Lunes 6 de julio de
1925, en Turín (Italia). Ante el pórtico de la iglesia de la Crocetta, una gran
multitud llena de recogimiento espera. Allí se encuentran mezclados burgueses y
obreros, damas de la aristocracia y mujeres del pueblo, estudiantes de la
Universidad y ancianos del Hospicio. De súbito, una agitación. Luego, un enorme
silencio. Ante la explanada aparece un grupo de ocho vigorosos jóvenes llevando
a hombros un compacto féretro. La emoción está presente en sus rostros. ¿Acaso
no se trata de los restos de un amigo maravilloso? Una llama de orgullo brilla,
sin embargo, en sus miradas, como si sus robustos hombros pasearan
triunfalmente el relicario de un santo.
¿De quién se trata?
El 13 de abril de 1980, el Papa Juan Pablo II dirá de él: «Basta con echar una
mirada, incluso breve, a la vida de Pier Giorgio Frassati, consumida en apenas
veinticuatro años, para comprender de qué modo supo responder a Jesucristo. Fue
la respuesta de un joven "moderno", sensibilizado con los problemas
de la cultura, de los deportes (¡un destacado alpinista!), con los temas
sociales, con los verdaderos valores de la vida y, al mismo tiempo, de un
hombre profundamente creyente, alimentado por el mensaje evangélico, de
carácter firme y coherente, apasionado por servir a los hermanos y con una
ardiente caridad que lo llevaba, según un orden de prioridad absoluta, a estar
junto a los pobres y a los enfermos... El cristianismo es alegría, y Pier
Giorgio poseía una alegría fascinadora, una alegría que le hacía superar muchas
dificultades en su vida, pues la etapa de la juventud siempre es una etapa
conflictiva».
Una para ti y otra para mí
Pier Giorgio
Frassati, al que se llamará "el hijo de la Fiesta", nació en Turín el
6 de abril de 1901, en la noche del Sábado Santo. Procedente de una acomodada
familia de la burguesía del Piamonte (su padre será embajador en Berlín durante
algunos años), ese niño heredará cualidades y defectos de sus compatriotas.
Enérgicos, voluntariosos, incluso testarudos y bastante poco comunicativos, son
además ahorrativos, aunque sin llegar a temer las cargas familiares, positivos
y realistas, con cierto espíritu aventurero.
La rectitud innata
de Pier Giorgio lo convierte en enemigo de la mentira, y leal hasta el punto de
convertirse en esclavo de la palabra ya dada. Ninguna fuerza en el mundo, ni
siquiera su hambre canina, le obligaría a tocar un plato o una golosina, aunque
la tenga a mano, si su madre se lo ha prohibido terminantemente. Un profundo
sentimiento de compasión le inclina a aliviar todo sufrimiento, e
inmediatamente toma partido por los débiles. En una ocasión en que entraba con
su abuelo en la escuela de párvulos, con motivo de la comida de mediodía, Pier
Giorgio queda fascinado por las larguísimas mesas de mármol donde están
empotradas las escudillas. De súbito, se da cuenta de que al fondo de la sala
hay un niño completamente solo, apartado a causa de una enfermedad de la piel.
Se le acerca y, repartiendo "una cucharada para ti y otra para mí",
consigue borrar del rostro del pequeño la tristeza de la soledad.
Apenas cuenta cinco
años cuando un día, en casa, su padre despide en el umbral de la puerta a un
pobre borracho al que acaba de traicionarle el aliento. Pier Giorgio se acerca
sollozando a su madre: «Mamá, hay un pobre que tiene hambre, y papá no le ha
dado de comer». La madre, creyendo oír en esa queja un eco del Evangelio,
responde: «Sal fuera y dile que suba, que le daremos de comer».
