La
naturalización de lo antinatural
Monseñor
Héctor Aguer
El relativismo y el subjetivismo dominan en una especie de moral
existencialista e individualista, ajena a la dimensión social del ser humano.
El favor oficial promueve estas nuevas orientaciones culturales.
Uno de los datos definitorios de la cultura que va
imponiéndose globalmente es la negación del concepto y la realidad de la
naturaleza. Esta negación es de carácter metafísico, con una proyección
inmediata en la antropología, en la concepción del hombre. El Diccionario
de la Real Academia nos ilustra así: la naturaleza es «la esencia y
propiedad característica de cada ser». Según la nueva visión de las cosas, no
hay nada que sea dado, lo recibido, aquello que nosotros no construimos y que
constituye la identidad nativa de cuanto existe. Precisamente, se llama
constructivismo la teoría gnoseológica y sociológica que afirma que la realidad
-incluso el ser humano en su original bipolaridad de varón y mujer- es producto
de la evolución de la cultura, del ingenio y la industria del hombre. En
términos teológicos equivale a la negación de la Creación, es una rebelión
contra ella, no recibimos nada, ya que todo es fruto del devenir histórico; lo
hacemos nosotros.
El ejemplo más claro de esta posición es la ideología de género,
que altera íntimamente la realidad humana; de acuerdo con esta ficción
ideológica en la que culmina la revolución sexual desarrollada en las últimas
décadas y acelerada recientemente, no existe una naturaleza de la persona varón
y una naturaleza de la persona mujer. La famosa feminista Simone de Beauvoir,
en su libro «El segundo sexo», afirma que «mujer no se nace, se hace»; más aún,
según ella, la mujer sería un «producto intermedio entre el macho y el castrado».
El reemplazo de «sexo» por «género» se ha hecho corriente en el
lenguaje, sobre todo por influjo de un periodismo ignaro e ideologizado, y
por quienes repiten como loros lo que se pone de moda. Paradójicamente, en una
época en la cual se diviniza al cuerpo y se le rinde culto, también se lo
desprecia y contradice; la realidad biológica impresa en el cuerpo sería
inconsistente. El género se elige según la inclinación subjetiva y el
cuerpo es acomodado a la percepción interior mediante cirugía o ingesta de
hormonas. Puede verse en internet un caso en el cual la confusión llega a un
extremo irrisorio -mueve más bien a llanto que a risa- un hombre, que es en
realidad una mujer, embarazado por una mujer, que en realidad es un hombre. La
exhibición filmada de conductas contra la naturaleza alcanza un grado de
perversión sorprendente para las personas normales en lo que se llama
«fisting»; por delicadeza me abstengo de explicar en qué consiste.
El «colectivo» que reúne a personas cuyas conductas son hechas
públicas y reivindicadas como derechos, intenta que se reconozcan como
naturales y legítimas múltiples combinaciones caprichosas en nombre de la
no discriminación. Cabe aquí una digresión sobre este punto. El verbo
«discriminar» tiene dos sentidos. El primero es positivo: «separar, distinguir,
diferenciar una cosa de otra»; al discriminar no se infiere agravio ni trato de
inferioridad a nadie; no es posible pensar ni hablar sin discriminar. El
segundo sentido designa una actitud inaceptable, ya que todas las personas
merecen ser respetadas, no deben ser víctimas de desprecio y exclusión.
Los cristianos hemos de rezar y hacer objeto de nuestro amor a
quienes han sido absorbidos por la manera de pensar y de vivir «contra
naturam». Ahora bien, quienes niegan que exista la categoría de lo natural,
suelen acusar falazmente de discriminadores a quienes afirman que existe
una naturaleza humana de la cual se siguen determinados comportamientos
objetivos, que son los propiamente humanos. El INADI funciona según este
lamentable criterio. Quienes profesan la ideología de género discriminan
malamente a la única discriminación válida en este ámbito, la que establece la
distinción original recogida en las primeras páginas de la Biblia: «Dios creó
al ser humano a su imagen.. varón y mujer los creó» (Génesis 1, 27). La
Sagrada Escritura asume un dato del sentido común: el varón, «ish» en hebreo,
es para la mujer, «ishshá», y viceversa (Génesis 2, 18. 21-25); sus cuerpos
ajustan el uno en el otro, y también sus almas.
