OFICINA
PARA LAS CELEBRACIONES LITÚRGICAS
DEL SUMO PONTÍFICE
DEL SUMO PONTÍFICE
La música sacra al servicio de la verdad
En la época en la que san
Agustín escribió Qui cantat, bis orat – “quien canta reza dos
veces”, se podía reconocer fácilmente cómo el carácter propio de la música
sacra la hacía esencialmente distinta de un simple canto en grupo, o de un
elegante performance por parte de un músico experto, pero de
ámbito secular. La convicción del hecho de que la oración redobla si es cantada
en lugar de recitada, no se basaba tanto en los méritos del esfuerzo humano,
sino más bien en la necesidad de describir la dimensión numinosa dentro de la
música sacra, sus aspectos emotivos y artísticos, en cuanto que interfaz del
intercambio entre Dios, Dador de todo bien, y la respuesta de amor del ser
humano al amor omnipotente del Señor.
Un amor más grande buscará una calidad más alta y no sólo una
cantidad más abundante, y esto sucede cuando la perseverancia de un individuo o
de un grupo ha obtenido un progreso en el ámbito musical y ha experimentado por
ello mismo la belleza de sus consuelos espirituales. La Sacrosanctum
Concilium (SC) afirma que “la sagrada liturgia no agota toda la acción
de la Iglesia” (n. 9) y añade muy agudamente que “antes de que los hombres
puedan acercarse a la liturgia, es necesario que sean llamados a la fe y a la
conversión”; además, en el número 10 aclara que “la liturgia es el culmen hacia
el que tiende la acción de la Iglesia”. La liturgia, por tanto, es precisamente
la fuente de la fuerza necesaria a toda obra apostólica. Allí donde la vida
litúrgica de la Iglesia es dejada a su aire, la falta de coherencia en sus
frutos se hace evidente. Los músicos litúrgicos deben ser valorados y apoyados
de todas las formas posibles, si deben alcanzar un nivel técnico tal que les
permita comunicar, a través de la música sacra, la relación con el misterio
tremendo que es Dios. Es esta percepción de la santidad de Dios, tomada
específicamente de la música sacra, la que forma un puente que permite a las
personas hacer encontrar su deseo de Dios con el deseo de conformar sus vidas a
la Suya.
La música sacra es oración ordenada a hacer elevar los corazones y
las mentes hacia Dios. Más allá de los retos representados por las preferencias
personales o culturales, el objetivo de la música sacra es siempre la alabanza
de Dios. La participación activa en la asamblea debería estar ordenada a este
fin, de modo que no venga comprometida ni la dignidad de la liturgia, ni se
oscurezcan las posibilidades para una participación efectiva en el culto divino.
La actuosa participatio no excluye diversos niveles de
participación que, por si mismos, indican que la “participación en el acto” no
disminuye por el hecho de que uno podría no estar cantando todo en cada
momento. La música sacra debe conformarse a los textos litúrgicos, y la música
devocional debe inspirarse en textos bíblicos o litúrgicos, cuidando en cada
caso no esconder las realidades eclesiológicas de la Iglesia. El Papa Juan
Pablo II lo explicó a algunos obispos de los Estados Unidos, con ocasión
de su visita ad Limina en 1998: “La participación plena no
significa que todo el mundo hace todo, porque esto llevaría a clericalizar al
laicado y a laicizar el sacerdocio; y esto no es lo que el Concilio tenía en
mente. La liturgia, como la Iglesia, debe ser jerárquica y polifónica,
respetando los diversos papeles asignados por Cristo y permitiendo a todas las
distintas voces converger en un único gran himno de alabanza”. La música sacra,
por ello, en sus expresiones de fe religiosa, fidelidad textual y dignidad
mesurada, debe convertirse en un símbolo de comunión eclesial.
El carácter de música sacra no disminuye cuando ésta es sencilla,
en la medida en que esa sencillez sea noble más que banal. El uso difundido,
aunque prohibido, de música secular grabada y de canciones “pop” en los
funerales justifica el distanciamiento de muchos fieles, que se muestran
extraños a la vida musical de la Iglesia. Cantos “cultuales” doctrinalmente
insípidos, que a menudo toman el lugar de tesoros litúrgicos con valor
catequético, con el efecto de que la cultura de la música eclesial en muchas
parroquias ha sido “llevada a un callejón sin salida en el que cada vez se
puede decir menos sobre su quo vadis” – esta es la forma en la que
J. Ratzinger describe la separación de la cultura moderna de su matriz
religiosa (A New Song for the Lord. Faith in Christ and liturgy today,
Crossroad, Nueva York 1996, p. 120).
La Sacrosanctum Concilium dijo que debería
reservarse al canto gregoriano “el lugar principal” (n. 116) y que el órgano
tubular “es capaz de añadir un notable esplendor a las ceremonias de la
Iglesia, y de elevar poderosamente las almas a Dios y a las cosas celestes” (n.
120). Mientras que los efectos de las interpretaciones antropológicas postmodernas
son intolerantes hacia toda tendencia de remitirse al pasado, las verdades
intemporales e universales son beneficiosas a las personas de todo tiempo y
lugar.
Es necesaria una catequesis litúrgica eficaz en el centro de la
Nueva Evangelización para favorecer la inmersión de los fieles en los misterios
celebrados per ritus et preces – a través de los ritos y de
las oraciones (cf. SC 48).
El Motu Proprio de 2007, Summorum Pontificum, ha
ofrecido una oportunidad determinante para el revival del
canto gregoriano, en esos lugares en que había sido practicado con
anterioridad, además de su inserción en contextos en los que aún no era
conocido. Sería triste, sin embargo, que pos el ansia de comprenderlo todo, el
uso del canto gregoriano en las parroquias se limitase a la celebración en
“forma extraordinaria”, relegando así el antiguo idioma de este canto a la
historia de la Iglesia y a símbolo de polarización. Entre las oportunidades
pastorales, no es pedir mucho que las personas puedan hacer experiencia de la
universidad de la Iglesia a nivel local, siendo capaces de cantar las partes
que les competen en latín (cf. SC 54). Esta fue la intención de los
padres del Concilio. Con la debida moderación y sensibilidad pastoral, esta
práctica se uniría armónicamente a las ricas expresiones de la fe católica en
vernáculo.
Finalmente, la armonía y ortodoxia de la música sacra para una
predicación eficaz del depósito revelado depende de la fidelidad del cristiano
a la vida de la gracia, en una dedicación mayor a vivir con coherencia, como la
Regla de san Benito afirma tan claramente: “Consideremos, por ello, cómo
deberíamos comportarnos en presencia de Dios y de sus ángeles, y mantengámonos
[…] de tal forma que nuestras mentes estén de acuerdo con nuestras voces”
(19,6-7).
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