Decimocuarto domingo del Tiempo
Ordinario
CEC 514-521: el
conocimiento de los misterios de Cristo, nuestra comunión con sus misterios
CEC 238-242: el
Padre viene revelado por el Hijo
CEC 989-990: la
resurrección de la carne
CEC 514-521: el
conocimiento de los misterios de Cristo, nuestra comunión con sus misterios
514 Muchas de las
cosas respecto a Jesús que interesan a la curiosidad humana no figuran en el
Evangelio. Casi nada se dice sobre su vida en Nazaret, e incluso una gran parte
de la vida pública no se narra (cf. Jn 20, 30). Lo que se ha
escrito en los Evangelios lo ha sido "para que creáis que Jesús es el
Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre" (Jn 20,
31).
515 Los evangelios
fueron escritos por hombres que pertenecieron al grupo de los primeros que
tuvieron fe (cf. Mc 1, 1; Jn 21, 24) y
quisieron compartirla con otros. Habiendo conocido por la fe quién es Jesús,
pudieron ver y hacer ver los rasgos de su misterio durante toda su vida
terrena. Desde los pañales de su natividad (Lc 2, 7) hasta el
vinagre de su Pasión (cf. Mt 27, 48) y el sudario de su
Resurrección (cf. Jn 20, 7), todo en la vida de Jesús es signo
de su misterio. A través de sus gestos, sus milagros y sus palabras, se ha
revelado que "en él reside toda la plenitud de la Divinidad
corporalmente" (Col 2, 9). Su humanidad aparece así como el
"sacramento", es decir, el signo y el instrumento de su divinidad y
de la salvación que trae consigo: lo que había de visible en su vida terrena
conduce al misterio invisible de su filiación divina y de su misión redentora.
Los rasgos comunes en los Misterios de Jesús
516 Toda la vida
de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras y sus obras,
sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar. Jesús puede
decir: "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14, 9), y el
Padre: "Este es mi Hijo amado; escuchadle" (Lc 9, 35).
Nuestro Señor, al haberse hecho hombre para cumplir la voluntad del Padre
(cf. Hb 10,5-7), nos "manifestó el amor que nos
tiene" (1 Jn 4,9) con los rasgos más sencillos de sus
misterios.
517 Toda la vida
de Cristo es misterio de Redención. La Redención nos viene ante
todo por la sangre de la cruz (cf. Ef 1, 7; Col 1,
13-14; 1 P 1, 18-19), pero este misterio está actuando en toda
la vida de Cristo: ya en su Encarnación porque haciéndose pobre nos enriquece
con su pobreza (cf. 2 Co 8, 9); en su vida oculta donde repara
nuestra insumisión mediante su sometimiento (cf. Lc 2, 51); en
su palabra que purifica a sus oyentes (cf. Jn 15,3); en sus
curaciones y en sus exorcismos, por las cuales "él tomó nuestras flaquezas
y cargó con nuestras enfermedades" (Mt 8, 17; cf. Is 53,
4); en su Resurrección, por medio de la cual nos justifica (cf. Rm 4,
25).
518 Toda la vida
de Cristo es misterio de Recapitulación. Todo lo que Jesús hizo,
dijo y sufrió, tuvo como finalidad restablecer al hombre caído en su vocación
primera:
«Cuando se encarnó y
se hizo hombre, recapituló en sí mismo la larga historia de la humanidad
procurándonos en su propia historia la salvación de todos, de suerte que lo que
perdimos en Adán, es decir, el ser imagen y semejanza de Dios, lo recuperamos
en Cristo Jesús (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 3, 18, 1).
Por lo demás, ésta es la razón por la cual Cristo ha vivido todas las edades de
la vida humana, devolviendo así a todos los hombres la comunión con Dios (ibíd.,
3,18,7; cf. 2, 22, 4).
Nuestra comunión en los misterios de Jesús
519 Toda la
riqueza de Cristo "es para todo hombre y constituye el bien de cada
uno" (RH 11).
Cristo no vivió su vida para sí mismo, sino para nosotros, desde su
Encarnación "por nosotros los hombres y por nuestra salvación" hasta
su muerte "por nuestros pecados" (1 Co 15, 3) y en su
Resurrección "para nuestra justificación" (Rm 4,25).
Todavía ahora, es "nuestro abogado cerca del Padre" (1 Jn 2,
1), "estando siempre vivo para interceder en nuestro favor" (Hb 7,
25). Con todo lo que vivió y sufrió por nosotros de una vez por todas,
permanece presente para siempre "ante el acatamiento de Dios en favor
nuestro" (Hb 9, 24).
