jueves, 28 de noviembre de 2019

Santa Catalina Labouré, esa religiosa tan discreta, que también había visto a la Santísima Virgen


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Hacia finales del año 1841, un joven banquero israelita llamado Alfonso Ratisbonne, de una distinguida familia de Estrasburgo (Francia), recala en Roma con motivo de un viaje a Oriente. Su predisposición religiosa hacia la Iglesia Católica es muy hostil, sobre todo después de que un hermano suyo, Teodoro, se haya convertido al catolicismo y ordenado sacerdote. Ya en la Ciudad Santa, se dirige a casa de un amigo, Gustavo de Bussière; pero, en ausencia de éste, le recibe su hermano Teodoro de Bussière, católico ferviente. En el transcurso de la conversación, Alfonso deja traslucir su animadversión hacia la fe católica y manifiesta su inquebrantable adhesión al judaísmo. Bajo la inspiración de la gracia, el señor de Bussière le regala una medalla milagrosa, diciéndole: «Prométame que llevará siempre consigo este pequeño regalo, y le ruego que no lo rechace». Alfonso acepta por cortesía.

Unos días más tarde, el 20 de enero de 1842, los dos amigos acuden a la iglesia de San Andrés delle Frate. Teodoro de Bussière se separa un poco de Alfonso para conversar con un sacerdote. Cuando regresa a su lado, lo encuentra en la capilla de San Miguel, prosternado en un profundo recogimiento. Al cabo de un momento, Alfonso muestra un rostro bañado de lágrimas. Más tarde dirá: «Llevaba muy poco rato en la iglesia cuando, de repente, me sentí sobrecogido por una turbación inexplicable. Levanté la vista y todo el edificio había desaparecido; una única capilla había concentrado, por decirlo de alguna manera, toda la luz, y en medio de aquel resplandor, apareció de pie sobre el altar, grande, brillante, llena de majestad y de dulzura, la Virgen María, tal y como está en la medalla. Una fuerza irresistible me empujó hacia ella. La Virgen me indicó con la mano que me arrodillara, como queriendo decir: ¡Muy bien! Ni siquiera me habló, pero lo entendí todo». El 31 de enero, Alfonso recibe el bautismo. Más tarde llegará a ser sacerdote. Mientras tanto, se informa acerca del origen de la Medalla Milagrosa, pues siente deseos de conocer a sor Catalina Labouré, la religiosa que había recibido aquella revelación, pero no cuenta con la profunda humildad de ésta, quien desea quedar en el anonimato y rechaza la entrevista.

¿Dónde hallar la fuerza?


Esa religiosa tan discreta, que también había visto a la Santísima Virgen, y que el Papa denominará la Santa del silencio, había nacido el 2 de mayo de 1806 en el pueblo de Fain-les-Moutiers, en Borgoña (Francia). Al día siguiente recibía en el bautismo el nombre de Catalina. Su padre, Pedro Labouré, es un agricultor acomodado. Catalina es la octava de diez hijos, y apenas cuenta con nueve años cuando, el 9 de octubre de 1815, fallece su madre, a la edad de 46 años. Catalina se sube a una silla, se pone de puntillas para llegar a la altura de la estatua de la Santísima Virgen que preside un mueble y, llena de lágrimas, le suplica que haga las veces de madre. Para substituir a la madre en la granja, el señor Labouré manda llamar a la mayor de sus hijas, María Luisa, de 20 años, que se encuentra en Langres en casa de una tía.

El 25 de enero de 1818, Catalina toma la primera comunión con gran fervor. Al constatar la precoz madurez de su hermana, y para poder realizar cuanto antes su proyecto de consagrarse a Dios, María Luisa la inicia en los trabajos de la casa. Con voz decidida, Catalina le dice entonces a Tonina, la más joven de sus hermanas: «Nosotras dos nos encargaremos de la casa». De ese modo, Catalina se convierte en la reina de aquella enorme granja. Por la mañana es la primera en levantarse. Su principal cometido diario consiste en preparar y servir las tres comidas, de tal modo que, además de granjera es sirvienta, contribuyendo con su trabajo personal más que todos los demás. También se encarga de los animales: ordeña las vacas, por la mañana y por la tarde, distribuye el forraje y guía al ganado hasta el abrevadero municipal; les lleva a los cerdos una espesa sopa, recoge los huevos del gallinero, o se encarga de los 700 u 800 palomos que se posan confiados sobre ella cuando les echa con generosidad el grano. Además, se encarga de sacar el agua del pozo, lava la ropa, amasa la harina para hacer el pan y, los jueves, acude al mercado de Montbard (a 15 km), etc. Durante las largas noches de invierno, la velada transcurre junto al fuego de la chimenea, con noticias, recuerdos, cuentos y, al final, con las oraciones de la noche. Los domingos, Catalina visita a los pobres y a los enfermos.

