CARTA ENCÍCLICA
AETERNA DEI SAPIENTIA
DEL SUMO PONTÍFICE
SAN JUAN XXIII
A LOS VENERABLES HERMANOS
PATRIARCAS, PRIMADOS,
ARZOBISPOS, OBISPOS
Y DEMÁS ORDINARIOS DEL LUGAR,
EN PAZ Y COMUNIÓN
CON LA SEDE APOSTÓLICA
SOBRE SAN LEÓN I MAGNO
PONTÍFICE MÁXIMO Y DOCTOR
DE LA IGLESIA,
AL CUMPLIRSE
EL XV CENTENARIO DE SU MUERTE
Venerables hermanos:
Salud y bendición
apostólica.
La eterna sabiduría de
Dios, que «se extiende, con poderío, de una punta a la otra del mundo, y que
con bondad gobierna todo el universo»[1], parece haber
impreso con singular esplendor su imagen en el alma de San León I, Sumo
Pontífice. Pues «grandísimo entre los grandes» [2],
como justamente lo llamó nuestro predecesor Pío XII, de venerada memoria,
apareció dotado en manera extraordinaria de intrépida fortaleza y paternal
bondad. Por este motivo Nos, llamados por la Divina Providencia a sentarnos en
la Cátedra de Pedro, que San León Magno tanto ilustró con la prudencia en el
gobierno, con la riqueza de doctrina, con su magnanimidad y con su inagotable
caridad, sentimos el deber, venerables hermanos, con ocasión del decimoquinto
centenario de su venturoso tránsito, de recordar sus virtudes y méritos
inmortales, seguros, como estamos, de que esto contribuirá notablemente al
provecho general de las almas y a la exaltación de la religión católica. Pues
la grandeza de este Pontífice no se debe únicamente al gesto de intrépido
coraje, con que él, inerme, revestido solamente con la majestad del Sumo
Sacerdote, hizo frente en el 452 al feroz Atila, rey de los hunos, junto al río
Mincio, y lo convenció para que se retirara más allá del Danubio. Fue
indudablemente un gesto noble, digno de la misión pacificadora del Pontificado
Romano; pero en realidad no representa más que un episodio y una prueba de una
vida enteramente dedicada al bien religioso y social no solamente de Roma y de
Italia, sino de la Iglesia universal.
S. León Magno,
Pontífice, Pastor y Doctor de la Iglesia Universal
A su vida y a su
laboriosidad se pueden bien aplicar las palabras de la Sagrada Escritura: «La
vida del justo es como la luz del alba que va creciendo hasta el
mediodía» [3], con sólo considerar tres aspectos
distintivos y característicos de su personalidad: fiel servidor de la Sede
Apostólica, Vicario de Cristo en la tierra, Doctor de la Iglesia Universal.
Fiel servidor de la Sede Apostólica
«León, toscano de
nacimiento, hijo de Quinzianno», como nos informa el Liber
Pontificalis [4], nace hacia el final del siglo IV.
Pero habiendo vivido en Roma desde su primera juventud, justamente puede llamar
a Roma su patria [5], donde todavía joven fue
adscrito al clero romano, llegando hasta el grado de diácono. En el espacio que
va desde el 430 al 439 ejerció un influjo considerable en los negocios
eclesiásticos, prestando sus servicios al Pontífice Sixto III. Tuvo relaciones
amistosas con San Próspero de Aquitania y con Casiano, fundador de la célebre
abadía de San Víctor en Marsella; de éste, autor de la obra contra los
nestorianos De incarnatione Domini [6], León
recibió un elogio verdaderamente singular tratándose de un simple diácono:
«Honor de la Iglesia y del Sagrado Ministerio» [7].
Mientras se encontraba en Francia, enviado por el Papa a instancias de la corte
de Rávena, para solucionar el conflicto entre el patricio Aecio y el prefecto
Albino, murió Sixto III. Fue entonces cuando la Iglesia de Roma pensó que no
podía confiar a un hombre mejor el puesto de Vicario de Cristo, que al diácono
León, que se había revelado tanto como seguro teólogo que como hábil
diplomático. Recibió, pues, la consagración episcopal el 29 de septiembre del
440, y su pontificado fue uno de los más largos de la antigüedad cristiana, e
indudablemente uno de los más gloriosos. Murió en noviembre del 461 y fue
sepultado en el pórtico de la Basílica de San Pedro. El Papa San Sergio I mandó
trasladar, en el 688, sus restos mortales junto a "la roca de Pedro";
después de la construcción de la nueva Basílica fueron colocados debajo del
altar a él dedicado.
Y ahora, queriendo
sencillamente indicar el carácter sobresaliente de su vida, no podemos dejar de
proclamar que rara vez el triunfo de la Iglesia sobre sus enemigos espirituales
fue tan glorioso como durante el pontificado de San León. Pues en el curso del
siglo V brilla en el cielo de la cristiandad como una estrella resplandeciente.
Tal afirmación en ningún sentido puede ser desmentida, especialmente si se
considera el campo doctrinal de la fe católica; pues en él, su nombre se
encuentra unido al de San Agustín de Hipona y al de San Cirilo de Alejandría, Efectivamente,
si San Agustín reivindicó contra la herejía pelagiana la absoluta necesidad de
la gracia para vivir santamente y conseguir la salvación eterna, si San Cirilo
de Alejandría, contra las erróneas afirmaciones de Nestorio, propugnó la
divinidad de Jesucristo y la divina maternidad de la Virgen María, San León,
por su parte, heredero de la doctrina de estas dos insignes lumbreras de la
Iglesia de Oriente y Occidente fue el primero de todos sus contemporáneos en
afirmar estas fundamentales verdades de la fe católica. Como San Agustín es
aclamado por la Iglesia como Doctor de la gracia, y San Cirilo Doctor de la
encarnación, San León es celebrado por todos como el Doctor de la unidad de la
Iglesia.
