Intervención de monseñor Nicola Bux
IMPORTANCIA DE ARRODILLARSE ANTE EL SEÑOR
En la Conferencia
“La majestad y el amor infinito de la Sagrada Comunión”
Celebrada en Roma el sábado 5 de octubre de 2019
Entre las principales
puntos de vista expuestos en los apuntes de Benedicto XVI que se publicaron el
pasado mes de abril se encuentra el siguiente:
«Dios se ha hecho hombre
por nosotros. La criatura humana le es tan sumamente cara que se ha unido a
ella y así ha entrado de manera concreta en la historia humana. Habla con
nosotros, vive con nosotros, padece con nosotros y ha asumido sobre sí la
muerte por nosotros.» He aquí la esencia del sacrificio eucarístico. «Pensemos
esto reflexionando sobre un punto central, la celebración de la santa
Eucaristía. Nuestro trato con la eucaristía no puede por menos de suscitar
preocupación. En el Concilio Vaticano II se trató ante todo de devolver este
sacramento de la presencia del cuerpo y de la sangre de Cristo, de la presencia
de su persona, su pasión, muerte y resurrección, al centro de la vida cristiana
y de la existencia de la Iglesia. En parte así ha sucedido y debemos dar
gracias al Señor de corazón por ello. Pero ha predominado otra actitud: no
impera un nuevo respeto ante la presencia de la muerte y resurrección de
Cristo, sino una forma de trato con Él que destruye la dimensión del misterio.
El descenso en la participación de la eucaristía dominical muestra lo poco que
los cristianos de hoy son capaces de apreciar la dimensión del don que consiste
en su presencia real. La eucaristía se rebaja a un gesto ceremonial, cuando se
considera normal distribuirla como exigencia de cortesía en fiestas familiares
o en ocasión de matrimonios o entierros a todos los invitados por razón de parentesco.
La normalidad con la que en algunos lugares los presentes simplemente reciben
también el Santísimo Sacramento muestra que en la comunión no se ve más que un
gesto ceremonial. Si pensamos qué habría que hacer, es claro que no necesitamos
una Iglesia diferente pensada por nosotros. Lo que es necesario, más bien, es
renovar la fe en la eficacia de Jesucristo en el Sacramento que se nos da a
nosotros» (III,2).
Tras relatar un sacrílego
episodio descrito por una joven víctima de un sacerdote pedófilo, Benedicto
concluye: «Sí, tenemos que implorar urgentemente perdón y pedirle y suplicarle
que nos dé a comprender de nuevo toda la medida de su Pasión de su sacrificio.
Y tenemos que hacerlo para proteger de los abusos el regalo de la eucaristía.
» (Íbid.)
Cristo es el sacramento
primordial del encuentro con Dios. La Iglesia es el sacramento fundamental
que se realiza en los actos litúrgicos. «La Iglesia es el pueblo de Dios,
derivado del Cuerpo de Cristo» (Cf. J. Ratzinger, Popolo e casa di Dio nella dottrina
della Chiesa di sant’Agostino, Dissertazione di Monaco 1953).
De hecho, después del Concilio se ha difundido la afirmación de De Lubac de que
«es la Iglesia la que hace la Eucaristía, pero es también la Eucaristía la que
hace a la Iglesia» H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Ed.
Encuentro, Madrid 2008).
La inimaginable
descristianización que ha tenido lugar después del Concilio ha llegado a hacer
raro lo que antes era normal: los sacerdotes hacían numerosas
genuflexiones durante la Misa, y también las hacían cada vez que pasaban por
delante del Sagrario. Lo mismo hacían los fieles, que se pasaban casi media
Misa de hinojos.
¿Qué ha pasado?