¿De dónde le viene esa capacidad de asumir tan abrumadora tarea? Su secreto se esconde en sus escapadas fuera de la granja. Todos los días desaparece un buen rato para ir a la iglesia cercana y rezar largo tiempo sobre sus frías baldosas. El sagrario se encuentra vacío, pues el pueblo carece de sacerdote desde la Revolución. Pero la presencia del Señor se revela en el fondo del corazón de la joven. Y allí es donde halla la fuerza necesaria para poner buena cara y realizar un buen servicio. «Las oraciones no hacen avanzar el trabajo; son una pérdida de tiempo», le dicen a veces las vecinas. Pero a Catalina no le preocupa en absoluto; ella sigue rezando y el trabajo se hace a tiempo. Su deseo más profundo es llegar a ser religiosa.

Un sueño le viene a confirmar esa vocación. Ve a un anciano sacerdote, bondadoso, que la mira insistentemente... y luego, todavía en sueños, se encuentra a la cabecera de un enfermo. El anciano sacerdote, que sigue a su lado, le dice: «Hija mía, está bien curar a los enfermos... algún día te acercarás a mí, pues Dios tiene designios para ti, no lo olvides». Sin embargo, para llegar a ser religiosa tendría que saber leer y escribir. Una prima suya se ofrece para acoger a Catalina en Châtillon-sur-Seine, en un célebre internado que ella dirige. Tonina, que tiene entonces 16 años, es perfectamente capaz de asumir las tareas de la granja. A pesar de sus reticencias, el señor Labouré consiente en que Catalina se marche.

«¡Yo no cambio!»

Ya en Châtillon-sur-Seine, la joven visita a las Hijas de la Caridad, reconociendo con asombro en un cuadro al sacerdote que se le había aparecido en sueños. «¿Quién es?, pregunta. – Es nuestro padre San Vicente de Paúl», le responde una religiosa. Ella se calla, pero ahora está segura de que Dios la quiere como Hija de la Caridad. Cuando alcanza la mayoría de edad de la época, 21 años, comunica a su padre la decisión de consagrarse a Dios. El señor Labouré se opone categóricamente, pues considera que es suficiente con haber entregado una hija a Dios. Y además Catalina es eficiente y alegre, y no desdeña las fiestas de los pueblos de los alrededores, e incluso la han pedido en matrimonio. Pero la joven está decidida: «No quiero casarme». Tonina insiste y Catalina le responde: «Ya te lo he dicho; nunca me casaré. Me he prometido a Nuestro Señor. – ¿Y no has cambiado de opinión desde que tenías doce años? – No, yo no cambio».

Después de haber esperado durante varios meses, Catalina consigue por fin el permiso de su padre. El 21 de abril de 1830, se presenta en París, en la calle del Bac, para comenzar su noviciado con las Hijas de la Caridad. Ya desde los primeros meses de su vida religiosa, es favorecida con gracias excepcionales: Jesús se le presenta en el Santísimo Sacramento durante la Misa, se le aparece el corazón de San Vicente de Paúl, y tiene la premonición de que una revolución está a punto de estallar. Todo se lo cuenta al confesor, el padre lazarista Aladel, quien, dubitativo, la invita a la tranquilidad y al olvido.