520 Durante toda
su vida, Jesús se muestra como nuestro modelo (cf. Rm 15,5; Flp 2,
5): Él es el "hombre perfecto" (GS 38)
que nos invita a ser sus discípulos y a seguirle: con su anonadamiento, nos ha
dado un ejemplo que imitar (cf. Jn 13, 15); con su oración
atrae a la oración (cf. Lc 11, 1); con su pobreza, llama a
aceptar libremente la privación y las persecuciones (cf. Mt 5,
11-12).
521 Todo lo que
Cristo vivió hace que podamos vivirlo en Él y que Él lo viva
en nosotros. "El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto
modo con todo hombre"(GS 22,
2). Estamos llamados a no ser más que una sola cosa con Él; nos hace comulgar,
en cuanto miembros de su Cuerpo, en lo que Él vivió en su carne por nosotros y
como modelo nuestro:
«Debemos continuar y
cumplir en nosotros los estados y misterios de Jesús, y pedirle con frecuencia
que los realice y lleve a plenitud en nosotros y en toda su Iglesia [...] Porque
el Hijo de Dios tiene el designio de hacer participar y de extender y continuar
sus misterios en nosotros y en toda su Iglesia [...] por las gracias que Él
quiere comunicarnos y por los efectos que quiere obrar en nosotros gracias a
estos misterios. Y por este medio quiere cumplirlos en nosotros» (San Juan
Eudes, Tractatus de regno Iesu).
CEC 238-242: el
Padre viene revelado por el Hijo
El Padre revelado por el Hijo
238 La invocación
de Dios como "Padre" es conocida en muchas religiones. La divinidad
es con frecuencia considerada como "padre de los dioses y de los
hombres". En Israel, Dios es llamado Padre en cuanto Creador del mundo
(Cf. Dt 32,6; Ml 2,10). Pues aún más, es
Padre en razón de la Alianza y del don de la Ley a Israel, su
"primogénito" (Ex 4,22). Es llamado también Padre del rey
de Israel (cf. 2 S 7,14). Es muy especialmente "el Padre
de los pobres", del huérfano y de la viuda, que están bajo su protección
amorosa (cf. Sal 68,6).
239 Al designar a
Dios con el nombre de "Padre", el lenguaje de la fe indica
principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad
transcendente y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos
sus hijos. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante
la imagen de la maternidad (cf. Is 66,13; Sal 131,2)
que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y
su criatura. El lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los
padres que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el
hombre. Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles
y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Conviene
recordar, entonces, que Dios transciende la distinción humana de los sexos. No
es hombre ni mujer, es Dios. Transciende también la paternidad y la maternidad
humanas (cf. Sal 27,10), aunque sea su origen y medida
(cf. Ef 3,14; Is 49,15): Nadie es padre como
lo es Dios.
240 Jesús ha
revelado que Dios es "Padre" en un sentido nuevo: no lo es sólo en
cuanto Creador; Él es eternamente Padre en relación a su Hijo único, que
recíprocamente sólo es Hijo en relación a su Padre: "Nadie conoce al Hijo
sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el
Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11,27).
241 Por eso los
Apóstoles confiesan a Jesús como "el Verbo que en el principio estaba
junto a Dios y que era Dios" (Jn 1,1), como "la imagen
del Dios invisible" (Col 1,15), como "el resplandor de su
gloria y la impronta de su esencia" Hb 1,3).
242 Después de
ellos, siguiendo la tradición apostólica, la Iglesia confesó en el año 325 en
el primer Concilio Ecuménico de Nicea que el Hijo es "consubstancial"
al Padre (Símbolo Niceno: DS 125), es decir, un solo Dios con él. El
segundo Concilio Ecuménico, reunido en Constantinopla en el año 381, conservó
esta expresión en su formulación del Credo de Nicea y confesó "al Hijo
Único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Luz de Luz, Dios
verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, consubstancial al
Padre" (Símbolo Niceno-Constantinopolitano: DS 150).
CEC 989-990: la
resurrección de la carne
989 Creemos
firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado
verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los
justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él
los resucitará en el último día (cf. Jn 6, 39-40). Como la
suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad:
«Si el Espíritu de
Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que
resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos
mortales por su Espíritu que habita en vosotros (Rm 8, 11;
cf. 1 Ts 4, 14; 1 Co 6, 14; 2 Co 4,
14; Flp 3, 10-11).
990 El término
"carne" designa al hombre en su condición de debilidad y de
mortalidad (cf. Gn 6, 3; Sal 56, 5; Is 40,
6). La "resurrección de la carne" significa que, después de la
muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también nuestros
"cuerpos mortales" (Rm 8, 11) volverán a tener vida.
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