Una caja fuerte
Pero en la bondad de
ese temperamento también aparecen sombras. Su vigoroso físico y su enérgica
personalidad se exteriorizan a menudo a través de reacciones violentas, sobre
todo con motivo de las discrepancias con su hermana Luciana, diecisiete meses
más joven que él. El adjetivo que le lanzan habitualmente en familia es el de
"testarudo". Cuando no quiere hablar, cierra la boca como si fuera
una caja fuerte de la que sólo él poseyera la combinación. La rígida educación
recibida en el hogar le ayuda a corregir esos defectos. Consigue desarrollar y
afinar esa inteligencia lenta por naturaleza pero enérgica, hasta llegar a ser
poco a poco tan ágil y tan diligente que supera con éxito todas las
dificultades de sus estudios en el instituto, y más tarde en la Escuela
Superior de Ingeniería de Turín. Estudiar se convierte para él en la primera de
las obligaciones, ante la cual todas las demás actividades quedan en segundo
plano. Pero, a causa de ese ardiente temperamento, la batalla es dura. ¡Qué
suplicio estar horas y horas delante de austeros manuales, cuando su pasión por
la montaña le habría empujado a realizar alguna pintoresca excursión! Pero para
él las dificultades son una ocasión de progreso moral. Ante una contrariedad,
en lugar de bajar los brazos, repone sus energías y vuelve al trabajo con
coraje.
Pero de dónde saca
su fuerza es sobre todo de la oración. Desde su más tierna infancia sigue
siendo fiel a las oraciones de la mañana y de la tarde, que realiza de
rodillas. Enseguida sigue con el Rosario y, más tarde, será visto por todas
partes desgranando las decenas, en el tren, junto a la cabecera de un enfermo,
durante un paseo, en la ciudad o en la montaña. Porque a él le gusta conversar
de esa forma tan afectuosa con la Madre del cielo.
Esa relación directa
que establece con Dios le confiere una madurez excepcional. Por eso impresiona
a las almas con esa manera tan suya, sencilla y resuelta, de vivir su
catolicismo: sin ninguna ostentación, con una tranquila seguridad, un orgullo sin
tropiezos y una suave intransigencia. En una carta a un amigo íntimo, escribe
lo siguiente: «¡Desdichado el que no tiene fe! Pues vivir sin la fe, sin ese
patrimonio que hay que defender, sin esa verdad que sostener con la lucha de
todos los días, eso no es vivir, sino malgastar la vida. A nosotros no se nos
permite simplemente subsistir, sino que nuestro deber es vivir. Así pues,
¡basta de melancolías! ¡Arriba los corazones y adelante siempre por el triunfo
de Jesucristo en el mundo!». A los estudiantes católicos, acomplejados porque
se consideran seres disminuidos y condenados a vivir al margen de la vida
moderna, les enseña, más con su vida que con argumentos, que eso no tiene
importancia; él camina con decisión y seguro del camino que ha emprendido. En
un mundo egoísta y avinagrado, él rebosa de alegría y de generosidad.
Efectivamente, la verdadera felicidad de la vida terrenal consiste en buscar la
santidad a la que todos somos llamados. Esa es la respuesta correcta a la
incesante invitación del mundo: «¡Aprovechaos de la vida mientras seáis
jóvenes!».
Una broma correcta
La virtud de la
pureza ilumina con un maravilloso esplendor la seductora fisonomía de Pier
Giorgio. Todos saben que él no bromea con el amor. Por eso, cuando sus
compañeros quieren jugarle una mala pasada a algunos estudiantes, acuden antes
a pedirle su opinión para saber si se trata de una broma moralmente correcta.
Las más de las veces, sólo su presencia basta para alejar las intenciones fuera
de lugar o indecentes. A veces, sus compañeros le hacen rabiar sobre su
severidad con respecto a algunas inconveniencias del arte moderno, pero él
sonríe y no modifica ni un ápice su conducta. Lleva en el bolsillo un bono de
acceso a todos los museos y a todos los teatros de la ciudad. En los museos
solamente contempla las obras sanas y de buen gusto; en cuanto al teatro y al
cine, solamente va después de haberse informado acerca de la moralidad del
espectáculo.
