San Martín de Porres, humilde mulato peruano
Por José María Iraburu
Martín niño - Martín muchacho - Martín dominico - Un fraile humilde - Orante y penitente - Vencedor del Demonio - Hermano dominico, pobre y obediente - Hermano enfermero - Apostolados de fray Martín - El hermano dominico - San Juan Macías (1585-1645) - Fray Martín y los pobres - Bilocación y sutileza - Fray Martín y los animales - La muerte de un santo - El milagro de su perfecta santidad - Santa Rosa de Lima, terciaria dominica (1586-1617) - Santa Mariana de Jesús (1618-1645) - Lima, Ciudad de Santos
Martín niño
En el año 1962 fue
canonizado en Roma, con gran alegría del mundo cristiano, fray Martín de
Porres, peruano mulato y dominico. En ese mismo año Jesús Sánchez Díaz y José
María Sánchez-Silva publicaron las biografías suyas, que aquí seguimos. E 2 Don
Juan Porres, hidalgo burgalés, caballero de la Orden Militar de Alcántara,
estando en Panamá, se enamoró de una joven negra y convivió con ella. Cuando se
trasladó al Perú, buscando en la cabeza del virreinato obtener alguna
gobernación, se la llevó consigo, y allí, en Lima, nació su hijo Martín, de tez
morena y rasgos africanos. No quiso reconocerlo como hijo, y en la partida de
bautismo de la iglesia de San Sebastián se lee: «Miércoles 9 de diciembre de
1579 baptice a Martin hijo de padre no conocido y de Ana Velazquez, horra
[negra libre] fueron padrinos Jn. de Huesca y Ana de Escarcena y firmelo.
Antonio Polanco». Dos años después nació una niña, Juana, ésta con rasgos de
raza blanca.
Ana Velázquez fue una
buena madre y dio cuidadosa educación cristiana a sus dos hijos, que no
asistían a ningún centro docente, aunque en Lima había muchos. Con ellos vivía
sola, y el padre, que estaba destinado en Guayaquil, de vez en cuando les
visitaba, proveía el sustento de la familia y se interesaba por los niños.
Viendo la situación
precaria en que iban creciendo, sin padre ni maestros, decidió reconocerlos
como hijos suyos ante la ley, y se los llevó consigo a Guayaquil, donde se
ocupó de ellos como padre, dándoles maestros que les instruyeran. Un día,
teniendo ocho años Martín y seis Juanita, iban de paseo con su padre, y se
encontraron con su tío abuelo don Diego de Miranda, que preguntó quiénes eran
aquellos niños. Don Juan contestó: «Son hijos míos y de Ana Velázquez. Los
mantengo y cuido de su educación».
Don Juan, a los cuatro
años de tener consigo a sus hijos en Guayaquil, fue nombrado gobernador de
Panamá. Dejó entonces sus hijos con su madre en Lima, les dio una ayuda
económica suficiente, y confió a los tres al cuidado de don Diego de Miranda.
Martín muchacho
Confirmado Martín por
el santo arzobispo don Toribio de Mogrovejo, se mostró muy bueno desde chico.
Al cumplir los recados que le encargaba su madre, volvía a veces con la compra
hecha a medias o sin hacer: había tenido lástima de algún pobre. Mateo Pastor y
su esposa Francisca Vélez, unos vecinos, querían mucho al chico, y le trataban
como a hijo, viendo que su madre estaba sin marido.
Este matrimonio fue
siempre para él como una segunda familia. Mateo tenía una farmacia, con
especias y hierbas medicinales, y allí solía acudir, a la tertulia, Marcelo
Ribera, maestro barbero y cirujano, médico y practicante. Este se fijó en
seguida en las buenas disposiciones de Martín, hizo de él su ayudante, y pronto
el aprendiz supo tanto o más que su maestro. Tenía dotes naturales muy notables
para curar y sanar. Con ese oficio hubiera podido ganarse muy bien la vida.
Pero la inclinación
interna de Martín apuntaba más alto. Muy de madrugada, se iba a la iglesia de
San Lázaro, donde ayudaba a misa. Después de trabajar todo el día en la
clínica-barbería de Ribera, por la noche, a la luz de unos cabos de vela,
estaba largas horas dedicado a la lectura, preferentemente religiosa, y a la
oración ante la imagen de Cristo crucificado. Como ya sabemos, había en Lima
entonces dominicos, franciscanos, agustinos, mercedarios y jesuítas, pero a él
le atraían especialmente los primeros. Y a los 16 años de edad decidió buscar
la perfección evangélica bajo la regla de Santo Domingo.
Martín dominico
El
convento dominico de Nuestra Señora del Rosario, edificado en Lima sobre un
solar donado por Francisco Pizarro y ampliado por el Consejo municipal en 1540,
era un edificio inmenso, en el que había múltiples dependencias: iglesia,
capillas, portería, talleres, escuela, enfermería, corrales, depósitos y amplia
huerta; y en donde vivían con rigurosa observancia unos doscientos religiosos,
y un buen número de donados y también esclavos o criados.
Entre los dominicos de
entonces había tres clases: los padres sacerdotes, dedicados al culto y a la
predicación, los hermanos legos, que hacían trabajos auxiliares muy diversos, y
donados, también llamados oblatos, que eran miembros de la Orden Tercera
dominicana, recibían alojamiento y se ocupaban en muchos trabajos como criados.
Padres y hermanos llevaban el hábito completo, y en aquella provincia era
costumbre llevar dos rosarios, uno al cuello y otro al cinto. Los donados
llevaban túnica blanca y sobre hábito negro, pero no llevaban escapulario ni
capucho.
Cuando Martín, un
muchacho mulato de 16 años, en 1595, solicitó ser recibido como donado en el
convento del Rosario, el prior, fray Francisco de Vega y el provincial, fray
Juan de Lorenzana, que ya debían conocerle, le admitieron sin ninguna
dificultad. No tardó en enterarse don Juan Porres de que su hijo había dado
este paso, y aunque aprobaba que se hiciera religioso, hizo cuanto pudo para
que fuera hermano lego, y no se quedara como donado, ya que esto era como
hacerse un criado para siempre. Pero Martín se resistió decididamente: «Mi
deseo es imitar lo más posible a Nuestro Señor, que se hizo siervo por
nosotros». Tomó, pues, el hábito dominico de donado, y al día siguiente recibió
ya su primer ministerio conventual: barrer la casa.
Un fraile humilde
Conocemos muchas
anécdotas de la vida de fray Martín, recogidas como testimonios jurados en los
Procesos diocesano (1660-1664) y apostólico (1679-1686), abiertos para promover
su beatificación. Buena parte de estos testimonios proceden de los mismos
religiosos dominicos que convivieron con él, pero también los hay de otras
muchas personas, pues fray Martín trató con gentes de todas clases.
