SAN JUAN
PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 20 de noviembre de 1996
María en el nacimiento de Jesús
(Lectura: capítulo 2 del evangelio de san Lucas, versículos
6-7)
1. En la narración del nacimiento de
Jesús, el evangelista Lucas refiere algunos datos que ayudan a comprender mejor
el significado de ese acontecimiento.
Ante todo, recuerda el censo
ordenado por César Augusto, que obliga a José, "de la casa y familia de
David", y a María, su esposa, a dirigirse "a la ciudad de David, que
se llama Belén" (Lc 2, 4).
Al informarnos acerca de las circunstancias en que se
realizan el viaje y el parto, el evangelista nos presenta una situación de
austeridad y de pobreza, que permite vislumbrar algunas características
fundamentales del reino mesiánico: un reino sin honores ni poderes terrenos,
que pertenece a Aquel que, en su vida pública, dirá de sí mismo: "El Hijo
del hombre no tiene donde reclinar la cabeza" (Lc 9, 58).
2. El relato de san Lucas presenta algunas anotaciones,
aparentemente poco importantes, con el fin de estimular al lector a una mayor
comprensión del misterio de la Navidad y de los sentimientos de la Virgen al
engendrar al Hijo de Dios.
La descripción del acontecimiento del parto, narrado de
forma sencilla, presenta a María participando intensamente en lo que se realiza
en ella: "Dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo
acostó en un pesebre" (Lc 2, 7). La acción de la Virgen es el
resultado de su plena disponibilidad a cooperar en el plan de Dios, manifestada
ya en la Anunciación con su "Hágase en mí según tu voluntad" (Lc 1,
38).
María vive la experiencia del parto en una situación de suma pobreza: no puede dar al Hijo de Dios ni siquiera lo que suelen ofrecer las madres a un recién nacido; por el contrario, debe acostarlo "en un pesebre", una cuna improvisada que contrasta con la dignidad del "Hijo del Altísimo".
3. El evangelio explica que "no había sitio pare ellos
en el alojamiento" (Lc 2, 7). Se trata de una afirmación que,
recordando el texto del prólogo de san Juan: "Los suyos no lo
recibieron" (Jn 1, 11), casi anticipa los numerosos rechazos
que Jesús sufrirá en su vida terrena. La expresión "para ellos"
indica un rechazo tanto para el Hijo como para su Madre y muestra que María ya
estaba asociada al destino de sufrimiento de su Hijo y era partícipe de su
misión redentora.
Jesús, rechazado por los "suyos", es acogido por
los pastores, hombres rudos y no muy bien considerados, pero elegidos por Dios
para ser los primeros destinatarios de la buena nueva del nacimiento del
Salvador. El mensaje que el ángel les dirige es una invitación a la alegría:
"Os anuncio una gran alegría que lo será para todo el pueblo" (Lc 2,
10), acompañada por una exhortación a vencer todo miedo: "No temáis".
En efecto, la noticia del nacimiento de Jesús representa
para ellos, como para María en el momento de la Anunciación, el gran signo de
la benevolencia divina hacia los hombres. En el divino Redentor, contemplado en
la pobreza de la cueva de Belén, se puede descubrir una invitación a acercarse
con confianza a Aquel que es la esperanza de la humanidad.
El cántico de los ángeles: "Gloria a Dios en las
alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace", que
se puede traducir también por "los hombres de la benevolencia" (Lc 2,
14), revela a los pastores lo que María había expresado en su Magníficat: el
nacimiento de Jesús es el signo del amor misericordioso de Dios, que se
manifiesta especialmente hacia los humildes y los pobres.
4. A la invitación del ángel los pastores responden con
entusiasmo y prontitud: "Vayamos, pues, hasta Belén y veamos lo que ha
sucedido y el Señor nos ha manifestado" (Lc 2, 15).
Su búsqueda tiene éxito: "Encontraron a María y a
José, y al niño" (Lc 2, 16). Como nos recuerda el Concilio,
"la Madre de Dios muestra con alegría a los pastores (...) a su Hijo
primogénito" (Lumen gentium, 57).
Es el acontecimiento decisivo para su vida.
El deseo espontáneo de los pastores de referir "lo que
les habían dicho acerca de aquel niño" (Lc 2, 17), después de
la admirable experiencia del encuentro con la Madre y su Hijo, sugiere a los
evangelizadores de todos los tiempos la importancia, más aún, la necesidad de
una profunda relación espiritual con María, que permita conocer mejor a Jesús y
convertirse en heraldos jubilosos de su Evangelio de salvación.
Frente a estos acontecimientos extraordinarios, san Lucas
nos dice que María "guardaba todas estas cosas y las meditaba en su
corazón" (Lc 2, 19). Mientras los pastores pasan
del miedo a la admiración y a la alabanza, la Virgen, gracias a su fe, mantiene
vivo el recuerdo de los acontecimientos relativos a su Hijo y los profundiza
con el método de la meditación en su corazón, o sea, en el núcleo más íntimo de
su persona. De ese modo, ella sugiere a otra madre, la Iglesia, que privilegie
el don y el compromiso de la contemplación y de la reflexión teológica, para
poder acoger el misterio de la salvación, comprenderlo más y anunciarlo con
mayor impulso a los hombres de todos los tiempos.
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