Arrodillarse parece un
gesto casi indecente. Hemos llegado además a que en algunos casos los propios
sacerdotes, cuando ven que alguien va a arrodillarse, sobre todo a la hora de
comulgar, se lo impiden. Parece absurdo e irracional, y contrasta con lo que
antes se consideraba sagrado. Pero nadie se lamenta de las innumerables proskynesis o
genuflexiones que hacen los cristianos de rito oriental. Sin embargo, la Instrucción
general del Misal Romano, en la edición típica latina del año
2000, dice en el apartado 43: «[Los fieles] estarán de rodillas, a no ser por
causa de salud, por la estrechez del lugar, por el gran número de asistentes o
que otras causas razonables lo impidan, durante la consagración». Y añade:
«Pero los que no se arrodillen para la consagración, que hagan inclinación
profunda mientras el sacerdote hace la genuflexión después de la consagración».
Tras una explicación sobre
posibles adaptaciones por motivos culturales y tradicionales, según la norma
del derecho, para que se ajusten al sentido e índole de cada parte de la
celebración, se especifica: «Donde exista la costumbre de que el pueblo
permanezca de rodillas desde cuando termina la aclamación del “Santo” hasta el
final de la Plegaria Eucarística y antes de la Comunión cuando el sacerdote
dice “Éste es el Cordero de Dios”, es laudable que se conserve».
Desgraciadamente, esta
aclaración ha caído en el olvido como tantas otras exhortaciones, porque, como
escribió en la editorial Civiltà Cattolica, (nº 1157 del 20-12-2003), hemos
pasado de una liturgia de hierro a otra de goma.
¿A qué se debe esto?
Volvamos una vez más al
entonces cardenal Ratzinger: «Existen círculos de no poca influencia que tratan
de disuadirnos para que no nos arrodillemos. Dicen que no sería propio de
nuestra cultura (¿de cuál lo es, entonces?). Que no sería conveniente para el
hombre emancipado, que se presenta ante Dios en posición erguida. O que en todo
caso no le conviene al hombre redimido, que gracias a Cristo se ha convertido
en una persona libre y no tiene por tanto necesidad de arrodillarse. Si echamos
un vistazo a la historia, podremos constatar que los griegos y los romanos se
negaban a arrodillarse. Ante los dioses partidistas y litigantes de la
mitología, tal actitud estaba desde luego justificada: estaba claro que no eran
dioses, aunque se dependiera de su lunático poder y en la medida de lo posible
hubiese que procurarse su favor. Se decía, por tanto, que arrodillarse sería
impropio del hombre libre; que no era propio de la cultura griega sino de
bárbaros. La humildad y el amor de Cristo, que llegó al punto de padecer la
Cruz, nos han liberado –dice San Agustín– de tal poder, y ante tal humildad nos
ponemos de rodillas. En efecto, la genuflexión del cristiano no es una forma
de aculturación a costumbres preexistentes; todo lo contrario,
es un conocimiento y experiencia de Dios nuevo y más profundo» (J. RATZINGER, La
forma liturgica. Opera omnia. Teologia della liturgia, 11,
Libreria Editrice Vaticana 2010, IV, pp 175-176).
¿Por qué es preferible comulgar de rodillas?
Actualmente, el rito
ordinario de la Santa Misa prescribe que la Sagrada Comunión se reciba de pie,
permitiéndose un gesto de reverencia como una inclinación profunda de cabeza o
una genuflexión, sabiendo y pensando que se va a recibir a aquel que dijo:
«Nadie ha subido al cielo, sino Aquel que descendió del cielo, el Hijo del
hombre» (Jn.3,13).
¿No deberá doblarse toda
rodilla ante Jesucristo, como dice el Apóstol, en el Cielo, en la Tierra y en
los abismos?
Es cierto que hoy, los
clérigos se desviven por hablar de otras cosas que de Nuestro Señor. Pero las
iniciativas conducentes a un nuevo humanismo y a fraternidades varias que
prescinden de Cristo están abocadas al fracaso.
¿Cuál es la razón teológica
de ello?
No la hay. Mejor dicho,
esos liturgistas suponen que en realidad ya habríamos resucitado y por eso
debemos estar en pie. En realidad nos acercamos irreversiblemente a la muerte,
y resucitar para la vida es una esperanza que se subordina totalmente a la fe
en Nuestro Señor, la cual debe traducirse en obras para merecerla. Entre el
renacimiento bautismal, que nos asimila a Cristo resucitado, y la resurrección
final está San Pedro postrándose a los pies de Jesús: «Apártate de mí, de este
pecador». Por eso decimos antes de comulgar: «Señor, no soy digno». ¡Es emblemático
para nosotros! ¿O es que somos mejores que el Apóstol?