Pues bien, de las
informaciones recibidas destaca sobremanera la humildad de San Martín. Acerca
de ella tenemos datos impresionantes.
Fray Francisco Velasco
testificó que, siendo él novicio, acudió a la barbería del convento, y como
fray Martín no le hiciera el arreglo como él quería, se enojó mucho y le llamó
«perro mulato». Respuesta: «Sí, es verdad que soy un perro mulato. Merezco que
me lo recuerde y mucho más merezco por mis maldades». Y dicho esto, le obsequió
luego con aguacates y un melocotón.
En otra ocasión, no
habiendo podido acudir inmediatamente a atender a un fraile enfermo que reclamaba
sus servicios, éste le dijo cuando por fin llegó: «¿Esta es su caridad,
hipocritón embustero? Yo pudiera ya haberlo conocido». A lo que fray Martín le
respondió: «Ése es el daño, padre mío; que no me conozco yo después de tantos
años ha que trabajo en eso y quiere vuestra paternidad conocerme en cuatro días
que ha que me sufre. Como esas maldades e imperfecciones irá descubriendo en mí
cada día, porque soy el peor del mundo».
Otra vez estaba fray
Martín limpiando las letrinas, y un fraile le dijo medio en broma si no estaría
mejor en el arzobispado de México, a donde quería llevarlo el Arzobispo electo.
El respondió: «Estimo más un momento de los que empleo en este ejercicio que
muchos días en el palacio arzobispal».
Pero una de las
muestras más conmovedoras de su humildad fue la siguiente. En el convento del
Rosario se produjo un día un grave aprieto económico, y el prior tuvo que salir
con algunos objetos preciosos para tratar de conseguir algún préstamo. Enterado
fray Martín, corrió a alcanzarle para evitarlo. El sabía que los negros
vendidos como esclavos eran bien pagados, hasta unos mil pesos. Y recordaba que
Santo Domingo se ofreció como esclavo a los moros para sustituir al hermano de
una pobre viuda. Mejor, pues, que desprenderse de objetos preciosos del
convento, era otra solución: «Padre, yo pertenezco al convento. Disponga de mí
y véndame como esclavo, que algo querrán pagar por este perro mulato y yo
quedaré muy contento de haber podido servir para algo a mis hermanos». Al prior
se le saltaron las lágrimas: «Dios se lo pague, hermano Martín, pero el mismo
Señor que lo ha traído aquí se encargará de remediarlo todo».
Orante y penitente
La oración y el
trabajo fueron las coordenadas en las que siempre se enmarcó la vida de San
Martín. En aquel inmenso ámbito conventual, en claustros y capillas, en
escaleras y celdas, en talleres y enfermería, siempre estaban a la vista las
imágenes del Crucificado, de la Virgen y de los santos. En aquella silenciosa
colmena espiritual dominicana el estudio y el trabajo se desarrollaban en una
oración continua.
Fray Martín se veía
especialmente atraído por la capilla de la Virgen del Rosario, y allí se
recogía por la noche y en el tiempo de silencio por la tarde. Al paso de los
días, la celebración de la eucaristía, que solía ayudar en la capilla del Santo
Cristo, el Rosario, la celebración en el coro de las Horas litúrgicas y del
Oficio Parvo, eran para nuestro santo fraile tiempos de gracia y de gloria.
Junto al Crucifijo y
la Virgen María, su devoción predilecta era la eucaristía. Le fue dado permiso,
cosa rara entonces, de comulgar todos los jueves, y para no llamar la atención,
esos días recibía la comunión fuera de la misa. En el coro había hallado un
rincón donde podía ver la eucaristía, escondido de todos, en adoración
silenciosa, durante horas del día y de la noche. Su amigo don Francisco de la
Torre, oficial de la guardia, que le estaba buscando, le encontró allí una vez
en oración extasiada, de rodillas, alzado a unos palmos del suelo. Según muchos
testigos, fray Martín tuvo numerosos éxtasis y arrobamientos en la oración, y
con frecuencia fue visto, estando en oración, levantado del suelo, envuelto en
luz y abrazando al Crucificado.
Su devoción a Cristo
crucificado fue inmensa. En el convento de Santo Domingo hay un tríptico en el
que el pintor representó a Cristo llevando la cruz y a San Martín de rodillas.
De la boca de Jesús salen estas palabras: «Martín, ayúdame a llevar la Cruz», y
de la de Martín: «¡Dios mío, Redentor, a mí tanto favor!». Llevaba normalmente
cilicio y se ceñía con una gruesa cadena. Ayunaba casi todo el año, pues la
mayor parte del tiempo se limitaba a pan y agua, y en cuarenta y cinco años de
vida religiosa nunca comió carne. El domingo de Resurrección, «como gran
regalo, comía algunas raíces de las llamadas camotes, el pan de los negros. El
segundo día de Pascua tomaba un guisado y algo de berzas, sin nada de carne».
No tenía celda propia,
sino una de la enfermería, en la que su catre era de palos con una estera o
piel de borrego y un trozo de madera como cabezal. Dormía muy poco tiempo, y
las más de las veces pasaba la noche en un banco del Capítulo, junto a la cama
de algún enfermo, tendido en el ataúd en el que depositaban a los religiosos
hasta el momento de su entierro, o en el coro, donde sus hermanos le
encontraban al alba cuando venían a rezar las Horas.
Otras penitencias
suyas fueron tan terribles que apenas pueden ser descritas sin herir la
sensibilidad de los cristianos de hoy. Él siempre quiso mantener sus
mortificaciones en el secreto de Dios, y cuando era preguntado acerca de ellas,
sufría mucho y salía por donde podía. De todos modos, sabemos bastante de sus
disciplinas por información de Juan Vázquez, un chicuelo que llegó de España
con catorce años -como tantos otros, que iban a las Indias como grumetes o
polizones, y que allí desembarcaban sin oficio ni beneficio-, y que él recogió
por compasión como ayudante.
Por testimonio de este
Juancho, que vivía con él como ayudante y recadero, sabemos que San Martín se
disciplinaba con una triple cadena después del Angelus de la tarde, uniéndose
así a Cristo, azotado en la columna del pretorio. A las doce y cuarto de la
noche se azotaba con un cordel de nudos, ofreciéndolo por la conversión de los
pecadores. La tercera disciplina era en un sótano, poco antes del alba, y la
ofrecía por las almas del Purgatorio. Para esta disciplina pedía a veces el
concurso de Juan o de algún indio o negro de sus beneficiados. Y cuando alguna
vez el chico Vázquez le ayudaba a curar las heridas causadas por tan duras
disciplinas, fray Martín le consolaba asegurándole que esto era muy bueno para
la salud.