En el transcurso de la noche del 18 al 19 de julio, sor Catalina es despertada por una llamada: «¡Hermana! ¡Hermana!». Ante ella hay un niño de 4 a 5 años, vestido de blanco: «Levántese enseguida y acuda a la capilla; la Virgen nos espera. – ¡Pero, me van a oír! – No se preocupe, son las once y media, todos están durmiendo». Se viste y sigue al niño, que despide por donde pasa rayos de luz. En la capilla, todos los cirios y antorchas se hallan encendidos. Al cabo de un momento, sor Catalina vislumbra a una gran Dama que, tras prosternarse ante el Sagrario, se sienta en un sillón. De un salto, Catalina se acerca a ella y, arrodillada, apoya las manos en las rodillas de la Virgen: «Hija mía, le dice María, el Señor quiere encomendarte una misión que te causará grandes tribulaciones... Tendrás que contárselo todo a tu confesor. Francia va a sufrir grandes adversidades... Os acercaréis a los pies de este altar. Aquí, todas las personas que lo pidan con fe y fervor, recibirán grandes gracias. Parecerá que todo esté perdido, pero yo estaré en medio de vosotros. Tened confianza, pues notaréis mi presencia y la protección de Dios, así como la de San Vicente, en vuestras comunidades». Cuando, hacia las 2 de la madrugada, desaparece María, es como si se apagara una luz. Sor Catalina vuelve a acostarse guiada por el niño, pero no se duerme, lo que resulta un prueba de que no ha soñado. El padre Aladel, informado, no ve en ello más que «ilusión» e «imaginación». La profecía de una nueva revolución le parece inverosímil, pues Francia es próspera y reina la paz. Pero los días 27 y 28 de julio, la revolución estalla de súbito. Los insurrectos persiguen a los sacerdotes y a las religiosas, aunque la violencia se detiene a las puertas de las casas fundadas por San Vicente de Paúl.

El 27 de noviembre siguiente, durante la oración de la tarde, sor Catalina ve aparecer un cuadro que representa a la Virgen: María extiende los brazos hacia ella y de sus manos salen rayos luminosos de un admirable resplandor. En ese preciso instante, se oye una voz: «Estos rayos son el símbolo de las gracias que María consigue para los hombres». Alrededor del cuadro, sor Catalina puede leer, escrita en caracteres dorados, la siguiente invocación: «¡Oh, María!, sin pecado concebida, ruega por nosotros que a ti recurrimos». A continuación, el cuadro gira del revés, apareciendo al dorso la letra M, la inicial de «María», y sobre ella una cruz, y debajo los Sagrados Corazones de Jesús y de María. La voz indica con claridad: «Hay que acuñar una medalla con este modelo, y las personas que la lleven provista de indulgencia y que pronuncien con fervor esta breve invocación, gozarán de una protección muy especial de parte de la Madre de Dios». Sor Catalina se lo cuenta todo al padre Aladel, quien la recibe muy mal: «¡Es una pura ilusión! ¡Si quiere honrar a Nuestra Señora, imite sus virtudes y déjese de imaginaciones!». Dueña de sí misma, la hermana se retira, tranquilamente y sin inmutarse; pero el disgusto ha sido enorme.

Unas misteriosas pedrerías

En diciembre de 1830, María se le aparece por tercera vez a sor Catalina, mostrándole el cuadro que representa la medalla. En los dedos de la Santísima Virgen brillan pedrerías de donde parten hacia la tierra unos rayos luminosos. Pero de algunas pedrerías no sale ningún rayo: «Esas pedrerías de las que no sale nada son las gracias que no se acuerdan de pedirme», dice la Virgen María. Y después añade: «A partir de ahora, ya no podrás verme, pero en tus oraciones podrás oír mi voz». Sor Catalina se encuentra condicionada por el renovado encargo de la Virgen y por la obediencia que debe a su confesor, quien no quiere oír hablar de esas «imaginaciones». Al no haberla urgido Nuestra Señora, la religiosa opta por el silencio.

El 30 de enero de 1831, toma los hábitos y es destinada al hospicio de Enghien, en una barriada de París. En ese lugar ella se encuentra a sus anchas: el gallinero, el huerto, los palomos, y más tarde las vacas. Pero la voz interior le insta a acuñar la medalla. Sondeado de nuevo el padre Aladel, se decide a someter el «caso» a un colega, y ambos se lo refieren a Monseñor de Quélen, arzobispo de París. La aparición de María en el misterio de la Inmaculada Concepción provoca en el prelado un profundo interés: «No hay inconveniente alguno en acuñar la Medalla, pues no presenta nada que no esté conforme a la fe y a la piedad. No tenemos por qué prejuzgar la naturaleza de la visión, ni tampoco divulgar las circunstancias en que se produjo. Que se difunda esa medalla y ya está. Y ya se conocerá el árbol por sus frutos».

