Hacia finales del año 1841, un joven banquero israelita llamado Alfonso
Ratisbonne, de una distinguida familia de Estrasburgo (Francia), recala en Roma
con motivo de un viaje a Oriente. Su predisposición religiosa hacia la Iglesia
Católica es muy hostil, sobre todo después de que un hermano suyo, Teodoro, se
haya convertido al catolicismo y ordenado sacerdote. Ya en la Ciudad Santa, se
dirige a casa de un amigo, Gustavo de Bussière; pero, en ausencia de éste, le
recibe su hermano Teodoro de Bussière, católico ferviente. En el transcurso de
la conversación, Alfonso deja traslucir su animadversión hacia la fe católica y
manifiesta su inquebrantable adhesión al judaísmo. Bajo la inspiración de la
gracia, el señor de Bussière le regala una medalla milagrosa, diciéndole:
«Prométame que llevará siempre consigo este pequeño regalo, y le ruego que no
lo rechace». Alfonso acepta por cortesía.
Unos días más tarde, el 20 de enero de
1842, los dos amigos acuden a la iglesia de San Andrés delle Frate.
Teodoro de Bussière se separa un poco de Alfonso para conversar con un
sacerdote. Cuando regresa a su lado, lo encuentra en la capilla de San Miguel,
prosternado en un profundo recogimiento. Al cabo de un momento, Alfonso muestra
un rostro bañado de lágrimas. Más tarde dirá: «Llevaba muy poco rato en la
iglesia cuando, de repente, me sentí sobrecogido por una turbación
inexplicable. Levanté la vista y todo el edificio había desaparecido; una única
capilla había concentrado, por decirlo de alguna manera, toda la luz, y en medio
de aquel resplandor, apareció de pie sobre el altar, grande, brillante, llena
de majestad y de dulzura, la Virgen María, tal y como está en la medalla. Una
fuerza irresistible me empujó hacia ella. La Virgen me indicó con la mano que
me arrodillara, como queriendo decir: ¡Muy bien! Ni siquiera me habló, pero lo
entendí todo». El 31 de enero, Alfonso recibe el bautismo. Más tarde llegará a
ser sacerdote. Mientras tanto, se informa acerca del origen de la Medalla
Milagrosa, pues siente deseos de conocer a sor Catalina Labouré, la religiosa
que había recibido aquella revelación, pero no cuenta con la profunda humildad
de ésta, quien desea quedar en el anonimato y rechaza la entrevista.
¿Dónde hallar la fuerza?
Esa religiosa tan discreta, que también
había visto a la Santísima Virgen, y que el Papa denominará la Santa del
silencio, había nacido el 2 de mayo de 1806 en el pueblo de Fain-les-Moutiers,
en Borgoña (Francia). Al día siguiente recibía en el bautismo el nombre de
Catalina. Su padre, Pedro Labouré, es un agricultor acomodado. Catalina es la
octava de diez hijos, y apenas cuenta con nueve años cuando, el 9 de octubre de
1815, fallece su madre, a la edad de 46 años. Catalina se sube a una silla, se
pone de puntillas para llegar a la altura de la estatua de la Santísima Virgen
que preside un mueble y, llena de lágrimas, le suplica que haga las veces de
madre. Para substituir a la madre en la granja, el señor Labouré manda llamar a
la mayor de sus hijas, María Luisa, de 20 años, que se encuentra en Langres en
casa de una tía.
El 25 de enero de 1818, Catalina toma la
primera comunión con gran fervor. Al constatar la precoz madurez de su hermana,
y para poder realizar cuanto antes su proyecto de consagrarse a Dios, María
Luisa la inicia en los trabajos de la casa. Con voz decidida, Catalina le dice
entonces a Tonina, la más joven de sus hermanas: «Nosotras dos nos encargaremos
de la casa». De ese modo, Catalina se convierte en la reina de aquella enorme
granja. Por la mañana es la primera en levantarse. Su principal cometido diario
consiste en preparar y servir las tres comidas, de tal modo que, además de
granjera es sirvienta, contribuyendo con su trabajo personal más que todos los
demás. También se encarga de los animales: ordeña las vacas, por la mañana y
por la tarde, distribuye el forraje y guía al ganado hasta el abrevadero
municipal; les lleva a los cerdos una espesa sopa, recoge los huevos del
gallinero, o se encarga de los 700 u 800 palomos que se posan confiados sobre
ella cuando les echa con generosidad el grano. Además, se encarga de sacar el
agua del pozo, lava la ropa, amasa la harina para hacer el pan y, los jueves,
acude al mercado de Montbard (a 15 km), etc. Durante las largas noches de
invierno, la velada transcurre junto al fuego de la chimenea, con noticias,
recuerdos, cuentos y, al final, con las oraciones de la noche. Los domingos,
Catalina visita a los pobres y a los enfermos.
