SAN JUAN PABLO II
AUDIENCIA
Miércoles 29 de enero de 1997
María en la vida oculta de Jesús
1. Los evangelios
ofrecen pocas y escuetas noticias sobre los años que la Sagrada Familia vivió
en Nazaret. San Mateo refiere que san José, después del regreso de Egipto, tomó
la decisión de establecer la morada de la Sagrada Familia en Nazaret (cf. Mt 2,
22-23), pero no da ninguna otra información, excepto que José era carpintero
(cf. Mt 13, 55). Por su parte, san Lucas habla dos veces de la vuelta
de la Sagrada Familia a Nazaret (cf. Lc 2, 39 y 51) y da dos breves
indicaciones sobre los años de la niñez de Jesús, antes y después del episodio
de la peregrinación a Jerusalén: «El niño crecía y se fortalecía, llenándose de
sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él» (Lc 2, 40), y «Jesús
progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres»
(Lc 2, 52).
Al hacer estas breves
anotaciones sobre la vida de Jesús, san Lucas refiere probablemente los
recuerdos de María acerca de ese período de profunda intimidad con su Hijo. La
unión entre Jesús y la «llena de gracia» supera con mucho la que normalmente
existe entre una madre y un hijo, porque está arraigada en una particular
condición sobrenatural y está reforzada por la especial conformidad de ambos
con la voluntad divina.
Así pues, podemos
deducir que el clima de serenidad y paz que existía en la casa de Nazaret y la
constante orientación hacia el cumplimiento del proyecto divino conferían a la
unión entre la madre y el hijo una profundidad extraordinaria e irrepetible.
2. En María la conciencia de que cumplía una misión que Dios le había encomendado atribuía un significado más alto a su vida diaria. Los sencillos y humildes quehaceres de cada día asumían, a sus ojos, un valor singular, pues los vivía como servicio a la misión de Cristo.
El ejemplo de María
ilumina y estimula la experiencia de tantas mujeres que realizan sus labores
diarias exclusivamente entre las paredes del hogar. Se trata de un trabajo
humilde, oculto, repetitivo que, a menudo, no se aprecia bastante. Con todo,
los muchos años que vivió María en la casa de Nazaret revelan sus enormes
potencialidades de amor auténtico y, por consiguiente, de salvación. En efecto,
la sencillez de la vida de tantas amas de casa, que consideran como misión de
servicio y de amor, encierra un valor extraordinario a los ojos del Señor.
Y se puede muy bien
decir que para María la vida en Nazaret no estaba dominada por la monotonía. En
el contacto con Jesús, mientras crecía, se esforzaba por penetrar en el
misterio de su Hijo, contemplando y adorando. Dice san Lucas: «María, por su
parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2,
19; cf. 2, 51).
«Todas estas cosas»
son los acontecimientos de los que ella había sido, a la vez, protagonista y
espectadora, comenzando por la Anunciación, pero sobre todo es la vida del
Niño. Cada día de intimidad con él constituye una invitación a conocerlo mejor,
a descubrir más profundamente el significado de su presencia y el misterio de
su persona.
3. Alguien podría
pensar que a María le resultaba fácil creer, dado que vivía a diario en
contacto con Jesús. Pero es preciso recordar, al respecto, que habitualmente
permanecían ocultos los aspectos singulares de la personalidad de su Hijo.
Aunque su manera de actuar era ejemplar, él vivía una vida semejante a la de
tantos coetáneos suyos.
Durante los treinta
años de su permanencia en Nazaret, Jesús no revela sus cualidades
sobrenaturales y no realiza gestos prodigiosos. Ante las primeras
manifestaciones extraordinarias de su personalidad, relacionadas con el inicio
de su predicación, sus familiares (llamados en el evangelio «hermanos») se
asumen —según una interpretación— la responsabilidad de devolverlo a su casa,
porque consideran que su comportamiento no es normal (cf. Mc 3, 21).
En el clima de
Nazaret, digno y marcado por el trabajo, María se esforzaba por comprender la
trama providencial de la misión de su Hijo. A este respecto, para la Madre fue
objeto de particular reflexión la frase que Jesús pronunció en el templo de
Jerusalén a la edad de doce años: «¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas
de mi Padre?» (Lc 2, 49). Meditando en esas palabras, María podía
comprender mejor el sentido de la filiación divina de Jesús y el de su
maternidad, esforzándose por descubrir en el comportamiento de su Hijo los
rasgos que revelaban su semejanza con Aquel que él llamaba «mi Padre».
4. La comunión de
vida con Jesús, en la casa de Nazaret, llevó a María no sólo a avanzar «en la
peregrinación de la fe» (Lumen gentium, 58), sino también en la esperanza. Esta
virtud, alimentada y sostenida por el recuerdo de la Anunciación y de las
palabras de Simeón, abraza toda su existencia terrena, pero la practicó
particularmente en los treinta años de silencio y ocultamiento que pasó en
Nazaret.
Entre las paredes del
hogar la Virgen vive la esperanza de forma excelsa; sabe que no puede quedar
defraudada, aunque no conoce los tiempos y los modos con que Dios realizará su
promesa. En la oscuridad de la fe, y a falta de signos extraordinarios que
anuncien el inicio de la misión mesiánica de su Hijo, ella espera, más allá de
toda evidencia, aguardando de Dios el cumplimiento de la promesa.
La casa de Nazaret,
ambiente de crecimiento de la fe y de la esperanza, se convierte en lugar de un
alto testimonio de la caridad. El amor que Cristo deseaba extender en el mundo
se enciende y arde ante todo en el corazón de la Madre; es precisamente en el
hogar donde se prepara el anuncio del evangelio de la caridad divina.
Dirigiendo la mirada a
Nazaret y contemplando el misterio de la vida oculta de Jesús y de la Virgen,
somos invitados a meditar una vez más en el misterio de nuestra vida misma que,
como recuerda san Pablo, «está oculta con Cristo en Dios» (Col 3, 3).
A menudo se trata de
una vida humilde y oscura a los ojos del mundo, pero que, en la escuela de
María, puede revelar potencialidades inesperadas de salvación, irradiando el
amor y la paz de Cristo.
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