Vencedor del Demonio
Viendo el Demonio que
para perder a Martín ya no podía contar para nada con la complicidad de la
carne, y menos aún con la del mundo, tuvo que asediarle él mismo en varias
ocasiones. Es cosa que vemos en la vida de todos los santos. En una ocasión en
que fray Martín iba por una escalera solitaria, normalmente sin uso, llevando
entre las manos un brasero encendido, se le atrevesó en el camino el Enemigo
mirándole con odio. Allí mismo trazó Martín en la pared una cruz con un carbón
del brasero, y de rodillas dio gracias a Cristo por la victoria.
Otra vez don Francisco
de la Torre, el guardia amigo que compartió dos meses la celda de fray Martín,
durmiendo en una alcoba próxima, vió una noche con espanto como el Santo,
mientras oraba era sacudido por los demonios y volteado por éstos en todas
direcciones, al tiempo que se producía un incendio. Después se hizo la paz y el
silencio. Cuando a las tres de la noche, según costumbre, se levantó fray
Martín para tocar el Angelus, su amigo Francisco se levantó para ver a la luz
de una vela los destrozos causados en la habitación, pero lo halló todo en
orden y sin ninguna señal de quemaduras.
Hermano dominico,
pobre y obediente
Cuando ya llevaba fray
Martín nueve años en el convento, viendo los superiores su gran virtud,
quisieron que profesara los tres votos, para admitirlo así plenamente en la
Orden. El nunca lo había pedido, pero se vio feliz de poder hacer la profesión.
«El 2 de junio de 1603
-dice el acta- hizo donación de sí a este convento para todos los días de su
vida el hermano Martín de Porras, mulato, hijo de Juan de Porras, natural de
Burgos, y de Ana Velázquez, negra libre; nació en esta ciudad y prometió este
día obediencia para toda su vida a los priores y prelados de este convento en
manos del P. Fray Alonso de Sea, superior de él, y juntamente hizo votos de
castidad y pobreza, porque así fue su voluntad, siendo prior de este convento
el R. P. Presentado Fray Agustín de Vega»... Y allí está su firma: «Hermano
Martín de Porras», que éste era, según se ve, su apellido real.
Martín vivió a fondo
la pobreza profesada. Nunca usó ropa o zapatos nuevos. Siempre sus prendas eran
usadas, y con él se estaban, continuamente remendadas, hasta que se caían a
pedazos, o hasta que dejaban ver la ropa interior de saco y el cilicio de crin
de caballo. Una vez su hermana Juana le llevó con todo cariño un hábito nuevo,
pero no consiguió que se lo quedara: «Hermana, en la religión no desdicen
pañetes pobres y remendados sino costumbres asquerosas y sucias. Si tuviera dos
túnicas poco sintiera la necesidad del pobre religioso, que advierto que para
lavar la túnica me quedo con sólo el hábito, y para lavar éste, cubro mi
modestia con la túnica. Así que tengo todo lo que he menester».
Estando muy enfermo
con cuartanas, que él solía padecer por el invierno, el provincial fray Luis de
Bilbao le mandó por obediencia usar sábanas. Él se resistió a ello, pero finalmente
accedió por obediencia, como el mismo provincial pudo comprobarlo al día
siguiente con el padre Estrada. Efectivamente, estaba acostado entre sábanas.
Ya se iban, cuando el padre Estrada le dijo algo al provincial, y al entrar de
nuevo en la celda pudieron comprobarlo: y «hallaron que estaba vestido y
calzado de la misma suerte que andaba por el convento». Fray Martín, al ver
descubierta su trampa, se rió y se justificó como pudo. Después de todo, estaba
entre sábanas, como se lo habían mandado.
Tuvo fray Martín una
veneración y respeto grandes hacia todas las autoridades, civiles o religiosas,
convencido de que estaban representando al Señor. Y obedeció siempre, con suma
facilidad.
El lego fray Santiago
Acuña testificó que nuestro Santo «cumplió el voto de obediencia con voluntad
pronta y alegre». Fray Francisco Velasco confiesa que «el Siervo de Dios no era
nada para sí, sino todo para la religión y para quienes le mandaran algo, sin
que nada se opusiera en él a esta virtud». No era, sin embargo, su obediencia
un automatismo irresponsable, sino que estaba subordinada a la caridad y regida
por la prudencia. Lo vemos en varios casos, como por ejemplo en éste. A veces,
en circunstancias especiales o de particular apremio, recogía en su propia
celda a enfermos o heridos, lo que traía consigo no pequeños problemas, enojos
y a veces protestas de sus hermanos. Enterados los superiores, le prohibieron
severamente que siguiera haciéndolo.
Al poco de esto, un
pobre indio en una pelea cayó apuñalado en la puerta del convento, y fray
Martín, ante la urgencia del caso, a pesar de la prohibición, lo llevó a su
celda y allí lo curó. Acusado del hecho, el provincial le reprendió con gran
aspereza, y el santo fraile trasladó al indio a casa de su hermana Juana, que vivía
cerca. Más tarde, apenado Martín del disgusto que le había ocasionado al
provincial, una noche le preparó un cocido que sabía era de su gusto, y al
llevárselo le dijo: «Desenójese Vuestra Paternidad, y coma esto, que ya sé le
sabe tan bien como a mí la corrección que he recibido». El Padre le precisó:
«Yo no me enojo con la persona, sino con la culpa. Pídale el hermano perdón a Dios,
a quien ha ofendido». Martín, por ser humilde, andaba siempre en la verdad:
«Yo, Padre, no he pecado». «¿Cómo no, cuando contravino mi orden?». «Así es,
Padre, mas creo que contra la caridad no hay precepto, ni siquiera la
obediencia».
Hermano enfermero
Una
vez profeso, el hermano Martín fue nombrado enfermero jefe, dada su competencia
como barbero, cirujano y entendido en hierbas medicinales. Con ayuda de otros
enfermeros, él se llegaba a cada doliente, siempre jovial: «¿Qué han menester
los siervos de Dios?». Apenas alguien necesitaba algo, fray Martín se personaba
al punto, a cualquier hora del día o de la noche, de modo que los enfermos se
quedaban asombrados, no sabiendo ni cuándo ni dónde dormía, ni cómo sacaba
tiempo y fuerzas.
Fray Cristóbal de San
Juan testificó que «a los religiosos enfermos les servía de rodillas; y estaba
de esta suerte asistiéndoles de noche a sus cabeceras ocho y quince días,
conforme a las necesidades en que les veía estar, levantándoles, acostándoles y
limpiándoles, aunque se tratase de las más asquerosas enfermedades».