Pastor de la Iglesia
Universal
Basta, en efecto,
tender una rápida mirada sobre su prodigiosa actividad de pastor y escritor, a
través del largo período de su pontificado, para convencerse de que fue el
portaestandarte y el defensor de la unidad de la Iglesia, tanto en el campo
doctrinal como en el disciplinar. Si después pasamos al campo litúrgico, se
advierte fácilmente que promovió la unidad del culto, componiendo, o al menos
inspirando, algunas de las más devotas oraciones, que se contienen en el
llamado Sacramentario Leoniano [8].
También intervino con
prontitud y autoridad en la controversia sobre la unidad o duplicidad de
naturaleza en Jesucristo, obteniendo el triunfo de la verdadera doctrina
relativa a la encarnación del Verbo de Dios: hecho éste que inmortalizó su
nombre para la posteridad. Se recuerda con este motivo la famosa Carta a
Flaviano, obispo de Constantinopla, en la cual San León, con admirable claridad
y propiedad, expone la doctrina sobre el misterio de la encarnación del Hijo de
Dios, según la enseñanza de los profetas, del Evangelio, de los escritos
apostólicos y del símbolo de la fe [9]. De la cual
parece oportuno recordar las siguientes expresiones dignas de ser esculpidas:
«Permaneciendo, pues, íntegras las propiedades de una y otra naturaleza de la
única persona, fue asumpta por la majestad divina la nimiedad humana, la
debilidad por el poder, la mortalidad por la eternidad, y con el fin de
satisfacer el débito de nuestra condición, la naturaleza inmutable se unió a
una naturaleza pasible, de manera tal que, como justamente convenía para
nuestra salvación, el único e insustituible mediador entre Dios y los hombres,
Jesucristo hombre, pudiese, de esta forma, morir según una naturaleza, pero no
según la otra. Por tanto, el Verbo, asumiendo la naturaleza íntegra y perfecta
de verdadero hombre, nació verdadero Dios, completo en sus divinas propiedades
y completo también en las nuestras» [10].
Pero no se limitó a
esto. A la carta a Flaviano en la cual había extensamente expuesto «cuanto la
Iglesia católica universalmente creía sobre el misterio de la encarnación del
Señor» [11], San León añadió la condena del
Concilio de Efeso en el 449. En él, acudiendo a la ilegalidad y a la violencia
se pretendía hacer triunfar la errónea doctrina de Eutiques, el cual «muy
desconsiderado y demasiado ignorante» [12] se
obstinaba en no querer reconocer más que una sola naturaleza, la divina, en
Jesucristo. Con derecho el Papa llamó a tal concilio «latrocinio» [13], puesto que, contraviniendo las claras disposiciones
de la Sede Apostólica, había osado por todos los medios «atacar la fe
católica» [14] y reforzar «la herejía del
todo opuesta a la religión cristiana»[15].
El nombre de San León
Magno está ligado, sobre todo, al célebre Concilio de Calcedonia del 451, cuya
convocatoria, solicitada por el emperador Marciano, fue aceptada por el
Pontífice solamente con la condición de que fuera presidido por sus
legados [16]. Este Concilio, venerables hermanos,
constituye una de las páginas más gloriosas de la historia de la Iglesia
católica. Pero no nos parece necesario hacer un recuerdo detallado, ya que a
esta grandiosa asamblea, durante la cual triunfaron con igual esplendor la
verdadera fe en las dos naturalezas del Verbo encarnado y el Primado de
Magisterio del Romano Pontífice, nuestro predecesor Pío XII dedicó una de sus
más celebradas encíclicas, en el decimoquinto centenario de tan memorable
suceso [17].
No aparece menos
evidente la solicitud de San León por la unidad y la paz de la Iglesia, cuando
retrasó su aprobación a las actas del Concilio. Este retraso no se debe a
negligencia ni a una razón cualquiera de carácter doctrinal, sino —como después
declaró él mismo— a que con ello pretendió oponerse al canon 28, en el cual los
padres conciliares, a pesar de la protesta de los legados pontificios y con el
evidente deseo de procurarse la benevolencia del emperador de Bizancio, habían
reconocido a la Iglesia de Constantinopla el primado sobre todas las iglesias
de Oriente. Esta disposición era para San León como una abierta afrenta contra
los privilegios de otras Iglesias más antiguas y más ilustres, reconocidas
también por los padres del Concilio de Nicea, y además constituía un perjuicio
para el prestigio de la misma Sede Apostólica. Este peligro, más que en las
palabras del canon 28, había sido entrevisto agudamente por San León en el
espíritu que las había dictado, como resulta claramente de las dos cartas, una
de las cuales fue dirigida a él por los obispos del Concilio [18], y otra dirigida por él al emperador. En esta última,
rechazando la argumentación de los padres conciliares, de esta forma amonesta:
«Es distinto el gobierno de las cosas del mundo al de las cosas de Dios; no hay
estable estructura, fuera de la piedra, que el Señor ha colocado como
fundamento (Mateo 16, 18). Perjudica sus propios derechos el que habla de
lo que no le respecta»[19]. La dolorosa historia del
cisma que separó de la Sede Apostólica a tantas Iglesias de Oriente, demuestra
claramente —como se deduce de lo citado— el fundamento de los temores de San
León con respecto a las futuras divisiones en el seno de la cristiandad.
Sería incompleta
nuestra exposición sobre el celo pastoral de San León por la unidad de la
Iglesia católica, si no recordásemos también, aunque rápidamente, su
intervención en la cuestión relativa a la fecha de la Pascua, como su vigilante
solicitud, para que las relaciones entre la Sede Apostólica y los príncipes
cristianos estuvieran animadas por la recíproca estima, confianza y
cordialidad. Siempre mirando por la paz de la Iglesia exhortó frecuentemente a
los príncipes a cooperar con el episcopado «por la plena unidad católica» [20], mereciendo de Dios así, «además de la corona real,
la palma del Sacerdocio» [21].
