La tijereta
Cuando la Tijereta
se estableció en lo alto del ombú, todo el mundo previó una catástrofe, porque
el Ombú era albergue de toda clase de gente maleante. Pero la Tijereta no tenía
otro remedio porque ella siempre anida alto, y en toda la extensión del pago no
había fuera de ese árbol más que plantas de duraznillo. Hasta un Carancho tenía
su casa alborotada e hirsuta en una rama, y en el pie vivía un Lechuzón
misántropo. Había dos Urracas que comen huevos, había Carpinteros de pico de
hierro y todo género de Juanchiviros antipáticos y camorreros...
Amigos de Dios,
pronto se vio que el nido duraba. En primer lugar, estaba bien trabajado y en
sitio guarnecido. Luego, la Tijereta madre estaba siempre vigilando. Y un día,
que todo el heterogéneo vecindario del Ombú presenció espantado la corrida en
pelo que le dieron las Tijeretas a un Pirincho que se arrimó al nido
–descuidadamente según él–, y lo sacaron corriendo porque no paró en dos
cuadras, se convencieron los maleantes vecinos que aquella gentecita al parecer
tan infeliz no era de pelar con la uña.
En cambio, al mismo
Carancho, un día el viento le tumbó dos hijos. De la pena que le dio quiso dar
un malón al nido de su vecina, y fue rechazado exactamente como el Pirincho. Lo
corrieron al Carancho.
El macho salió derechito
como hachazo de zurdo, abierta la cola y erizado el copete, gambeteando
fulminante alrededor del enemigo, chillando furiosamente y tirándole picotazos
a los ojos, mientras la madre, parada en el nido, con el pico, la cola y las
alas abiertas, giraba la cabeza a todos lados amenazando.
De modo que a los
pocos días nadie se animó ni a arrimarse al lugar. Hasta a los cascotazos de
los chicos los corrían las Tijeretas chillando, si pasaban cerca del nido.
–Es que cuando uno
es débil, se suplen las pocas fuerzas con el coraje y la constancia –dijo
melancólicamente una Palomita de la Virgen a quien habían robado pichones o
huevos como una docena de veces...
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