiere, digo, a esta muerte visible y corporal. Mas no sucede lo mismo en lo que se refiere a la muerte aquella con que nos atemoriza el Señor y con la que murieron los padres de éstos; del maná comió Moisés, y Aarón comió también, y Finés, y allí comieron otros mu­chos que fueron gratos al Señor y no murieron. ¿Por qué razón? Porque comprendieron espiritualmente este manjar visible, y espiritualmente lo apetecieron, y espiritualmente lo comieron para ser espiritualmente nutridos. Nosotros también recibimos hoy un alimento visible; pero una cosa es el sacramento y otra muy distinta la virtud del sacra­mento. ¡Cuántos hay que reciben del altar este alimento y mueren en el mismo momento de recibirlo! Por eso dice el Apóstol: El mismo come y bebe su condenación. ¿No fue para Judas un veneno el trozo de pan del Señor? Lo comió, sin embargo, e inmediatamente que lo comió entró en él el demonio. No porque comiese algo malo, sino porque, siendo él malo, comió en mal estado lo que era bueno. Es­tad atentos, hermanos; comed espiritualmente el pan del cielo y llevad al altar una vida de inocencia. Todos los días cometemos pecados, pero que no sean de esos que causan la muerte. Antes de acercaros al altar, mirad lo que decís: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdona­mos a nuestros deudores. ¿Perdonas tú? Serás perdonado tú también. Acércate con confianza, que es pan, no vene­no. Más examínate si es verdad que perdonas. Pues, si no perdonas, mientes y tratas de mentir a quien no puedes engañar. Puedes mentir a Dios; lo que no puedes es engañar­le. Sabe El bien lo que debe hacer. Te ve El por dentro, y por dentro te examina, y por dentro te mira, y por dentro te juzga, y por lo de dentro te condena o te corona. Los padres de éstos, es decir, los perversos e infieles y murmu­radores padres de éstos, son perversos e infieles y mur­muradores como ellos. Pues en ninguna cosa se dice que ofendiese más a Dios aquel pueblo que con sus murmura­ciones contra Dios. Por eso, queriendo el Señor presentar­los como hijos de tales padres, comienza a echarles en cara esto: ¿Por qué murmuráis entre vosotros, murmuradores, hijos de padres murmuradores? Vuestros padres comieron del maná en el desierto y murieron, no porque el maná fuese una cosa mala, sino porque lo comieron en mala disposición.
12. Este es el pan que descendió del cielo. El maná era signo de este pan, como lo era también el altar del Señor. Ambas cosas eran signos sacramentales: como signos, son distintos; mas en la realidad por ellos significada hay identidad. Atiende a lo que dice el Apóstol: No quiero, her­manos, que ignoréis que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube, y que todos atravesaron el mar, y que todos ron bautizados bajo la dirección de Moisés en la nube y en el mar, y que todos comieron el mismo manjar espi­ritual. Es verdad que era el mismo pan espiritual, ya que el corporal era distinto. Ellos comieron el maná; nosotros, otra cosa distinta; pero, espiritualmente, idéntico manjar que nosotros. Pero hablo de nuestros padres, no de los de ellos; de aquellos a quienes nos asemejamos, no de aquellos a quienes ellos se parecen. Y añade: Y todos bebieron la misma bebida espiritual. Una cosa bebieron ellos, otra dis­tinta nosotros; mas sólo distinta en la apariencia visible, ya que es idéntica en la virtud espiritual por ella signifi­cada. ¿Cómo la misma bebida? Bebían de la misma piedra espiritual que los seguía, y la piedra era Cristo. Ese es el pan y ésa es la bebida. La piedra es Cristo como en sím­bolo. El Cristo verdadero es el Verbo y la carne. Y ¿cómo bebieron? Fue golpeada dos veces la piedra con la vara. Los dos golpes significan los dos brazos de la cruz. Este es, pues, el pan que descendió del cielo para que, si al­guien lo comiere, no muera. Pero esto se dice de la virtud del sacramento, no del sacramento visible; del que lo come interiormente, no exteriormente sólo; del que lo come con el corazón, no del que lo tritura con los dientes.
13. Yo soy el pan vivo que descendí del cielo. Pan vivo precisamente, porque descendí del cielo. El maná también descendió del cielo; pero el maná era la sombra, éste la verdad. Si alguien comiere de este pan, vivirá eternamente; y el pan que yo le daré es mi carne, que es la vida del mundo. ¿Cuándo iba la carne a ser capaz de comprender esto de llamar al pan carne? Se da el nombre de carne a lo que la carne no entiende; y tanto menos comprende la carne, porque se llama carne. Esto fue lo que les horrorizó, y dije­ron que esto era demasiado y que no podía ser. Mi carne, dice, es la vida del mundo. Los fieles conocen el cuerpo de Cristo si no desdeñan ser el cuerpo de Cristo. Que lleguen a ser el cuerpo de Cristo si quieren vivir del Espíritu de Cris­to. Del Espíritu de Cristo solamente vive el cuerpo de Cristo. Comprended, hermanos, lo que he dicho. Tú eres hombre, y tienes espíritu y tienes cuerpo. Este espíritu es el alma, por la que eres hombre. Tu ser es alma y cuerpo. Tienes espíritu invisible y cuerpo visible. Dime qué es lo que recibe la vida y de quién la recibe. ¿Es tu espíritu el que recibe la vida de tu cuerpo o es tu cuerpo el que recibe la vida de tu espíritu? Responderá todo el que vive (pues el que no puede responder a esto, no sé si vive). ¿Cuál será la respuesta de quien vive? Mi cuerpo recibe ciertamente de mi espíritu la vida. ¿Quieres, pues, tú recibir la vida del Espíritu de Cristo? Incorpórate al cuerpo de Cristo. ¿Por ventura vive mi cuerpo de tu espíritu? Mi cuerpo vive de mi espíritu, y tu cuerpo vive de tu espíritu. El mismo cuer­po de Cristo no puede vivir sino del Espíritu de Cristo. De aquí que el apóstol Pablo nos hable de este pan, dicien­do: Somos muchos un solo pan, un solo cuerpo. ¡Oh qué misterio de amor, y qué símbolo de la unidad, y qué víncu­lo de la caridad! Quien quiere vivir sabe dónde está su vida y sabe de dónde le viene la vida. Que se acerque, y que crea, y que se incorpore a este cuerpo, para que ten­ga participación de su vida. No le horrorice la unión con los miembros, y no sea un miembro podrido, que deba ser cortado; ni miembro deforme, de quien el cuerpo se avergüence; que sea bello, proporcionado y sano, y que esté unido al cuerpo para que viva de Dios para Dios, y que trabaje ahora en la tierra para reinar después en el cielo.
(SAN AGUSTÍN, Tratados sobre el evangelio de San Juan, Tratado XXVI, (Comentario a Jn.6, discurso del pan de vida), nº 1 – 7.10 - 13, en Obras de San Agustín, BAC, Tomo XIII, Madrid, 1968, pp. 573 – 588)

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