Ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte.
Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para
reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia
de Dios (1 Co, 1, 27-29). «Dios eligió y glorificó a una sencilla
joven campesina, de origen humilde. La glorificó con el poder de su Espíritu...
Queridísimos hermanos y hermanas. Mirad a María Goretti, mirad el Cielo que
ella alcanzó por la observancia heroica de los mandamientos, donde ahora se
encuentra en la gloria de los santos... Se ha convertido en gozo para la
Iglesia y en fuente de esperanza para nosotros», decía el Papa Juan Pablo II el
29 de septiembre de 1991.
El Santo Padre pronunciaba estas palabras al final
del año que conmemoraba el centenario del nacimiento de Santa María Goretti.
María había visto la luz el 16 de octubre de 1890, en Corinaldo, provincia de
Ancona (Italia), en el seno de una familia pobre de bienes terrenales pero rica
en fe y virtudes: oración en común y Rosario todos los días, y los domingos
Misa y sagrada Comunión. María es la tercera de los siete hijos de Luigi
Goretti y Assunta Carlini. Al día siguiente de su nacimiento, es bautizada y
consagrada a la Virgen. Recibirá el sacramento de la Confirmación a la edad de
seis años.
Después del nacimiento de su cuarto hijo, Luigi
Goretti, demasiado pobre para poder subsistir en su región de origen, emigra
con su familia a las grandes llanuras de los campos romanos, todavía insalubres
en la época, estableciéndose en Ferriere di Conca, al servicio del conde
Mazzoleni, donde María no tarda en revelar una inteligencia y una madurez
precoces. No hay en ella ni un solo atisbo de capricho, ni de desobediencia ni
mentira. Es realmente el ángel de la familia.
Tras un año de trabajo agotador, Luigi contrae una
enfermedad que acaba con él en diez días. Para Assunta y sus hijos empieza un
largo calvario. María llora a menudo la muerte de su padre, y aprovecha
cualquier ocasión para arrodillarse delante de la verja del cementerio. Quizás
su papá se encuentre en el Purgatorio, y como ella no dispone de medios para encargar
Misas por el reposo de su alma, se esfuerza en compensarlo con sus plegarias.
Pero no hay que pensar que aquella niña practica la bondad sin esfuerzo, ya que
sus sorprendentes progresos son el fruto de la oración. Su madre contará que el
Rosario le resultaba necesario y, de hecho, lo llevaba siempre enrollado
alrededor de la muñeca. De la contemplación del crucifijo, María se nutre de un
intenso amor de Dios y de un profundo horror por el pecado.
«Quiero a Jesús»
María suspira por el día en que recibirá la sagrada
Eucaristía. Según era costumbre en la época, debía esperar hasta los once años,
pero un día le pregunta a su madre: «Mamá, ¿cuándo tomaré la Comunión?...
Quiero a Jesús. – ¿Cómo vas a tomarla, si no te sabes el catecismo? Además, no
sabes leer, no tenemos dinero para comprarte el vestido, los zapatos y el velo,
y no tenemos ni un momento libre. – ¡Pues nunca podré tomar la Comunión, mamá!
¡Y yo no puedo estar sin Jesús! – ¿Y qué quieres que haga? No puedo dejar que
vayas a comulgar como una pequeña ignorante». Finalmente, María encuentra un
medio de prepararse con la ayuda de una persona del lugar, y todo el pueblo
acude en su ayuda para proporcionarle ropa de comunión. Recibe la Eucaristía el
29 de mayo de 1902.
La recepción del Pan de los ángeles aumenta en
María el amor por la pureza y le anima a tomar la resolución de conservar esa
angélica virtud a toda costa. Un día, tras haber oído un intercambio de frases
deshonestas entre un muchacho y una de sus compañeras, le dice con indignación
a su madre: «Mamá, ¡qué mal habla esa niña! – Procura no tomar parte nunca en
esas conversaciones. – No quiero ni pensarlo, mamá; antes que hacerlo,
preferiría...» y la palabra «morir» se le queda a sus labios. Un mes más tarde,
la voz de su sangre terminará la frase.
Al entrar al servicio del conde Mazzoleni, Luigi
Goretti se había asociado con Giovanni Serenelli y su hijo Alessandro. Las dos
familias viven en apartamentos separados, pero la cocina es común. Luigi se
arrepintió enseguida de aquella unión con Giovanni Serenelli, persona muy
diferente de los suyos, bebedor y carente de discreción en sus palabras.