¿De dónde le viene esa capacidad de
asumir tan abrumadora tarea? Su secreto se esconde en sus escapadas fuera de la
granja. Todos los días desaparece un buen rato para ir a la iglesia cercana y
rezar largo tiempo sobre sus frías baldosas. El sagrario se encuentra vacío,
pues el pueblo carece de sacerdote desde la Revolución. Pero la presencia del
Señor se revela en el fondo del corazón de la joven. Y allí es donde halla la
fuerza necesaria para poner buena cara y realizar un buen servicio. «Las
oraciones no hacen avanzar el trabajo; son una pérdida de tiempo», le dicen a
veces las vecinas. Pero a Catalina no le preocupa en absoluto; ella sigue
rezando y el trabajo se hace a tiempo. Su deseo más profundo es llegar a ser
religiosa.
Un sueño le viene a confirmar esa
vocación. Ve a un anciano sacerdote, bondadoso, que la mira insistentemente...
y luego, todavía en sueños, se encuentra a la cabecera de un enfermo. El
anciano sacerdote, que sigue a su lado, le dice: «Hija mía, está bien curar a
los enfermos... algún día te acercarás a mí, pues Dios tiene designios para ti,
no lo olvides». Sin embargo, para llegar a ser religiosa tendría que saber leer
y escribir. Una prima suya se ofrece para acoger a Catalina en
Châtillon-sur-Seine, en un célebre internado que ella dirige. Tonina, que tiene
entonces 16 años, es perfectamente capaz de asumir las tareas de la granja. A
pesar de sus reticencias, el señor Labouré consiente en que Catalina se marche.
«¡Yo no cambio!»
Ya en Châtillon-sur-Seine, la joven
visita a las Hijas de la Caridad, reconociendo con asombro en un cuadro al
sacerdote que se le había aparecido en sueños. «¿Quién es?, pregunta. – Es
nuestro padre San Vicente de Paúl», le responde una religiosa. Ella se calla,
pero ahora está segura de que Dios la quiere como Hija de la Caridad. Cuando
alcanza la mayoría de edad de la época, 21 años, comunica a su padre la
decisión de consagrarse a Dios. El señor Labouré se opone categóricamente, pues
considera que es suficiente con haber entregado una hija a Dios. Y además
Catalina es eficiente y alegre, y no desdeña las fiestas de los pueblos de los
alrededores, e incluso la han pedido en matrimonio. Pero la joven está
decidida: «No quiero casarme». Tonina insiste y Catalina le responde: «Ya te lo
he dicho; nunca me casaré. Me he prometido a Nuestro Señor. – ¿Y no has
cambiado de opinión desde que tenías doce años? – No, yo no cambio».
Después de haber esperado durante varios
meses, Catalina consigue por fin el permiso de su padre. El 21 de abril de
1830, se presenta en París, en la calle del Bac, para comenzar su noviciado con
las Hijas de la Caridad. Ya desde los primeros meses de su vida religiosa, es
favorecida con gracias excepcionales: Jesús se le presenta en el Santísimo
Sacramento durante la Misa, se le aparece el corazón de San Vicente de Paúl, y
tiene la premonición de que una revolución está a punto de estallar. Todo se lo
cuenta al confesor, el padre lazarista Aladel, quien, dubitativo, la invita a
la tranquilidad y al olvido.
En el transcurso de la noche del 18 al
19 de julio, sor Catalina es despertada por una llamada: «¡Hermana! ¡Hermana!».
Ante ella hay un niño de 4 a 5 años, vestido de blanco: «Levántese enseguida y
acuda a la capilla; la Virgen nos espera. – ¡Pero, me van a oír! – No se
preocupe, son las once y media, todos están durmiendo». Se viste y sigue al
niño, que despide por donde pasa rayos de luz. En la capilla, todos los cirios
y antorchas se hallan encendidos. Al cabo de un momento, sor Catalina vislumbra
a una gran Dama que, tras prosternarse ante el Sagrario, se sienta en un
sillón. De un salto, Catalina se acerca a ella y, arrodillada, apoya las manos
en las rodillas de la Virgen: «Hija mía, le dice María, el Señor quiere
encomendarte una misión que te causará grandes tribulaciones... Tendrás que
contárselo todo a tu confesor. Francia va a sufrir grandes adversidades... Os
acercaréis a los pies de este altar. Aquí, todas las personas que lo pidan con
fe y fervor, recibirán grandes gracias. Parecerá que todo esté perdido, pero yo
estaré en medio de vosotros. Tened confianza, pues notaréis mi presencia y la
protección de Dios, así como la de San Vicente, en vuestras comunidades».
