La importancia de la educación
en la
misión de la Iglesia hoy
Cardenal Robert Sarah
Conferencia en la presentación del
Congreso de Católicos y vida pública
La educación está en el corazón de la misión de la Iglesia - Los desafíos antropológicos de la crisis actual de la educación - Educación en las virtudes intelectuales y morales: subjetivación adecuada
Eminencias, Excelencias, queridos
hermanos sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas, queridos hermanos y
hermanas en Cristo:
Siento una gran alegría por estar
presente en esta prestigiosa Universidad San Pablo-CEU de Madrid para
participar en el XXI Congreso de Católicos y Vida Pública, al que han tenido la
bondad de invitarme para hablarles de «la
importancia de la educación en la misión de la Iglesia hoy». Querría
expresar mi más profunda gratitud al Excelentísimo señor don Alfonso Bullón de
Mendoza, presidente de la Asociación Católica de Propagandistas y de la
Fundación Universitaria San Pablo CEU, así como a don Rafael Sánchez Saus,
Director de este Congreso, y a sus colaboradores, en particular a don José
Francisco Serrano Oceja, por su acogida tan calurosa y delicada.
Es también una gran alegría para mí
saludar, muy particularmente, a sus Eminencias los señores cardenales Carlos
Osoro Sierra, arzobispo de Madrid; Antonio Cañizares Llovera, arzobispo de
Valencia, y Antonio María Rouco Varela, arzobispo emérito de Madrid, así como a
los rectores de las distintas universidades católicas, por su presencia y su
buena disposición, tan cordiales.
También querría saludar y agradecer muy
cordialmente a los sacerdotes, religiosos, y a todos ustedes, hermanos y
hermanas, que han venido a honrarme con su presencia y con su amistad,
participando en este encuentro.
La Iglesia es Mater, pero
también es Magistra. Esto es una forma de comprender uno de sus
aspectos esenciales. Pío XI llega a afirmar que «todo este conjunto de tesoros
educativos de infinito valor pertenece de una manera tan íntima a la Iglesia,
que viene como a identificarse con su propia naturaleza, por ser la Iglesia el
Cuerpo místico de Cristo, la Esposa inmaculada de Cristo y, por lo tanto, Madre
fecundísima y educadora soberana y perfecta. También el grande y genial san
Agustín, de quien pronto celebraremos el decimoquinto centenario de su muerte,
pronunció, llevado por un santo amor a tal madre, con estas palabras: “¡Oh
Iglesia católica, Madre verdadera de los cristianos! Con razón predicas no solo
que hay que honrar pura y castamente a Dios, cuya posesión es vida dichosa,
sino que también abrazas el amor y la caridad del prójimo, de tal manera que en
ti hallamos todas las medicinas eficaces para los muchos males que por causa de
los pecados aquejan a las almas. Tú adviertes y enseñas puerilmente a los
niños, fuertemente a los jóvenes, delicadamente a los ancianos, conforme a la
edad de cada uno, en su cuerpo y en su espíritu… Tú con una libre servidumbre
sometes a los hijos a sus padres y pones a los padres delante de los hijos con
un piadoso dominio. Tú, con el vínculo de la religión, más fuerte y más
estrecho que el de la sangre, unes a hermanos con hermanos… Tú, no solo con el
vínculo de la sociedad, sino también con el de una cierta fraternidad, ligas a
ciudadanos con ciudadanos, a naciones con naciones; en una palabra, unes a
todos los hombres con el recuerdo de los primeros padres. Enseñas a los reyes a
mirar por los pueblos y amonestas a los pueblos para que obedezcan a los reyes
Enseñas diligentemente a quién se debe honor, a quién afecto, a quién
reverencia, a quién temor, a quién consuelo, a quién aviso, a quién
exhortación, a quién corrección, a quién represión, a quién castigo, mostrando cómo
no todo se debe a todos, pero sí a todos la caridad y a ninguno la ofensa”» [1]. Toda madre es educadora, pero no
toda educadora es madre. Por tanto, la Iglesia debe ejercer su misión educadora
según una modalidad maternal.
La preocupación ecológica actual por el
medio ambiente en el que el hombre vive es legítima, pero no debe concernir
solo al medio natural. Debe llevarse también al ambiente social y cultural en
el que los hijos son educados. En la Antigüedad Aristóteles señalaba la
importancia de las disposiciones de la vida común en la adquisición de las
virtudes o los vicios. Más cercano a nosotros, Montesquieu afirmaba: «Más
estados han perecido por la corrupción de la moral que por la violación de las
leyes». La contaminación está en el aire que respiramos, pero también en el
ambiente cultural, está también en lo que dejamos que los niños vean y oigan,
está también en las exigencias escolares y a veces en los mandatos de los
padres, que hacen que los niños no anden por el camino de la realización de sus
dones naturales y sobrenaturales, sino que estén bloqueados en callejones sin
salida que los alienan dolorosamente.