Después de la muerte de Luigi, Assunta y sus hijos habían caído bajo el yugo
despótico de los Serenelli. María, que ha comprendido la situación, se esfuerza
por apoyar a su madre: «Ánimo, mamá, no tengas miedo, que ya nos hacemos
mayores. Basta con que el Señor nos conceda salud. La Providencia nos ayudará.
¡Lucharemos y seguiremos luchando!».
Desde la muerte de su marido, Assunta siempre está
en el campo y ni siquiera tiene tiempo de ocuparse de la casa, ni de la
instrucción religiosa de los más pequeños. María se encarga de todo, en la
medida de lo posible. Durante las comidas, no se sienta a la mesa hasta que no
ha servido a todos, y para ella se pone las sobras. Su obsequiosidad se
extiende igualmente a los Serenelli. Por su parte, Giovanni, cuya esposa había
fallecido en el hospital psiquiátrico de Ancona, no se preocupa nada de su hijo
Alessandro, joven robusto de diecinueve años, grosero y vicioso, al que le
gusta empapelar su habitación con imágenes obscenas y leer libros indecentes.
En su lecho de muerte, Luigi Goretti había presentido el peligro que la
compañía de los Serenelli representaba para sus hijos, y había repetido sin
cesar a su esposa: «¡Assunta, regresa a Corinaldo!». Por desgracia, Assunta
está endeudada y comprometida por un contrato de arrendamiento.
Una flor de lis inmaculada
Al estar en contacto con los Goretti, algunos
sentimientos religiosos han hecho mella en Alessandro. A veces se agrega al
rezo del Rosario que realizan en familia, y los días de fiesta oye Misa,
confesándose incluso de vez en cuando. Pero todo ello no impide que haga
proposiciones deshonestas a la inocente María, que en un principio no
comprende. Más tarde, al adivinar las intenciones perversas del muchacho, la
joven está sobre aviso y rechaza la adulación y las amenazas. Suplica a su
madre que no la deje sola en casa, pero no se atreve a explicarle claramente
las causas de su pánico, pues Alessandro la ha amenazado: «Si le cuentas algo a
tu madre, te mato». Su único recurso es la oración. La víspera de su muerte,
María pide de nuevo llorando a su madre que no la deje sola, pero, al no
recibir más explicaciones, ésta lo considera un capricho y no concede ninguna
importancia a aquella reiterada súplica.
El 5 de julio, a unos cuarenta metros de la casa,
están trillando las habas en la era. Alessandro lleva un carro arrastrado por
bueyes, haciéndolo girar una y otra vez sobre las habas extendidas en el suelo.
Hacia las tres de la tarde, en el momento en que María se encuentra sola en la
casa, Alessandro dice: «Assunta, ¿quiere hacer el favor de llevar un momento
los bueyes por mí?». Sin sospechar nada, la mujer lo hace. María, sentada en el
umbral de la cocina, remienda una camisa que Alessandro le ha entregado después
de comer, mientras vigila a su hermanita Teresina, que duerme a su lado.
«¡María!, grita Alessandro. – ¿Qué quieres? –
Quiero que me sigas. – ¿Para qué? – ¡Sígueme! – Si no me dices lo que quieres,
no te sigo». Ante semejante resistencia, el muchacho la agarra violentamente
del brazo y la arrastra hasta la cocina, atrancando la puerta. La niña grita,
pero el ruido no llega hasta el exterior. Al no conseguir que la víctima se
someta, Alessandro la amordaza y esgrime un puñal. María se pone a temblar pero
no sucumbe. Furioso, el joven intenta con violencia arrancarle la ropa, pero
María se deshace de la mordaza y grita: «No hagas eso, que es pecado... Irás al
infierno». Poco cuidadoso del juicio de Dios, el desgraciado levanta el arma:
«Si no te dejas, te mato». Ante aquella resistencia, la atraviesa a
cuchilladas. La niña se pone a gritar: «¡Dios mío! ¡Mamá!», y cae al suelo.
Creyéndola muerta, el asesino tira el cuchillo y abre la puerta para huir,
pero, al oírla gemir de nuevo, vuelve sobre sus pasos, recoge el arma y la
traspasa otra vez de parte a parte; después, sube a encerrarse a su habitación.
María ha recibido catorce heridas graves y se ha
desvanecido. Al recobrar el conocimiento, llama al señor Serenelli: «¡Giovanni!
