SAN JUAN
PABLO II
AUDIENCIA
GENERAL
Miércoles 24 de noviembre de 1993
Miércoles 24 de noviembre de 1993
La
vocación de los laicos a la santidad
(Lectura:1ra. carta de san Pedro, capítulo 1, versículos 14-16)
1. La Iglesia es santa y todos sus miembros están llamados a
la santidad. Los laicos participan en la santidad de la Iglesia, al ser miembros con
pleno derecho de la comunidad cristiana; y esta participación, que podríamos
definir ontológica, en la santidad de la Iglesia, se traduce también para
los laicos en un compromiso ético personal de santificación. En esta
capacidad y en esta vocación de santidad, todos los miembros de la Iglesia son
iguales (cf. Ga 3, 28).
El grado de santidad personal no depende de la posición que se
ocupa en la sociedad o en la Iglesia, sino únicamente del grado de caridad que
se vive (cf. I Co 13). Un laico que acepta generosamente la caridad
divina en su corazón y en su vida es más santo que un sacerdote o un obispo que
la aceptan de modo mediocre.
2. La santidad cristiana tiene su raíz en la adhesión a Cristo
por medio de la fe y del bautismo. Este sacramento es la fuente de la comunión
eclesial en la santidad. Es lo que pone de relieve el texto paulino: «Un solo
Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Ef 4, 5), citado por el concilio
Vaticano II, que de ahí deduce la afirmación sobre la comunión que vincula a
los cristianos en Cristo y en la Iglesia (Lumen gentium,
32). En esta participación en la vida de Cristo mediante el bautismo se injerta
la santidad ontológica, eclesiológica y ética de todo creyente, sea clérigo o
laico.
El Concilio afirma: «Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no
en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y
justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de
la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo
mismo, realmente santos» (Lumen gentium,
40). La santidad es pertenencia a Dios, y esta pertenencia se realiza en el
bautismo, cuando Cristo toma posesión del ser humano para hacerlo «partícipe de
la naturaleza divina» (cf. 2 Pe 1, 4) que hay en él en virtud de la
Encarnación (cf. Summa Theol. III, q. 7 a. 13; q. 8, a. 5). Cristo se
convierte así de verdad, como se ha dicho, en vida del alma. El carácter
sacramental impreso en el hombre por el bautismo es el signo y el vínculo de la
consagración a Dios. Por eso san Pablo hablando de los bautizados los llama
«los santos» (cf. Rm 1, 7; 1 Co 1; 2 Co 1, 1;
etc.).
3. Pero, como hemos dicho, de esta santidad ontológica brota
el compromiso de la santidad ética. Como dice el Concilio, «es necesario que
todos, con la ayuda de Dios, conserven y perfeccionen en su vida la
santificación que recibieron» (Lumen gentium,
40). Todos deben tender a la santidad, porque ya tienen en sí mismos el germen;
deben desarrollar esa santidad que se les ha concedido. Todos deben vivir «como
conviene a los santos» (Ef 5, 3) y revestirse, «como elegidos de Dios,
santos y amados, de entrañas de misericordia de bondad, humildad, mansedumbre,
paciencia» (Col 3, 12). La santidad que poseen no les libra de las
tentaciones ni de las culpas, porque en los bautizados sigue existiendo la
fragilidad de la naturaleza humana en la vida presente. El concilio de Trento
enseña, al respecto que nadie puede evitar durante toda su vida el pecado
incluso venial, sin un privilegio especial de Dios, como la Iglesia cree que
acaeció con la santísima Virgen (cf. Denz-S., 1.573). Eso nos impulsa a
orar para obtener del Señor una gracia siempre nueva, la perseverancia en el
bien y el perdón de los pecados: «Perdona nuestras ofensas»(Mt 6, 12).
4. Según el Concilio, todos los seguidores de Cristo,
incluidos los laicos, están llamados a la perfección de la caridad (Lumen gentium,
40). La tendencia a la perfección no es privilegio de algunos, sino compromiso
de todos los miembros de la Iglesia. Y compromiso por la perfección cristiana
significa camino perseverante hacia la santidad. Como dice el Concilio, «el
divino Maestro y modelo de toda perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y
cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese su condición, la santidad de
vida, de la que él es iniciador y consumador: "Sed, pues, vosotros
perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5, 48)»
(ib.). Por ello: «todos los fieles, de cualquier estado o condición, están
llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (ib.).
Precisamente gracias a la santificación de cada uno se introduce una nueva
perfección humana en la sociedad terrena: como decía la sierva de Dios Isabel
Leseur, «toda alma que se eleva consigo el mundo». EL Concilio enseña que «esta
santidad suscita un nivel de vida más humano, incluso en la sociedad terrena» (ib.).
5. Conviene observar aquí que la riqueza infinita de la gracia
de Cristo, participada a los hombres, se traduce en una gran cantidad y
variedad de dones, con los que cada uno puede servir y beneficiar a los demás
en el único cuerpo de la Iglesia. Era la recomendación de san Pedro a los
cristianos esparcidos en Asia Menor cuando, exhortándolos a la santidad,
escribía: «Que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha
recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios» (1 P 4,
10).
También el concilio Vaticano II dice que «una misma es la santidad
que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son
guiados por el Espíritu de Dios» (Lumen gentium,
41). Así recuerda el camino de santidad para los obispos, los sacerdotes, los
diáconos, los clérigos que aspiran a convertirse en ministros de Cristo, y
«aquellos laicos elegidos por Dios que son llamados por el obispo para que se
entreguen por completo a las tareas apostólicas» (ib.). Pero de forma más
expresa considera el camino de santidad para los laicos cristianos comprometidos
en el matrimonio: «Los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino,
mediante la fidelidad en el amor, deben sostenerse mutuamente en la gracia a lo
largo de toda la vida e inculcar la doctrina cristiana y las virtudes
evangélicas a los hijos amorosamente recibidos de Dios. De esta manera ofrecen
a todos el ejemplo de un incansable y generoso amor, contribuyen al
establecimiento de la fraternidad en la caridad y se constituyen en testigos y
colaboradores de la fecundidad de la madre Iglesia, como símbolo y
participación de aquel amor con que Cristo amó a su Esposa y se entregó a sí
mismo por ella» (ib.).
Lo mismo se puede y
debe decir de las personas que viven solas, o por libre elección o por
acontecimientos y circunstancias particulares: como los célibes o las núbiles,
los viudos y las viudas, los separados y los alejados. Para todos vale la
llamada divina a la santidad, realizada en forma de caridad. Y lo mismo se
puede y debe decir, como afirma el Sínodo de 1987 (cf. Christifideles laici,
17), de aquellos que en la vida profesional ordinaria y en el trabajo cotidiano
actúan por el bien de sus hermanos y el progreso de la sociedad, a imitación de
Jesús obrero. Y lo mismo se puede y debe decir, por último, de todos los que,
como dice el Concilio, «se encuentran oprimidos por la pobreza, la enfermedad,
los achaques y otros muchos sufrimientos o los que padecen persecución por la
justicia»: éstos «están especialmente unidos a Cristo, paciente por la
salvación del mundo» (Lumen gentium,
41).
6. Son muchos, por consiguiente, los aspectos y las formas de la
santidad cristiana que están al alcance de los laicos, en sus diversas
condiciones de vida, en las que están llamados a imitar a Cristo, y pueden
recibir de él la gracia necesaria para cumplir su misión en el mundo. Todos
están invitados por Dios a recorrer el camino de la santidad y a atraer hacia
este camino a sus compañeros de vida y de trabajo en el mundo de las cosas
temporales.
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