Luminar de doctrina
Además de pastor
vigilante de la grey de Cristo y animoso defensor de la fe ortodoxa, San León
es celebrado por los siglos como Doctor de la Iglesia, esto es, expositor y
campeón excelente de la verdad divina, de la que todo Romano Pontífice es
centinela e intérprete. Esto se confirmó con las palabras de nuestro inmortal
predecesor Benedicto XIV, que en la constitución apostólica Militantis
Ecclesiae, con la que proclama a San León Doctor de la Iglesia, le tributó este
espléndido elogio: «Por su eminente virtud, por su sabiduría, por su celo
intachable, mereció de los antiguos el apelativo de León Magno. La excelencia
de su doctrina, lo mismo para ilustrar los más altos misterios de nuestra fe y
defenderlos contra los errores, que para formular normas disciplinarias y
morales, juntamente con la singular majestad y riqueza de su verbo sacerdotal,
brilla y se distingue de tal manera, ensalzado también por las alabanzas de
tantos hombres y por la exaltación entusiástica de los Concilios, de los Padres
y de los escritores eclesiásticos, que Pontífice tan sabio no se queda atrás,
en fama o en estima, de ninguno de los santos Doctores que han florecido en la
Iglesia» [22].
Su fama de Doctor se
atribuye a las Homilías y a las Cartas, que la posteridad nos ha
conservado en número no pequeño. El tema de las Homilías abarca
diversos problemas, casi todos en conexión con el ciclo de la Sagrada Liturgia.
En estos escritos se revela, no tanto como exégeta, dedicado a la exposición de
un determinado libro inspirado, ni como teólogo, gustoso de profundas
especulaciones en torno a la verdad divina, sino, sobre todo, como un expositor
fiel, perspicuo y abundante de los misterios cristianos, siguiendo las
interpretaciones transmitidas por los Concilios, los padres y, sobre todo, los
Pontífices, sus antecesores. Su estilo es sencillo y grave, elevado y persuasivo,
digno como ningún otro de ser tenido como modelo perfecto de clásica
elocuencia. Sin embargo, no sacrifica a la elegancia de la dicción la exactitud
de la expresión de la verdad; no habla o escribe para hacerse admirar, sino
para iluminar las mentes e inflamar los corazones para conformar la vida
práctica con la verdad profesada.
En
las Cartas que ejercitando su oficio de Supremo Pastor dirigió a los
obispos, príncipes, sacerdotes, diáconos y monjes de la Iglesia universal, San
León manifiesta dotes excepcionales de hombre de gobierno, espíritu perspicaz y
sumamente práctico, voluntad pronta a la acción, firmeza en las bien maduradas
decisiones, corazón abierto a la comprensión paternal, culmen de la caridad que
San Pablo aconseja a todos los cristianos como «el camino mejor» [23]. ¿Cómo no reconocer que tales sentimientos de
justicia y misericordia, de fortaleza unida a la clemencia, nacían en su
corazón justamente de la misma caridad que el Señor pedía a Pedro antes de
confiarle la custodia de sus corderos y de sus ovejas? [24].
Procuró siempre hacer de sí mismo una copia fiel del Buen Pastor, Cristo Jesús,
como se deduce del siguiente pasaje: «Tengamos, por un lado, mansedumbre y
clemencia; por otro, rigor y justicia. Y puesto que todos los caminos del Señor
son de misericordia y verdad (fidelidad) (Ps. 24,10), por la bondad que es
propia de la Sede Apostólica estamos obligados a regular de tal manera nuestras
decisiones que —bien ponderada la naturaleza de los delitos, cuya catalogación
es diversa—, procuremos que unas sean para absolver y otras para
extirpar» [25]. Tanto las Homilías, pues,
como las Cartas constituyen un documento elocuentísimo del
pensamiento y de los sentimientos, de las palabras y de las actividades de San
León, siempre preocupado por asegurar el bien de la Iglesia, en la verdad, en
la concordia y en la paz.
El XV centenario
leoniano y el Concilio Vaticano II
Venerables hermanos,
en la inminencia del Concilio Vaticano II, en el cual los obispos, unidos en
torno al Romano Pontífice y en íntima comunión con él, darán al mundo entero un
más espléndido espectáculo de la unidad católica, conviene más que nunca
recordar, aunque rápidamente, las elevadas ideas que San León tuvo de la unidad
de la Iglesia. Este recuerdo será, al mismo tiempo, un homenaje a la memoria
del sapientísimo Pontífice y, en la proximidad del gran acontecimiento,
alimento espiritual para las almas de los fieles.
La unidad de la
Iglesia en el pensamiento del Santo
Ante todo, San León
nos enseña que la Iglesia es una, porque uno es su Esposo, Jesucristo: «Tal es,
en efecto, la Iglesia virgen, unida a un solo Esposo, Cristo, que no admite
ningún error; por esto en todo el mundo nos gozamos de una sola casta e íntegra
unión» [26]. El Santo defiende también que esta
admirable unidad de la Iglesia comenzó con el nacimiento del Verbo encarnado,
como aparece en estas expresiones: «Es, pues, la Natividad de Cristo la que
determina el origen del pueblo cristiano, el nacimiento de la Cabeza es también
el nacimiento del Cuerpo. Además, aunque cada uno de los llamados (a la fe)
viva en su época, aunque todos los hijos de la Iglesia estén distribuidos a lo
largo de todos los tiempos; sin embargo, el conjunto de los fieles, nacidos en
la fuente bautismal, de la misma manera que fueron crucificados con Cristo en
su pasión, resurgieron en su resurrección, están colocados a la diestra del
Padre desde su ascensión, de esta misma manera fueron coengendrados en su
nacimiento» [27]. En este misterioso nacimiento
del «cuerpo de la Iglesia» [28] ha
participado íntimamente María; gracias a su virginidad, fecundada por obra del
Espíritu Santo. Por esto, San León ensalza a María como «Virgen, esclava y
madre del Señor» [29], «Madre de Dios» [30] y «Virgen Perpetua» [31].
Además, el sacramento
del Bautismo, observa también San León, no solamente hace a todo cristiano
miembro de Cristo, sino también partícipe de su realeza y de su sacerdocio
espiritual: «Todos aquellos, pues, que han sido regenerados en Cristo, han sido
hechos también reyes por el signo de la Cruz y consagrados sacerdotes por la
unción del Espíritu Santo» [32]. El sacramento de
la Confirmación, llamado «santificación del crisma» [33],
corrobora tal asimilación a Cristo como cabeza, mientras en la Eucaristía ésta
encuentra su complemento: «La participación de la sangre y el cuerpo de Cristo
no hace otra cosa que transformarnos en lo que comemos; y llevamos en todo, en
el cuerpo como en el alma, al mismo, con el cual hemos muerto, hemos sido
sepultados y resucitado» [34].