Esta caridad suya con
los enfermos, continua, heróica y alegre, es el mayor de los milagros que San
Martín obraba con ellos, pero al mismo tiempo es preciso recordar que los
milagros de sanación por él realizados, ya en vida, fueron innumerables. Fray
Martín solía distinguir con una precisión asombrosa, que iba más allá del ojo
clínico, si una enfermedad era fingida o real, leve, grave o mortal. Y cuando
él había de intervenir, preparaba sus brebajes, emplastos o vendajes, y decía: «yo
te curo, Dios te sane». Los resultados eran muchas veces prodigiosos.
Normalmente los remedios
por él dispuestos eran los indicados para el caso, pero en otras ocasiones,
cuando no disponía de ellos, acudía a medios inverosímiles con iguales
resultados. Con unas vendas y vino tibio sana a un niño que se había partido
las dos piernas, o aplicando un trozo de suela al brazo de un donado zapatero
le cura una grave infección. Estaba claro que Martín curaba con el poder
sanante de Jesucristo.
El padre Fernando
Aragonés, que fue primero Hermano cooperador, y ayudante de fray Martín en la
enfermería, dio testimonio en el Proceso de beatificación de algunos milagros
particularmente espectaculares. Contó, por ejemplo, que él se quedó un día con
fray Martín amortajando a un religioso, fray Tomás, que acababa de morir. Pero
fray Martín, después de rezar a un Crucifijo que había en la pared, llamó por
tres veces a fray Tomás por su nombre, hasta que volvió a la vida. «Todo lo
cual yo tuve por conocido milagro. Aunque por entonces callé por el ruido que
pudiera causar. Dios permitió que lo callase por entonces para decirlo ahora en
esta ocasión».
En otra ocasión, el
obispo de la Paz, don Feliciano Vega, cuando iba a marchar a México, para cuya
sede había sido elegido arzobispo, cayó gravemente enfermo. Los médicos le
dijeron que se preparara a bien morir, y él así lo hizo. Entre los familiares
que le cuidaban en su alcoba de moribundo estaba fray Cipriano Medina, a quien
fray Martín había curado de grave enfermedad cuando estaba ya desahuciado por
los médicos. El enfermo pidió entonces que se llamase a fray Martín, pero
tardaron en encontrarlo y llegó bastante tarde. El Prelado le reprendió, y el
santo Hermano hizo la venia, postrándose, sin levantarse hasta que el obispo
dio una palmada.
Había en el cuarto
familiares, médicos, damas y domésticos. El Obispo enfermo mandó luego a fray
Martín que le diese la mano. Éste, que previó lo que se le iba a pedir,
permanecía con las manos bajo el escapulario, y en un principio se resistía.
«Traed la mano y ponedla en el sitio donde siento el dolor». El Hermano la
puso, cesó en el enfermo todo dolor y quedó sano. Más tarde el Obispo quiso con
toda insistencia llevarse a fray Martín consigo a México, y en un principio a
éste le agradó la idea, pues desde México era más fácil pasar a las misiones de
Filipinas, China o Japón, en las que siempre había soñado. Pero el Provincial
no lo quiso permitir.
Apostolados de fray
Martín
Nuestro santo fraile
apreciaba mucho el estudio teológico, como buen discípulo de Santo Domingo, y
solía animar a los estudiantes para que aprovechasen bien en sus estudios. Hay
testimonios de que en varias ocasiones los estudiantes le consultaban
cuestiones, o sometían a su arbitraje discusiones que traían entre ellos, y
fray Martín respondía siempre con una profundidad sencilla y verdadera, aunque
se tratase de cuestiones muy abstrusas.
No era, pues, San
Martín un fraile exclusivamente dedicado a la oración, a la penitencia y a los
trabajos manuales. Atendiendo en la puerta del convento a la comida de los
pobres o en otras gestiones y mandados, fray Martín tenía muchas relaciones con
indios, negros y mulatos, con emigrantes sin fortuna o antiguos soldados, con
mercaderes o carreteros o funcionarios. Y siempre que podía les daba una
palabra de luz, de aliento, de buena doctrina. Lo mismo hacía en la enfermería,
donde después de haber distribuido las comidas, reunía algunos jóvenes y
criados que trabajaban en el convento, para enseñarles las oraciones,
recordarles la doctrina cristiana y exhortarles con sencillas pláticas.
Este género de
apostolado lo practicaba Martín especialmente cuando estaba en la estancia de
Limatambo, una de las haciendas que el marqués Francisco Pizarro había
concedido a los frailes, en donación confirmada en 1540. Allí fue enviado en
ocasiones para fortalecer su salud quebrantada, con buenos resultados. Entre
los negros de la hacienda y la gente de las aldeas vecinas, las catequesis de
aquel fraile mestizo de tez oscura, que les visitaba en sus chozas, que les
ayudaba en sus trabajos de campo, que sanaba a sus enfermos y que les hablaba con
tanta sencillez y bondad, lograban un gran fruto espiritual.
Por otra parte, eran
muchos los que acudían a él para pedirle oraciones o consejo, lo mismo frailes
o seglares que oficiales de la guardia o licenciados, encomenderos o esclavos,
y también el gobernador o el virrey. El padre Barbazán testifica que «acudían a
él, como a oráculo del Cielo, los prelados, por la prudencia; los doctos, por
la doctrina; los espirituales, por la oración; los afligidos, para el desahogo.
Y era medicina general para todos los achaques».
El hermano dominico
San Juan Macías (1585-1645)
San Martín procuraba
consagrar íntegramente a Dios los días de fiesta, en cuanto le era posible. Y
esos días solía ir al convento dominico de la Magdalena, a visitar al Hermano
portero, San Juan Macías, seis años más joven que él. Con él compartía
oraciones y penitencias.
Nació Juan en Ribera
del Fresno, provincia de Badajoz, en 1585. Sus padres, Pedro de Arcas e Inés
Sánchez, modestos labradores, eran muy buenos cristianos, y dejaron en él una
profunda huella cristiana. Teniendo cuatro años, quedó Juan huérfano, él solo
con una hermanita menor. Los parientes que les recogieron pusieron a Juan de
pastor. Y con siete años tuvo una visión de San Juan Evangelista, que fue
decisiva en su vida.
Él mismo la contó
después: "Juan, estás de enhorabuena". Yo le respondí del mismo modo.
Y él: "Yo soy Juan Evangelista, que vengo del cielo y me envía Dios para
que te acompañe, porque miró tu humildad. No lo dudes". Y yo le dije: "¿Pues
quién es san Juan evangelista?" Y él: "El querido discípulo del
Señor. Y vengo a acompañarte de buena gana, porque te tiene escogido para sí.