Cuando, hacia las 2 de la madrugada, desaparece María, es como si se apagara
una luz. Sor Catalina vuelve a acostarse guiada por el niño, pero no se duerme,
lo que resulta un prueba de que no ha soñado. El padre Aladel, informado, no ve
en ello más que «ilusión» e «imaginación». La profecía de una nueva revolución
le parece inverosímil, pues Francia es próspera y reina la paz. Pero los días
27 y 28 de julio, la revolución estalla de súbito. Los insurrectos persiguen a
los sacerdotes y a las religiosas, aunque la violencia se detiene a las puertas
de las casas fundadas por San Vicente de Paúl.
El 27 de noviembre siguiente, durante la
oración de la tarde, sor Catalina ve aparecer un cuadro que representa a la
Virgen: María extiende los brazos hacia ella y de sus manos salen rayos
luminosos de un admirable resplandor. En ese preciso instante, se oye una voz:
«Estos rayos son el símbolo de las gracias que María consigue para los
hombres». Alrededor del cuadro, sor Catalina puede leer, escrita en caracteres
dorados, la siguiente invocación: «¡Oh, María!, sin pecado concebida, ruega por
nosotros que a ti recurrimos». A continuación, el cuadro gira del revés,
apareciendo al dorso la letra M, la inicial de «María», y sobre ella una cruz,
y debajo los Sagrados Corazones de Jesús y de María. La voz indica con
claridad: «Hay que acuñar una medalla con este modelo, y las personas que la
lleven provista de indulgencia y que pronuncien con fervor esta breve
invocación, gozarán de una protección muy especial de parte de la Madre de
Dios». Sor Catalina se lo cuenta todo al padre Aladel, quien la recibe muy mal:
«¡Es una pura ilusión! ¡Si quiere honrar a Nuestra Señora, imite sus virtudes y
déjese de imaginaciones!». Dueña de sí misma, la hermana se retira, tranquilamente
y sin inmutarse; pero el disgusto ha sido enorme.
Unas misteriosas pedrerías
En diciembre de 1830, María se le
aparece por tercera vez a sor Catalina, mostrándole el cuadro que representa la
medalla. En los dedos de la Santísima Virgen brillan pedrerías de donde parten
hacia la tierra unos rayos luminosos. Pero de algunas pedrerías no sale ningún
rayo: «Esas pedrerías de las que no sale nada son las gracias que no se
acuerdan de pedirme», dice la Virgen María. Y después añade: «A partir de
ahora, ya no podrás verme, pero en tus oraciones podrás oír mi voz». Sor
Catalina se encuentra condicionada por el renovado encargo de la Virgen y por
la obediencia que debe a su confesor, quien no quiere oír hablar de esas
«imaginaciones». Al no haberla urgido Nuestra Señora, la religiosa opta por el
silencio.
El 30 de enero de 1831, toma los hábitos
y es destinada al hospicio de Enghien, en una barriada de París. En ese lugar
ella se encuentra a sus anchas: el gallinero, el huerto, los palomos, y más
tarde las vacas. Pero la voz interior le insta a acuñar la medalla. Sondeado de
nuevo el padre Aladel, se decide a someter el «caso» a un colega, y ambos se lo
refieren a Monseñor de Quélen, arzobispo de París. La aparición de María en el
misterio de la Inmaculada Concepción provoca en el prelado un profundo interés:
«No hay inconveniente alguno en acuñar la Medalla, pues no presenta nada que no
esté conforme a la fe y a la piedad. No tenemos por qué prejuzgar la naturaleza
de la visión, ni tampoco divulgar las circunstancias en que se produjo. Que se
difunda esa medalla y ya está. Y ya se conocerá el árbol por sus frutos».
Diez millones de medallas
Ya más tranquilo, el padre Aladel
encarga esas medallas a un grabador de París, y divulga el relato de las
Apariciones, pero sin nombrar a la hermana que las ha experimentado. Los
primeros 1.500 ejemplares de la medalla se entregan el 30 de junio de 1832. Los
milagros se multiplican con gran rapidez, hasta el punto de que, a partir de
febrero de 1834, la Medalla es calificada frecuentemente como «milagrosa». En
1839, se han vendido ya más de 10 millones de ejemplares, y llegan noticias de
curaciones desde los Estados Unidos, Polonia, China, Rusia... Sor Catalina está
en la acción de gracias, y la buena nueva anunciada por Isaías se
actualiza: Los ciegos ven, los cojos andan y los pobres conocen el
Evangelio. La Medalla es una «Biblia» de los pobres, la señal de una
presencia, la de María, en la luz de Cristo, a la sombra de la Cruz. Los
favores de la protección mariana se dejan sentir de una manera muy especial
entre las familias religiosas fundadas por San Vicente de Paúl, sobre todo
mediante el incremento de las vocaciones.