¿Cuál es la responsabilidad de la Iglesia
en este contexto? ¿Cuál es la responsabilidad de cada bautizado, obispo,
sacerdote, padre, educador y maestro?
En las últimas décadas, algunos en la
Iglesia han abandonado el campo de la educación, influidos e impresionados por
la crisis de transmisión y por la revolución cultural que hemos conocido en
muchos de nuestros países.
Hoy, a algunas personas les gustaría que
la Iglesia se centrara exclusivamente en el ejercicio de la misericordia, en el
trabajo de reducir o incluso erradicar la pobreza, en la acogida de migrantes,
en la acogida y acompañamiento de los «heridos de la vida». Ciertamente es
necesario invertir en la solución de problemas sociales, pero también es
necesario, y quizás incluso más que nada, trabajar contra corriente para evitar
que tantos hombres y mujeres resulten heridos en sus cuerpos, sus almas, su
inteligencia, su afectividad, etc. ¿No es la educación la mejor prevención? Se
trata del ejercicio de la justicia y de la misericordia. Entre las siete obras
de misericordia espirituales, la tradición menciona: «dar buen consejo al que
lo necesita», «enseñar al que no sabe», «corregir a los pecadores». ¿No son
estas tareas en las que se reconoce todo padre y pastor?
Por lo tanto, es importante entender
cómo la educación está en el corazón de la misión de la Iglesia para comprender
los problemas antropológicos más importantes y sin precedentes a los que se
enfrentan todos los educadores en la actualidad; finalmente, debemos considerar
que la educación con virtudes intelectuales y morales es el camino de una
verdadera realización del hombre.
La educación está en el corazón de la misión de la Iglesia
Uno de los grandes problemas de nuestro
tiempo, que no es nuevo, pero que se percibe hoy con agudeza excepcional, es
que cada hombre tiene una necesidad insondable de ser comprendido, una
necesidad inagotable de ser amado. Nadie puede vivir sin amar y sin el deseo
visceral de ser amado. La familia es la primera célula que puede proporcionar
esta fantástica carga emocional, sin la cual los hombres que padecen «la
enfermedad de nuestro tiempo» están asfixiados. Pero esto supone que la familia
siga subsistiendo. Hoy en día, por desgracia, está desestructurada, demolida,
desmantelada. Con frecuencia, en nuestros días, pide ser reemplazada por la escuela.
En cualquier caso, la influencia educativa de los padres necesita ser
complementada, prolongada y amplificada por la de los maestros. Sería mejor
hablar de maestros y profesores, porque su misión no es solo enseñar. Los
maestros y los profesores tienen la tarea de educar. Y educar, según la
etimología del verbo latino «e‑ducere» significa: elevar, levantar, afinar.
Hoy, debido a un fraude lingüístico, la palabra «educación» se refiere
especialmente a la instrucción, a la enseñanza. Las inversiones en educación
incluyen ayudas audiovisuales, ordenadores y otras «máquinas para enseñar».
Pero los educadores no tienen solo una función de comunicación o de trasmisión
de la ciencia. Martin Heidegger los llamó los «pastores del ser». En realidad,
son «delegados de los valores permanentes». Sin embargo, la escuela y la
universidad atraviesan una crisis muy profunda, la de una sociedad laicista,
secularizada, sin Dios, una sociedad civil que, como dice el Papa Benedicto
XVI, es «arreligiosa y no tolera ya ninguna referencia a Dios en su
constitución, una sociedad que ha elegido un ateísmo radical que combate
virulentamente los valores de la cultura judeocristiana». El enseñante se
esfuerza por ignorar las cuestiones fundamentales de los hombres, ya que el
secularismo ha generado un ambiente de neutralidad e indiferencia hacia Dios,
la religión y la moral. Hoy, muchos de los alumnos de colegios e institutos son
desorientados por su propia escuela. En medio de la confusión de ideas, de
ideologías, del desorden de información e impresiones que los asaltan por todos
lados, ¿cómo pueden lograr cierta unidad y cierta estructura humana sólida en
ellos? ¿Cómo hacer que sus capacidades humanas se solidaricen entre sí? Por
eso, critican todo, rechazan todo. Muchos jóvenes rechazan toda herencia y todo
modelo. Cuestionan la autoridad de una moral que les da la impresión de no ser
su contemporánea. Toda autoridad la consideran represiva. En general, el
Occidente posmoderno, antiguamente cristiano, ha optado por el abandono sistemático
de la herencia moral del cristianismo y de sus raíces cristianas.
La educación y las estructuras escolares
están impregnadas de esta atmósfera atea o de indiferencia hacia las cuestiones
religiosas o morales y de rechazo de la Trascendencia, del Absoluto y de Dios.