Téngote que llevar a unas tierras muy remotas y lejanas adonde habrás de labrar
templos. Y te doy por señal de esto que tu madre, Inés Sánchez, cuando murió,
de la cama subió al cielo; y tu padre, Pedro de Arcas, que murió primero que
ella, estuvo algún tiempo en el purgatorio, pero ya tiene el premio de sus
trabajos en la gloria". Cuando supe de mi amigo san Juan la nueva de mis
padres y la buena dicha mía, le respondí: "Hágase en mí la voluntad de
Dios, que no quiero sino lo que El quiere"».
Muchas noticias del
Nuevo Mundo llegaban a aquellas tierras extremeñas, y con frecuencia pensaba
Juan si estaría de Dios que pasara a aquellas lejanas y remotas tierras. Por
fin se decidió, y tras una demora de seis años en Jerez y Sevilla, en 1619
embarcó para las Indias, teniendo 34 años. Desde Cartagena, por Bogotá, Pasto y
Quito, llegó a Lima, donde trabajó como pastor. Siempre guardó buen recuerdo de
su patrón, y algún dinero debió ganar, pues en dos años ahorró lo suficiente
para enviar dinero a su hermana, dejar doscientos pesos a los pobres y algo más
para el culto de la Virgen del Rosario.
En 1622, Juan Arcas
Sánchez recibió el hábito en el convento dominico de la Magdalena, en Lima. Se
convirtió así en fray Juan Macías, y toda su vida la pasó como portero del
convento. Hombre de mucha oración, al estilo de San Martín, también él fue
visto en varias ocasiones orando al Señor elevado sobre el suelo. Estando una
noche en la iglesia oyó unas voces, procedentes del Purgatorio, que solicitaban
que intercediera por ellas con oraciones y sacrificios. A esto se dedicó en
adelante, toda su vida.
Con un amor
apasionado, su caridad encendida se entregó muy especialmente a ayudar a las
almas del Purgatorio y al servicio de los pobres. A éstos los acogía en la
portería, y en Lima era conocida la figura del santo portero de la Magdalena,
que de rodillas repartía raciones a los pobres, sin que su olla se agotara
nunca. Este mismo milagro en 1949 se reprodujo en el Hogar de Nazaret de
Olivenza (Badajoz), cuando la cocinera invocó su nombre sobre una pequeña
cantidad de arroz.
Fray Juan Macías
acompañaba su oración con durísimas penitencias. Solía dormir arrodillado ante
una Virgen de Belén que tenía en la cabecera de su cama, apoyando la cabeza
entre los brazos. Y una vez confesó él mismo: «Jamás le tuve amistad al cuerpo,
tratélo como al enemigo; dábale muchas y ásperas disciplinas con cordeles y
cadenas de hierro. Ahora me pesa y le demando perdón, que al fin me ha ayudado
a ganar el reino de los cielos».
También fray Juan,
como su amigo fray Martín, se veía alegrado por las criaturas de Dios. Según él
mismo refirió, «muchas veces orando a deshoras de la noche llegaban los
pajarillos a cantar. Y yo apostaba con ellos a quién alababa más al Señor.
Ellos cantaban, y yo replicaba con ellos».
A los sesenta años de
edad, en 1645, seis años después de la muerte de San Martín, murió San Juan
Macías, habiendo revelado antes de morir, por pura obediencia, los favores y
gracias que había recibido del Señor. Fue beatificado, tras innumerables
milagros, en 1837, y canonizado por Pablo VI en 1975.
Fray Martín y los
pobres
En Lima, como sabemos,
había un buen número de hospitales: el de San Andrés para españoles, el del
Espíritu Santo para marinos, el de San Pedro para sacerdotes, el de San
Bartolomé para negros libres, el de San Lázaro para leprosos, el de la
Inocencia para niños expósitos, el de San Cosme y San Damián para españolas, el
de Santa Ana y Nuestra Señora del Carmen para indios.
A estos hospitales
fray Martín de Porres añadió otro, en el podían ser recibidas personas de todas
las antes señaladas. Le ayudó mucho en este empeño un Hermano dominico
extremeño, antiguo soldado en México, que era un gigantón, fray Martín
Barragán. Pero la mayor ayuda fue la de su hermana doña Juana de Porres. Casada
en Guayaquil con un español, el matrimonio se trasladó después a Lima, donde
les nació una hija. En la misma ciudad tenían una gran casa, y poseían también
en las afueras una estancia.
Animada Juana por su
santo hermano, cedió una parte de su casa limeña para acoger enfermos. Muchos
amigos le ayudaron a San Martín con sus limosnas, para que pudiera sacar
adelante su hospital-hospicio, entre ellos el virrey Conde de Chinchón, que en
propia mano le entregaba cada mes no menos de cien pesos. También a instancias
de San Martín, don Mateo Pastor, su antiguo vecino y protector, fundó un hospital
para niños de ambos sexos.
La agitada y alegre
Ciudad de los Reyes hacía y deshacía muchas fortunas, y en aquel pequeño mundo
abigarrado y revuelto se daba con bastante frecuencia la especie de los pobres
vergonzantes, viudas y huérfanos de españoles, descendientes de encomenderos
que ya no tenían encomienda, hijos arruinados de antiguos conquistadores,
mercaderes peninsulares en quiebra, clérigos pobres, emigrantes sin fortuna. A
todos éstos, que antes hubieran muerto que pedir, por aquel sentido del honor
de la época, era preciso ayudarles en secreto. Para ello fray Martín elaboró
una lista con la ayuda de su fiel ayudante Juan Vázquez.
Y como para aquellos
pobres tan dignos sería un deshonor verse socorridos por un pobre fraile
mulato, Juan Vázquez era el encargado de hacer las visitas correspondientes,
según él mismo lo cuenta: «Ocupóme [fray Martín] en primera instancia en dar a
ciento sesenta pobres cuatrocientos pesos, que se repartían entre ellos de
limosnas, los cuales buscaba Fray Martín, los martes y miércoles, porque el
jueves y viernes lo que buscaba era para clérigos pobres; porque las limosnas
que juntaba el sábado se aplicaban a las ánimas».
También a los presos
se acercó San Martín con su jovial presencia, con sus ayudas y buenos consejos.
A todos, pues, llegaba la caridad de San Martín -y éste sí que es un milagro
cierto-, dando así muestra clara de lo que sucede cuando un cristiano, muriendo
por completo a sí mismo, se deja mover por el amor de Cristo a los hombres.
Bilocación y sutileza
Cuando
se leen los numerosos testimonios sobre la vida y milagros de San Martín de
Porres, son tantas las obras, trabajos y milagros que de él se cuentan, que a
veces es como para dudar de si están hablando de una sola persona o de varias.
¿Cómo pudo hacer tantas cosas, acudiendo a tan innumerables personas y
trabajos? ¿De dónde sacaba tiempo para dedicar tantas horas a la oración y a la
penitencia? ¿Cómo podía llegar a tantos sitios y multiplicar su presencia de
tal modo?
