sábado, 4 de julio de 2020

El Beato Pier Giorgio Frassati vivió su catolicismo: sin ninguna ostentación, con una tranquila seguridad, un orgullo sin tropiezos y una suave intransigencia



Lunes 6 de julio de 1925, en Turín (Italia). Ante el pórtico de la iglesia de la Crocetta, una gran multitud llena de recogimiento espera. Allí se encuentran mezclados burgueses y obreros, damas de la aristocracia y mujeres del pueblo, estudiantes de la Universidad y ancianos del Hospicio. De súbito, una agitación. Luego, un enorme silencio. Ante la explanada aparece un grupo de ocho vigorosos jóvenes llevando a hombros un compacto féretro. La emoción está presente en sus rostros. ¿Acaso no se trata de los restos de un amigo maravilloso? Una llama de orgullo brilla, sin embargo, en sus miradas, como si sus robustos hombros pasearan triunfalmente el relicario de un santo.

¿De quién se trata? El 13 de abril de 1980, el Papa Juan Pablo II dirá de él: «Basta con echar una mirada, incluso breve, a la vida de Pier Giorgio Frassati, consumida en apenas veinticuatro años, para comprender de qué modo supo responder a Jesucristo. Fue la respuesta de un joven "moderno", sensibilizado con los problemas de la cultura, de los deportes (¡un destacado alpinista!), con los temas sociales, con los verdaderos valores de la vida y, al mismo tiempo, de un hombre profundamente creyente, alimentado por el mensaje evangélico, de carácter firme y coherente, apasionado por servir a los hermanos y con una ardiente caridad que lo llevaba, según un orden de prioridad absoluta, a estar junto a los pobres y a los enfermos... El cristianismo es alegría, y Pier Giorgio poseía una alegría fascinadora, una alegría que le hacía superar muchas dificultades en su vida, pues la etapa de la juventud siempre es una etapa conflictiva».

Una para ti y otra para mí

Pier Giorgio Frassati, al que se llamará "el hijo de la Fiesta", nació en Turín el 6 de abril de 1901, en la noche del Sábado Santo. Procedente de una acomodada familia de la burguesía del Piamonte (su padre será embajador en Berlín durante algunos años), ese niño heredará cualidades y defectos de sus compatriotas. Enérgicos, voluntariosos, incluso testarudos y bastante poco comunicativos, son además ahorrativos, aunque sin llegar a temer las cargas familiares, positivos y realistas, con cierto espíritu aventurero.

La rectitud innata de Pier Giorgio lo convierte en enemigo de la mentira, y leal hasta el punto de convertirse en esclavo de la palabra ya dada. Ninguna fuerza en el mundo, ni siquiera su hambre canina, le obligaría a tocar un plato o una golosina, aunque la tenga a mano, si su madre se lo ha prohibido terminantemente. Un profundo sentimiento de compasión le inclina a aliviar todo sufrimiento, e inmediatamente toma partido por los débiles. En una ocasión en que entraba con su abuelo en la escuela de párvulos, con motivo de la comida de mediodía, Pier Giorgio queda fascinado por las larguísimas mesas de mármol donde están empotradas las escudillas. De súbito, se da cuenta de que al fondo de la sala hay un niño completamente solo, apartado a causa de una enfermedad de la piel. Se le acerca y, repartiendo "una cucharada para ti y otra para mí", consigue borrar del rostro del pequeño la tristeza de la soledad.

Apenas cuenta cinco años cuando un día, en casa, su padre despide en el umbral de la puerta a un pobre borracho al que acaba de traicionarle el aliento. Pier Giorgio se acerca sollozando a su madre: «Mamá, hay un pobre que tiene hambre, y papá no le ha dado de comer». La madre, creyendo oír en esa queja un eco del Evangelio, responde: «Sal fuera y dile que suba, que le daremos de comer».