Alessandro me ha matado... Venga...». Casi al mismo tiempo, despertada por el
ruido, Teresina lanza un grito estridente, que su madre oye. Asustada, le dice
a su hijo Mariano: «Corre a buscar a María; dile que Teresina la llama». En
aquel momento, Giovanni Serenelli sube las escaleras y, al ver el horrible
espectáculo que se presenta ante sus ojos, exclama: «¡Assunta, y tú también,
Mario, venid!». Mario Cimarelli, un jornalero de la granja, trepa por la
escalera a toda prisa. La madre llega también: «¡Mamá!, gime María. – ¿Qué ha
pasado? – ¡Es Alessandro, que quería hacerme daño!». Llaman al médico y a los
gendarmes, que llegan a tiempo para impedir que los vecinos, muy excitados, den
muerte a Alessandro en el acto.
¡Ni una gota de agua!
Después de un largo y penoso viaje en ambulancia,
hacia las ocho de la tarde llegan al hospital. Los médicos se sorprenden de que
la niña todavía no haya sucumbido a sus heridas, pues ha sido alcanzado el
pericardio, el corazón, el pulmón izquierdo, el diafragma y el intestino. Al
comprobar que no tiene cura, mandan llamar al capellán. María se confiesa con
toda lucidez. Después, los médicos le prodigan sus cuidados durante dos horas,
sin dormirla. María no se lamenta, y no deja de rezar y de ofrecer sus sufrimientos
a la Santísima Virgen, Madre de los dolores. Su madre consigue que le permitan
permanecer a la cabecera de la cama. María aún tiene fuerzas para consolarla:
«Mamá, querida mamá, ahora estoy bien... ¿Cómo están mis hermanos y hermanas?».
A María le devora la sed: «Mamá, dame una gota de
agua. – Mi pobre María, el médico no quiere, porque sería peor para ti».
Extrañada, María sigue diciendo: «¿Cómo es posible que no pueda beber ni una
gota de agua?». Luego, dirige la mirada sobre Jesús crucificado, que también
había dicho «¡Tengo sed!», y se resigna. El capellán del hospital la asiste
paternalmente y, en el momento de darle la sagrada Comunión, la interroga:
«María, ¿perdonas de todo corazón a tu asesino?». Ella, reprimiendo una
instintiva repulsión, le responde: «Sí, le perdono por el amor de Jesús, y
quiero que él también venga conmigo al Paraíso. Quiero que esté a mi lado...
Que Dios le perdone, porque yo ya le he perdonado». En medio de esos
sentimientos, los mismos que tuvo Jesucristo en el calvario, María recibe la
Eucaristía y la Extremaunción, serena, tranquila, humilde en el heroísmo de su
victoria. El final se acerca. Se le oye decir: «Papá». Finalmente, después de
una postrera llamada a María, entra en la gloria inmensa del Paraíso. Es el día
6 de julio de 1902, a las tres de la tarde.
Está perdiendo el tiempo, Monseñor
El juicio de Alessandro tiene lugar tres meses
después del drama. Aconsejado por su abogado, confiesa: «Me gustaba. La
provoqué dos veces al mal, pero no pude conseguir nada. Despechado, preparé el
puñal que debía utilizar». Es condenado a treinta años de trabajos forzados,
aparentando no sentir ningún remordimiento del crimen. A veces se le oye
gritar: «¡Anímate, Serenelli, dentro de veintinueve años y seis meses serás un
burgués!». Pero María no lo olvida. Unos años más tarde, Monseñor Blandini,
obispo de la diócesis donde está la prisión, siente la inspiración de visitar
al asesino para encaminarlo al arrepentimiento. «Está perdiendo el tiempo,
Monseñor, afirma el carcelero, ¡es un duro!». Alessandro recibe al obispo
refunfuñando, pero, ante el recuerdo de María, de su heroico perdón, de la
bondad y de la misericordia infinitas de Dios, se deja alcanzar por la gracia.
Después de salir el prelado, llora en la soledad de la celda, ante la
estupefacción de los carceleros.
Una noche, María se le aparece en sueños, vestida
de blanco en los jardines floridos del Paraíso. Trastornado, Alessandro escribe
a monseñor Blandini: «Lamento sobre todo el crimen que cometí porque soy
consciente de haberle quitado la vida a una pobre niña inocente que, hasta el
último momento, quiso salvar su honor, sacrificándose antes que ceder a mi
criminal voluntad. Pido perdón a Dios públicamente, y a la pobre familia, por
el enorme crimen que cometí. Confío obtener también yo el perdón, como tantos
otros en la tierra». Su sincero arrepentimiento y su buena conducta en el penal
le devuelven la libertad cuatro años antes de la expiración de la pena.