Pero se advierte bien
que para San León no puede haber perfecta unión de los fieles con Cristo cabeza
y de los fieles entre sí, como miembros de un mismo organismo visible, si a los
vínculos espirituales de las virtudes, del culto y de los sacramentos no se
añade la profesión externa de la misma fe: «Gran sostén es la fe íntegra, la fe
verdadera, a la cual nada puede ser añadido ni quitado por nadie, porque la fe,
si no es única, no existe de hecho» [35]. Porque a
la unidad de la fe le es indispensable la unión de los maestros de la verdad
divina, esto es, la concordia de los obispos entre sí en comunión y sumisión al
Romano Pontífice: "La conexión de todo el cuerpo es lo que da origen a su
salud y a su belleza; y esta misma conexión, si requiere la unanimidad, exige,
sobre todo, la concordia de los sacerdotes. Estos tienen en común la dignidad
sacerdotal, pero no el mismo grado de poder; porque también entre los Apóstoles
hubo igualdad de honor, pero diferencia de poder, en cuanto que a todos fue
común la gracia de la elección, pero a uno sólo le fue concedido el derecho de
preeminencia sobre los demás" [36].
El Obispo de Roma,
centro de la unidad visible
Centro, pues, y gozne
de la unidad visible de toda la Iglesia católica es el Obispo de Roma, como
sucesor de San Pedro y Vicario de Jesucristo. Las afirmaciones de San León no
son otra cosa que el eco fiel de los testigos evangélicos y de la perenne
tradición católica, como aparece en el pasaje siguiente: «En todo el mundo
solamente Pedro fue elegido para ser el encargado de la evangelización de todas
las gentes, entre todos los Apóstoles y entre todos los Padres de la Iglesia;
de modo que, aunque en relación al pueblo de Dios seamos muchos los pastores y
muchos los sacerdotes, todos, sin embargo, están gobernados propiamente por
Pedro, como principalmente lo están por Cristo. De forma maravillosa y
admirable, queridísimos, Dios se dignó hacer partícipe a este hombre de su
poder; y si quiso que los demás tuvieran también alguna cosa de común con él,
lo que concedió a los demás siempre lo concedió por medio suyo» [37]. Sobre esta verdad, que es fundamental para la unidad
católica, la del vínculo divino, indisoluble entre el poder de Pedro y el de
los Apóstoles, San León cree oportuno insistir: «Se extiende ciertamente
también a los demás Apóstoles este poder de atar y desatar (Mat. 16, 19),
y fue transmitido a todos los cabezas de la Iglesia; pero no en vano se
recomienda a una sala persona lo que debe ser comunicado a los demás. Pues este
poder se le confía a Pedro singularmente, justamente, porque la figura de Pedro
está por encima de todos los que gobiernan la Iglesia» [38].
Prerrogativas del
magisterio de San Pedro y de sus sucesores
Pero el Santo
Pontífice no olvida el otro vínculo esencial de la unidad visible de la
Iglesia, el supremo e infalible magisterio, reservado personalmente a San Pedro
y a sus sucesores por el Señor: «El Señor se preocupa particularmente de Pedro,
y ora de manera especial por la fe de Pedro, como si la perseverancia de los
demás estuviera plenamente garantizada, si el cabeza permanece invicto, En
Pedro, por esto, se encuentra salvaguardada la fortaleza de todos y la
concesión de la gracia divina sigue este orden: la fortaleza que por medio de
Cristo es concedida a Pedro se confiere a los demás Apóstoles a través de
Pedro» [39].
Lo que San León afirma
con tanta claridad e insistencia de San Pedro lo asegura también de sí mismo,
no por el estímulo de la ambición humana, sino por la íntima persuasión que
tiene de ser, el Príncipe de los Apóstoles, el Vicario de Cristo mismo, como
aparece en este pasaje de sus sermones: «No es para nosotros motivo de orgullo
la solemnidad con que, llenos de agradecimiento a Dios por sus dones,
celebramos el aniversario de nuestro sacerdocio; porque con toda sinceridad
confesamos que todo el bien realizado por Nos en el desarrollo de nuestro
ministerio es obra de Cristo, y no nuestra, que no podemos nada sin Él pero de
Él Nos gloriamos, de quien proviene toda la eficacia de nuestro trabajo» [40]. Con esto San León, lejos de pensar que San Pedro sea
extraño al gobierno de la Iglesia, desea, a su vez, asociar a la confianza en
la perenne asistencia de su divino fundador, la confianza en la protección de
San Pedro, de quien se profesa heredero y sucesor, y «de quien hace las
veces» [41]. Por esto a los merecimientos del
Apóstol, más que a los propios, atribuye los frutos de su universal ministerio.
Lo cual, entre otras cosas, está claramente probado por las siguientes
expresiones: «Por tanto, si hacemos algún bien, si obtenemos algo de la
misericordia de Dios con la oración cotidiana, se debe a las obras y a los
merecimientos de Él; en su sede perdura todavía su poder, domina su autoridad»[42].
En realidad, San León
no enseña nada nuevo. Al par que sus predecesores San Inocencio I [43] y San Bonifacio I [44],
y en perfecta armonía con los conocidos textos evangélicos, por él mismo
comentados (Mat. 16, 17; Luc. 22. 31-32; Io. 21,
15-17), está persuadido de haber recibido de Cristo mismo el mandato del
supremo ministerio pastoral. Afirma, en efecto: «La solicitud que debemos tener
con todas las iglesias tiene su origen principalmente en un mandato
divino» [45].