Una caja fuerte


Pero en la bondad de ese temperamento también aparecen sombras. Su vigoroso físico y su enérgica personalidad se exteriorizan a menudo a través de reacciones violentas, sobre todo con motivo de las discrepancias con su hermana Luciana, diecisiete meses más joven que él. El adjetivo que le lanzan habitualmente en familia es el de "testarudo". Cuando no quiere hablar, cierra la boca como si fuera una caja fuerte de la que sólo él poseyera la combinación. La rígida educación recibida en el hogar le ayuda a corregir esos defectos. Consigue desarrollar y afinar esa inteligencia lenta por naturaleza pero enérgica, hasta llegar a ser poco a poco tan ágil y tan diligente que supera con éxito todas las dificultades de sus estudios en el instituto, y más tarde en la Escuela Superior de Ingeniería de Turín. Estudiar se convierte para él en la primera de las obligaciones, ante la cual todas las demás actividades quedan en segundo plano. Pero, a causa de ese ardiente temperamento, la batalla es dura. ¡Qué suplicio estar horas y horas delante de austeros manuales, cuando su pasión por la montaña le habría empujado a realizar alguna pintoresca excursión! Pero para él las dificultades son una ocasión de progreso moral. Ante una contrariedad, en lugar de bajar los brazos, repone sus energías y vuelve al trabajo con coraje.

Pero de dónde saca su fuerza es sobre todo de la oración. Desde su más tierna infancia sigue siendo fiel a las oraciones de la mañana y de la tarde, que realiza de rodillas. Enseguida sigue con el Rosario y, más tarde, será visto por todas partes desgranando las decenas, en el tren, junto a la cabecera de un enfermo, durante un paseo, en la ciudad o en la montaña. Porque a él le gusta conversar de esa forma tan afectuosa con la Madre del cielo.

Esa relación directa que establece con Dios le confiere una madurez excepcional. Por eso impresiona a las almas con esa manera tan suya, sencilla y resuelta, de vivir su catolicismo: sin ninguna ostentación, con una tranquila seguridad, un orgullo sin tropiezos y una suave intransigencia. En una carta a un amigo íntimo, escribe lo siguiente: «¡Desdichado el que no tiene fe! Pues vivir sin la fe, sin ese patrimonio que hay que defender, sin esa verdad que sostener con la lucha de todos los días, eso no es vivir, sino malgastar la vida. A nosotros no se nos permite simplemente subsistir, sino que nuestro deber es vivir. Así pues, ¡basta de melancolías! ¡Arriba los corazones y adelante siempre por el triunfo de Jesucristo en el mundo!». A los estudiantes católicos, acomplejados porque se consideran seres disminuidos y condenados a vivir al margen de la vida moderna, les enseña, más con su vida que con argumentos, que eso no tiene importancia; él camina con decisión y seguro del camino que ha emprendido. En un mundo egoísta y avinagrado, él rebosa de alegría y de generosidad. Efectivamente, la verdadera felicidad de la vida terrenal consiste en buscar la santidad a la que todos somos llamados. Esa es la respuesta correcta a la incesante invitación del mundo: «¡Aprovechaos de la vida mientras seáis jóvenes!».

Una broma correcta

La virtud de la pureza ilumina con un maravilloso esplendor la seductora fisonomía de Pier Giorgio. Todos saben que él no bromea con el amor. Por eso, cuando sus compañeros quieren jugarle una mala pasada a algunos estudiantes, acuden antes a pedirle su opinión para saber si se trata de una broma moralmente correcta. Las más de las veces, sólo su presencia basta para alejar las intenciones fuera de lugar o indecentes. A veces, sus compañeros le hacen rabiar sobre su severidad con respecto a algunas inconveniencias del arte moderno, pero él sonríe y no modifica ni un ápice su conducta. Lleva en el bolsillo un bono de acceso a todos los museos y a todos los teatros de la ciudad. En los museos solamente contempla las obras sanas y de buen gusto; en cuanto al teatro y al cine, solamente va después de haberse informado acerca de la moralidad del espectáculo.