En este marco laicista la universidad es la responsable de preparar a los
funcionarios, científicos, médicos, administradores, periodistas del mundo de
mañana. Tiene como misión formar a los hombres que ocuparán los puestos clave
de la sociedad. Sin embargo, cuando vemos el clima que reina actualmente en la
mayoría de estudiantes, un clima infectado por la ideología de género, la
ideología prometeica del transhumanismo, con la pretensión del hombre de ocupar
el lugar de Dios, debemos ser capaces de medir la gravedad de la crisis.
Pero si la escuela está experimentando
tal crisis de credibilidad hoy, es, en parte, porque la juventud ahora tiene
una «escuela paralela» a su disposición, que ejerce sobre ella una influencia a
menudo más viva y más fuerte. La pluralidad de fuentes de información que
siempre han solicitado los jóvenes, ahora es prodigiosa: por ejemplo, la
televisión, que presenta debates literarios o científicos, películas, historias
de viajes, etc. La gran escuela de los medios de comunicación es un competidor
serio y poderoso para la institución escolar. Ésta última, especialmente la
educación secundaria y superior, padece una enfermedad grave, y la buena
voluntad de muchos no es suficiente por el momento para remediarla.
Pensemos en un acuario con peces.
Regularmente se les da comida fresca. Pero el agua del acuario está sucia y es
poco saludable. A medida que entra en el cuerpo de los peces, estos, a pesar de
la buena comida que se les da regularmente, se envenenan poco a poco y mueren.
Algo parecido ocurre en las escuelas y en las universidades. Aunque puede haber
estudiantes bien dispuestos y maestros dedicados, hay sustancias en la
atmósfera que son tóxicas para la salud del juicio de los estudiantes.
En este contexto de secularización muy
avanzada e incluso completa que acabamos de describir es donde se sitúan la
Iglesia y su proclamación del Evangelio en el marco de la educación católica.
A lo largo del siglo XX, el Magisterio
de la Iglesia, en varias ocasiones, se pronunció a favor de la educación
católica en las escuelas. Y esto no solo por los repetidos ataques que sufrió
en los siglos anteriores, sino especialmente porque los Romanos Pontífices
vieron claramente que la tendencia hacia un control absoluto de la educación por
parte de los estados podría convertirse en una herramienta ideológica que sería
una amenaza para la libertad de la Iglesia y de la sociedad. Así, en 1929, en
pleno auge del totalitarismo en Europa, el Papa Pío XI afronta la cuestión en
términos que podrían responder perfectamente a los desafíos actuales. En primer
lugar, señala que la educación es necesariamente obra del hombre en la
sociedad, no del hombre aislado. Hay tres sociedades necesarias, establecidas
por Dios, a la vez distintas y armoniosamente unidas entre sí, en el seno de
las cuales el hombre nace. Dos sociedades son de orden natural: la familia y la
sociedad civil. La tercera, la Iglesia, es de orden sobrenatural (Pío XI, Divini
illius Magistri, n. 8).
Las tres sociedades se coordinan
jurídicamente en función de sus propios fines. Primero, la familia, instituida
inmediatamente por Dios, para la procreación y educación de los niños. Por esta
razón, tiene una prioridad de naturaleza y, en consecuencia, una prioridad de
derechos con respecto a la sociedad civil. Sin embargo, la familia es una
sociedad imperfecta porque no tiene en sí misma todos los medios necesarios
para alcanzar su propia perfección, mientras que la sociedad civil tiene, en sí
misma, todos los medios necesarios para su propio fin, que es el bien común
temporal. Tiene, por lo tanto, en este aspecto, es decir, en relación con el
bien común temporal, la preeminencia sobre la familia, que encuentra
precisamente en la sociedad civil la perfección temporal que le conviene. La
tercera sociedad es la Iglesia. Es una sociedad de orden sobrenatural y
universal, una sociedad perfecta porque tiene en sí misma todos los medios
necesarios para su fin, que es la salvación eterna de los hombres. Tiene, por
tanto, la supremacía en su orden.
Pío XI afirma que la Iglesia lleva a
cabo su misión educativa en todos los campos y defiende firmemente que «es
derecho inalienable de la Iglesia, y al mismo tiempo deber suyo inexcusable,
vigilar la educación completa de sus hijos, los fieles, en cualquier institución,
pública o privada, no solamente en lo referente a la enseñanza religiosa allí
dada, sino también en lo relativo a cualquier otra disciplina y plan de
estudio, por la conexión que estos pueden tener con la religión y la moral» (Divini
illius Magistri, n. 18).