Grandeza espiritual de
Roma
No hay, por tanto, que
maravillarse si San León ama asociar a la exaltación del Príncipe de los
Apóstoles la de la ciudad de Roma. He aquí cómo se expresa en el sermón en
honor de los Santos Pedro y Pablo: «Estos son, en verdad, los héroes por obra
de los cuales brilló en ti, Roma, el Evangelio de Cristo...; éstos son los que
te levantaron hasta esta gloria de ciudad santa, de pueblo escogido, de ciudad
sacerdotal y regia; de manera que, en virtud de la sagrada sede de Pedro,
capital del mundo, extiendes tu imperio con la religión divina más que lo
extendiste con la dominación humana. Fuiste, en verdad, poderosa por muchas
victorias, afirmaste por tierra y mar el derecho del imperio; pero el que te
ganó los hechos guerreros es mucho menos que el que te ha ganado la paz
cristiana» [46]. Recordando después a sus oyentes
el espléndido testimonio manifestado por San Pablo sobre la fe de los primeros
cristianos de Roma, el gran Pontífice con esta exhortación les estimula a
conservar inmaculada, limpia de toda mancha y error, su fe católica: «Vosotros,
pues, queridos por Dios y dignos de la aprobación apostólica, a los que el
Apóstol Pablo, doctor de las gentes, dice: "Vuestra fe es celebrada en
todo el mundo" (Rom. 1, 8), custodiad lo que, como sabéis, tan gran
predicador sintió de vosotros. Ninguno se haga indigno de esta alabanza; de
manera que ningún contagio de la impiedad de Eutiques contamine a los que, bajo
la custodia del Espíritu Santo, en tantos siglos no han conocido herejía» [47].
Vasta resonancia de
sus obras admirables
Las obras
verdaderamente insignes desarrolladas por San León, como salvaguarda de la
autoridad de la Iglesia de Roma, no fueron hechas en vano. Gracias al prestigio
de su persona, la «ciudad del Apóstol Pedro» fue alabada y venerada no
solamente por los obispos de Occidente, presentes en los Concilios reunidos en
Roma, sino por más de quinientos miembros del Episcopado oriental reunidos en
Calcedonia [48], y por los emperadores de
Constantinopla [49]. Antes, antes aun del célebre
Concilio, Teodoreto, obispo de Ciro, había tributado en el año 449 al Obispo de
Roma y a su escogida grey estos elevados elogios: «Vosotros tenéis el primer
puesto en todo, por razón de las prerrogativas que adornan vuestra sede. Las
otras ciudades, en efecto, se glorían por su grandeza o por el número de sus
habitantes... El Dador de todo bien los ha concedido con sobreabundancia a vuestra
ciudad. Puesto que ella es la más grande y la más ilustre de todas las
ciudades, gobierna el mundo, es rica en población..., posee, además, los
sepulcros de Pedro y Pablo, padres comunes y maestros de la verdad, que
iluminan las almas de los fieles. Estas dos santas luminarias tuvieron su
origen en Oriente y difundieron sus rayos por todas partes; pero por su
espontánea voluntad pasaron el final de su vida en Occidente, y desde allí
ahora iluminan al mundo. Ellos hicieron noble a vuestra sede; este es el culmen
de vuestros bienes. Pero su Dios también ahora hace ilustre su sede, puesto que
en ella ha puesto a vuestra santidad, que difunde los rayos de la verdadera
fe» [50].
Las eximias alabanzas
que los representantes de la Iglesia de Oriente tributaron a León, no fueron
menos con motivo de su muerte. Pues la liturgia bizantina, en la fiesta del 18
de febrero, a él dedicada, lo exalta como «jefe de la ortodoxia, doctor
adornado de piedad y majestad, estrella del universo, ornato de los ortodoxos,
lira del Espíritu Santo» [51]. También son
significativos los elogios que al gran Pontífice tributa el Menologio
Gelasiano: «Nuestro Padre León, admirable por sus muchas virtudes, la
continencia y la pureza, consagrado obispo de la gran Roma, hizo muchas otras
cosas dignas de su virtud; pero brilla su obra sobre todo por lo que respecta a
la verdadera fe» [52].
Súplica por el retorno
de los hermanos separados
Deseamos repetir,
venerables hermanos, que el coro de alabanzas a la santidad del Sumo Pontífice
San León Magno, en la antigüedad fue concorde lo mismo en Oriente que en
Occidente. ¡Vuelva él a escuchar el aplauso de todos los representantes de la
ciencia eclesiástica de las iglesias que no están en comunión con Roma!
Superando de esta
forma la dolorosa diversidad de opiniones sobre la doctrina y la actividad
pastoral del inmortal Pontífice, brillará con amplia luz la doctrina que ellos
profesan: «No hay más que un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los
hombres, el Hombre Jesucristo» [53].
En lo que a Nos
respecta, como sucesor de San León en la sede episcopal de San Pedro, lo mismo
que profesamos con él la fe en el origen divino del mandato de la universal
evangelización y de la salvación confiado por Cristo a los Apóstoles y a sus
sucesores, de la misma forma, a la par con él, tenemos el vivo deseo de ver a
todos los pueblos entrar en el camino de la verdad, de la caridad y de la paz.
Y es justamente con el fin de hacer a la Iglesia más idónea para cumplir en los
tiempos presentes su excelsa misión por lo que Nos hemos propuesto convocar el
II Concilio Ecuménico Vaticano, con la confianza de que la imponente reunión de
la jerarquía católica no solamente reforzará los vínculos de la unidad en la
fe, en el culto y en el gobierno, que son prerrogativas de la Iglesia
verdadera [54], sino que atraerá, además, la
atención de innumerables creyentes en Cristo y les invitará a acogerse junto al
«Gran Pastor de la grey» [55], que ha confiado a
Pedro y a sus sucesores su perenne custodia [56].
Nuestro cálido llamamiento a la unidad quiere ser el eco de aquél, muchas más
veces lanzado por San León en el siglo V, suplicando lo que pidió a los fieles
de toda la Iglesia San Ireneo, que la Providencia Divina había llamado de Asia
a regir la sede de Lyón y a ilustrarla con su martirio. Pues, después de haber reconocido
la ininterrumpida sucesión de los obispos de Roma, herederos del poder mismo de
los Príncipes de los Apóstoles [57], concluía
exhortando: «Con esta Iglesia, a causa de su preeminente superioridad, debe
estar de acuerdo toda la Iglesia, todos los fieles del universo; por la
comunión con ella, todos los fieles (todas las cabezas de la Iglesia) han
conservado la tradición apostólica» [58].