Sin embargo, no
ignora la realidad de la vida y los afectos legítimos de la naturaleza le
conmueven profundamente. Para guardar su pureza, debe superar horas de lucha
implacable y penosa, ignoradas por todos, salvo por algunos íntimos. He aquí lo
que escribe uno de ellos: «Aquellos combates, que realzan de manera
incomparable la fisonomía de nuestro amigo, duraron bastante tiempo, y
exigieron por su parte una energía de un temple excepcional. Se esmeró en
controlar escrupulosamente sus actos, en evitar las ocasiones en las que
habrían podido peligrar sus buenos propósitos, en multiplicar su austeridad. Se
le puede aplicar perfectamente la frase de San Pablo: He combatido el buen
combate. Nosotros, que tuvimos la suerte de vivir en su intimidad, en el
transcurso de una trayectoria tan breve y sin embargo tan luminosa, sabemos con
certeza que la virtud, la santidad y el encuentro con Dios son el fruto de un
duro e incesante combate».
Durante su etapa
universitaria, se siente atraído por una joven que se ha visto afectada por
algunas recientes desgracias, de la que le han impresionado su candor, su
exquisita bondad y una enorme, encendida y activa fe. Poco a poco va naciendo
en él un sentimiento que podría desembocar legítimamente en matrimonio. Pero a
medida que crece ese afecto le invade un temor: ¿aceptarán sus padres aquella
unión? Le da la impresión que cuando se lo comunique a los suyos resultará un
lamentable fracaso... y no se equivoca. Entonces, renunciando a su proyecto y
sobre todo a un acto natural muy profundo, Pier Giorgio da preferencia al amor
de sus padres. Quiere evitar con ello que aparezca un nuevo elemento de tensión
en el hogar, gravemente amenazado por una falta de entendimiento. Es una virtud
heroica, fruto de un amor que llega a "dar la vida" por los que ama.
Y le dice a su hermana: «Yo me sacrificaré, aunque ello signifique sacrificar
toda mi vida aquí en la tierra».
"En ese bar"
El olvido de sí
mismo manifestado por Pier Giorgio aparece igualmente en sus compromisos
sociales. Como lo expresará el Papa Juan Pablo II con motivo de su
beatificación, el 20 de mayo de 1990, en él «la fe y los acontecimientos
cotidianos se funden armoniosamente, de tal modo que su fidelidad al Evangelio
se traduce en amorosa solicitud hacia los pobres y los menesterosos... Su
vocación de cristiano laico se realizaba a través de sus numerosos compromisos
asociativos y políticos, en una sociedad en plena efervescencia, indiferente e
incluso hostil hacia la Iglesia».
Desde los 17 años se
inscribe en las Conferencias de San Vicente de Paúl, en cuyo ámbito aprenderá
sobre todo la compasión sobrenatural. Le gusta visitar a los pobres, a fin de
aliviar sus miserias con víveres y ropa que guarda para ellos en casa. Se las
arregla muy bien y sabe cómo conseguir dinero: recoge y vende sellos y billetes
de tranvía, y hace colecta de puerta en puerta en beneficio de los pobres. Un
día, un amigo se encuentra con él en una calle de Turín y le invita a tomar un
refresco. «Si vamos a tomarlo en ese bar», dice maliciosamente Pier Giorgio
señalando la iglesia de Santo Domingo. ¿Cómo resistirse a su sonrisa? Después de
algunos minutos de recogimiento, cuando van a salir, y al ver un cepillo, el
joven Frassati le dice en voz baja: «¿Tomamos aquí el refresco?». El amigo lo
entiende y deja caer su óbolo, sonriendo él también. «La siguiente ronda me
toca a mí», añade Pier Giorgio dejando caer a su vez una limosna.
Solamente Dios es
conocedor de los sacrificios que el joven estudiante se impone. Incluso se
queda en pleno verano en Turín, a fin de seguir aliviando a los pobres, cuando
podría trabajar en el frescor del campo. Pues durante ese período todo el mundo
se va y nadie se preocupa de visitar a los desventurados.