Siguiendo la enseñanza magisterial de
Pío XI, el Concilio Vaticano II recordó en términos solemnes que la educación
de «todos los hombres y de todo el hombre» está en el corazón de la misión de
la Iglesia: «Debiendo la Santa Madre Iglesia atender toda la vida del hombre,
incluso la material en cuanto está unida con la vocación celeste para cumplir
el mandamiento recibido de su divino Fundador, a saber, el anunciar a todos los
hombres el misterio de la salvación e instaurar todas las cosas en Cristo, le
toca también una parte en el progreso y en la extensión de la educación»
(Proemio de la Declaración Gravissimum Educationis, sobre la
educación cristiana). Y en el n. 3 de esta misma Declaración, el Concilio
reitera que la familia es la primera responsable de la educación de los hijos:
«Puesto que los padres han dado la vida a los hijos, están gravemente obligados
a la educación de la prole y, por tanto, ellos son los primeros y principales
educadores. Este deber de la educación familiar es de tanta trascendencia que,
cuando falta, difícilmente puede suplirse. Es, pues, obligación de los padres
formar un ambiente familiar animado por el amor, por la piedad hacia Dios y
hacia los hombres, que favorezca la educación íntegra personal y social de los
hijos. La familia es, por tanto, la primera escuela de las virtudes sociales,
de las que todas las sociedades necesitan» (Gravissimum educationis, n.
3).
La educación está intrínsecamente ligada
a la evangelización. Un anuncio del Evangelio que descuidara la dimensión humana
no sería fiel a la lógica del Verbo encarnado. La Iglesia siempre ha querido
que aquellos a quienes bautizó sean acompañados en su crecimiento humano. El
culto y la cultura están íntimamente vinculados porque honrar a Dios requiere e
implica cuidar a los hombres. Lo que se juega en la educación es, por lo tanto,
uno de los nudos de la vida cristiana: el encuentro entre la gracia divina y la
naturaleza humana. «La gracia no destruye la naturaleza, sino que la cura y la
eleva» (santo Tomás de Aquino). Como dice admirablemente el poeta francés
Charles Péguy:
«Porque lo sobrenatural es en sí mismo carnal
Y el árbol de la gracia está profundamente enraizado
Y se sumerge en el suelo y busca hasta el fondo
Y el árbol de la raza es en sí mismo eterno.»
(Péguy Eve, Ed. Gallimard, col. La Pléiade, Œuvres poétiques
complètes, p. 1041).
Esta lógica de la Encarnación impregna
el genio del humanismo católico. Rechaza el naturalismo laicista y el
sobrenaturalismo «devoto». El naturalismo siempre desemboca en la negación de
la naturaleza humana y las prácticas alienantes. Volveremos sobre ello. El
«sobrenaturalismo» designa esta huida fuera del mundo humano como fue deseado y
creado por Dios. Este rechazo gnóstico de la condición humana ha sido, además,
en la historia el mejor caldo de cultivo para el naturalismo.
La Iglesia Mater y Magistra,
por lo tanto, debe ser fiel al «principio calcedonense» para pensar en las dos
naturalezas de Cristo, la humana y la divina: «unión sin confusión ni
separación». Esta es la clave para una actitud educativa justa para toda
persona bautizada. Esto requiere ser capaz de hacer un discernimiento crítico
sobre los espíritus que se mueven en nuestro tiempo. Ustedes lo saben, todos no
son de Dios. Por lo tanto, es conveniente que cualquier educador y cualquier
padre formen su inteligencia y conciencia moral para poder cumplir su misión en
el contexto de nuestro mundo posmoderno. Uno de los obstáculos más preocupantes
hoy en día es la confusión sobre la identidad sexual de la persona humana y el
desenfoque de la diferencia y la complementariedad entre el hombre y la mujer.
Esta crisis antropológica es el resultado de una crisis de transmisión, pero
también es la causa de un gran desastre en el campo educativo. Es necesario
detenerse un poco en ello, ya que socava el vínculo conyugal, base de la
familia y primer lugar de educación.
Los desafíos antropológicos de la crisis actual de la educación
La desestructuración de la identidad
sexual que a menudo se llama «teoría de género», contra la que el papa
Francisco tiene palabras durísimas y una actitud de intolerancia absoluta,
puede entenderse como la consecuencia antropológica de una mutación práctica.