Pero nuestra llamada a
la unidad quiere ser, sobre todo, el eco de la oración dirigida por nuestro
salvador a su Padre divino en la Ultima Cena: «Que todos seamos una sola cosa,
como Tú, Padre, estás en Mí y Yo en Ti, también ellos sean una sola cosa» [59]. Ninguna duda hay sobre la acogida de esta oración,
así como fue acogido el sacrificio cruento del Gólgota. ¿Acaso el Señor no
afirmó que su Padre siempre le escucha? [60]. Por
esto nosotros creemos que la Iglesia, por la cual Él ha orado y se ha inmolado
en la Cruz, y a la cual ha prometido Su presencia perenne ha sido siempre, y
es, una, santa, católica y apostólica, así como fue instituida.
Sin embargo, como en
el pasado, también debemos constatar con dolor que en el presente la unidad de
la Iglesia no corresponde, de hecho, a la comunión de todos los creyentes en
una sola profesión de fe y en una misma práctica de cultos y obediencia. Pero
es motivo de ánimo y de dulce esperanza el espectáculo de los generosos y
crecientes esfuerzos que por diversas partes se hacen, con el fin de restaurar
la unidad, también visible, de todos los cristianos, para que dignamente
respondan a la intención, al mandato y al deseo del Salvador. Conscientes de
que la unidad es el aliento del Espíritu Santo en tantas almas de buena
voluntad, no podrá plenamente y sólidamente realizarse hasta que no se haga,
según la profecía del mismo Cristo, «un solo rebaño y un solo pastor» [61], Nos pedimos a nuestro mediador y abogado cerca del
Padre [62] que conceda a todos los cristianos
la gracia de reconocer las notas de su Iglesia verdadera, para llegar a ser sus
hijos devotos. ¡Que se digne el Señor hacer levantar pronto la aurora de aquel
día bendito de la universal reconciliación, en que un inmenso coro de amor
jubiloso se eleve de la única familia de los redimidos cantando, agradeciendo a
la misericordia divina, con el salmista, el «ecce quam bonum et quam jucundum,
habitare frates in unum» [63].
El abrazo de paz entre
los hijos del mismo Padre celestial, igualmente coherederos del mismo reino de
la gloria, señalará la celebración del triunfo del cuerpo místico de Cristo.
Exhortación final
Venerables hermanos,
el XV centenario de la muerte de San León Magno encuentra a la Iglesia en
dolorosa situación, semejante a la que conoció en el siglo V. ¡Cuántos trabajos
afligen en estos tiempos a la Iglesia, y repercuten en nuestro corazón paterno,
como claramente predijo el Divino Redentor! Vemos que en muchas partes la «fe
del Evangelio» [64] está en peligro, y no
faltan tentativas que pretenden apartar, la mayor parte de las veces en vano,
gracias a Dios, a los obispos, sacerdotes y fieles del centro de la unidad
católica, de la Sede Romana. Pues bien: con el fin de conjurar tan graves
peligros invocamos confiados sobre la Iglesia militante el patrocinio del Santo
Pontífice, que tanto trabajó, escribió y sufrió por la causa de la unidad
católica. Y a cuantos gimen pacientemente por la verdad y la justicia
recordamos las confortadoras palabras que San León dirigió al clero, a las
autoridades y al pueblo de Constantinopla: «Perseverad en el espíritu de la
verdad católica y por medio nuestro recibid la exhortación
apostólica. Porque a vosotros, Cristo, os dio la gracia no solamente de
creer en El, sino también de padecer por Él (Filip. 1, 29)» [65].
A todos los que viven
en la unidad católica, Nos, que, indignamente, hacemos en la tierra las veces
del Salvador Divino, hacemos nuestra su oración por sus discípulos y por todos
los que creen en Él: «Padre Santo... Te pido porque lleguen a la perfecta
unidad» [66], Pedimos para todos los hijos de la
Iglesia la perfección de la unidad, la perfección que solamente la caridad,
«que es vínculo de perfección» [67], puede dar. De
la encendida caridad hacia Dios y del ejercicio siempre pronto, alegre y
generoso de todas las obras de misericordia para con el prójimo, la Iglesia,
«templo de Dios vivo» [68], se llena en todos y
cada uno de sus hijos de belleza sobrenatural. Por tanto, con San León os
exhortamos: «Ya que todos los fieles y cada uno en particular constituyen un
solo y mismo templo de Dios, es preciso que sea perfecto en cada uno como debe
serlo perfecto en sí mismo; porque, también, si la belleza no es igual en todos
los miembros ni los merecimientos iguales en una tan gran variedad de partes,
el vínculo de la caridad, sin embargo, produce la comunión en la belleza. A los
que un santo amor une, si no participan de los mismos dones de la gracia,
gozan, sin embargo, evidentemente de sus bienes, y a los que aman no puede
serles extraño, porque es aumentar las propias riquezas encontrar el gozo en el
progreso de los demás» [69].
Al final de nuestra
encíclica permítasenos renovar el ardiente deseo, que llenaba el corazón de San
León, de ver a todos los redimidos por la sangre de Cristo reunidos en la misma
Iglesia militante, resistir unidos e intrépidos a las potencias del mal, que de
tantas partes continúan amenazando la fe cristiana. Porque «el pueblo de Dios
es poderoso, cuando los corazones de todos los fieles están acordes en la
unidad de la santa obediencia y en las filas de la milicia cristiana hay una
igual preparación en todas partes, y todas tienen la misma defensa» [70]. El príncipe de las tinieblas no prevalecerá si en la
Iglesia de Cristo reina el amor: «Porque las obras del demonio son destruidas
con mayor poder cuando los corazones de los hombres están encendidos en la
caridad a Dios y al prójimo» [71].
Sea la bendición
apostólica confirmación de nuestras esperanzas y auspicio de las gracias
divinas, que a todos vosotros, venerables hermanos, y a la grey confiada al
celo ardiente de cada uno, de todo corazón impartimos.
Dado en Roma, junto a
San Pedro, el 11 de noviembre de 1961, IV año de nuestro pontificado.