Sin embargo, no ignora la realidad de la vida y los afectos legítimos de la naturaleza le conmueven profundamente. Para guardar su pureza, debe superar horas de lucha implacable y penosa, ignoradas por todos, salvo por algunos íntimos. He aquí lo que escribe uno de ellos: «Aquellos combates, que realzan de manera incomparable la fisonomía de nuestro amigo, duraron bastante tiempo, y exigieron por su parte una energía de un temple excepcional. Se esmeró en controlar escrupulosamente sus actos, en evitar las ocasiones en las que habrían podido peligrar sus buenos propósitos, en multiplicar su austeridad. Se le puede aplicar perfectamente la frase de San Pablo: He combatido el buen combate. Nosotros, que tuvimos la suerte de vivir en su intimidad, en el transcurso de una trayectoria tan breve y sin embargo tan luminosa, sabemos con certeza que la virtud, la santidad y el encuentro con Dios son el fruto de un duro e incesante combate».

Durante su etapa universitaria, se siente atraído por una joven que se ha visto afectada por algunas recientes desgracias, de la que le han impresionado su candor, su exquisita bondad y una enorme, encendida y activa fe. Poco a poco va naciendo en él un sentimiento que podría desembocar legítimamente en matrimonio. Pero a medida que crece ese afecto le invade un temor: ¿aceptarán sus padres aquella unión? Le da la impresión que cuando se lo comunique a los suyos resultará un lamentable fracaso... y no se equivoca. Entonces, renunciando a su proyecto y sobre todo a un acto natural muy profundo, Pier Giorgio da preferencia al amor de sus padres. Quiere evitar con ello que aparezca un nuevo elemento de tensión en el hogar, gravemente amenazado por una falta de entendimiento. Es una virtud heroica, fruto de un amor que llega a "dar la vida" por los que ama. Y le dice a su hermana: «Yo me sacrificaré, aunque ello signifique sacrificar toda mi vida aquí en la tierra».

"En ese bar"

El olvido de sí mismo manifestado por Pier Giorgio aparece igualmente en sus compromisos sociales. Como lo expresará el Papa Juan Pablo II con motivo de su beatificación, el 20 de mayo de 1990, en él «la fe y los acontecimientos cotidianos se funden armoniosamente, de tal modo que su fidelidad al Evangelio se traduce en amorosa solicitud hacia los pobres y los menesterosos... Su vocación de cristiano laico se realizaba a través de sus numerosos compromisos asociativos y políticos, en una sociedad en plena efervescencia, indiferente e incluso hostil hacia la Iglesia».

Desde los 17 años se inscribe en las Conferencias de San Vicente de Paúl, en cuyo ámbito aprenderá sobre todo la compasión sobrenatural. Le gusta visitar a los pobres, a fin de aliviar sus miserias con víveres y ropa que guarda para ellos en casa. Se las arregla muy bien y sabe cómo conseguir dinero: recoge y vende sellos y billetes de tranvía, y hace colecta de puerta en puerta en beneficio de los pobres. Un día, un amigo se encuentra con él en una calle de Turín y le invita a tomar un refresco. «Si vamos a tomarlo en ese bar», dice maliciosamente Pier Giorgio señalando la iglesia de Santo Domingo. ¿Cómo resistirse a su sonrisa? Después de algunos minutos de recogimiento, cuando van a salir, y al ver un cepillo, el joven Frassati le dice en voz baja: «¿Tomamos aquí el refresco?». El amigo lo entiende y deja caer su óbolo, sonriendo él también. «La siguiente ronda me toca a mí», añade Pier Giorgio dejando caer a su vez una limosna.

Solamente Dios es conocedor de los sacrificios que el joven estudiante se impone. Incluso se queda en pleno verano en Turín, a fin de seguir aliviando a los pobres, cuando podría trabajar en el frescor del campo. Pues durante ese período todo el mundo se va y nadie se preocupa de visitar a los desventurados.