Efectivamente, la
caridad le llevaba en ocasiones a San Martín a multiplicar su presencia, es
decir, a estar en dos sitios a la vez. Fray Bernardo Medina cuenta que un
comerciante amigo, estando gravemente enfermo en México, se acordó de fray
Martín, queriendo tenerlo consigo en su última hora. Al poco tiempo se
presentaba éste en su habitación: «¿Qué es esto? -le dijo fray Martín,
amenazándole con el índice- ¿Queríase morir? ¡Oh, flojo, flojo!». Extrañado el
comerciante, le preguntó de dónde venía. «Del convento». Al día siguiente el comerciante,
completamente sano, anduvo buscando por los conventos de la ciudad a fray
Martín, para darle las gracias, pero no le halló. Vuelto a Lima, los dominicos
le informaron que el Hermano no había salido de la ciudad, con excepción de una
corta visita a Limatambo. Y cuando halló a fray Martín, éste le dijo, abriendo
sus brazos: «¿Queríase morir? ¡Oh, flojo, flojo!». Algo semejante, conocido con
fechas y circunstancias, sucedió en Portobelo, y también hay noticias de que
fray Martín estuvo en Japón, en China y en Berbería.
Se cuenta de numerosos
casos en que enfermos y necesitados, deseando la presencia de San Martín,
recibían su visita al punto, sin que nadie le abriera la puerta. Y en algún
caso se conoce el hecho con gran exactitud. En una epidemia de sarampión,
sesenta frailes del convento, la mayoría novicios, contrajeron la enfermedad, y
fray Martín se multiplicaba atendiendo a unos y a otros, de día y de noche,
entrando y saliendo «con las puertas cerradas y echados los cerrojos o cercos».
Una noche, estando el
Noviciado ya cerrado, uno de los religiosos jóvenes llamaba afiebrado a fray
Martín, y éste se presentó a servirle, sin que el otro supiera cómo había
podido entrar. «Callad -le dijo el Hermano-. No os metáis en eso», y le atendió
con su acostumbrada destreza. Fray Andrés de Lisón, el maestro de novicios, que
le vio en ello, sin ser visto, salió con cautela, y se quedó en el claustro,
sabiendo que el Noviciado estaba cerrado con las llaves que él guardaba. Esperó
un rato, para ver por dónde salía fray Martín, hasta que se cansó de esperar, y
entró en la celda del novicio. Pero ya el enfermero se había ido, y estaría
haciendo algo bueno en otro sitio.
De los relatos que se
guardan de sus milagros, que son muchísimos, parece deducirse que San Martín se
daba cuenta de que los hacía, es decir, de que el Señor los hacía por él. Pero
da también la impresión de que no les daba mayor importancia. A veces, incluso,
al imponer silencio acerca de ellos, solía hacerlo con joviales bromas, llenas
de donaire y humildad. En la vida de San Martín de Porres los milagros parecen
obras naturales.
Fray Martín y los
animales
El amor de Martín
llegaba también a los animales, a quienes trataba con amigable bondad, y al
mismo tiempo con el señorío que corresponde al hombre, por ser la imagen de
Dios en este mundo. Son muchas las anécdotas contadas por testigos
presenciales. El padre Aragonés iba con fray Martín cuando encontraron un pobre
gato sangrando, descalabrado por alguno. «Véngase conmigo y le curaré -le dijo Martín-,
que está muy malo». Le hizo una cura en la cabeza y quedó el gatucho como si en
la cabeza llevara un gorrito de dormir. «Váyase y vuelva por la mañana, y le
curaré otra vez». Y el gato vino puntualmente, y se quedó aguardando en la
puerta de la celda, hasta que vino fray Martín y le curó.
Trajeron en una
ocasión al convento cuatro becerros bravos para lidiarlos en el patio del
estudiantado, y entre tanto quedaron encerrados en un lugar sin que les dieran
de comer. A fray Martín le dio pena verlos con hambre y sed, y por la noche les
bajó unas brazadas de hierba y unos cubos de agua. El padre Diego de la Fuente,
desde una ventana, vió con asombro cómo Martín daba de comer tranquilamente a
los animales, y apartaba al más bravo, cogiéndole de un cuerno, pues molestaba
a sus compañeros, al tiempo que le decía que se portase bien y no fuese
abusador, que había comida para todos.
Fray Bernardo Medina
cuenta otro suceso no menos sorprendente y gracioso. Los ratones roían a veces
la ropa que estaba guardada en la enfermería, y un día que atraparon a uno
estaban ya para matarlo. San Martín no lo permitió, sino que lo tomó en la
palma de su mano izquierda y le amonestó muy seriamente: «Vaya, hermano, y diga
a sus compañeros que no sean molestos ni nocivos, que se retiren todos a la
huerta, que yo les llevaré allá el sustento de cada día». Y así fue. Los
ratones ya no merodearon la ropería de la enfermería, y cada día podían ver los
religiosos cómo acudían a recibir la comida que a la huerta les llevaba fray
Martín.
La muerte de un santo
En 1639 sucedió algo
nunca visto: fray Martín estrenó un hábito nuevo, planchado y limpio, de
cordellate, más áspero que cualquiero otro de los que antes tuvo. Fray Juan de
Barbazán le felicitó con solemnidad irónica: «Enhorabuena, fray Martín». Y éste
le contestó: «Padre mío, con este mismo hábito me han de enterrar».
A mediados de octubre,
San Martín, con sus sesenta años muy trabajados y mortificados, se puso enfermo
con grandes fiebres y dolores. Nunca se quejó ni pidió alivios. Se confesó
varias veces, comulgó con suma devoción y recibió la unción de los enfermos. El
3 de noviembre, según atestigua el padre Fernando de Valdés, «estando ya parar
morir, ordenaron los Prelados y médicos que le quitasen una túnica de jerga
basta, de que suelen hacerse las albardas. Y fue tan grandísimo el sentimiento
que tuvo por ello, tanto por la ocasión que se le quitaba de mortificarse, como
por la ocasión de vanagloria que de ahí se podía seguir al ser vista, que hizo
todo lo que pudo para impedirlo. Y los circunstantes, así religiosos como
seglares, cedieron de buen grado a sus ruegos al ver la repugnancia del Siervo
de Dios a que se la quitasen».