JUAN PP. XXIII
Ver también:
San León Magno uno de los más grandes pontífices que han honrado la Sede de Roma - Benedicto XVI
Notas
[1] Sap. 8, 1.
[2] Cfr. Sermo
habitus die 12 Oct. anno 1952: AAS 44 (1952), p. 831.
[3] Prov. 4,
18.
[4] Cfr. Ed.
Duchesne, I, 238.
[5] Cfr.
Ep. 31, 4, Migne, PL 54, 794.
[6] Migne, PL 59,
9-272.
[7] De Incarn.
Domini, contra Nestorium libr. VII, prol. PL 50, 9.
[8] Migne, PL 55,
21-156.
[9] Cfr. Ibid.
54. 757.
[10] «Salva igitur
proprietate utriusque naturae et substantiae, et in unam coeunte personam,
suscepta est a maiestate humilitas, a virtute infirmitas, ab aeternitate
mortalitas: et ad resolvendum conditionis nostrae debitum, natura inviolabilis
naturae est unita passibili: ut, quod nostris remediis congruebat, unus atque
ídem mediator Dei et hominum, horno Iesus Christus, et mori posset ex uno, et
mori non posset ex altero. In integra ergo veri hominis perfectaque natura
verus natus est Deus, totus in suis, totus in nostris». Ibid. col.
759.
[11] «...quid
catholica Ecclesia universaliter de sacramento Dominiacae incarnationis
crederet et doceret». Cfr. Ep. 29, ad Theodosium august., PL 54,
783.
[12] Cfr.
Ep. 28, PL 54, 756.
[13] Cfr.
Ep. 95, 2, ad Pulcheriam august., PL 54, 943.
[14] Cfr. Ibid.
[15] Cfr. lbid.
[16] Cfr.
Ep. 89, 2, ad Marcianum imper. PL 54, 9311; Ep. 103, ad Episcopos
Galliarum, PL 54, 988-991.
[17] Litt.
Encycl. Sempiternus Rex,
8 sep. 1951, AAS vol. XXXXIII, p. 625-644.
[18] Cfr.
C. Kirch, Enchir. fontium hist. eccl. antiquae, Friburgi in Br. 4 ed.
1923, n. 943.
[19] «Alia
tamen ratio est rerum saecularium, alía divinarum; nec praeter illam petram,
quam Dominus in fundamento posuit (Matth. 16, 18), stabilis erit ulla constructio. Prapria
perdit, qui indebita concupiscit». Ep. 104, 3, ad Marcianum
imper., PL 54, 9951; cfr. Ep. 106, ad Anatolium, episc.
Constant., PL 54, 995.
[20] Ep.
114, 3, ad Marcianum imper., PL 54, 1022.
[21] Ibid.
[22] Const.
apost. Militantis Ecclesiae, 12 oct. 1754: Benedicti Pp.
XIV Bullarium, tom. III, pars II, p. 205 (Opera omnia, vol. 18, Prati
1847).
[23]. 1 Cor. 12,
31.
[24] Cfr. Io.
21, 15-17.
[25] «Circumstant nos
hinc mansuetudo clementiae, hinc censura iustitiae. Et quia universae viae
Domini, misericordia et veritas, cogimur secundum Sedis Apostolicae pietatem
ita nostram temperare sententiani, ut trutinato pondere delictorum, quorum
utique non una mensura est, quaedam credamus utcumque toleranda, quaedam vero
penitres amputanda». Ep. 12, 5, ad Episcopos africanos, PL 54,
652.
[26] «Illa est enim
virgo Ecclesia, sponsa unius viri Christi, quae nullo patitur errore vitiari;
ut per totum mundum una nobis sit unius castae communionis integritas». Ep. 80,
1, ad Anatolium, episc. Constant., PL 54, 913.
[27] «Generatio
enim Christi origo est populi christiani, et natalis Capitis natalis est
corporis. Habeant licet singuli quique vocatorum ordinem suum, et
omnes Ecclesiae filii temporum sint successione distincti, universa tamen summa
fidelium, fonte orta baptismatis, sicut cum Christo in passione crucifixi, in
resurrectione resuscitati, in ascensione ad dexteram Patris collocati, ita cum
ipso sunt in hac nativitate congeniti». Serm. 26, 2, in Nativ.
Domini, PL 54, 213.
[28] Col. 1,
18.
[29] Ep.
165, 2, ad Leonem imper., PL 54, 1157.
[30] Cfr. Ibid.
[31] Cfr.Serm.
22, 2, in Nativ. Domini, PL 54, 195.
[32] «Omnes
enim in Christo regeneratos, crucis signum efficit reges, Sancti vero Spiritus
unctio consecrat sacerdotes». Serm. 4, 1, in Nativ. Domini, PL 54, 149;
cfr. Serm. 64, 6, de Passione Domini, PL 54, 357; Ep. 69,
4, PL 54, 870.
[33] Serm.
66, 2, de Passione Domini, PL 54, 365-366.
[34] «Non
enim aliud agit participatio Corporis et Sanguinis Christi, quam ut in id quod
sumimus transeamus; et in quo commortui, et consepulti, et conresuscitati
sumus, ipsum per omnia et spiritu et carne gestemus». Serm. 64, 7, de
Passione Domini, PL 54, 357.
[35] «Magnum
praesidium est fides integra, fides vera, in qua nec augeri ab ullo quidquam,
nec minui potest: quia nisi una est, fides non est». Serm. 24, 6, in
Nativ. Domini, PL 54, 207.
[36] «Connexio totius
corporis unam sanitatem, unam pulchritudinem facit; et hace connexio totius quidem
corporis unanimitatem requirit, sed praecipue exigit concordiam sacerdotum.
Quibus cum dignitas sit communis, non est tamen ordo generalis: quoniam et
inter beatissimos apostolos in similitudine honoris fuit discretio potestatis;
et cum omnium par esset electio, uni tamen datum est ut caeteris praeemineret»
Ep. 14, 11, ad Anastasium, episc. Thessal., PL 54, 676.