El primer eslabón del proceso involucró a la mujer. De hecho, la mentalidad
anticonceptiva que se ha extendido fuertemente después de 1950 ha hecho posible
una profunda desconexión entre la mujer y su cuerpo, desconexión que ha
cambiado radicalmente la forma de entender la sexualidad humana, el matrimonio,
la filiación y por supuesto la educación. Es preciso recordar aquí la frase de
Simone de Beauvoir (1908-1986), que ha dado la vuelta al mundo: «no naces
mujer, te conviertes en mujer». La teoría de género se ha referido ampliamente
a ella. Añadamos que para de Beauvoir, la familia, el matrimonio y la
maternidad son la fuente de la «opresión» y de la dependencia femeninas. La
píldora habría «liberado» a las mujeres al darles «el control de su cuerpo» y
la posibilidad de «disponer libremente» de él[2]. Bajo el lema
feminista «mi cuerpo me pertenece» en realidad se oculta una profunda
alienación del sujeto encarnado. De hecho, detrás de esta afirmación de
«libertad» yace una instrumentalización del propio cuerpo como material a
disposición de los deseos más indeterminados. La mentalidad anticonceptiva ha
engendrado un dualismo entre la libertad individual vista como ilimitada y
todopoderosa, por un lado, y el cuerpo como instrumento de disfrute, por otro.
En esa perspectiva, el cuerpo sexuado ya no puede ser vivido como signo e
instrumento del don de sí, cuya finalidad es la comunión de los esposos. El
vínculo intrínseco entre los dos significados del acto conyugal, la dimensión
procreadora y la dimensión unitiva, se rompe[3]. Este vínculo se
vuelve opcional y lógicamente la sexualidad termina siendo considerada solo en
su dimensión relacional y agradable. Los efectos desestabilizadores de tal
mentalidad no se han hecho esperar.
En unos pocos años, esta desconexión
engendró simultáneamente la tecnificación de la procreación (reproducción
asistida) y la legitimación social de la homosexualidad. De hecho, si la
sexualidad ya no se percibe a la luz del don de la vida, ¿cómo se puede
considerar la homosexualidad como una perversión, un desorden objetivo y grave?
Pero junto a estos cambios importantes va una redefinición de la identidad
sexual, considerándola como puramente construida. Si se niega el vínculo
intrínseco entre los dos significados del acto conyugal, la diferencia de los
sexos pierde el primer fundamento de su inteligibilidad. A partir de entonces,
el cuerpo sexuado se niega en su naturalidad para ser considerado como un simple
material que la conciencia individual puede modelar a su agrado. En nombre de
la lucha contra las «discriminaciones» de las que serían víctimas las «minorías
sexuales», los agentes de la subversión antropológica toman como rehenes en sus
revindicaciones a las autoridades públicas y al legislador. En nombre de la
«igualdad» y la «libertad», exigen que todo discurso social, especialmente en
las escuelas y los medios de comunicación, sea «respetuoso» con la
indeterminación sexual de los individuos y la libre elección de su identidad.
Entonces, cada uno puede afirmar que es por auto-designación y proclamar: «Yo
hago mi propia elección. Estoy orgulloso de ello y me afirmo en esa elección.
No admito que otro o la sociedad me digan lo que yo soy. No recibo mi ser y mi
existencia de nadie más que de mí mismo. Yo decido por mí mismo quien soy. La
sociedad debe asumir mi elección y adaptarse a mis cambios de orientación. Yo
soy el dueño del mundo”[4].
Así, ya no se trata de reclamar
tolerancia, se trata de imponer una nueva concepción del ser humano. Bajo la
apariencia de libertad, esta deconstrucción al servicio de un constructivismo
radical se puede comparar con los intentos totalitarios de producir un «hombre
nuevo» que conoció el siglo pasado. Sus víctimas inocentes son principalmente
niños, cuyos padres, permeables a los lemas libertarios y embrujados por las
sirenas contemporáneas, no apoyan el crecimiento humano y la formación de su
afectividad sexual. Todo esto presupone una concepción errónea de la libertad,
entendida como el hecho de no ser impedido de seguir sus deseos inmediatos.
¡Qué lejos estamos de la verdadera libertad, que es la realización de la
persona cuando usa su libre albedrío para buscar la verdad y elegir su
verdadero bien, es decir, para realizar actos de conformidad con su naturaleza
como ser humano creado por Dios!
La revolución antropológica perturba
violentamente la educación intelectual y moral, porque crea disposiciones
mentales y sociales que separan a las personas de sí mismas. Por lo tanto, el
cuerpo es más difícil de vivir en su dimensión personal, y la dignidad humana
en la que participa no es honrada en el sentido que el hombre debe a sí mismo.