Los incomparables éxitos de la Medalla
Milagrosa ponen de manifiesto el agrado que le produce a Nuestro Señor que su
Madre sea honrada de ese modo. El día de la Anunciación, el ángel Gabriel la
saludó como llena de gracia (Lc 1, 28). En la expresión llena
de gracia, que tiene casi valor de nombre, el nombre que Dios da a María,
la Iglesia ha reconocido el privilegio de la Inmaculada Concepción, dogma
proclamado solemnemente en 1854 por el Papa Pío IX: «Declaramos, pronunciamos y
definimos que la doctrina que afirma que la Bienaventurada Virgen María, desde
el primer momento de su concepción, por gracia y privilegio especial de Dios
Todopoderoso, en consideración de los méritos de Jesucristo, Salvador del
género humano, fue preservada de toda mancha del pecado original, es una
doctrina revelada por Dios, y que, por dicha razón, debe ser creída firme y
constantemente por todos los fieles» (Bula Ineffabilis Deus, 8 de
diciembre de 1854).
Desde la caída de Adán, el pecado, como
el mayor de todos los males, arrastra a la humanidad como un torrente; sin
embargo, se detiene ante el Redentor y su fiel Colaboradora María. Pero hay una
notable diferencia: mientras Cristo es totalmente santo en virtud de la gracia
que, en su humanidad, procede de su Persona divina, María es completamente
santa en virtud de la gracia recibida por los méritos de Jesucristo. La que
debía convertirse en Madre del Salvador y Madre de Dios, debía ser pura de toda
mancha. De esa manera, María fue redimida de un modo admirable: no a través de
la liberación del pecado, sino a través de la preservación del pecado. La
exención del pecado original comporta como consecuencia la inmunidad de la
concupiscencia, tendencia desordenada que procede del pecado y que induce al
pecado. La Santísima Virgen María, fiel a la gracia de su concepción
inmaculada, no ha cesado de crecer en santidad, sin caer jamás en falta alguna,
ni siquiera venial. «Por eso María representa, para los creyentes, la señal
luminosa de la misericordia divina y una guía segura hacia las elevadas cimas
de la perfección evangélica y de la santidad» (Juan Pablo II, 19 de junio de
1996).
Las precauciones de la humildad
La ascensión hacia las «elevadas cimas
de la perfección» supone la virtud de la humildad, tan querida para la Virgen
María. Ante el torrente de gracias obtenidas por la Medalla Milagrosa, sor
Catalina se comporta también como auténtica hija de San Vicente, con una
humildad desconcertante. Monseñor de Quélen había autorizado discretamente la
difusión de la Medalla, pero decide enseguida abrir un proceso oficial a fin de
avalar el movimiento de gracias que se ha producido. Sin embargo, cuando
pretende ver a sor Catalina, aunque sea con el rostro cubierto, sufre un
rechazo ante el que debe inclinarse. «La repugnancia de la hermana por
comparecer procede únicamente de su humildad», dirá el padre Aladel. Así pues,
deberán contentarse con el testimonio del confesor, que recibe la autorización
de la vidente para que revele los hechos. En lo que respecta a sor Catalina, se
esforzará durante toda su vida por mantener el anonimato, desbaratando como
mejor puede mediante su sutileza de campesina las preguntas indiscretas.
Mientras tanto, ella sigue con su
trabajo, transformando poco a poco el huerto de la casa de Enghien en una
pequeña granja. Sirve también en la cocina, además de hacerlo en la lavandería
y en la portería, recibiendo a los pobres con gran delicadeza, curando sus
cuerpos y también sus almas, según el consejo de San Vicente. Su principal
cometido, sin embargo, es encargarse de los hombres ancianos. Ciertamente, la
tarea no es nada fácil, pues tiene que enfrentarse a los antiguos guardas de
caza, ayudas de cámara, mayordomos y porteros, nostálgicos de sus libreas de
oro. Pero sobre todo se esmera en amar a esos ancianos, manifestando cierta
preferencia por los más desagradables, como si tuvieran derecho a atenciones
especiales.