[37] «De toto mundo
unus Petrus eligitur, qui et universarum gentium vocationi, et omnibus
apostolis, cunctisque Ecclesiae Patribus praeponatur: ut quamvis in populo Dei
multi sacerdotes sint multique pastores, omnes tamen proprie regat Petrus, quos
principaliter regit et Christus. Magnum et mirabile, dilectissimi, huic viro
consortium potentiae suae tribuit divina dignatio; et si quid cum eo commune
caeteris voluit esse principibus, numquam nisi per ipsum dedit quidquid aliis
non negavit. Serm. 4, 2, de natali ipsius, PL 54, 149-150.
[38] «Transivit
quidem etiam in alios apostolos ius potestatis istius» (hoc est, ligandi atque
solvendi) «et ad omnes Ecclesiae principes decreti huius constitutio commeavit;
sed non frustra uni commendatur, quod omnibus intimetur. Petro enim ideo hoc
singulariter creditur, quia cunctis Ecclesiae rectoribus Petri forma
praeponitur». Ibid. col. 151; cfr. Serm. 83, 2, in natali S. Petri
Apost., PL 54, 430.
[39] «Specialis a
Domino Petri cura suscipitur, et pro fide Petri proprie supplicatur, tamquam
aliorum status certior sit futurus, si mens principis victa non fuerit. In
Petro ergo omnium fortitudo munitur, et divinae gratiae ita ordinatur auxilium,
ut firmitas quae per Christum Petro tribuitur, per Petrum apostolis
conferatur». Serm. 4, 3, PL 54, 151-152; cfr. Serm. 83,
2, PL 54, 451.
[40] «Non est itaque
nobis praesumptuosa festivitas qua suscep3, 3, in nat. S. Petri1
Apost., PL 54, 432.
[41] Cfr. Serm. 3,
4, de nat. ipsius, PL 54, 147.
[42] Serm.
3, 3, de nat. ipsius, PL 54, 146; cfr. Serm. 83, 3, in nat.
S.
Petri Apost., PL 54, 432.
[43] Ep. 30,
2, ad Concil. Milev., PL 20, 590.
[44] Ep. 13, ad
Rufum episc. Thessaliae, 11 mart. 422, en C. Silva-Tarouca S.
I. Epistolarum Romanorum Pontificum collect. Thessal., Romae 1937, p.
27.
[45] «Curara quam
universis Ecclesiis principaliter ex divina institutione debemus». Ep. 14,
1, ad Anastasium, episcop. Thessal., PL 54, 668.
[46] «Isti enim sunt
viri per quos tibi Evangelium Christi, Roma, resplenduit … Isti sunt qui te ad
hanc gloriam provexerunt, ut gens sancta, populus electus, civitas sacerdotalis
et regia, per sacram beati Petri sedem caput orbis effecta, latius praesideres
religione divina quam dominatione terrena. Quamvis enim multis aucta victoriis
ius imperii tui terra marique protuleris, minus tamen est quod tibi bellicus
labor subdidit, quam quod pax Christiana subiecit». Serm. 82, 1, in nat.
Apost. Petri el Pauli, PL 54, 422-423.
[47] «Vos ergo,
dilecti Deo et apostolico testimonio comprobati, quibus beatus apostolus
Paulus, doctor gentimm,dicit: Quoniam fides vestra annunatiatur in
universo mundo custodite in vobis quod tantum praedicatorem agnoscitis
sensisse de vobis. Nemo vestrum efficiatur huius laudis alienus, ut quos per
tot saecula docente Spiritu Sancto haeresis nulla violavit, ne Eutychianae
quidem impietatis possint maculare contagia». Serm. 86, 3, tract. contra
haer. Eutychis, PL 54, 467.
[48] Mansi, Concil.
ampliss, collect., VI, p. 913.
[49] Ep.
100, 3, Marciani imper. ad Leonem, episc. Romae, PL 54, 972; Ep. 77,
1, Pulcheriae aug. ad Leonem, episc. Romae, PL 54, 907.
[50] Ep.
52, 1, Theodoreti episc, ad Leonem, episc. Romae, PL 54, 847.
[51] Μηναια ταυ ολον
ενιαυτου III, Roma, 1896, pág. 612.
[52] Migne, PG 117,
319.
[53] 1
Tim. 2, 5.
[54] Cfr.
Conc. Vat. I, Sess. III, .cap. 3 de fide.
[55] Hebr. 13,
20.
[56] Cfr. Io.
21, 15-17.
[57] Cfr. Advers.
haeres. 1. III, c. 2, m. 2, PG 7, 848.
[58] Ibid.
[59] Io. 17, 21.
[60] Cfr. Io.
11, 42.
[61] Ibid. 10,
16.
[62] Cfr. 1
Tim. 2, 5; 1 Io. 2, 1.
[63] Ps.
132, 1.
[64] Cfr. Phil.
1, 27.
[65] «State
igitur in spiritu catholicae veritatis, et apostolicam cohortationem ministerio
nostri oris accipite». Ep. 50, 2, ad
Constantinopolitanos, PL 54, 843.
[66] Cfr. Io.
17, 11.20.23.
[67] Col.
3, 14.
[68] Cfr. 2
Cor. 6,16.
[69] «Cum
igitur et omnes simul et singuli quique fidelium unum idemque Dei templum sint,
sicut perfectum hoc in universis, ita perfectum debet esse in singulis: quia
etsi non eadem est membrorum omnium pulchritudo, nec in tanta varietate partium
meritorum potest esse parilitas, communionem tamen obtinet decoris connexio
charitatis. In sancto enim amore consortes, etiamsi non iisdem utuntur
gratiae beneficiis, gaudent tamen invicem bonis suis, et non potest ab eis
extraneum esse quod diligunt, quia incremento ditescunt proprio, qui profectu
laetantur alieno». Serm. 48, 1, de Quadrag., PL 54, 298-299.
[70] «Tunc fit
potentissimus Dei populus, quando in unitatem sanctae oboedientiae omnium
fidelium corda conveniunt, et in castris militiae christianae similis ex omni
parte praeparatio, et eadem est ubique munitio». Ep. 88, 2, PL 54,
441-442.
[71] «Quia tunc opera
diaboli potentius destruuntur, cum ad Dei proximique dilectionem hominum corda
revocantur». Ep. 95, 2, ad Pulcheriam angust., PL 54, 943.
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