La responsabilidad de la Iglesia está
más comprometida que nunca en promover la verdad de la persona. Tiene un rico
magisterio sobre la dignidad de la mujer, sobre la grandeza y el significado
divino de la diferencia entre hombre y mujer, sobre la belleza y la bondad del
matrimonio y la familia en el designio divino. San Juan Pablo II desarrolló
proféticamente los presupuestos de la doctrina moral y sacramental de la
Iglesia (pensemos en su teología del cuerpo, en Veritatis splendor,
en Familiaris consortio, en su carta sobre la dignidad de la mujer,
etc.). En el contexto actual, es imposible que un educador cristiano no medite
sus textos. Son para él preciosos mediadores para que su inteligencia y su
corazón sean modelados por la voluntad educativa y salvadora de Dios. La
dignidad de la persona humana proviene de su capacidad de ser sujeto libre de
sus propios actos, es decir, de su capacidad de determinarse a sí misma
conformándose libremente a la verdad que le dicta su conciencia. Como dice la
Constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el
mundo actual «Cuando el Señor Jesús ruega al Padre que “todos sean uno…,
como nosotros también somos uno” (Jn 17, 21-22), abriendo perspectivas cerradas
a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas
divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta
semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha
amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la
entrega sincera de sí mismo a los demás» (n. 24). La dignidad del ser humano se
basa, por tanto, en su finalidad, que es la comunión interpersonal y, en última
instancia, con y en Dios. Esto solo puede suceder si nos damos a nosotros
mismos, de manera plenamente libre. ¡Este es el propósito que debe medir todo
el trabajo de un educador plenamente consciente de su responsabilidad!
La educación presupone una concepción
sana del ser humano, pero esto no es suficiente para educar. En efecto, la
educación es una tarea eminentemente práctica y la práctica no consiste en
aplicar automáticamente una doctrina, ¡aunque sea cierta! El eje central de
toda educación es que el educado adquiera virtudes morales e intelectuales que
le permitan alcanzar su verdadero bien.
Educación en las virtudes intelectuales y morales:
subjetivación adecuada
Si el objetivo del educador es permitir
que el niño elija y realice su verdadero bien, hay dos obstáculos que hay que
evitar: la laxitud y el paternalismo. En el primer caso, el educador desea tanto
respetar la «libertad» del niño que termina por no educarlo, sino solo
acompañarlo y caminar con él en el descubrimiento y la realización más o menos
anárquicos de sus propios deseos. Esta educación «rousseauniana» se basa en una
visión ingenua y falsa del ser humano, según la cual éste no estaría herido por
las consecuencias del pecado original. Así, al niño se le deja solo frente a
las influencias a menudo nocivas de la sociedad, que entra en contacto con sus
propias heridas y debilidades. El educador no asume su misión de protector y
tutor.
El otro extremo es cuando el educador,
preocupado por el verdadero bienestar del niño, olvida que el propósito de la
educación es que el niño, una vez que se ha convertido en adulto, elija por sí
mismo su verdadero bienestar. Este es un objetivo eminentemente práctico que
debe estar atento a los peligros de las circunstancias y de los
condicionamientos. Esta actitud, que podría llamarse paternalismo, no percibe
que la educación no consiste en dar forma a un niño como un artista da forma a
su trabajo. La escultura no es una persona humana. Es el resultado del trabajo
del artista, que impone una forma a un material. El niño no es un material
indeterminado, maleable ante cualquier proyecto del educador. El paternalismo olvida
que el niño no pertenece a quien lo educa. Los padres reciben a su hijo de Dios
y cualquier otro educador recibe al hijo de sus padres y, en última instancia,
de Dios. ¡A Él es a quien todo educador deberá responder de sus actitudes y de
sus elecciones!
Para escapar del laxismo y el
paternalismo, debe entenderse que el núcleo del acto educativo es que la
persona educada adquiera las virtudes que le permitan desplegar y estructurar
su humanidad y su personalidad de acuerdo con
la verdad que les es intrínseca. Una educación lograda es aquella en la que el
educador, iluminado por la virtud de la prudencia, confía gradualmente la
dirección del crecimiento y la maduración humana e interna al educando, de tal
manera que este se convierte verdaderamente en actor de su propia realización.
Aquí verdad y libertad están íntimamente ligadas en la libre realización del
verdadero bien. La meta es, por tanto, lo que Karol Wojtyla (¡san Juan Pablo
II!) llama en su gran libro de filosofía Persona y acción (1969)
«la adecuada subjetivación». Esta es la apropiación plena por parte del sujeto
actuante de la verdad objetiva de su ser cuando lo recibe de Dios; de tal
manera que la persona se vuelve adecuada, conforme con el plan de Dios para
ella, tanto como persona humana como persona única.
Por lo tanto, toda su vida consiste en responder de manera práctica a estas dos
preguntas: «¿qué soy yo?» y «¿quién soy yo?».
¿Qué soy yo, si no una persona humana
con una dignidad a la que debo ser fiel, a la que debo elevarme en mis acciones?
