Un proyecto de amor
Segunda Carta del
Cardenal Norberto Rivera Carrera, Arzobispo Primado de México, a los jóvenes de
la Arquidiócesis de México como preparación para el Jubileo del Año 2000.
Querido joven:
En su testamento
espiritual, la Madre Teresa de Calcuta hablaba de un mal que afecta
profundamente al hombre de hoy: el hambre de amor. Creo que este hambre de amor
no es tan fácil de descubrir como el hambre física que nos interpela en las
calles o en la televisión a través de los niños pálidos y desnutridos que nos
hacen sentir nuestra impotencia para resolver ese terrible problema, pero marca
profundamente la vida del hombre de hoy. Este "hambre de amor" no se
ve a primera vista. Tú mismo lo habrás experimentado. A veces permanece oculto
en una familia donde reina el odio, en la frialdad de un matrimonio que ha
olvidado o nunca ha probado la felicidad de la entrega mutua y generosa cueste
lo que cueste por amor, o en unos hijos enfrentados en rebeldía continua a sus
padres. El hambre de amor no se ve, pero se sufre. El ser humano está hecho
para amar e igual que necesita el alimento corporal para vivir, tampoco puede
alcanzar su plenitud sin el amor. Sin ese amor auténtico, la vida humana se
hace amarga. El ser humano tiene una vocación al amor (Familiaris Consortio n
11), está llamado a vivir para amar y a amar para vivir.
Pero ¿cómo realiza
el ser humano esta vocación al amor? "Cómo puedes realizarla tú, joven
católico? La primera respuesta es que tú y todo ser humano la realiza con todo
su ser, con su cuerpo y con su alma. La encíclica Familiaris Consortio lo
explica así: "En cuanto espíritu encarnado, es decir, alma que se expresa
en el cuerpo informado por un espíritu inmortal, el hombre está llamado al amor
en ésta su totalidad unificada. El amor abarca también el cuerpo humano y el
cuerpo se hace partícipe del amor espiritual" (n 11). Ésta sería una
primera respuesta: el hombre ama con todo su ser, con su inteligencia, con su
voluntad, con sus sentimientos y afectividad, con sus pasiones (Catecismo de la
Iglesia Católica nn 1762-1775), con su conciencia moral, con su biología, etc.
Todo lo puede encauzar a esa donación completa que es el amor.
La segunda forma de
responder a la pregunta anterior es encontrar los modos concretos en los que se
realiza esta vocación al amor. También aquí la exhortación apostólica
Familiaris Consistorio te da la solución: "La Revelación cristiana conoce
dos modos específicos de realizar integralmente la vocación de la persona
humana al amor: el Matrimonio y la Virginidad. Tanto el uno como la otra, en su
forma propia, son una concretización de la verdad más profunda del hombre, de
un ser imagen de Dios" (n 11). El amor y la virginidad, querido joven, son
las dos caras de una misma moneda, dos modos de vivir la realización del ser
humano en el amor respondiendo a un plan maravilloso de Dios. La Virginidad
renuncia al matrimonio y dirige el amor directamente a Dios y a todos los
hombres. El matrimonio es el sacramento de la unión entre el hombre y la mujer.
Dios creó al hombre y a la mujer con unas diferencias que los convierten es
seres complementarios: los dos se enriquecen mutuamente y realizan un proyecto
de vida, un plan maravilloso de Dios en el que viven el mutuo enriquecimiento.
Dándose reciben, entregándose mutuamente se convierten en un solo ser que
avanza en el camino de la vida hacia Dios.
En este marco puedes
comprender muy bien el papel de la sexualidad humana: "En consecuencia, la
sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se da uno a otro con los
actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo puramente biológico, sino
que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal. Ella se realiza
de modo verdaderamente humano, solamente cuando es parte integral del amor con
el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la muerte.
La donación física total sería un engaño si no fuese signo y fruto de una
donación en la que está presente toda la persona, incluso en su dimensión temporal:
si la persona se reservase algo o la posibilidad de decidir de otra manera en
orden al futuro, ya no se donaría totalmente" (Familiaris Consortio n 11).
La otra pregunta
importante que debemos resolver ahora es: ¿cuáles deben ser las características
del amor humano para que sea auténtico? Después de lo que hemos visto, es fácil
deducir que el amor auténtico tiene que ser ante todo humano, total, fiel y
exclusivo y fecundo.
Es humano. No es un
simple sentimiento romántico, superficial y melancólico, sino un acto maduro y
libre de la voluntad que decide y elige guiada por el conocimiento profundo del
otro; es una decisión de darse a alguien y construir juntos un proyecto de
vida. Este amor no se pierde con el tiempo, sino que se mantiene y crece al
compartir las alegrías y las penas de la vida cotidiana y, con ello, los
esposos se van haciendo cada vez más un solo corazón y una sola alma.
El genuino amor es
total. Los esposos comparten generosamente todo, sin reservas indebidas o
cálculos egoístas. El amor auténtico ama al otro por la totalidad de lo que es,
por ser él, no por lo que se recibe de él. Se ama a la persona completa, con
sus defectos y virtudes.
El verdadero amor es
siempre fiel y exclusivo. El sí que se dan los esposos ante el altar se prolonga
durante cada minuto de la vida. La fidelidad, querido joven, puede ser costosa,
pero siempre es meritoria y motivo de crecimiento para el amor, fuente de
fidelidad. La fidelidad es posible cuando se construye el amor desde Dios,
cuando se edifica sobre roca (Mt 7, 24-25 y Lc 6, 24) y así, aunque aparezcan
las dificultades o los problemas, el edificio del amor no se destruye.
El amor se hace
fecundo, produce frutos. De ellos, el fruto mayor es el de los hijos,
verdaderos dones de Dios.
El amor exige sacrificio,
pero no todo sacrificio nace del amor. El que ama se da al amado, le entrega
todo lo que tiene y todo lo que es. Por eso el amor nos lleva al sacrificio, a
la donación generosa, a compartir todo. Esa es la esencia del amor. Se dice que
los esposos se aman con el mismo amor con el que Cristo amó a la Iglesia;
cumplen así el mandato del Señor: "Éste es el mandamiento mío: que os
améis los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15, 12). El amor con
que Cristo nos ha amado lo encontramos representado en la crucifixión: Cristo
muere por nosotros para alcanzarnos la salvación y no recibe ninguna prueba de
gratitud por ello. Da hasta la última gota de su sangre, da su vida, por amor.
"Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn 15,
13). Éste es el verdadero signo de la autenticidad del amor: darse totalmente
sin pedir nada a cambio. Esta es la maravilla del amor humano al que tú, joven
católico, estás llamado.
Tu hermano y amigo
que te bendice
Norberto Cardenal
Rivera
Arzobispo Primado de México
Arzobispo Primado de México
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