Como ya se ha indicado, de la naturaleza proceden los
comportamientos acordes, que configuran un orden propiamente humano, del que se
siguen la ley natural y el derecho natural, que ha sido expuesto por eminentes
juristas. Que muchas personas incurran en comportamientos antinaturales,
no invalida la realidad objetiva. Para ser concretos, estas afirmaciones que
son -como se ha dicho- de dimensión metafísica, caben en un argumento muy
sencillo e irrefutable: el miembro viril no ha sido hecho para introducirse en
el ano de otro varón, y para ser succionado por este; si tal cosa ocurre se
frustra su finalidad, pues el semen, poblado de millones de semillas de vida,
tiene por destino la vagina de la mujer. Así puede juzgarse de otras
combinaciones antinaturales. Las conductas que encuentran sentido como
expresión física del amor se degradan en la búsqueda prevalente de un placer
egoísta, que Freud calificó acertadamente de perverso e impúdico.
La propaganda gay es
apabullante y va trastornando el cerebro de multitudes, de jóvenes
especialmente, que suelen razonar así: «yo no lo hago, personalmente no me
gusta, pero cada uno es libre de vivir como le parece; si les gusta, para ellos
es bueno». El relativismo y el subjetivismo dominan en una especie de moral
existencialista e individualista, ajena a la dimensión social del ser
humano. El favor oficial promueve estas nuevas orientaciones culturales. El
presidente de la Nación, hablando en una reunión de mujeres del G20 se jactó de
haber habilitado el debate sobre la legalización del aborto, y afirmó que en la
Argentina «rige transversalmente la perspectiva de género». Con todo respeto:
es probable que no sepa bien de qué se trata. La perspectiva es una manera de
ver o representarse las cosas desde un punto; en cambio, el discurso sobre el
género es una ideología, un conjunto completo de afirmaciones que pretende
interpretar reductivamente toda la realidad humana, y que reemplaza las
nociones de naturaleza y de sexo. No me pasó inadvertido este detalle: para la
reciente elección, la propaganda del partido o alianza oficial exhibía,
subrayando el nombre de la agrupación, una franja con los colores del arco
iris. ¿Un alarde de exquisitez estética, o un pícaro guiño al sector del
electorado que enarbola esos colores como bandera?. Otra ridiculez de la
política argentina: la izquierda asume las reivindicaciones de la burguesía,
¿sabrán qué piensan los pobres?.
Los medios de comunicación son un factor principal en el intento de
cambiar la mentalidad de la gente, a pesar de que el uso anárquico de «las
redes» altera un tanto el panorama, para bien y para mal. Otras conductas
destructivas son difundidas elogiosamente, como si fueran lo normal, lo que
ahora se acostumbra, lo natural. Por ejemplo, se exponen a la curiosidad
pública, con lujo de detalles y actualización permanente, los amoríos fugaces
de gente de la farándula. Basta desplegar la Sección Espectáculos de
algunos diarios, o conectarse con el demonio de la mañana que anda suelto en un
canal de televisión.
Otro de los principales responsables: el showman con probables
posibilidades políticas, que también exhibe en el espectáculo la vida privada
de sus bailarines, y promueve entre ellos superficiales emparejamientos; que
semejante engendro tenga buen «rating» mide hasta qué nivel hemos caído. No voy
a acudir, para explicar este amplio fenómeno, a una teoría de la conspiración,
pero -insisto- tales hechos revelan la dimensión de la decadencia cultural
en la que se ha precipitado nuestra sociedad. Si argumentamos que también
ocurre en otros lugares, podríamos aplicarnos el refrán: «mal de muchos,
consuelo de tontos».
Por fortuna, gracias a Dios, queda gente que se sobrepone a
semejante desmadre. La naturaleza vuelve por sus fueros, como en algunos casos
de hombres convertidos en mujeres, a fuerza de aplicaciones hormonales; con el
tiempo asoman pertinazmente rasgos de la virilidad. Así también, no se podrá
abolir totalmente la realidad; muchas familias «normales» -padre, madre,
hijos, matrimonios que duran para siempre-. en silencio, no sin luchas, van
edificando el futuro de una sociedad digna de la condición humana.
Finalmente, remito a los lectores a mi artículo «Su dios es el
vientre», publicado en InfoCatólica el 22 de mayo pasado,
del cual esta nota es continuación y complemento. Aunque todavía queda mucho
por decir.
+ Héctor Aguer, arzobispo
emérito de La Plata
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