En 1860, una nueva y joven superiora,
sor Dufès, es nombrada para el hospicio de Enghien. Trae consigo grandes
proyectos que pone en práctica con energía para socorrer la inmensa miseria del
barrio. Su emprendedora juventud ahoga y atropella a la comunidad, pero sor
Catalina apacigua a las hermanas descontentas. Sin embargo, sor Dufès no la
trata con consideración, haciéndole continuamente reproches. Esa actitud tan
severa se esparce como una mancha de aceite, y varias religiosas acaban
menospreciando a aquella hermana tosca cuya manera de hablar y cuyo delantal
«huelen a establo». Con humildad, sor Catalina se calla, aunque la lucha
interior sea dura en ocasiones. Pero su humildad no excluye la valentía ni la
audacia. En 1871, después de la derrota de Francia contra Prusia, la Comuna de
París se rebela contra el orden social establecido. La Virgen había dicho a sor
Catalina: «Llegarán momentos de gran peligro. Todo parecerá perdido... pero
debéis tener confianza». Un día, los insurgentes exigen a las hermanas que les
entreguen a dos gendarmes heridos que han acogido, a los que pretenden
ejecutar. Sor Dufès se niega a ello y es amenazada de cárcel. Abandona
discretamente la casa y se refugia en Versalles. Sor Catalina, que la suple en
su ausencia, se dirige a la sede de los comuneros para defender la causa de su
superiora. La entrevista es turbulenta y el comandante del destacamento llega
incluso a blandir su espada contra ella. Pero, finalmente, consigue salirse con
la suya y regresa libre al hospicio.
«¡Avispa fastidiosa!»
Después de aquellos trágicos
acontecimientos, sor Catalina retoma sus modestas tareas, pero su vejez y sus
dolencias la obligan a reducir sus actividades. Durante toda su vida había
venido padeciendo de artritis y de reumatismos, aceptando aquellos dolores con
inmensa fe, como ella mismo decía: «Cuando la Virgen envía un sufrimiento, nos
hace una gracia». Ahora, agotada por el trabajo y por la edad, se encuentra al
límite de sus fuerzas y su corazón se debilita. Pero hay una pena que la
aflige: la Virgen le había pedido que mandara esculpir una estatua suya,
representándola con un globo terráqueo entre las manos. Sus confesores no han
querido considerar esa petición, y el padre Aladel ha llegado incluso a
tratarla de «avispa fastidiosa» cuando ha insistido en ello. Por lo tanto, sor
Catalina reza a María para saber si debe revelar «su secreto» a la superiora;
recibe un «sí» en lo profundo de su corazón y lo cuenta todo, expresándose con
tanta claridad y sencillez que consigue conquistar a su superiora, y la estatua
de la Virgen con el globo se realiza en poco tiempo.
A partir de entonces, sor Catalina
espera la muerte con serenidad. Había prevenido en numerosas ocasiones a sus
hermanas de que no vería el año 1877. Y así fue en efecto, pues el 31 de diciembre
de 1876, hacia las siete de la tarde, después de haber rezado las plegarias de
los moribundos junto a su comunidad, parece adormecerse. Enseguida se dan
cuenta de que, dulcemente, sin ruido, como había vivido, acaba de morirse, y su
alma es conducida al paraíso por las manos de la Virgen. «Apenas nos dimos
cuenta de que había dejado de vivir, diría más tarde sor Dufès; nunca he visto
una muerte tan tranquila y sosegada».
«Es ciertamente digno de gran admiración
ver cómo la augusta Madre de Dios se aparece a esa humilde joven, decía el Papa
Pío XII con motivo de la canonización de Santa Catalina Labouré (el 27 de julio
de 1947), pero mucho más dignas de admiración nos parecen las virtudes que
adornan a esa hija de San Vicente». Pidámosle nosotros también a la Santísima
Virgen María las gracias que necesitamos, para hacernos semejantes a Cristo,
pues, tal como lo atestiguaba Alfonso Ratisbonne, «no hay palabras para
explicar lo que contienen las manos de nuestra Madre, ni para propagar los
dones inefables que de ellas se desprenden... La bondad, la misericordia, la
ternura, la dulzura y la riqueza del Cielo se derraman en torrentes para
inundar las almas a las que protege».
Al haber enviado Dios Padre a su Hijo al
mundo a través de María, es también a través de María como los hombres se
acercan a Jesús, consiguen que les sean perdonados sus pecados y llevan a buen
término la labor de su santificación. Rezamos a la Santísima Virgen, así como a
San José, por usted y por todos sus seres queridos, vivos y difuntos.
Dom Antoine Marie osb
Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com
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