Algún rato se le vio
angustiado, como tentado por el Demonio, que le turbaba, y un religioso le dijo
que no entrara en discusión con él. «No tenga cuidado -le dijo fray Martín-. El
demonio no empleará sus sofismas con quien no es maestro en Teología: es
demasiado soberbio para emplearse así con un pobre mulato». Por la tarde acudió
el virrey, el Conde de Chinchón, pero el Santo, extático, tenía la mirada fija
en la mesa donde había estado hace poco el Santísimo. Cuando volvió en sí, el
virrey se arrodilló junto al lecho y besó la mano del moribundo: «Fray Martín,
cuando esté en la Gloria, no se olvide de mí, para que el Señor me ayude y me
dé luz a fin de que pueda gobernar estos reinos con justicia y amor, con objeto
de que algún día también me reciba a mí en el Cielo». Se fue el virrey, y fray
Gaspar de Saldaña le reprochó en broma al enfermo: «Fray Martín ¿cómo ha hecho
esperar al virrey?». El contestó: «Padre, entonces tenía otras visitas de más
importancia». «¿Quiénes eran?». «La Virgen Santísima, Santo Domingo, San José,
Santa Catalina virgen y mártir y San Vicente Ferrer».
En tan santa compañía
murió el 3 de noviembre de 1639.
El milagro de su
perfecta santidad
Los prodigios y
milagros, tan numerosos en la vida de San Martín y tan llenos de gracia divina
y humana, no deben hacernos olvidar el milagro más importante de su santidad
personal. Sobre ella traemos ahora varios testimonios que la sintetizan:
Fray Laureano de
Sanctis: «Fue muy observante en el cumplimiento de los tres votos esenciales y
de las constituciones de la Orden, de tal manera que nunca se le vio faltar».
Fray Fernando
Aragonés: «Como tenía a Dios tan vivamente en su alma, nada le era dificultoso.
Y se echaba de ver en su mucha virtud, santidad y paciencia, sufrimiento,
humildad y ardientísima caridad, en que fue extremado, de la cual parece
imposible tratar, porque no tiene bastante encarecimiento ni ponderación ni
palabras la elocuencia humana. Perfeccionose mucho en todas las virtudes los
años que pasó en religión, que fueron muchos [cuarenta y cinco], viviendo
siempre con una sed insaciable de obrar mucho en el servicio de Dios. Y así,
todos los frailes, indios y negros, chicos y grandes, todos le tenían por
padre, por alivio y consuelo en sus trabajos».
Fray Juan de Aguinao,
arzobispo del Nuevo Reino de Granada: «En lo adverso de esta vida mortal,
siempre vi al venerable Fray Martín de Porres con un mismo semblante, sin que
lo próspero le levantase ni lo adverso le deprimiese o contristase; siempre se
mostraba pacientísimo, conformándose con la voluntad de Dios, que era su norte
y guía».
Esta santidad perfecta
es el milagro de San Martín de Porres. Beatificado en 1836 y canonizado en
1962, sus restos son venerados bajo el altar mayor de Santo Domingo, en Lima,
junto a los de San Juan Macías, y Santa Rosa, terciaria dominica.
Santa Rosa de Lima,
terciaria dominica (1586-1617)
El suboficial de
arcabuceros Gaspar Flores, español cacereño, desposó a María Olvia en 1577. La
tercera de nueve hijos, nacida ya en Lima, en 1586, fue bautizada como Isabel,
aunque por el aspecto de su rostro fue siempre llamada Rosa. Fue confirmada por
Santo Toribio de Mogrovejo en Quives, a unos 70 kilómetros de Lima, donde su
padre era administrador de una mina de plata. Y ya desde muy chica dio indicios
claros de su futura santidad.
En el Breviario
antiguo se decía de ella: «Su austeridad de vida fue singular. Tomado el hábito
de la Tercera Orden de Santo Domingo [en 1610], se propuso seguir en su arduo
camino a Santa Catalina de Siena. Terriblemente atormentada durante quince años
por la aridez y desolación espiritual, sobrellevó con fortaleza aquellas
agonías más amargas que la misma muerte. Gozó de admirable familiaridad con
frecuentes apariciones de su ángel custodio, de Santa Catalina de Siena y de la
Virgen, Madre de Dios, y mereció escuchar de los labios de Cristo estas
palabras: «Rosa de mi corazón, sé mi esposa». Famosa por sus milagros antes y
después de su muerte, el papa Clemente X la colocó en el catálogo de las santas
vírgenes».
Aún se conserva su
casa en Lima, la habitación en que nació, hoy convertida en oratorio, la
minúscula celda, construida con sus manos, en la que vivió una vida eremítica,
como terciaria dominica consagrada al amor de Cristo, y dedicada a la
contemplación y a la penitencia. También se conserva junto a la casa la pequeña
dependencia en la que ella recogía y atendía a enfermas reducidas a pobreza
extrema. Su solicitud caritativa prestó atención preferente a la evangelización
de indios y negros, y no pudiendo realizarla personalmente, contribuía a ella
con sus oraciones y sacrificios, así como recogiendo limosnas para que pudieran
formarse seminaristas pobres.
Ella se negaba por
humildad a aceptar el nombre de Rosa, hasta que la Virgen completó su nombre
llamándola Rosa de Santa María. Pero también hubiera podido ser su nombre Rosa
del Corazón de Jesús, pues el mismo Cristo la llamó «Rosa de mi corazón». Esta
santa virgen dominica, aunque conservó su inocencia bautismal, se afligió con
terribles penitencias, ayunos y vigilias, cilicios y disciplinas, como si
hubiera sido la mayor pecadora del mundo; y cumpliéndose en ella la palabra de
Cristo, «los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8), le fue dada una
contemplación altísima.
En efecto, según
declaró el padre Villalobos, Rosa «había alcanzado una presencia de Dios tan
habitual, que nunca, estando despierta, lo perdía de vista». Y el médico
Castillo, íntimo confidente de la santa, aseguró que Rosa se inició en la
oración mental a los cinco años, y que a partir de los doce su oración fue ya
siempre una contemplación mística unitiva. Tuvo éxtasis que duraban del jueves
al sábado.
No recibió de Dios
Santa Rosa la misión de predicar a los hombres públicamente, pero su corazón
ardió en este buen deseo, como se ve en este escrito suyo al médico Castillo:
«Apenas escuché estas palabras [de Cristo, estando en oración], experimenté un
fuerte impulso de ir en medio de las plazas, a gritar muy fuerte a toda persona
de cualquier edad, sexo o condición: «Escuchad, pueblos, escuchad todos. Por
mandato del Señor, con las mismas palabras de su boca, os exhorto: No podemos
alcanzar la gracia, si no soportamos la aflicción; es necesario unir trabajos y
fatigas para alcanzar la íntima participación en la naturaleza divina, la
gloria de los hijos de Dios y la perfecta felicidad del espíritu».