Esos ministros llegan a
eliminar los reclinatorios de las iglesias. Espero que no sepan lo que hacen,
porque de lo contrario serían diabólicos. ¡Dice un padre del desierto que el
Diablo es el único que no se arrodilla porque no tiene rodillas!
¿De qué modo hay que acercarse al Sacramento de la Comunión?
En 2004, Juan Pablo II, que
durante su enfermedad y con grandes esfuerzos recibía la Sagrada Comunión de
rodillas y en la boca, pidió a la Congregación para el Culto Divino que
publicase la instrucción Redemptionis sacramentum.
Dicha instrucción prescribe
en el apartado 90 que los fieles pueden recibir la Comunión tanto de rodillas
como de pie, y en el 92 que todos los fieles tienen siempre derecho a recibirla
tanto en la boca como en la mano.
El mencionado dicasterio
había precisado que los fieles tienen derecho a recibir el Sacramento de
rodillas, incluso cuando las conferencias episcopales prescriban hacerlo de pie
(Lettera
Prot. Nº 1322/02/50).
Los sacerdotes que lo
impiden cometen un grave abuso.
¿Qué se puede pensar de
recibir la Comunión en la mano?
Se trata de un indulto
arrancado a la fuerza a Pablo VI que se ha convertido en una costumbre
arraigada e incluso en la norma, justificándose en la suposición de que en la
Última Cena el Señor dio de comulgar en la mano a los Apóstoles.
Todo lo contrario:
precisamente las palabras con que Jesús se refirió al traidor: «aquel a quien
daré el bocado que voy a mojar» (Jn.13, 26-27), reflejan la costumbre amistosa
semítica de dar en la boca el pedazo más suculento. Lo atestigua también el códice
purpúreo de Rossano, del siglo V y de origen siríaco.
Al igual que cuando se
comulga de pie, al recibir la Comunión en la mano o cometer el abuso de tomarla
por uno mismo se querría demostrar que somos adultos ante Dios en vez de recién
nacidos que necesitan la leche espiritual, como dice San Pedro. Leche que es,
por encima de todo, el Sacramento de la Eucaristía.
¿Ha sido banalizado este
sacramento?
Banalizar significa restar
importancia a lo que es original. La Iglesia considera al Sacramento de la Eucaristía,
que está calificado de Santísimo, remedio de inmortalidad. No es un alimento
cualquiera, sino un alimento, mejor dicho una medicina singular que, como tal,
hay que tomar con cuidado para que no se convierta en veneno. Por esa razón
pide Jesús que nos acerquemos a Él revestidos de la Gracia. Y San Pablo indicó
las contraindicaciones. La Iglesia ha fijado unas condiciones internas y
externas: saber a Quién se va a recibir, pensar en Él, estar en gracia de Dios
y observar el ayuno prescrito. Hoy en día el Sacramento, más que banalizado es
profanado por falta de fe en la Presencia Real y por la eliminación de los
gestos de reverencia y honor que la liturgia atribuye in
primis a la adoración de rodillas.
Arrodillarme supone la
expresión más elocuente de la criatura ante el misterio presente. El centro del
culto está en darme cuenta de que Tú, Señor, estás aquí y te doy importancia.
Todos debemos ponernos de
rodillas ante Jesús –sobre todo en el Sacramento–, ante Aquel que se humilló, y
precisamente por eso doblamos la rodilla ante el único Dios verdadero, que está
por encima de todos los dioses (cfr J. RATZINGER, La forma liturgica, Íbid.,
p .182).
Los reclinatorios son el
signo que nos recuerda esta verdad. El ojo quiere la parte que le corresponde.
Al no verlos más en la Iglesia, no se piensa ya en la Presencia de Dios a la
que hay que adorar. Está pasando lo mismo que con los confesionarios: al no
verlos ya en la iglesia, no se acuerda uno de la confesión.