Por eso, la educación para la libertad no puede prescindir de la formación de
la conciencia moral, que debe basarse en la objetividad del bien moral
(cf. Veritatis splendor). Encontramos un gran contrasentido sobre
lo que es la verdadera autonomía de la conciencia, contrasentido que impide
toda educación moral. La autonomía de la conciencia no se refiere a la libertad
del individuo para decidir por sí mismo, en última instancia, la manera aplicar
la ley moral a tal situación concreta. Esta concepción «creativa» de la
conciencia fue claramente rechazada por san Juan Pablo II en su gran encíclica
(n. 57-64). En efecto, escribe: «El juicio de la conciencia no establece la
ley, sino que afirma la autoridad de la ley natural y de la razón práctica con
relación al bien supremo, cuyo atractivo acepta y cuyos mandamientos acoge la
persona humana: “La conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y
exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está
grabado profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que
fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y
prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano”». (Veritatis
Splendor, n. 60). «Así, en el juicio práctico de la
conciencia, que impone a la persona la obligación de realizar un
determinado acto, se manifiesta el vínculo de la libertad con la
verdad. Precisamente por esto la conciencia se expresa con actos
de juicio, que reflejan la verdad sobre el bien, y no
como decisiones arbitrarias». (Veritatis Splendor, n.
61). La verdadera autonomía designa el hecho que debe ser el testimonio de la
verdad sobre el bien humano integral, cuyo fundamento último es Dios mismo.
Autonomía significa, por tanto, irreductibilidad a cualquier influencia cultural
y social que pueda distorsionar la percepción del bien. Quien solo ve la
educación de la conciencia se ve obligado a conservar esta luz y a difundirla
en las diferentes situaciones que un niño y luego un joven encuentran en su
vida más concreta. La conciencia moral está en el corazón mismo del ser humano,
en esta mediación del Absoluto; su dignidad consiste en ser relativo a él, en
dejarse informar por esta voz interior y en obedecerlo en el más pequeño de sus
actos.
La crisis en la educación proviene
evidentemente del constante cuestionamiento de los valores fundamentales que
durante miles de años han apoyado, enseñado, educado y estructurado al hombre
internamente. Si los resultados no han sido mejores, ¿no es porque, en
concreto, los hombres no han tenido el valor, la energía y la generosidad
necesarios para ser fieles a esta jerarquía de valores? ¿Qué importa, en última
instancia, que los jóvenes estén altamente educados si no tienen razón para
vivir? ¿Qué importa que estén informados de todo si no se forman su juicio y su
conciencia, si no saben discernir lo que es sano para el hombre de lo que no lo
es, si no han aprendido a ser hombres plenamente libres, leales y conscientes,
a controlar sus apetitos, a renunciar a su egoísmo, a reaccionar contra el mal
del siglo que es el consumo desenfrenado de todos sus deseos, de cualquier
apetito en libertad absoluta y desenfrenada? El educador debe asegurarse que el
niño entre en un círculo virtuoso mediante el cual se actualicen sus
inclinaciones naturales a lo bueno, a lo justo y a lo verdadero. Estas
inclinaciones naturales forman el contenido de lo que se llama ley natural,
expresión en la que «natural» no significa infrahumano, sino que, por el
contrario, corresponde a la verdad profunda de la humanidad en tanto que
humanidad. Como dice Aristóteles (Ética a Nicómaco, L. II), es haciendo actos
justos como uno se vuelve justo, y haciendo cosas valientes como uno se vuelve
valiente. Los primeros actos justos o valientes solo los hace el niño porque la
orientación que le dan sus maestros le anima a hacerlos. ¿Quién no puede ver
que si el niño está inmerso en disposiciones sociales opuestas a sus
inclinaciones estrictamente humanas, será incitado a hacer actos malos para sí
mismo y para los demás (círculo vicioso)? El educador tiene el noble e
importante papel de ser el mediador entre la verdad (universal y
objetiva) del ser humano inmanente a este niño y el niño mismo como ser singular.
Es el papel por el cual la atracción hacia lo bueno, lo justo, lo verdadero, lo
bello puede resonar efectivamente en la subjetividad del niño, de manera que
pueda hacerlos suyos.
Por lo tanto, la educación solo es
adecuada a su misión si se centra en ese niño en concreto. ¡El educador no
educa a un niño en sí! Educa a aquel que le ha sido confiado por Dios para que
se convierta en sujeto pleno de sus actos. Hay que estar atentos a su carácter,
a sus dones, a los talentos que le son propios. En definitiva, el educador ha
de estar al servicio de la vocación de ese niño; como tal, es el propio
mediador de Dios; no suele ser el único, porque el niño está inmerso en un
contexto educativo complejo y recibe también de otros educadores. Sabemos lo
valioso que a veces es para los padres confiar en otros para algún aspecto del
crecimiento de sus hijos. Esta delegación a un tercero se ejerce siempre bajo
su responsabilidad, porque en última instancia se basa en el hecho de que
tendrán que responder ante Dios mismo por la forma en que han asumido su
misión. Por lo tanto, la verdadera educación es siempre «a medida», lo que no
significa que sea relativista, sino todo lo contrario. La medida del acto
educativo es el verdadero bien de este niño, percibido en su doble dimensión
humana y personal.
Pero todo educador debe presentarse como
modelo y ejemplo a imitar. San Pablo, el gran pedagogo y educador, escribe a
los Filipenses con el empeño de educar su conciencia: «Finalmente, hermanos,
todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es
virtud o mérito, tenedlo en cuenta. Lo que aprendisteis, recibisteis, oísteis,
visteis en mí, ponedlo por obra» (Flp 4, 8-9).
Es la profundidad constitutiva de la
humanidad la que es tocada por la profundidad de la persona en su inteligencia
y en su corazón. La seriedad de la educación requiere considerar lo humano en
toda su rectitud.
Es ahí donde se encarnan las virtudes y
el evangelio. Lo que los Filipenses han « aprendido y recibido, visto y
oído » de Pablo no es más que la Buena Nueva, cuya recepción a través de
la enseñanza, la educación, la transmisión y la experiencia personal está
perfectamente sintetizada por esos cuatro verbos[5].
Es obvio que esta educación en virtudes
intelectuales y morales se hace particularmente delicada cuando la sociedad no
desempeña su papel como causa primera. Como acabamos de ver, la crisis
antropológica y moral sin precedentes que atraviesa nuestro tiempo exige que la
Iglesia asuma una mayor responsabilidad y compromiso para proponer su enseñanza
doctrinal y moral de modo claro, preciso y firme. En efecto, «los cristianos
tienen —como afirma el Concilio— en la Iglesia y en su Magisterio una
gran ayuda para la formación de la conciencia: “Los cristianos, al
formar su conciencia, deben atender con diligencia a la doctrina cierta y
sagrada de la Iglesia. Pues, por voluntad de Cristo, la Iglesia católica es
maestra de la verdad y su misión es anunciar y enseñar auténticamente la
Verdad, que es Cristo, y, al mismo tiempo, declarar y confirmar con su
autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza
humana”. Por tanto, la autoridad de la Iglesia, que se pronuncia sobre las
cuestiones morales, no menoscaba de ningún modo la libertad de conciencia de los
cristianos; no solo porque la libertad de la conciencia no es nunca
libertad con respecto a la verdad, sino siempre y solo en la
verdad, sino también porque el Magisterio no presenta verdades ajenas a la
conciencia cristiana, sino que manifiesta las verdades que ya debería poseer,
desarrollándolas a partir del acto originario de la fe. La Iglesia se pone solo
y siempre al servicio de la conciencia, ayudándola a no ser
zarandeada aquí y allá por cualquier viento de doctrina según el engaño de los
hombres (cf. Ef 4, 14), a no desviarse de la verdad sobre el
bien del hombre, sino a alcanzar con seguridad, especialmente en las cuestiones
más difíciles, la verdad y a mantenerse en ella» (Veritatis Splendor, n.
64).
Es tiempo de que la Iglesia, Mater y Magistra,
reflexione sobre el desconcierto y la confusión inoculados hoy en el espíritu
de muchos fieles cristianos y personas de buena voluntad por la cacofonía que
reina en las enseñanzas de los Obispos y los sacerdotes. Pues, «si una trompeta
emitiera un sonido indefinido – dice san Pablo en la primera carta a los
Corintios -, ¿quién se preparía para la batalla?» (1 Cor 14, 8).
Como ya ha sido el caso varias veces en
la historia, la Iglesia tiene el deber de asumir un papel sustitutivo para
compensar el colapso de sectores enteros de la sociedad civil y de las
autoridades públicas. ¡Pensemos que en muchos países son los ministerios los
que promueven una visión nihilista de la persona humana y un relativismo moral
mortal! La Iglesia asume esta función de sustitución a través de todos sus
hijos que están presentes en esta magnífica tarea educativa. Más que nunca, los
bautizados deben ser conscientes de que la educación está en el corazón de la
nueva evangelización. La Iglesia posee tesoros sobre el arte de educar. ¿Nos
atrevemos a recurrir a Ella para responder a los desafíos de nuestro tiempo y,
sobre todo, para responder a las llamadas de Dios?
Notas:
[1] San
Agustín, De moribus Ecclesiae catholicae I 30, PL XXXII
1336, en Divini illius magistri, 31 décembre 1929.
[2] Marguerite
a. Peeters, Le gender: une norme politique et culturelle mondiale, Edit
Dialogue Dynamics asbl 2012, p. 25.
[3] Pablo
VI: Encíclica Humanae Vitae, julio de 1968, n° 12.
[4] Marguerite
a. Peeters, Le gender: une norme politique et culturelle mondiale, Edit
Dialogue Dynamics asbl 2012, p. 33.
[5] Chantal
Reynier-Michel Trimaille, Les Epitres de Paul, Tomo III,
Bayard Editions/ Centurion, Paris 1997, pp. 116-117.
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