Después, ocupará el puesto de hortelano en un convento de capuchinos, mostrando
una conducta ejemplar, y será admitido en la orden tercera de San Francisco.
Gracias a su buena disposición, Alessandro es
llamado como testigo en el proceso de beatificación de María. Resulta algo muy
delicado y penoso para él, pero confiesa: «Debo hacer reparación, y debo hacer
todo lo que esté en mi mano para su glorificación. Toda la culpa es mía. Me
dejé llevar por la brutal pasión. Ella es una santa, una verdadera mártir. Es
una de las primeras en el Paraíso, después de lo que tuvo que sufrir por mi
causa».
En la Navidad de 1937, se dirige a Corinaldo, lugar
donde se había retirado con sus hijos Assunta Goretti. Lo hace simplemente para
hacer reparación y pedir perdón a la madre de su víctima. Nada más llegar ante
ella, le pregunta llorando: «Assunta, ¿puede perdonarme? – Si María te ha
perdonado, balbucea, ¿cómo no voy a perdonarte yo?». El mismo día de Navidad,
los habitantes de Corinaldo se ven sorprendidos y emocionados al ver
aproximarse a la mesa de la Eucaristía, uno junto a otro, a Alessandro y
Assunta.
«¡Miradla!»
La influencia de María Goretti, canonizada como
mártir por el Papa Pío XII el 26 de junio de 1950, continúa en nuestros días.
El Papa Juan Pablo II la presenta especialmente como modelo para los jóvenes:
«Nuestra vocación por la santidad, que es la vocación de todo bautizado, se ve
alentada por el ejemplo de esta joven mártir. Miradla, sobre todo vosotros los
adolescentes, vosotros los jóvenes. Sed capaces, como ella, de defender la
pureza del corazón y del cuerpo; esforzaos por luchar contra el mal y el
pecado, alimentando vuestra comunión con el Señor mediante la oración, el
ejercicio cotidiano de la mortificación y la escrupulosa observancia de los
mandamientos» (29 de septiembre de 1991).
La observancia completa de los mandamientos es
fruto del amor. «El amor de Dios y el amor al prójimo son inseparables de la
observancia de los mandamientos de la Alianza», recordaba el Papa en su
encíclica Veritatis splendor (6 de agosto de 1993, 76). En
esto sabemos que le conocemos, dice San Juan: en que guardamos sus
mandamientos. Quien dice: «Yo le conozco» y no guarda sus mandamientos es un
mentiroso y la verdad no está en él... Pues en esto consiste el amor a Dios: en
que guardemos sus mandamientos (1 Jn 2, 3-4; 5, 3). Con la ayuda de la
gracia de Dios es posible observar los mandamientos. «Dios no pide cosas
imposibles, sino que al mandarte algo te invita a hacer lo que puedas y a pedir
lo que no puedes, ayudándote para que lo puedas. Sus mandamientos no
son pesados (1 Jn 5, 3), su yugo es suave y su carga ligera (cf.
Mt 11, 30)» (Concilio de Trento, sesión VI, cap. 11). El ámbito espiritual de
la esperanza siempre está abierto al hombre. Es en la Cruz salvífica de Jesús,
en el don del Espíritu Santo y en los sacramentos (especialmente en la
Penitencia y en la Eucaristía), donde el creyente encuentra la fuerza para ser
fiel a su Creador, incluso en medio de las dificultades más graves (cf. Veritatis
splendor, 103).
La realidad y el poder de la ayuda divina se
manifiestan de una manera particularmente tangible en los mártires. Elevándolos
al honor de los altares, «la Iglesia ha canonizado su testimonio y declaró
verdadero su juicio, según el cual el amor implica obligatoriamente el respeto
de sus mandamientos, incluso en las circunstancias más graves, y el rechazo de
traicionarlos, aunque fuera con la intención de salvar la propia vida» (Veritatis
splendor, 91). Indudablemente, pocas personas son llamadas a padecer el
martirio de la sangre. Sin embargo, «ante las múltiples dificultades, que
incluso en las circunstancias más ordinarias puede exigir la fidelidad al orden
moral, el cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios, está llamado
a una entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de la fortaleza, que –como
enseña San Gregorio Magno– le capacita a «amar las dificultades de este mundo a
la vista del premio eterno»» (íd., 93).