"El mayor mandamiento social"
Pero su celo
apostólico lo lleva igualmente a realizar obras para «llenar de espíritu
cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la
comunidad» (Vaticano II, Apostolicam Actuositatem, 13). En medio de una
situación social y política muy tensa, Pier Giorgio siente la necesidad de ir
al encuentro del pueblo, y participa en las actividades de varias asociaciones
sociales o políticas, donde no tiene reparos en presentarse como católico
convencido. En su opinión, hay que colaborar en las reformas que sean
necesarias en favor de los obreros, para hacer desaparecer la miseria y ofrecer
a todos un nivel de vida aceptable. Ha comprendido que «la conversión del
corazón no elimina, sino, al contrario, impone la obligación de introducir en
las instituciones y condiciones de vida, cuando inducen al pecado, las mejoras
convenientes para que aquéllas se conformen a las normas de la justicia y
favorezcan el bien en lugar de oponerse a él» (Catecismo de la Iglesia
Católica, 1888).
La tarea no es
fácil, y Pier Giorgio se da perfecta cuenta de ello. Escribe lo que sigue:
«¡Hay tanta gente malvada en el mundo que carece del espíritu cristiano y que
de cristiana no tiene más que el nombre! Por eso creo que tendrá que pasar
mucho tiempo para que conozcamos una paz verdadera. No obstante, nuestra fe nos
enseña que no debemos perder la esperanza de ver algún día esa paz. La sociedad
moderna está sumida en los dolores de las pasiones humanas y se aleja de todo
ideal de amor y de paz». Para él, fuera del Evangelio no hay solución a la
cuestión social, porque es necesario el socorro de la gracia para «acertar con
el sendero a veces estrecho entre la mezquindad que cede al mal y la violencia
que, creyendo ilusoriamente combatirlo, lo agrava. Es el camino de la caridad,
es decir, del amor de Dios y del prójimo. La caridad representa el mayor
mandamiento social. Respeta al otro y sus derechos. Exige la práctica de la
justicia y es la única que nos hace capaces de ésta. Inspira una vida de
entrega de sí mismo: Quien intente guardar su vida la perderá; y quien la
pierda la conservará (Lc 17, 33)» (Catecismo, 1889).
No es una novela
En una ocasión
sorprende a un compañero que está leyendo un libro de muy dudosa doctrina. «Ese
libro no te conviene, le dice, hazme el favor de no seguir leyéndolo, que hoy
mismo te voy a traer otro mejor». De hecho, esa misma tarde le regala una
"Vida de Jesucristo": «No es precisamente una novela, le dice, pero
los pensamientos que aporta son magníficos: seguro que te hará mucho bien». De
ese modo está poniendo en práctica la recomendación del Papa San Pío X: «La
doctrina católica nos enseña que el primer deber de la caridad no está [...] en
la indiferencia teórica y práctica hacia el error o el vicio en que vemos
sumergidos a nuestros hermanos, sino en el celo por su perfeccionamiento
intelectual y moral, al mismo tiempo que por su bienestar material» (Nuestra
carga apostólica, 25 de agosto de 1910).
Por muy lleno de
vida que esté, Pier Giorgio no pierde de vista la eternidad: «Vivir
cristianamente, nos escribe, es una constante renuncia, un sacrificio continuo
que sin embargo no resulta pesado, si pensamos que estos pocos años que pasamos
en medio del dolor significan bien poco frente a la eternidad, donde el gozo no
tendrá límite ni final y donde gozaremos de una paz imposible de imaginar. Hay
que aferrarse con fuerza a la fe, pues ¿qué sería sin ella nuestra vida? Nada,
porque habríamos vivido inútilmente». Le gusta pensar con frecuencia en la
muerte, a la que espera como el encuentro con Jesucristo. Si se dispone a salir
a la montaña, se prepara por lo que pueda pasar: «Antes de partir hay que tener
siempre la conciencia tranquila, dice a menudo, pues nunca se sabe...». La
muerte de un amigo le sugiere las líneas que siguen: «¿Cómo prepararse para la
gran travesía? ¿Y cuándo? Como nadie sabe ni el día ni la hora en que la muerte
vendrá a buscarnos, lo más prudente es prepararse a morir cada mañana». Después
de la desaparición de otro amigo, escribe: «En resumidas cuentas, ha alcanzado
el verdadero objetivo de la vida, así que no hay que compadecerse de él, sino
envidiarlo». A menudo sorprendía a sus allegados con esta reflexión: «Creo que
el día de mi muerte será el más hermoso de mi vida».