"El mayor mandamiento social"

Pero su celo apostólico lo lleva igualmente a realizar obras para «llenar de espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad» (Vaticano II, Apostolicam Actuositatem, 13). En medio de una situación social y política muy tensa, Pier Giorgio siente la necesidad de ir al encuentro del pueblo, y participa en las actividades de varias asociaciones sociales o políticas, donde no tiene reparos en presentarse como católico convencido. En su opinión, hay que colaborar en las reformas que sean necesarias en favor de los obreros, para hacer desaparecer la miseria y ofrecer a todos un nivel de vida aceptable. Ha comprendido que «la conversión del corazón no elimina, sino, al contrario, impone la obligación de introducir en las instituciones y condiciones de vida, cuando inducen al pecado, las mejoras convenientes para que aquéllas se conformen a las normas de la justicia y favorezcan el bien en lugar de oponerse a él» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1888).

La tarea no es fácil, y Pier Giorgio se da perfecta cuenta de ello. Escribe lo que sigue: «¡Hay tanta gente malvada en el mundo que carece del espíritu cristiano y que de cristiana no tiene más que el nombre! Por eso creo que tendrá que pasar mucho tiempo para que conozcamos una paz verdadera. No obstante, nuestra fe nos enseña que no debemos perder la esperanza de ver algún día esa paz. La sociedad moderna está sumida en los dolores de las pasiones humanas y se aleja de todo ideal de amor y de paz». Para él, fuera del Evangelio no hay solución a la cuestión social, porque es necesario el socorro de la gracia para «acertar con el sendero a veces estrecho entre la mezquindad que cede al mal y la violencia que, creyendo ilusoriamente combatirlo, lo agrava. Es el camino de la caridad, es decir, del amor de Dios y del prójimo. La caridad representa el mayor mandamiento social. Respeta al otro y sus derechos. Exige la práctica de la justicia y es la única que nos hace capaces de ésta. Inspira una vida de entrega de sí mismo: Quien intente guardar su vida la perderá; y quien la pierda la conservará (Lc 17, 33)» (Catecismo, 1889).

No es una novela

En una ocasión sorprende a un compañero que está leyendo un libro de muy dudosa doctrina. «Ese libro no te conviene, le dice, hazme el favor de no seguir leyéndolo, que hoy mismo te voy a traer otro mejor». De hecho, esa misma tarde le regala una "Vida de Jesucristo": «No es precisamente una novela, le dice, pero los pensamientos que aporta son magníficos: seguro que te hará mucho bien». De ese modo está poniendo en práctica la recomendación del Papa San Pío X: «La doctrina católica nos enseña que el primer deber de la caridad no está [...] en la indiferencia teórica y práctica hacia el error o el vicio en que vemos sumergidos a nuestros hermanos, sino en el celo por su perfeccionamiento intelectual y moral, al mismo tiempo que por su bienestar material» (Nuestra carga apostólica, 25 de agosto de 1910).

Por muy lleno de vida que esté, Pier Giorgio no pierde de vista la eternidad: «Vivir cristianamente, nos escribe, es una constante renuncia, un sacrificio continuo que sin embargo no resulta pesado, si pensamos que estos pocos años que pasamos en medio del dolor significan bien poco frente a la eternidad, donde el gozo no tendrá límite ni final y donde gozaremos de una paz imposible de imaginar. Hay que aferrarse con fuerza a la fe, pues ¿qué sería sin ella nuestra vida? Nada, porque habríamos vivido inútilmente». Le gusta pensar con frecuencia en la muerte, a la que espera como el encuentro con Jesucristo. Si se dispone a salir a la montaña, se prepara por lo que pueda pasar: «Antes de partir hay que tener siempre la conciencia tranquila, dice a menudo, pues nunca se sabe...». La muerte de un amigo le sugiere las líneas que siguen: «¿Cómo prepararse para la gran travesía? ¿Y cuándo? Como nadie sabe ni el día ni la hora en que la muerte vendrá a buscarnos, lo más prudente es prepararse a morir cada mañana». Después de la desaparición de otro amigo, escribe: «En resumidas cuentas, ha alcanzado el verdadero objetivo de la vida, así que no hay que compadecerse de él, sino envidiarlo». A menudo sorprendía a sus allegados con esta reflexión: «Creo que el día de mi muerte será el más hermoso de mi vida».