Por eso el Papa no teme decir a los jóvenes «No
tengáis miedo de ir contracorriente, de rechazar los ídolos del mundo». Y
explica: «Mediante el pecado, damos la espalda a Dios, nuestro único bien, y
elegimos ponernos del lado de los «ídolos» que nos conducen a la muerte y a la
condenación eterna, al infierno». María Goretti «nos alienta a experimentar la
alegría de los pobres que saben renunciar a todo con tal de no perder lo único
que es necesario: la amistad de Dios... Queridos jóvenes, escuchad la voz de
Cristo que os llama, también a vosotros, al estrecho sendero de la santidad»
(29 de septiembre de 1991).
Santa María Goretti nos recuerda que «el estrecho
sendero de la santidad» pasa por la fidelidad a la virtud de la castidad. En
nuestros días, con frecuencia, la castidad es objeto de burla y de desprecio.
El cardenal López Trujillo escribe al respecto: «Para algunas personas, que se
hallan en ambientes donde se ofende y se desacredita la castidad, vivir
castamente puede exigir una dura lucha, a veces heroica. De todas formas, con
la gracia de Cristo, que se desprende de su amor de Esposo por la Iglesia,
todos pueden vivir castamente, incluso si se hallan en circunstancias poco
favorables a ello» (Verdad y sentido de la sexualidad humana, Consejo
pontifical para la familia, 8 de diciembre de 1995, 19).
Un largo y lento martirio
Conservar la castidad implica rechazar ciertos
pensamientos, frases y actos pecaminosos, así como huir de las ocasiones de
pecado. «Que la alegre infancia y la ardiente juventud aprendan a no
abandonarse desesperadamente a los gozos efímeros y vanos de la voluptuosidad,
ni a los placeres de los vicios embriagadores que destruyen la apacible
inocencia, engendran sombría tristeza y debilitan más pronto o más tarde las
fuerzas del espíritu y del cuerpo», advertía el Papa Pío XII con motivo de la
canonización de Santa María Goretti. El Catecismo de la Iglesia Católica
recuerda lo siguiente: «O el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o
se deja dominar por ellas y se hace desgraciado» (Catecismo, 2339). Por
eso resulta necesario seguir un modelo de vida que «requiera mucha fuerza, una
constante atención y una renuncia valiente a las seducciones del mundo. Debemos
ser capaces de vigilar incesantemente, sin desistir bajo ningún pretexto...
hasta el término de nuestro recorrido terrenal. En definitiva, se trata de una
lucha contra sí mismo que podemos asimilar a un largo y lento martirio. El
Evangelio nos exhorta con claridad a emprender esa lucha: El Reino de
los Cielos sufre violencia, y los violentos lo conquistan (Mt 11, 12)»
(Juan Pablo II, íd.).
Para poder crear un clima favorable a la castidad,
es importante practicar la modestia y el pudor en la manera de hablar, de
actuar y de vestir. Con esas virtudes, la persona es respetada y amada por sí
misma, en lugar de ser contemplada y tratada como objeto de placer. De ese
modo, los padres deberán velar para que ciertas modas no profanen la casa, en
especial a través de un mal uso de los medios de comunicación de masas. Habrá
que animar a los niños y adolescentes a estimar y practicar el dominio de sí
mismos, a ser discretos, a vivir con orden, a realizar sacrificios personales
en medio de un espíritu de amor por Dios y de generosidad hacia los demás, sin
sofocar los sentimientos y las tendencias de cada uno, sino canalizándolas
hacia una vida de virtud (cf. Consejo pontifical para la familia, íd.,
56-58). Siguiendo el ejemplo de Santa María Goretti, los jóvenes descubrirán
«el valor de la verdad que libera al hombre de la esclavitud de las realidades
materiales», y podrán «descubrir el gusto por la auténtica belleza y por el
bien que vence al mal» (Juan Pablo II, íd.).
¡Santa María Goretti, consigue para nosotros de
Dios, mediante la intercesión de la Santísima Virgen y de San José, esa fuerza
sobrenatural que te hizo preferir la muerte al pecado, a fin de que podamos
seguir tus luminosas huellas con alegría, con energía y con afán!
Dom
Antoine Marie osb
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Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com
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