En cuatro días
El martes 30 de
junio de 1925 se va con unos amigos a dar un paseo en barca por el Po. La
excursión es deliciosa pero, al cabo de cierto tiempo, Pier Giorgio se queja de
un tremendo dolor en los músculos de la espalda. Una vez en casa, experimenta
un fuerte dolor de cabeza. Al día siguiente aparece la fiebre; nadie le da
importancia, pues ese mismo día su abuela materna entrega su alma a Dios. Al
otro día, un médico examina al enfermo. Su rostro se ensombrece de repente. Le
pide a Pier Giorgio, que se encuentra acostado boca arriba, que se levante.
"¡No puedo!", responde éste. Los reflejos ya no responden y no siente
las agujas que le clavan en las piernas...
Llamados por la
familia, tres eminentes médicos acuden a la cabecera del enfermo y confirman el
fatal diagnóstico: poliomielitis aguda de naturaleza infecciosa. Completamente
extenuado, Pier Giorgio pide que le inyecten morfina para poder dormir, pero el
médico lo considera imprudente. "No puede ser, le dice su madre, te
perjudicaría. Ofrece a Dios el sufrimiento que sientes por tus pecados, si los
tienes, o si no por los de tu padre y de tu madre". Y él asiente con la
cabeza.
El 4 de julio, hacia
las tres de la madrugada, sufre una crisis muy grave. Un sacerdote acude a
administrarle los últimos sacramentos. La parálisis alcanza poco a poco las
vías respiratorias. A las cuatro de la tarde empieza la agonía. Alrededor de la
cama no paran de rezar. El sacerdote recita las plegarias de los moribundos. La
señora Frassati sostiene a su hijo en brazos, ayudándole a morir en el nombre
de Jesús, José y María... Con las palabras "Haced que muera en paz, en
vuestra santa compañía" exhala el último suspiro. Son aproximadamente las
siete de la tarde. En esa habitación donde acaba de pasar la muerte reina una
atmósfera que no es de este mundo. Todos, de rodillas y abatidos por el dolor,
fijan su mirada en el difunto, como si quisieran seguir aquella alma tan pura
hasta su encuentro con Dios. ¡Para él ha empezado la verdadera vida!
Una fuerza interior
Jesús lo
prometió: El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo
le resucitaré el último día (Jn 6, 54). La misa y la sagrada comunión
diarias le daban a Pier Giorgio el impulso necesario para afrontar todas las
dificultades de la vida: «Comed ese pan de los ángeles, escribe a unos niños, y
hallaréis en él la fuerza para sobrellevar las luchas interiores, los combates
contra las pasiones y las contrariedades, porque Jesucristo prometió a los que
reciben la sagrada Eucaristía la vida eterna y la gracia necesaria para
alcanzarla. Cuando seáis consumidos por entero por ese fuego eucarístico,
podréis de manera totalmente consciente dar gracias a Dios por haberos llamado
a formar parte de su milicia, y saborearéis una paz que las gentes felices de
la tierra jamás han conocido. Pues la verdadera felicidad, jóvenes amigos, no
reside en los placeres de este mundo, ni en las cosas terrenales, sino en la
paz de la conciencia, que solamente se les concede a aquellos que tienen un
corazón y un alma puros».
Es la gracia que
pedimos para Usted a la Santísima Virgen, a San José y al Beato Pier Giorgio
Frassati. También pedimos por todos sus difuntos.
Dom Antoine Marie osb
También leer:
Beato Pier Giorgio Frassati "testigo vivo y defensor valiente de esperanza en nombre de los jóvenes cristianos" - San Juan Pablo II
Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com
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