«El mismo ímpetu me
transportaba a predicar la hermosura de la gracia divina; me sentía oprimir por
la ansiedad y tenía que llorar y sollozar. Pensaba que mi alma ya no podría
contenerse en la cárcel del cuerpo, y más bien, rotas sus ataduras, libre y
sola y con mayor agilidad, recorrer el mundo, diciendo: «¡Ojalá todos los
mortales conocieran el gran valor de la divina gracia, su belleza, su nobleza,
su infinito precio, lo inmenso de los tesoros que alberga, cuántas riquezas,
gozos y deleites! Sin duda alguna, se entregarían, con suma diligencia, a la
búsqueda de las penas y aflicciones. Por doquiera en el mundo, antepondrían a
la fortuna las molestias, las enfermedades y los padecimientos, incomparable
tesoro de la gracia. Tal es la retribución y el fruto final de la paciencia.
Nadie se quejaría de sus cruces y sufrimientos, si conociera cuál es la balanza
con que los hombres han de ser medidos».
Esta es la Rosa mística,
la que a los treinta y un años de edad, en 1617, después de pedir la bendición
de sus padres y de signarse con la señal de la cruz, invocó tres veces el
nombre de Jesús, y diciendo «Jesús sea conmigo», entregó su espíritu.
Beatificada en 1668, fue canonizada en 1671, como Patrona de América, Filipinas
y las Indias Occidentales.
Santa Mariana de Jesús
(1618-1645)
Y más al norte, en
Quito, por ese mismo tiempo, al año siguiente de morir Santa Rosa en Lima,
nació la niña Mariana, en 1618. Hija del capitán Jerónimo de Paredes y Flores y
de Mariana de Granobles y Jaramillo, que descendía de los primeros
conquistadores del país, esta santa ecuatoriana pasaría a la historia con el
nombre de la Azucena de Quito. Su vida es muy semejante a la de Santa Rosa.
Huérfana a los cuatro
años, vivió en la casa de su hermana mayor y cuñado, que le dieron una
educación muy cuidada. Mostró grandes cualidades, en especial para la música, y
aprendió a tocar el clave, la guitarra y la vihuela. A los ocho años hizo su
primera confesión y comunión en la iglesia de la Compañía de Jesús, que fue
siempre el centro de su vida espiritual. Ya entonces, con asombrosa precocidad
religiosa, tomó el nombre de Mariana de Jesús, y ofreció al Señor su
virginidad, añadiendo más tarde los votos de obediencia y pobreza.
Pensó primero, como
Santa Teresa de Jesús, irse a tierra de infieles o emprender la vida eremítica,
en tanto que su familia sugería la vida religiosa en alguna comunidad. Pero la
Providencia desbarató estas ideas, y terminó aislándose en la parte alta de su
casa en un departamento de tres habitaciones, del que sólamente salía para ir a
misa cada día. Allí se dedicó a una vida de oración y penitencia, con una
fidelidad absoluta:
«A las cuatro me
levantaré, haré disciplina; pondréme de rodillas, daré gracias a Dios, repasaré
por la memoria los puntos de la meditación de la Pasión de Cristo. De cuatro a
cinco y media: oración mental. De cinco y media a seis: examinarla; pondréme
cilicios, rezaré las horas hasta nona, haré examen general y particular, iré a
la iglesia. De seis y media a siete: me confesaré. De siete a ocho: el tiempo
de una misa prepararé el aposento de mi corazón para recibir a mi Dios. Después
que le haya recibido daré gracias a mi Padre Eterno, por haberme dado a su
Hijo, y se lo volveré a ofrecer, y en recompensa le pediré muchas merecedes. De
ocho a nueve: sacaré ánima del purgatorio y ganaré indulgencias por ella. De
nueve a diez: rezaré los quince misterios de la corona de la Madre de Dios. A
las diez: el tiempo de una misa me encomendaré a mis santos devotos; y los
domingos y fiestas, hasta las once. Después comeré si tuviere necesidad. A las
dos: rezaré vísperas y haré examen general y particular. De dos a cinco:
ejercicios de manos [trabajos manuales] y levantar mi corazón a Dios; haré
muchos actos de su amor. De cinco a seis: lección espiritual y rezar completas.
De seis a nueve: oración mental y tendré cuidado de no perder de vista a Dios.
De nueve a diez: saldré de mi aposento por un jarro de agua y tomaré algún
alivio moderado y decente. De diez a doce: oración mental. De doce a una:
lección en algún libro de vidas de santos y rezaré maitines. De una a cuatro:
dormiré; los viernes, en mi cruz; las demás noches, en mi escalera; antes de
acostarme tomaré disciplina. Los lunes, miércoles y viernes, los advientos y
cuaresmas, desde las diez a las doce, la oración la tendré en cruz. Los
viernes, garbanzos en los pies y una corona de cardos me pondré, y seis
cilicios de cardos. Ayunaré sin comer toda la semana; los domingos comeré una
onza de pan. Y todos los días comenzaré con la gracia de Dios».
«Esta regla de vida,
asombrosa por su austeridad y oración, Mariana la guardó desde los doce años»,
estrechándola aún más en los últimos siete de su vida ( Amigó Jansen, Año
cristiano 453). Por consejo de los jesuitas que la atendían, se hizo terciaria
franciscana, pues no había en la Compañía orden tercera. Sus abstinencias y
ayunos eran prodigiosos, y según un testigo, «se ejercitó cuanto pudo y
permitía su condición en obras de caridad espirituales y corporales en
beneficio de los prójimos, deseando viviesen todos en el temor y servicio de
Dios; y para el efecto diera su vida».
La dió, efectivamente,
en 1645, cuando hubo en Quito terremotos y epidemias, y ella, conmovida por los
sufrimientos de su pueblo, se ofreció al Señor como víctima. Nada más realizado
en la iglesia este ofrecimiento, se sintió gravemente enferma. Apenas pudo
llegar a casa por su pie, recibió los sacramentos y expiró. Tenía veintiséis
años de edad. El amor y la devoción de los quiteños y ecuatorianos la envolvió
para siempre, y en 1946 la Asamblea Constituyente de su nación la nombró
«heroína de la Patria». Beatificada en 1853, fue canonizada por Pío XII en
1950.
Lima, Ciudad de Santos
Lima, la Ciudad de los
Reyes, un siglo después de su fundación (1535), ya pudo mejor llamarse la
Ciudad de los Santos, pues asistió en cuarenta años a la muerte de cinco
santos: el arzobispo Mogrevejo (1606), el franciscano Francisco Solano (1610),
y los tres santos de la familia dominicana, Rosa (1617), Martín (1639) y Juan
Macías (1645).
Estos santos, y tantos otros, como Mariana de Jesús o la dominica sierva de Dios, Ana de los Angeles Monteagudo (1606-1686), peruana de Arequipa, son quienes, con otros muchos buenos cristianos religiosos o seglares, escribieron el Evangelio en el corazón de la América hispana meridional.
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