Diez millones de medallas

Ya más tranquilo, el padre Aladel encarga esas medallas a un grabador de París, y divulga el relato de las Apariciones, pero sin nombrar a la hermana que las ha experimentado. Los primeros 1.500 ejemplares de la medalla se entregan el 30 de junio de 1832. Los milagros se multiplican con gran rapidez, hasta el punto de que, a partir de febrero de 1834, la Medalla es calificada frecuentemente como «milagrosa». En 1839, se han vendido ya más de 10 millones de ejemplares, y llegan noticias de curaciones desde los Estados Unidos, Polonia, China, Rusia... Sor Catalina está en la acción de gracias, y la buena nueva anunciada por Isaías se actualiza: Los ciegos ven, los cojos andan y los pobres conocen el Evangelio. La Medalla es una «Biblia» de los pobres, la señal de una presencia, la de María, en la luz de Cristo, a la sombra de la Cruz. Los favores de la protección mariana se dejan sentir de una manera muy especial entre las familias religiosas fundadas por San Vicente de Paúl, sobre todo mediante el incremento de las vocaciones.

Los incomparables éxitos de la Medalla Milagrosa ponen de manifiesto el agrado que le produce a Nuestro Señor que su Madre sea honrada de ese modo. El día de la Anunciación, el ángel Gabriel la saludó como llena de gracia (Lc 1, 28). En la expresión llena de gracia, que tiene casi valor de nombre, el nombre que Dios da a María, la Iglesia ha reconocido el privilegio de la Inmaculada Concepción, dogma proclamado solemnemente en 1854 por el Papa Pío IX: «Declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que afirma que la Bienaventurada Virgen María, desde el primer momento de su concepción, por gracia y privilegio especial de Dios Todopoderoso, en consideración de los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, fue preservada de toda mancha del pecado original, es una doctrina revelada por Dios, y que, por dicha razón, debe ser creída firme y constantemente por todos los fieles» (Bula Ineffabilis Deus, 8 de diciembre de 1854).

Desde la caída de Adán, el pecado, como el mayor de todos los males, arrastra a la humanidad como un torrente; sin embargo, se detiene ante el Redentor y su fiel Colaboradora María. Pero hay una notable diferencia: mientras Cristo es totalmente santo en virtud de la gracia que, en su humanidad, procede de su Persona divina, María es completamente santa en virtud de la gracia recibida por los méritos de Jesucristo. La que debía convertirse en Madre del Salvador y Madre de Dios, debía ser pura de toda mancha. De esa manera, María fue redimida de un modo admirable: no a través de la liberación del pecado, sino a través de la preservación del pecado. La exención del pecado original comporta como consecuencia la inmunidad de la concupiscencia, tendencia desordenada que procede del pecado y que induce al pecado. La Santísima Virgen María, fiel a la gracia de su concepción inmaculada, no ha cesado de crecer en santidad, sin caer jamás en falta alguna, ni siquiera venial. «Por eso María representa, para los creyentes, la señal luminosa de la misericordia divina y una guía segura hacia las elevadas cimas de la perfección evangélica y de la santidad» (Juan Pablo II, 19 de junio de 1996).

Las precauciones de la humildad

La ascensión hacia las «elevadas cimas de la perfección» supone la virtud de la humildad, tan querida para la Virgen María. Ante el torrente de gracias obtenidas por la Medalla Milagrosa, sor Catalina se comporta también como auténtica hija de San Vicente, con una humildad desconcertante. Monseñor de Quélen había autorizado discretamente la difusión de la Medalla, pero decide enseguida abrir un proceso oficial a fin de avalar el movimiento de gracias que se ha producido. Sin embargo, cuando pretende ver a sor Catalina, aunque sea con el rostro cubierto, sufre un rechazo ante el que debe inclinarse. «La repugnancia de la hermana por comparecer procede únicamente de su humildad», dirá el padre Aladel. Así pues, deberán contentarse con el testimonio del confesor, que recibe la autorización de la vidente para que revele los hechos. En lo que respecta a sor Catalina, se esforzará durante toda su vida por mantener el anonimato, desbaratando como mejor puede mediante su sutileza de campesina las preguntas indiscretas.

Mientras tanto, ella sigue con su trabajo, transformando poco a poco el huerto de la casa de Enghien en una pequeña granja. Sirve también en la cocina, además de hacerlo en la lavandería y en la portería, recibiendo a los pobres con gran delicadeza, curando sus cuerpos y también sus almas, según el consejo de San Vicente. Su principal cometido, sin embargo, es encargarse de los hombres ancianos. Ciertamente, la tarea no es nada fácil, pues tiene que enfrentarse a los antiguos guardas de caza, ayudas de cámara, mayordomos y porteros, nostálgicos de sus libreas de oro. Pero sobre todo se esmera en amar a esos ancianos, manifestando cierta preferencia por los más desagradables, como si tuvieran derecho a atenciones especiales.