En cuatro días

El martes 30 de junio de 1925 se va con unos amigos a dar un paseo en barca por el Po. La excursión es deliciosa pero, al cabo de cierto tiempo, Pier Giorgio se queja de un tremendo dolor en los músculos de la espalda. Una vez en casa, experimenta un fuerte dolor de cabeza. Al día siguiente aparece la fiebre; nadie le da importancia, pues ese mismo día su abuela materna entrega su alma a Dios. Al otro día, un médico examina al enfermo. Su rostro se ensombrece de repente. Le pide a Pier Giorgio, que se encuentra acostado boca arriba, que se levante. "¡No puedo!", responde éste. Los reflejos ya no responden y no siente las agujas que le clavan en las piernas...

Llamados por la familia, tres eminentes médicos acuden a la cabecera del enfermo y confirman el fatal diagnóstico: poliomielitis aguda de naturaleza infecciosa. Completamente extenuado, Pier Giorgio pide que le inyecten morfina para poder dormir, pero el médico lo considera imprudente. "No puede ser, le dice su madre, te perjudicaría. Ofrece a Dios el sufrimiento que sientes por tus pecados, si los tienes, o si no por los de tu padre y de tu madre". Y él asiente con la cabeza.

El 4 de julio, hacia las tres de la madrugada, sufre una crisis muy grave. Un sacerdote acude a administrarle los últimos sacramentos. La parálisis alcanza poco a poco las vías respiratorias. A las cuatro de la tarde empieza la agonía. Alrededor de la cama no paran de rezar. El sacerdote recita las plegarias de los moribundos. La señora Frassati sostiene a su hijo en brazos, ayudándole a morir en el nombre de Jesús, José y María... Con las palabras "Haced que muera en paz, en vuestra santa compañía" exhala el último suspiro. Son aproximadamente las siete de la tarde. En esa habitación donde acaba de pasar la muerte reina una atmósfera que no es de este mundo. Todos, de rodillas y abatidos por el dolor, fijan su mirada en el difunto, como si quisieran seguir aquella alma tan pura hasta su encuentro con Dios. ¡Para él ha empezado la verdadera vida!

Una fuerza interior

Jesús lo prometió: El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día (Jn 6, 54). La misa y la sagrada comunión diarias le daban a Pier Giorgio el impulso necesario para afrontar todas las dificultades de la vida: «Comed ese pan de los ángeles, escribe a unos niños, y hallaréis en él la fuerza para sobrellevar las luchas interiores, los combates contra las pasiones y las contrariedades, porque Jesucristo prometió a los que reciben la sagrada Eucaristía la vida eterna y la gracia necesaria para alcanzarla. Cuando seáis consumidos por entero por ese fuego eucarístico, podréis de manera totalmente consciente dar gracias a Dios por haberos llamado a formar parte de su milicia, y saborearéis una paz que las gentes felices de la tierra jamás han conocido. Pues la verdadera felicidad, jóvenes amigos, no reside en los placeres de este mundo, ni en las cosas terrenales, sino en la paz de la conciencia, que solamente se les concede a aquellos que tienen un corazón y un alma puros».

Es la gracia que pedimos para Usted a la Santísima Virgen, a San José y al Beato Pier Giorgio Frassati. También pedimos por todos sus difuntos.

Dom Antoine Marie osb

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Beato Pier Giorgio Frassati "testigo vivo y defensor valiente de esperanza en nombre de los jóvenes cristianos" - San Juan Pablo II


Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com


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