OFICINA DE LAS CELEBRACIONES
LITÚRGICAS DEL SUMO PONTÍFICE
LITÚRGICAS DEL SUMO PONTÍFICE
Los signos externos de devoción del celebrante
Por Mons. Nicola
Bux
La fe en la presencia del Señor, en especial la eucarística, la
expresa el sacerdote ejemplarmente con la adoración que se muestra en la
reverencia profunda de las genuflexiones durante la Santa Misa y fuera de ella.
En la liturgia postconciliar se reducen al mínimo: la razón aducida es la
sobriedad; el resultado es que se han convertido en raras, o incluso apenas se
esbozan. Nos hemos hecho avaros en gestos hacia el Señor; pero elogiamos a
judíos y musulmanes por su fervor en el modo de rezar.
La genuflexión manifiesta más que las palabras la humildad del
sacerdote, que sabe que sólo es un ministro, y su dignidad por el poder de
hacer presente al Señor en el sacramento. Pero hay otros signos de devoción.
Las manos elevadas en alto por el sacerdote son para indicar la súplica del
pobre y del humilde: “Te pedimos humildemente”, se subraya en las plegarias
eucarísticas II y III del misal de Pablo VI. El Ordenamiento General del Misal
Romano (OGMR) establece que el sacerdote, “cuando celebra la Eucaristía, debe
servir a Dios y al pueblo con dignidad y humildad, y, en la forma de
comportarse y de pronunciar las palabras divinas, debe hacer percibir a los
fieles la presencia viva de Cristo” (n. 93). La humildad de la actitud y de la
palabra es consonante con el propio Cristo, manso y humilde de corazón. Él debe
crecer y yo disminuir.
Al pasar al altar, el sacerdote debe ser humilde, no ostentoso, sin
complacerse mirando a derecha e izquierda, casi buscando el aplauso. En cambio,
debe mirar a Jesucristo crucificado y presente en el tabernáculo: a Él se le
hacen la inclinación y la genuflexión; después, a las imágenes sagradas
expuestas en el ábside detrás o a los lados del altar, la Virgen, el santo
titular, los demás santos. ¿Están allí para ser contemplados o sólo para
decorar? Es en síntesis la presencia divina. Sigue el beso reverente del altar
y, eventualmente, la incensación; el segundo acto es el signo de la cruz y el
saludo sobrio a los fieles; el tercero es el acto penitencial, que hay que
realizar profundamente y con los ojos bajos, mientras los fieles podrían arrodillarse
– ¿por qué no? – como en la forma extraordinaria, imitando al publicano grato
al Señor.
El sacerdote celebrante no alzará la voz, y mantendrá un tono claro
para la homilía pero sumiso y suplicante para las plegarias, solemne si son
cantadas. Se preparará inclinado “con espíritu de humildad y con ánimo
contrito” a la plegaria eucarística o anáfora: es la súplica por definición y
debe recitarse de modo que la voz corresponda al género del texto (cf. OGMR
38); el celebrante podría pronunciar con tono más alto las palabras iniciales
de cada párrafo, y recitar el resto en tono sumiso para permitir a los fieles
seguirle y recogerse en lo íntimo del corazón. Tocará los santos dones con
estupor, y purificará los vasos sagrados con calma y atención, según la
recomendación de los santos padres. Se inclinará sobre el pan y sobre el cáliz
al pronunciar las palabras consagrantes de Cristo y en la invocación al
Espíritu Santo (epíclesis). Los elevará separadamente fijando en ellos la
mirada en adoración, y después bajándolo en meditación. Se arrodillará dos
veces en adoración solemne. Continuará con recogimiento y tono orante la
anáfora hasta la doxología, elevando los santos dones en ofrenda al Padre. El
Padrenuestro lo recitará con las manos levantadas y no cogiendo de la mano a
otros, porque esto es propio del rito de la paz; el sacerdote no dejará el
Sacramento sobre el altar para dar la paz fuera del presbiterio, en cambio
fraccionará la Hostia de modo solemne y visible, después se arrodillará ante la
Eucaristía y rezará en silencio pidiendo de nuevo ser librado de toda
indignidad para no comer ni beber la propia condenación, y de ser custodiado
para la vida eterna por el santo Cuerpo y la preciosa Sangre de Cristo; después
presentará a los fieles la Hostia para la comunión, suplicando Domine non sum dignus, e inclinado,
comulgará él primero. Así será de ejemplo a los fieles.
Tras la comunión, el silencio para la acción de gracias se puede
hacer de pie, mejor que sentado, en signo de respeto, o incluso arrodillado, si
es posible, como hizo hasta el final Juan Pablo II, cuando celebraba en su
capilla privada, con la cabeza inclinada y las manos juntas, con el fin de
pedir que el don recibido le sea de remedio para la vida eterna, como en la
fórmula que acompaña la purificación de los vasos sagrados; muchos fieles lo
hacen y son ejemplares. La patena o copa y el cáliz (vasos que son sagrados por
lo que contienen) ¿por qué razón no deberían ser “de forma encomiable”
recubiertos por un velo (OGMR 118; cf. 183) en signo de respeto – y también por
razones de higiene – como hacen los orientales? El sacerdote, tras el saludo y
la bendición final, subiendo al altar para besarlo, levantará una vez más los
ojos al crucifijo y se inclinará, y se arrodillará ante el tabernáculo. Después
volverá a la sacristía, en recogimiento, sin disipar con miradas o palabras la
gracia del misterio celebrado.
Así se ayudará a los fieles a comprender los santos signos de la
liturgia, que es algo serio, en lo que todo tiene un sentido para el encuentro
con el misterio presente de Dios (para profundizar: cf. mi reciente libro Come andare a Messa e non perdere la fede [Cómo
ir a misa sin perder la fe], Piemme 2010).
Nicola Bux
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