En 1860, una nueva y joven superiora, sor Dufès, es nombrada para el hospicio de Enghien. Trae consigo grandes proyectos que pone en práctica con energía para socorrer la inmensa miseria del barrio. Su emprendedora juventud ahoga y atropella a la comunidad, pero sor Catalina apacigua a las hermanas descontentas. Sin embargo, sor Dufès no la trata con consideración, haciéndole continuamente reproches. Esa actitud tan severa se esparce como una mancha de aceite, y varias religiosas acaban menospreciando a aquella hermana tosca cuya manera de hablar y cuyo delantal «huelen a establo». Con humildad, sor Catalina se calla, aunque la lucha interior sea dura en ocasiones. Pero su humildad no excluye la valentía ni la audacia. En 1871, después de la derrota de Francia contra Prusia, la Comuna de París se rebela contra el orden social establecido. La Virgen había dicho a sor Catalina: «Llegarán momentos de gran peligro. Todo parecerá perdido... pero debéis tener confianza». Un día, los insurgentes exigen a las hermanas que les entreguen a dos gendarmes heridos que han acogido, a los que pretenden ejecutar. Sor Dufès se niega a ello y es amenazada de cárcel. Abandona discretamente la casa y se refugia en Versalles. Sor Catalina, que la suple en su ausencia, se dirige a la sede de los comuneros para defender la causa de su superiora. La entrevista es turbulenta y el comandante del destacamento llega incluso a blandir su espada contra ella. Pero, finalmente, consigue salirse con la suya y regresa libre al hospicio.

«¡Avispa fastidiosa!»

Después de aquellos trágicos acontecimientos, sor Catalina retoma sus modestas tareas, pero su vejez y sus dolencias la obligan a reducir sus actividades. Durante toda su vida había venido padeciendo de artritis y de reumatismos, aceptando aquellos dolores con inmensa fe, como ella mismo decía: «Cuando la Virgen envía un sufrimiento, nos hace una gracia». Ahora, agotada por el trabajo y por la edad, se encuentra al límite de sus fuerzas y su corazón se debilita. Pero hay una pena que la aflige: la Virgen le había pedido que mandara esculpir una estatua suya, representándola con un globo terráqueo entre las manos. Sus confesores no han querido considerar esa petición, y el padre Aladel ha llegado incluso a tratarla de «avispa fastidiosa» cuando ha insistido en ello. Por lo tanto, sor Catalina reza a María para saber si debe revelar «su secreto» a la superiora; recibe un «sí» en lo profundo de su corazón y lo cuenta todo, expresándose con tanta claridad y sencillez que consigue conquistar a su superiora, y la estatua de la Virgen con el globo se realiza en poco tiempo.

A partir de entonces, sor Catalina espera la muerte con serenidad. Había prevenido en numerosas ocasiones a sus hermanas de que no vería el año 1877. Y así fue en efecto, pues el 31 de diciembre de 1876, hacia las siete de la tarde, después de haber rezado las plegarias de los moribundos junto a su comunidad, parece adormecerse. Enseguida se dan cuenta de que, dulcemente, sin ruido, como había vivido, acaba de morirse, y su alma es conducida al paraíso por las manos de la Virgen. «Apenas nos dimos cuenta de que había dejado de vivir, diría más tarde sor Dufès; nunca he visto una muerte tan tranquila y sosegada».

«Es ciertamente digno de gran admiración ver cómo la augusta Madre de Dios se aparece a esa humilde joven, decía el Papa Pío XII con motivo de la canonización de Santa Catalina Labouré (el 27 de julio de 1947), pero mucho más dignas de admiración nos parecen las virtudes que adornan a esa hija de San Vicente». Pidámosle nosotros también a la Santísima Virgen María las gracias que necesitamos, para hacernos semejantes a Cristo, pues, tal como lo atestiguaba Alfonso Ratisbonne, «no hay palabras para explicar lo que contienen las manos de nuestra Madre, ni para propagar los dones inefables que de ellas se desprenden... La bondad, la misericordia, la ternura, la dulzura y la riqueza del Cielo se derraman en torrentes para inundar las almas a las que protege».

Al haber enviado Dios Padre a su Hijo al mundo a través de María, es también a través de María como los hombres se acercan a Jesús, consiguen que les sean perdonados sus pecados y llevan a buen término la labor de su santificación. Rezamos a la Santísima Virgen, así como a San José, por usted y por todos sus seres queridos, vivos y difuntos.

Dom Antoine Marie osb

Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com


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