La crisis de fe que
atravesamos es culpa de la secularización, a la que han contribuido masivamente
los clérigos, como escribió Charles Peguy.
Si para empezar un
sacerdote obliga a un fiel a levantarse para recibir la Sagrada Comunión, o
saca los reclinatorios del templo, ¡eso quiere decir que el humo de Satanás ha
entrado en la iglesia!
Así se anima a los
sacerdotes a retirar un elemento de culto que nos recuerda el Primer
Mandamiento: «Adora al Señor tu Dios, y a Él sólo servirás».
La crisis de la fe ha hecho
estragos sobre todo al Sacramento de la Eucaristía, que es Jesucristo en su
amor llevado hasta las últimas consecuencias, en su poder para sacrificarse,
entregar la vida y volverla a tomar, en su fuerza creadora de ofrecerse y
donarse a nosotros en el pan y el vino consagrados para hacerse, inconcebiblemente,
una sola cosa con la humanidad.
Los católicos creemos en el
milagro de la transformación, que, balbuceando, denominamos con el término
transustanciación, o, según los padres orientales, metabolismo.
En 1965 Pablo VI promulgó
la encíclica Mysterium fidei, en la que corroboraba la
doctrina católica de la transustanciación contra los teólogos que reducían la
presencia de Cristo a un mero recuerdo y la asamblea eucarística a un simple
símbolo de la fraternidad humana.
En 1968, con el Credo
del pueblo de Dios volvió a confirmar la Presencia Real del
Hijo de Dios concebido por María «incluso en la realidad física de su cuerpo y
su sangre» (Juan Pablo II, encíclica Ecclesia de Eucharistia, 55).
Benedicto XVI ha dicho que
la Eucaristía constituye «la novedad radical del culto cristiano […]La
conversión sustancial del pan y del vino en su cuerpo y en su sangre introduce
en la creación el principio de un cambio radical, como una forma de “fisión nuclear”,
por usar una imagen bien conocida hoy por nosotros, que se produce en lo más
íntimo del ser; un cambio destinado a suscitar un proceso de transformación de
la realidad, cuyo término último será la transfiguración del mundo entero, el
momento en que Dios será todo para todos» (cf. 1 Co 15,28)
(Exhortación apostólica Sacramentum Caritatis).
Ésta es la dimensión
cósmica de la Eucaristía, que irrumpe en la historia y la redime, la envuelve y
la transforma en profundidad encaminándola hacia el último día, el
escatológico. Precisamente la encíclica eucarística de Juan Pablo II nos
recuerda una vez más esta constante del pensamiento patrístico: «Con la
Eucaristía se asimila, por decirlo así, el secreto de la
resurrección» (encíclica Ecclesia de Eucharistia, 18),
que es mucho más que la inmortalidad del alma.
Hincar las rodillas ante la
Santísima Eucaristía es la expresión más elocuente de la criatura ante el
misterio presente. Aquí está la centralidad del culto a Dios: en darse cuenta
de que el Señor está aquí y adorarlo postrándose como San Pedro junto a lago
Tiberíades.
Por último, es preciso
resistir la situación en que nos encontramos.
«Se va constituyendo una
dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como
última medida sólo el propio yo y sus antojos. Nosotros, en cambio,
tenemos otra medida: el Hijo de Dios, el hombre verdadero. Él es la medida del
verdadero humanismo. No es «adulta» una fe que sigue las olas de la moda y la
última novedad; adulta y madura es una fe profundamente arraigada en la amistad
con Cristo. Esta amistad nos abre a todo lo que es bueno y nos da el criterio
para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre el engaño y la
verdad. Debemos madurar esta fe adulta; debemos guiar la grey de Cristo a
esta fe. A quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a
menudo se le aplica la etiqueta de fundamentalista. Mientras que el
relativismo, es decir, dejarse “llevar a la deriva por cualquier viento de
doctrina”, parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales» (J.
Ratzinger, homilía de la Misa Pro eligendo pontífice, 18 de abril de 2005).
Por encima de todas las
cosas, debemos pedir al Señor la gracia para permanecer en la verdad, para
profundizar en la fe y para desear la santidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario