IV. UNA DIFICULTAD PARA EL APOSTOLADO
La escasez del dinero y artes para
remediarla
Como
los ociosos operarios de la parábola evangélica excusaban su ociosidad con la
razón de que nadie lOs conducía o llamaba a trabajar, harto frecuentemente oímos
cohonestar muchas ociosidades y no pocos brazos caídos con esta palabra, que
suele decirse con aire de razón definitiva.
Sin
dinero y sin las influencias y auxilios que el dinero da ¿qué vamos a
hacer? Ésa es la pregunta que
intentaré responder en este capítulo.
La incuestionable escasez de dinero
para muchas obras buenas
Es
cierto de toda certeza:
1º
Que hace falta dinero para las obras de que hablamos, ¡claro que sí! Un
catecismo y una escuela necesitan dinero; un centro, una biblioteca, un círculo
de estudios, una mutualidad, una propaganda cualquiera necesitan casa, luz,
muebles, dependientes, libros, materiales; es decir, necesitan dinero, y de
ordinario, mientras con más dinero cuenten, más bien podrán hacer.
2º
Que el dinero católico escasea, y mucho, en determinados sitios y para
determinadas obras. Dice un amigo que
uno de los trabajos a que preferentemente deben dedicarse hoy los cristianos es
a bautizar un sinnúmero de pesetas
que andan por ahí, y aun en cajas de católicos más moras que el mismísimo Sultán de Marruecos.
Sí, ahora que estamos en la época del
laicismo, hay que tener en cuenta que la mayor parte del dinero que circula por
el mundo es laico.
Sin
que podamos decir, porque sería una gran mentira y una gran injusticia, que se
han secado los cauces de la generosidad cristiana, bien puede asegurarse que en
determinadas circunstancias y para determinadas obras sufren interrupciones o
mermas bastante lamentables.
Es
un hecho, desgraciadamente muy cierto, que en no pocas obras católicas se
padecen hambre y sed de muchas cosas por falta de dinero.
No todo se hace con dinero
Pero con ser todo eso
tan cierto, todavía me atrevo a asegurar que en lo de la dificultad del dinero,
hay un poco, mejor digo, hay un mucho de bu
con que se amedranta a los niños. Y si
no, vamos a cuentas.
¿Qué es el dinero?
Dejándonos de definiciones, que no son del caso, y circunscribiéndonos al
aspecto, bajo el cual lo consideramos aquí, el dinero no es más que uno de los elementos de la acción
católica o de la propaganda, y no el principal.
Elementos
de esas obras son la gracia de Dios, en primer término, el amor de Dios y del
prójimo, la iniciativa propia, la buena voluntad, el talento organizador, el
estudio, la constancia, la palabra hablada o escrita, la simpatía, la
laboriosidad, etc., todos los cuales pueden, en absoluto, obtenerse y
ejercitarse sin dinero; al paso que
éste no puede hacer nada sin todos ellos y muy poco faltando alguno solamente.
La obsesión del dinero
Y ocurre este singular
fenómeno cuando se trata de fundar o emprender una obra buena. Se piensa en el local, en el exorno del
mismo, en lo que pudiéramos llamar mecanismo exterior de la obra, y no se
piensa o se piensa menos en contar con Dios, para cuya gloria debe hacerse
aquella obra y con el hombre que hay
que poner al frente de aquélla y en la aptitud de éste o de los que la inician
y en los medios más conducentes para que la obra conserve su espíritu y se
prevenga contra los peligros de la inconstancia, la moda, la disipación o
desnaturalización, hoy tan inminentes.
Es decir, se piensa en
lo que cuesta y apenas si preocupan los demás elementos, más o tan influyentes
que el dinero.
¿Verdad
que en este proceder hay un poco de inconsecuencia?
¿Verdad
que sólo por este lado hay ya que quitarle un poco al bu de la
dificultad del dinero? Alguien ha
llamado la atención de los hombres de la acción católica sobre la enfermedad
que, con frase feliz, ha llamado mal de piedra,
designando con ese nombre a esa tendencia de hacer consistir la grandeza y
virtualidad de nuestras obras en la grandeza de proporciones y coste de las
casas para esas obras.
Cuidado que yo no soy
partidario de las obras raquíticas;
creo que con ellas, entre otras cosas, se ofende a Dios, a quien se supone poco
generoso para con los que por Él trabajan, y se da pobre idea de los
sentimientos de fe y de confianza de los que en ellas andan.
Pero
creo que es una grandísima torpeza, por lo menos, quejarnos a Dios y a los
hombres de que no podemos hacer obras buenas, porque no nos dan dinero,
teniendo almacenados en nuestra cabeza y en nuestro corazón y en la cabeza y en
el corazón de nuestros amigos, elementos mucho más poderosos y eficaces que aquél,
de cuya ausencia nos lamentamos.
Dos ejemplos
El primero: yo comparo a esos hombres con el
espectáculo que presentan los ricos-pobres,
y no de espíritu. Veis a éstos, siempre llorando su mala suerte, sus malos
tiempos, sus malas cosechas, sus malos negocios, que les impiden, según ellos,
no sólo dar limosnas, sino hasta permitirse lo más necesario para su vida, y
por otro lado sabéis que sólo en cuenta
corriente del banco tienen miles y miles de pesetas.
Tan
falto de lógica es para mí ese proceder de los ricos-pobres, como el de esos hombres que, inconscientemente, sin
duda, dedican todas sus preocupaciones al dinero para sus obras buenas; es
decir, al cuerpo, y sin apenas parar
mientes en el alma de las mismas.
El segundo ejemplo
Me digo algunas veces cuando oigo tanta
lamentación de sonido metálico: pero,
Dios mío, los apóstoles, ¿cómo se echaron a conquistar al mundo?
¿Pensando
en construir una gran basílica para dar cabida a los cristianos que fueran
naciendo? ¿Proyectando grandes palacios para celebrar sus reuniones y sus
concilios?
No,
no; empezaron por todo lo contrario; como les había encargado el maestro: sin túnica, sin manto, sin calzado...
He
ahí todo el capital de provisiones de
los apóstoles, unos cuantos sin; es
decir, unos cuantos ceros y ¡pare usted de contar!
Y ¿creéis que se hubiera salvado el mundo si
aquellos hombres se hubieran cruzado de brazos en Jerusalén, diciendo: «Como no
tenemos dinero para viajes, ni para iglesias, ni para limosna para la consabida
llave de oro, con que abrir el
corazón del pueblo, ni para cualquier imprevisto, determinamos quedarnos aquí
hasta que logremos formar un capital
por acciones para empresas apostólicas...»
¿Verdad
que disgusta ese lenguaje?, y pregunto: ¿por qué nos disgusta en los apóstoles
y no nos disgusta en nosotros, que lo repetimos tanto en una forma o en otra?
Dos consecuencias
De
lo dicho deduzco: 1º que hay auxilios para las obras católicas que valen más que el dinero y no cuestan dinero y 2º, que cuando se
ponen en juego esos elementos, Dios nunca
falta con el dinero en las obras que van dirigidas a Él.
Yo quiero, en este rato de conversación
familiar, presentaros una lista de
Cosas que no cuestan dinero y valen
más que el dinero
Y
que precisamente, por no fijarnos en ellas y en lo que valen, dejamos de hacer
muchas cosas buenas, y no impedimos que se mueran obras que no debieran morir.
Fijémonos,
en primer lugar, en las obras ya fundadas y en marcha.
Tienen
su casa, su personal, su reglamento, sus entradas o cuotas y todo su mecanismo
de presidente, tesorero, secretario, vocales, etc., etc.
Pues
esa obra, para conservarse bien y dar abundantes frutos, necesita
1. El hombre de la obra
Nunca
se insistirá bastante en esta necesidad.
Toda obra o colectividad necesita un hombre que sea ella misma.
Un
hombre
que de día y de noche, trabajando, paseando, comiendo, jugando y hasta soñando,
sea la obra aquélla y nada más que eso.
Un hombre que de todo saque motivo o
pretexto para beneficiar a su obra, para introducirla en nuevos sitios, para
darle nuevos atractivos, para excusarla de sus defectos, para alabarla en sus
beneficios; un hombre con tanta fe en
su obra que no sepa lo que es desmayar ni aburrirse, y con tanto amor al
espíritu de la misma, que su sola presencia sea un baluarte inexpugnable en
defensa de las buenas tradiciones y en pugna contra las innovaciones
peligrosas.
¿Os
acordáis del paralítico aquél de la piscina que se lamentaba con el Señor de no
tener hombre?
Pues
como aquél se hubiera quedado paralítico toda su vida, sin la misericordiosa
intervención del Corazón de Jesús, del mismo modo nuestras obras e
instituciones se quedarán paralíticas para toda su vida si no tienen un hombre. Y esto, no se compra con dinero...
2. El celo
Otro
elemento precioso para una obra católica.
Y cuenta que no hablo aquí sólo de celo
sacerdotal, de ese celo que sueña con salvajes que catequizar, con empresas
apostólicas, de renovación del mundo, con martirios sangrientos... No, hablo del celo que todo el que ama un
bien debe tener por propagarlo y hacerlo amar.
Yo
veo al aficionado al toreo (valga escribir esto en Andalucía), y aquel hombre
lo convierte todo en cuernos y capotes y quiebros y volapiés... Si habla, sus
comparaciones y metáforas las toma del arte,
tal corría más que un maleta; cuál se
cuadró; éste le dio la puntilla; ése
merece que lo echen al corral; aquél estuvo a los quites, etc.
Cuando
anda, sus andares recuerdan el despejo
de la cuadrilla; cuando viste o peina, su traje o peinado es a lo Guerrita o a lo Bombita, ¡hasta su sangre es torera...! Es un hombre con celo taurómaco.
Veo
al artista o al amante del arte, y todo lo convierte en el arte suyo.
Yo
tenía un amigo pintor y redactor de un periódico en una pieza; y recuerdo que sus cuartillas se distinguían de las
demás por los muñecos que las adornaban.
Cuando
se atascaba el carro de la inspiración, bosquejaba un muñequito y ¡tras! el
carro volvía a andar, la inspiración volvía.
Veo
a todos los aficionados a lo que quiera que sea, y aquellos hombres hablan,
obran, piensan y sienten por afición.
Pues
ahora pregunto: ¿por qué no nos ha de pasar eso mismo cuando nos ponemos a
querer o a aficionarnos al Corazón de Jesús y a los pobres o a las obras a
ellos dirigidas?
Yo
diría a aquel socio de las conferencias, o a aquella señorita catequista, o a
aquel miembro honorable del consejo de tal o cual asociación social o benéfica:
señores, vamos a cuentas: vosotros, por lo visto, figuráis en esas obras porque
amáis a los pobres, ¿verdad? Os dan lástima sus miserias de cuerpo y de alma,
sabéis que representan a nuestro Señor Jesucristo, que recibe como hecho a Él
mismo lo que a aquéllos se hace ¿verdad también?
Y
vamos a ver, ¿cuánto tiempo dedicáis a hablar de y con vuestros pobres? ¿Media
hora a la semana, cuando vais a la junta o unos minutillos mientras les dais
los bonos o les dais lección y esto no todas las semanas, sino cuando otras atenciones no os lo impiden? De
modo que media horita de cuando en cuando, ¿eh?
Y
en las otras medias horas y horas enteras de vuestros días y vuestras noches,
¿no os volvéis a acordar ya de ellos, a no ser para quejaros de lo ingratos que
son a vuestros beneficios o lo groseros a vuestras atenciones...?
¿Sí? ¿De verdad?
Pues entonces, señores, señoras o señoritas,
permitidme que os diga que no queréis de
verdad a los pobres. ¿Os enteráis? Eso
no es querer.
Llamadlo
como os plazca; pero, por Dios, no profanéis esa palabra tan grande,
aplicándosela a una cosa tan chica...
Yo
no creo que el cariño se mueva como su mueven las manecillas de un reloj, a hora fija... Yo creo que cuando se quiere de verdad a
una persona o a una obra, se siente necesidad de hablar mucho de ella; diríase
que el cariño es como el gas, que siempre está esperando un salidero para escaparse.
Y
¡claro! si no hay ese celo por aquella Obra a que pertenecemos, demás está
esperar esas iniciativas que brotan de él tan espontáneas y tan felices, esos
aprovechamientos de fuerzas perdidas, de sobras que nadie quiere, de resortes
que no se conocen, esa habilidad para sacar aceite de una alcuza vacía, ese sexto sentido cristiano tan propio
del celo por el cual se cae en la cuenta de
todo lo que conviene y se está siempre en punto...
Sin
el celo no hay que esperar nada de eso, sino que la obra aquella vaya
moviéndose perezosa y lánguidamente, como plantas de invernadero, o como carro
que le falta aceite y le sobra peso.
Un reparo
Me
diréis que ese celo y en esa forma tan explosiva
como yo lo presento, no es cosa mollar y fácil, y que no puede pedirse a todos.
Y
yo os responderé que, aunque para salvar o conservar una obra, basta que tenga
ésta un hombre con ese celo y con las
cualidades que ya os he descrito, para tenerla floreciente y pujante, mientras
más haya de celo, mejor.
Y
también os diría que entre una numerosa y brillante junta de señores o señoras
honorables y conspicuos por su dinero, su talento y su posición social, pero sin celo, y otra más reducida y modesta
de medias cucharas, pero con celo, yo me quedaría con mis cucharitas, después de haber mandado a paseo, con todos los respetos debidos,
a aquellos o a aquellas honorables figurones
o figuronas.
Reír
quizá hará a alguno esa salida mía, pero ¡ojalá no hiciéramos llorar tantas
veces al ángel de la guarda de nuestras obras buenas con ese inmoderado afán de
pagarnos con juntas y compañías de
gente reluciente y gorda, sólo porque
puedan dar, y de no parar mientes en
rodearnos de gentes quizá no tan gorda
que puede y quiere trabajar...!
Un tropiezo frecuente
No
pocas veces he sentido pena cuando al preguntar a algún director o fundador de
obras por el estado de las mismas, me ha salido con este gran dato, ¡muy bien, sí, señor; muy bien! ¡Si he logrado coger para presidente al marqués o
diputado tal, o a la duquesa cual y tengo ya metidos en la junta a todo lo principalito...!
¡Pobrecillos,
y se quedan tan satisfechos con aquellas adquisiciones tan valiosas y tan...
inútiles!
Porque,
hablando en plata, díganme ustedes lo que de ordinario se saca de esas juntas
de notables. Que cuando la caja flaquee por la
disminución de entradas que el aburrimiento o la falta de espíritu va
produciendo en los socios, ellos salvarán la situación con una brillante y
aparatosa fiesta de caridad, kermesse,
baile Garden party, y demás inventos
de la caridad a la moda...
Y
aun sin eso, que en un arranque de generosidad restablezcan con sus donativos
los desequilibrios de la caja.
Y no esperéis más que eso.
Y temed, en cambio de ese poco de dinero, la
debilitación del espíritu de la obra, la disminución de vuestra libertad de
acción, los constantes y angustiosos equilibrios de paciencias y halagos y el
peligro grande de que en vez de que la Junta sirva para la obra, sea la obra la
que sirva para la junta...
Amigos
y hermanos, mucho cuidado con las oligarquías
católicas.
3. La abnegación de sí mismo
Importante y valioso elemento de acción es el interés por
la obra, pero yo no sé si llega en importancia y valor al desinterés de sí
mismo, o, hablando en lenguaje más cristiano, a la abnegación.
Es
éste un punto en el que nunca se insistirá bastante y jamás debiera perderse de
vista cuando de hacer obras católicas sociales o benéficas se trate.
Los
que hayan seguido con paciencia mis pobres escritos, en serio o en broma,
habrán podido ver que este punto del desinterés constituye una de mis machaconerías, de la que hablo siempre
que puedo oportuna y importunamente.
Yo
aseguro, y al que lo dude lo remito a la experiencia de muchos desastres, que
una obra católica, piadosa, social, benéfica, educativa, como quiera que sea,
será tanto más próspera y fecunda cuanto más abnegación haya en los que la
dirijan o informen.
La
curva de su prosperidad va siempre paralela a la de la abnegación de sus jefes
y directores.
Dos razones se me ocurren, entre muchas.
Una, que pudiéramos llamar sobrenatural, y otra, natural.
Razón sobrenatural: la expresa
gráficamente el Evangelio con estas dos palabras: Dar sin esperar nada.
Dar:
ésa es la palabra de la abnegación, dar
su dinero, dar su trabajo, dar su ingenio, dar su nombre, dar su
cariño, darse todo, lo que se tiene y
lo que se es.
Ése
es el único verbo que sabe conjugar la abnegación; los que la poseen, ni saben,
ni quieren conjugar otro.
Por eso, con ellos y con lo que a ellos
pertenece, siempre se cuenta...
Y
se os dará: Y tiene que ser así. Al que se desnuda de todo lo suyo por amor a Dios,
¿puede creerse que Él le dejará pasar frío?
Permitidme un ejemplo.
Viajáis
por tierras desiertas y os encontráis con un niño a punto de morir de hambre y
de abandono por haber perdido el camino; movidos a compasión, os detenéis ante
él, le animáis, le dais de comer y de beber y lo cubrís con vuestra capa, lo
montáis sobre vuestra cabalgadura, sin reparar que el camino que os queda
todavía que andar es largo y desierto, y que aquel poco de comida y de agua que
habéis dado al niño hambriento era lo único que os quedaba para terminar
vuestro viaje. Decidme, si ese niño
tuviera padre y éste fuera rico y se enterara de lo que acabáis de hacer por su
hijo, ¿no creéis que ese padre volaría a vuestro lado a recompensaros vuestra
abnegación con su dinero, con sus servicios, con su gratitud, con el mismo
bocado de su boca y con su misma sangre, si fuera preciso?
Pues
haceos cuenta de que ese niño perdido, abandonado y enfermo de hambre, son los
pobres, los desgraciados, los hambrientos de Dios y de la felicidad, todos los
que sufren hambres, abandonos, necesidades de todas clases... y el padre de
esos hijos pobres es Jesucristo, que sabe
lo que sufren éstos, que se entera de
lo que en favor de ellos se hace y hasta se piensa, que ha prometido recibir por hecho a Él lo que por aquéllos se haga,
que posee tesoros inexhaustos de
bienes del cielo y de la tierra y que, sobre todo, tiene un Corazón infinitamente agradecido...
Decidme: si vosotros cumplís con generosidad el dad, ¿va a quedarse Él corto en el se os dará? ¿Es eso creíble? ¿Puede eso
no más que sospecharse sin ofensa gravísima a su Corazón y hasta a su
formalidad?
Sí,
hermanos. Sí y mil veces sí; se os dará,
se darán por Él, y con una medida infinitamente mayor que la de vuestra
generosidad, bienes del cielo y de la tierra, gracias y dones sobrenaturales,
atractivo, ingenio, dinero, fuerzas, iniciativas, auxilios y triunfos
inesperados; vobis, a vosotros los
que, sin mezquindades y miras terrenas, dais
todo lo vuestro a vosotros, los hombres de la abnegación y del desinterés.
En éstos, en éstos se ve constantemente
cumplida aquella frase feliz de san Pablo: no
tengo nada y todo lo poseo, no teniendo nunca una peseta propia y
disponiendo de más millones que el banco
inglés.
Dios
mío, Dios mío, si los que trabajamos en tus obras tuviéramos un poquito de más
fe o fe más viva, ¡qué ricos seríamos en nuestra pobreza!
Otra razón
La
que llamábamos natural.
Me
la ha enseñado la experiencia de hombres y de obras.
Yo
estoy convencido de que el mejor imán
para atraer el dinero de los demás a la caja de cualquier obra católica, es el desinterés del que o de los que están al
frente de ella.
He
observado que sólo cuando se convencen los demás de que el que está al frente
de esa obra ha gastado el último céntimo
suyo, es cuando se deciden a dar con gusto
y espontáneamente su dinero.
Como
también digo que buen calvario le espera al que se empeña en fundar o sostener
obras sólo con los recursos de la caridad ajena, guardando él los propios en el
banco o en fincas o de cualquier otro modo.
No
niego que llegará a reunir limosnas y auxilios, si la obra es buena y útil y
está administrada con honradez. Pero que se prepare a oír indirectas y directas, a veces hasta insidiosas, sobre su caudal,
que a fuerza de sonar tanto llega a proporciones de fabuloso, y que cuente siempre que su fama de hombre que guarda será siempre un tapón que detenga la corriente de la
caridad hacia su obra.
Yo no me pondré ahora a enjuiciar ese proceder
o instinto de la caridad o de los hombres caritativos, sólo quiero hacer
constar el hecho siempre observado de que el dinero de la caridad corre caudaloso hacia el bolsillo vacío del hombre abnegado de quien se
sabe que lo da todo y anda muy escaso
o intermitente hacia el bolsillo lleno
del hombre bueno, honrado, activo y todo lo que queráis, pero que se sabe que ahorra.
Ése
es el hecho, y ésa es, a mi juicio, una buena razón, que demuestra que el desinterés de sí mismo es un elemento de
acción que no cuesta dinero, vale más que el dinero y atrae el dinero.
Las tres abnegaciones
Quiero remachar bien esa afirmación
especificando el alcance de ese elemento, o más claro: ¿qué obliga a dar la
abnegación para que produzca esos frutos tan deseables en las obras de acción
católica a que se aplique?
¿Qué
tiene uno que dar de lo suyo para que los demás cooperen con generosidad a
nuestras obras? Tres clases de
abnegación, o, mejor, tres objetos de abnegación me atrevo a proponer.
1º
La abnegación del dinero propio.
2º
La abnegación del trabajo propio.
Y
3º La abnegación del nombre propio.
Y
vamos por partes.
4. La abnegación del dinero propio
Cuando
yo veo el uso que se hace por mucha gente buena, del dinero, y la idea que
sobre él se tiene, y los lamentables resultados que de esas ideas y usos salen,
me dan ganas atroces de escribir un librito, dedicado a los cristianos que guardan, con muy pocas páginas, para que
nadie se cansara al leerlo y con letras muy gordas, para que todos lo leyeran,
y con letras más gordas todavía, con este título: ¿PARA QUÉ OS SIRVE EL DINERO?
Y
se me ocurren unas respuestas tan destempladas y unas salidas tan sin tono,
que, ¡vamos!, me cuesta mucho trabajo colocarme en el ambiente sereno y
reflexivo en que debe estar el escritor católico.
Así, que, dejando para
mejor ocasión el librillo de marras, me contento por ahora con hacer unas
preguntillas, dejando al buen criterio del lector su respuesta.
Advierto,
ante todo, que yo no condeno el ahorro moderado para prevenir futuras
contingencias de sí mismo, de los hijos o de aquellos con quienes tenemos
obligaciones.
Eso
bien está, con tal de que no se pierda de vista que las buenas obras, para sí mismo y la buena educación, para los hijos, es el mejor tesoro que se puede ahorrar
para el mañana de uno y de ellos.
Vamos a las preguntas.
¿Es
cierto que se puede dar gloria a Dios con el dinero?
¿Es
cierto que se puede hacer mucho bien al prójimo en su alma y en su cuerpo con
el dinero?
¿Es
cierto que se deja de dar mucha gloria a Dios por falta de dinero?
¿Es
cierto que hay muchas y muy urgentes necesidades de los prójimos, por socorrer,
por falta de dinero?
¿Es
cierto que se dejan de hacer muchas obras buenas y se hacen muchas malas por
falta de dinero para fomentar las unas y contrarrestar las otras?
¿Es
cierto que evitar un pecado mortal y fomentar un acto de virtud vale más que
todo el dinero del mundo?
¿No
es verdad que se cometen muchos pecados mortales y se dejan de fomentar muchos
actos de virtud y se frustran muchas almas, que iban para santas, por falta de
dinero para la propaganda y el estímulo del bien y para la coacción del mal?
¿No
es verdad también que amar a Dios sobre
todas las cosas es darle gloria con todas las cosas que son o dependen de
uno, y amar al prójimo como a sí mismo es hacerle todo el bien que uno para sí
quisiera?
El ahorro anticristiano
¿No
es verdad y cierto, y muy cierto, todo eso?
Pues
bueno, yo quisiera saber cómo se relacionan esos dichos cristianos con estos hechos
de algunos cristianos.
Yo,
señora piadosa, viuda o soltera, sin atenciones urgentes, con comunión diaria y
unos milloncitos de capital; yo, señor respetable, de buena paga y renta, con
hijos ya bien colocados, y cobijados,
socio protector y hasta fundador de asociaciones y cofradías.
Y
yo, clérigo o seglar de cualquier cargo y estado, que tengo para vivir hoy,
mañana y pasado también, sabemos que el periódico católico de la región se
viene abajo por falta de dinero, o que las escuelas laicas prosperan, porque no
hay dinero para levantar y sostener escuelas católicas; que los seminarios se
quedan vacíos por falta de auxilios a los seminaristas pobres o que los
enfermos pobres se mueren sin sacramentos porque no hay quien los prepare con
una limosna, o que hay una familia arruinada en nuestra misma calle que está
pasando horribles hambres, o que el pobre cura de la parroquia no puede
extender más su esfera de acción entre los pobres y los niños y los obreros y
los hambrientos y desgraciados, porque su escasa asignación no da ya para más,
o... ¡pudiera poner tantas o y tan tristes...!
Sabemos que ocurre todo eso, y en su vista hemos decidido, ¡están tan malos los tiempos! reunir
todo el dinero que nos sobre, para
ponerlo en papel del Estado o en una rentita segura, sin perjuicio, desde luego, de quejarnos mucho de la maldad y
penuria de los tiempos y hasta de abrir
una suscripción en favor de esas pobres víctimas y encabezarla con alguna cosita...
Y
digo yo, ¿se atreverán esos respetables señores y señoras a decir de verdad y
sin que se les líe la lengua y se les enrojezca la cara delante de Dios: «Yo te
amo, Señor, con todo mi corazón y
sobre todas las cosas... Yo amo, Señor, a mi prójimo como a mí mismo...».
Repito:
¿se atreverán a decir eso?
Y,
si se atreven, ¿no es verdad que hay no poco de crueldad en el hecho y de mentira
y burla sacrílega en el atrevimiento de decirlo?
Yo
no hago más que preguntar; que cada cual responda. Y cuenta que nada digo del lujo pagano de no pocos.
Lo
único que digo por mi cuenta es que si una madre pasa apuros y hasta recibe
agravios del casero y de los acreedores por falta de dinero y el hijo rico sólo
la socorre de cuando en cuando y con alguna
cosita de lo que a él le sobra, esa madre tiene perfectísimo derecho a
rechazar el beso de ese hijo, por mal hijo y por embustero...
Luego, quizá me arguya alguno, ¿no se puede
guardar nada? ¿Hay que darlo todo? Sí, señor; se puede guardar algo y no
siempre hay que darlo todo.
Pero
mientras menos se guarde y más se dé, hay más razón y más delicadeza en decir:
«Yo te amo, Señor, con todo mi
corazón y sobre todas las cosas... Yo
amo, Señor, a mi prójimo como a mí
mismo...».
Y
que sólo del que dé para gloria de Dios y bien del prójimo el último céntimo
propio, puede decirse que empieza a ser perfecto amador de Dios, y del prójimo.
Y ése es todo un hombre de obras.
5. La abnegación del trabajo propio
Mucho
es y vale desprenderse del dinero propio en beneficio de la obra o institución
buena que uno dirige o a que pertenece; pero creo que vale un poquito y un
pocazo más darle nuestro trabajo en la forma que voy a exponer.
No
se olvide que yo hablo con cristianos convencidos de que hay que trabajar por
la causa de la religión y del pueblo, y que parto de ese supuesto.
Parto
también del supuesto de que esos hombres o mujeres con quienes ahora hablo
están metidos en alguna obra o institución que persigue aquellos fines, o, si
no están metidos, andan en deseos de meterse en ella o encontrarla como la
desean.
Pues
bien, a cada uno de estos en tales condiciones yo le propongo la siguiente
pregunta: ¿Quiere usted hacer mucho por su obra sin desembolsar un céntimo?
¿Sí?
El trabajo de las manos
Pues
verá: usted tiene manos ¿es verdad? Y fuera de un ratillo que se las ocupan la
cuchara y el tenedor para comer, o la pluma para escribir alguna carta y el
bastón para dar un paseíto ¿verdad que se les pasa mucho rato a sus manos sin
ocuparse en nada?
Pues
mire usted en aquel centro u obra a que usted pertenece hacen falta manos que
escriban libros de cuentas, o cartas de propaganda o recomendación, que
estrechen manos callosas de obreros o de gente a quien nadie les da la mano...
sí señor; allí hacen falta manos.
El trabajo de la cabeza
Usted
tiene cabeza, ¿verdad?, y, por consiguiente, un poquito de ingenio, de
imaginación, de sexto sentido y algo
de todas esas cosas que los psicólogos ponen en la cabeza humana.
Y
¿por qué no se decide usted a gastarse todos los días un poquito de sustancia gris en favor de la obra de
sus aficiones?
Ese
gasto de sustancia gris podría convertirse en invención de atractivos y
estímulos para su obra, en perfeccionamiento de medios, en ampliación de
horizontes, en vencimiento y desaparición de obstáculos y en qué sé yo cuántas
cosas buenas más.
El trabajo de las horas libres
Usted
tiene horas libres, pocas o muchas, ¿verdad? y hasta horas aburridas; pero
¿usted se ha fijado en todo lo que se puede hacer en una hora?
¿Le
gustan las obras de Misericordia? Es una lista de obras buenas que subyugan a
las almas generosas, ¿no es esto?
Pues
hágase usted cuenta de que en una hora bien empleada se pueden practicar todas
esas catorce obras.
Y
no digo nada si en vez de una se dispone de muchas horas todos los días.
Sume
Ahora a esa lista de medios con que se
puede trabajar, la influencia social, la simpatía personal, la facilidad de
palabra, el buen trato, las pequeñas atenciones y demás prendas con que Dios
suele adornar a sus hijos y explote todo eso en favor de la obra querida y
dígame usted si allí hará falta gastarse el dinero en el albañil de los ligeros
reparos, en el carpintero de los cuatro chapuces, en el tenedor de libros, en
el maestro para la escuela nocturna, etc., etc. Y ¡claro!, todo lo que sea ahorrar dinero,
¿no es ganar dinero?
El secreto de muchos adelantos
¡Si
se convencieran muchos de esos declamadores de la dificultad del dinero, de la
gran ganancia del mismo que en favor de sus obras podrían obtener, sólo con que
metieran en ellas un poquito más el hombro!, y quien dice el hombro, dice la
mano, la cabeza y todo lo que pueda producir trabajo.
¡Ahí
es nada lo que vale ese trabajo de todos los días y de muchas horas al día, de
todo el cuerpo con sus miembros y sentidos y de toda el alma con todas sus
potencias, de buena memoria, buen entendimiento y buena voluntad, que no mira
ni la molestia que produce ni el jornal que espera! ¿No os habéis admirado y hasta asustado
muchas veces ante la vitalidad y multiplicidad de efectos de algunas obras o
instituciones?
Allí
hay un hombre que trabaja de verdad y con constancia, ahí está el secreto.
La fecundidad de las habilidades y
aptitudes propias aprovechadas
Se
me ocurre preguntar algunas veces que oigo quejarse a algún conspicuo o
conspicua de lo poco que adelantan sus obras o de lo mucho que decaen; y
después de oírles decir que se han gastado el oro y el moro en atraer a unos y
en convencer a otros, quisiera preguntarles: pero usted, además de dar su dinero,
¿no ha llegado a dar su trabajo personal? ¿No ha sudado en esa obra? ¿No?, pues
no se extrañe usted de que aquello no haya cuajado.
Conozco,
en cambio, casos de fecundidad y prosperidad admirables, debidos a ese
desinterés del trabajo propio, y por no ser prolijo, callo.
6. La abnegación del nombre propio
Tengo
para mí que más dinero y más vida se dan a una obra católica, social o
benéfica, ocultando su propio nombre el hombre o los hombres que están al
frente de ella, para que sólo brille y
suene el nombre de Dios y el de la obra, que poniendo esos mismos en ella
todo su trabajo y todo su dinero.
Un caso
Para
explicar bien mi pensamiento.
Don Fulano funda una escuela, un centro,
un asilo, una obra católica cualquiera; pone a servicio de ella toda su
actividad, su ingenio, su dinero y su cariño; es realmente el hombre de aquella obra; y manda que su retrato figure en la sala de recibir o en lugar principal o
visible, que su nombre se invoque
para nombrar la obra, o para adquirir favor de ella, que sin su consejo o gusto no se mueva mano ni
pie. En una palabra, que la obra
aquella, más que de san José, o san Juan, o quien sea el patrono, es la obra de
don Fulano.
Este
es el caso, y ante él digo que ese sacar a relucir y ese refregar tanto el
nombre propio es condenar la obra, puesta a la sombra de ese nombre, a una vida
penosa, estéril y fugaz.
Y
que, por lo contrario, sacrificar a beneficio de una obra o de una idea el
nombre propio, no permitiendo que suene más que lo estrictamente necesario, y
trabajando constante y delicadamente por confundirse en un modesto anónimo y colgar a la obra todas las iniciativas y
todos los buenos frutos del hombre de
la misma, hacer eso -repito- es asentar la obra sobre base sólida y duradera y
prepararle una vida lozana y fructífera.
¿Pruebas?
Allá
van.
Una
obra católica será tanto mejor obra y tanto más católica cuanto más tenga de
Dios; es así que las obras de los don
Fulanos tienen poco o nada de Dios, luego las obras donfulanistas son poca obra y
poco católicas.
La
mayor de este silogismo creo que no
necesita demostración; la menor se
demuestra fácilmente con otro silogismillo.
Las
obras donfulanistas son obras del yo, es así que las obras del yo tienen poco o nada de Dios, luego...
Sí,
señores, en las obras buenas, lo he dicho mil veces: mientras más yo, menos Dios.
Dios
es muy celoso de su gloria y en ella no admite partido con nadie. Y ¿no creen
ustedes que ése decir yo soy el
padre, el jefe, el fundador, el que he hecho, el que he traído, el que he
arreglado, el que he vencido, etc., etc., y decirlo a toda hora y en toda
ocasión y en todos los tonos y con todos los disimulos imaginables; y ése no
tolerar ni sombra de poder ajeno que amengüe o discuta aquella paternidad, y
ese alabar su obra a costa de ofender a la que se cree que está enfrente o
encima de ella; y ése mirar por lo propio fastidiando y hasta perjudicando al
vecino, no creen ustedes -digo- que eso es, ni más ni menos, que una
suplantación indigna o un despojo hipócrita de la gloria de Dios perpetrado por
el yo?
¡Cuántas
veces, al visitar ciertas obras, he sentido no sé si pena o risa o las dos
cosas juntas, al ver a hombres buenos, por otros conceptos, desbaratarse por
demostrar, claro que con arte y habilidad, en los que el egoísmo es maestro
consumado, que ellos y no don Fulano ni don Perengano, ellos, ellos solitos con
toda su gran paciencia y su gran caridad y su gran constancia y su gran
talento (repito que todo eso se dice con gran habilidad) son los que han hecho aquello, y los que allí cortan el bacalao.
Y
no crean ustedes, a veces hasta invocan a Dios y a la santísima Virgen y a los
santos patronos, pero se dice todo de un modo que venga uno a comprender que el
señor o el padre aquél es también
hombre de gran influencia por allá...
Fin de cuentas
Con
tanto meter al Yo en todas partes y
en todos los rincones y con tanto saturar
la obra de Yo, ¿me quieren
ustedes decir qué hueco le queda a Dios allí? Y no cabiendo Él, ¿cabrán sus
bendiciones, sus auxilios, sus luces, sus fuerzas, sus frutos?
No,
no, ¿qué van a caber?
Allí
cabrán, no más, el criterio estrecho y ruin, la infecundidad, la antipatía, los
celos y las envidias del egoísmo.
Y
estos elementos, tarde o temprano, darán al traste con la obra en cuestión.
Y
se preguntará después: ¿por qué murió?, y quizá se responda: porque faltó el
dinero.
No,
señor -respondería yo-, aquello murió no por falta de dinero, sino por falta de
Dios y sobra de yo...
El valor del anónimo
En
cambio, cuando la obra es anónima y no sirve para encubrir robos de gloria de
Dios, ¡que bien vive!
El
Señor la bendice con efusión, porque puede decir complacido: es mi obra; los beneficiados por ella la
miran con confiado cariño, porque los beneficios que de ella reciben no les
impone la esclavitud y la adoración del amo; los amigos y
bienhechores, por lo mismo que no aparece
ser de ningún particular, la miran y quieren como cosa propia; y la obra crece,
se desarrolla y vive en un ambiente de benevolencia, prosperidad y cariño que
la hace amada de Dios y de los hombres.
Y cuidado que yo no pretendo negar a cada uno lo suyo, y, por consiguiente,
yo no relevo a los beneficiados por una obra de éstas de la obligación de
gratitud, respeto y cariñosa docilidad para con el hombre, que tanto se
sacrifica por ellos.
Negar
esa obligación sería una injusticia y una crueldad.
Pero
eso es una cosa y otra es convertir la obra en incensario que perpetuamente esté echando humo al hombre aquel, o
en jardín de sonrisas, halagos,
indignas sumisiones y hasta adoraciones en donde nuestro hombre se recree, o en
plataforma para desde allí predicar a
los cuatro vientos sus virtudes y magnanimidades...
Esto
también es injusto, porque es hacer del fin medio, es hacer servir la obra al
hombre y no el hombre a la obra, como exigen el orden y la rectitud.
Conque,
señores don Fulanos, amos y padres de
obras católicas, ¿queréis que vivan y prosperen éstas? Empezad por encoger la cresta de vuestros nombres y apellidos y
de vuestros respetables yo y
proclamad de día y de noche, y en todos los tonos, y de todas las maneras, que
el Amo y Padre de todo aquello es el
Corazón de Jesús.
¡El
desinterés del nombre propio! ¡Cuánto vale!
7. El gran tesoro
Paréceme
que podría decirme cualquiera, que haya tenido paciencia de leer la resolución
del que se ha dado en llamar magno problema de la dificultad del dinero para
las obras buenas, que según esta doctrina, eso de encontrar dinero para estas
obras debe ser cosa tan fácil como beberse un vaso de agua.
Y yo le respondería que así es: siempre que se guarden los requisitos
que yo he venido enumerando para resolver esa dificultad. De modo que el trabajo para buscar dinero no está
precisamente en buscarlo, sino en prepararse para buscarlo, o mejor dicho, en
prepararse para dejarlo venir.
Porque
ocurre eso; que, puestas las condiciones dichas, no hay ni que buscar el
dinero, él solo, o más propiamente, Dios nuestro Señor, se encarga de ponerlo
en nuestras mismas manos y en nuestros mismos bolsillos.
Sobre
todo, si a las condiciones indicadas acompaña, impregna, vivifica el último
ingrediente que me queda que explicar, y que, por ser el más importante y
eficaz, he dejado para remate de este pobre estudio.
La confianza en el Corazón de Jesús
No
vacilo en llamarle el gran tesoro. obra buena emprendida con esa confianza, yo
lo aseguro y lo pruebo, es obra terminada y de vida perdurable.
¿Qué es?
Y
como me interesa que esta idea entre
bien en la cabeza y en el corazón y en la vida de los hombres de acción
católica, quiero fijar con precisión los términos para que mi aseveración no se
achaque ni a piadosas exageraciones, ni a entusiasmos más bonitos que reales.
¿En qué consiste esa confianza
en el sagrado Corazón tan eficaz para atraer dinero? No es
un quietismo piadoso que nos exima del trabajo y de la iniciativa propios,
y que, cruzándose de brazos, lo espere todo del auxilio de lo alto.
No
es arremeter a toda obra que se
presente, conveniente o inconveniente, oportuna o inoportuna, adecuada o
inadecuada a las circunstancias de tiempo, de personas y de medios, contando
con que desde arriba ya lo arreglarán todo.
No
es sólo la fe especulativa, si, vale
decirlo así, que cree que Dios tiene providencia y que Dios ayuda a los hombres
que confían en Él; no es tampoco el pelearse con las matemáticas, y con el
cálculo prudente y con el sentido común...
Nada de eso es esta confianza de que hablo.
Esta
confianza tiene tres aspectos, uno mira al Corazón de Jesús, otro a la obra y
otro a nosotros.
Con respecto a Él
Confiar
es creer
firmemente que Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, con el mismo poder con que
está en el cielo y con el mismo Corazón con que consoló y remedió tantas penas
y miserias en su vida mortal, está en el Sagrario de nuestra iglesia.
Contar con que en ese
Sagrario ni su poder ni su Corazón están ociosos. Tener en cuenta que por mucho interés y mucho afán que tenga uno
por el feliz éxito de una obra buena, muchísimo más tiene ese Corazón vivo,
real y poderoso que está en el Sagrario, porque Él ama su gloria y nuestra
salvación infinitamente más que nosotros podemos amarlas.
Y
que, por consiguiente, por cada buen deseo nuestro en favor de aquella obra, Él
tiene un millón y por cada esfuerzo nuestro, a veces infructuoso o ineficaz,
porque valemos poco, Él dará una bendición que valga por un millón de esfuerzos
nuestros.
Contar con que ese Corazón tiene amor y quiere el bien para todos y cada
uno de los hombres, y de tal modo para cada uno como si no tuviera que dar amor
más que a ése sólo; tener presente
que una obra católica, en tanto es
buena, en cuanto sirve para llevar a
cada hombre esa ración de amor y de bien que el Corazón de Jesús tiene empeño decidido en dar, y tanto más buena y más querida de Él será,
cuanto mayor ración dé.
Convencerse de que a pesar de
todos sus anonadamientos eucarísticos y su vida de perpetuo perseguido, y de
incansable paciente, no permitirá jamás
que falten en absoluto los medios para hacer llegar su amor a los hombres y
para que los hombres se lleguen a su amor...
Con respecto a la obra
Confiar es tener cuidado de que la obra responda bien a esa necesidad del Corazón de Jesús.
Si
Éste tiene necesidad de comunicarse con los
hombres, y no quiere comunicarse directamente, sino por medio de otros
hombres, la obra que sirva para esa comunicación tiene una gran razón de ser y de vivir, y vivirá.
¿Hay un pueblo sin
templo en que congregarse, sin púlpito desde donde se predique, sin copón en
donde guardar el sacramento de la vida...? ¿Hay niños sin padres que les den
pan y cariño, sin maestros que les enseñen a Cristo...? ¿Hay obreros sin
trabajo, humildes explotados sin defensa, jóvenes sin protección ni guía...?
¿Hay doncellas en peligro, viudas en abandono, ancianos sin abrigo,
desamparados sin horizontes, afligidos sin consuelo, pecadores con remordimientos,
sin alivio...?
Pues
bien, el Corazón de Jesús quiere y
necesita, supuesto su amoroso designio de salvar a unos por medio de otros,
una obra, una institución por medio de la cual su amor y su bien lleguen a esas pobres almas.
Y
¿sabéis lo que esto significa? Que podrán esas almas aprovecharse o no de ese
amor y de ese bien, según quieran, porque son libres, pero lo que no podrá ocurrir es que falte dinero, ni
recurso alguno para que viva la obra vehículo del Corazón de Jesús.
En
el presupuesto del banco de la divina
providencia hay seguramente consignada
de una partida para esa obra.
Toda
la dificultad está en la elección de la obra, que sea una obra que sirva al Corazón de Jesús, que, si sirve, no hay que preocuparse más que de
gastar la consignación de los
presupuestos divinos.
Y
eso es confiar en el Corazón de Jesús o sostener una obra contando sólo con esta consignación, una vez que se esté convencido de que la obra sirve.
Con respecto a nosotros
Esta
confianza pide de parte del hombre, autor y sustentador de la obra, lo que
hacía falta a san Pedro para andar por encima de las aguas: dejarse ir.
Convencido
de que el Corazón de Jesús es el Corazón de Jesús y de que la obra es más de Él
que de uno, no hay que hacer más que eso: dejarse ir.
Es
decir: procurar que la obra siga siendo lo que el Corazón de Jesús quiere que
sea, y esperar que no faltará nada.
¿Que
llega el sábado o el fin de mes y hay que tener reunidas mil, dos mil pesetas? déjese usted ir, que ya vendrán.
¿Que
hace falta un tabique allí, una reparación aquí, papel para esto o material
para aquello, y no hay de qué?
Cómprelo
usted y déjese ir.
¿Que
se han borrado tantos socios y se han dado de baja tantos bienhechores, y se ha
perdido tal limosna y se ha disminuido cual entrada y no se sabe por dónde va a
venir el mes próximo el dinero? Siga usted, que el dinero de esa obra sabe muy
bien su camino, y déjese ir.
Pero
-quizá me objete alguno- para dejarse ir,
como usted dice, hace falta tener la sangre muerta, o más paciencia que Job o
más fe que Abraham, o no dormir ni comer de las continuas desazones, y eso...
No,
para dejarse ir de ese modo no hace
falta más que tener confianza en el Corazón de Jesús, cosa la más cómoda y
fácil y al alcance de todas las fortunas espirituales...
Respuesta final
Sin dinero, ¿qué vamos a hacer?
Ahora,
y con estas consideraciones a la vista, ya puedo responder a los que hacían las
preguntas del principio.
¿Va
usted a fundar un catecismo, una escuela, un centro, una juventud, una obra
cualquiera? Primero preocúpese de
solear, alumbrar y vivificar su proyecto ante el Sagrario. Después que haya
llevado esa misma idea unas cuantas veces ante el Corazón de Jesús, empezará a ver y a sentir; a ver si debe y
lo qué, cómo, cuándo y con quién debe empezar a trabajar. Y a sentir en su alma una especie de
cosquilleo inquietante primero; una decisión entusiasta, más tarde, y, por
último, algo así como un empujón, que
equivale a un ¡anda ya!, que lo pone
a uno en una actividad asombrosa.
Para prevenir desorientaciones y no malograr esfuerzos, busque el
consejo y la dirección del encargado por Dios de aquella clase de obras o
necesidades y entonces, si trata, por ejemplo de fundar un catecismo, sale
usted a la calle y con la palabra, con la mano, con la campanilla o con lo que
usted quiera, empieza usted a llamar a todos los chiquillos catequizables.
Que
no tiene dinero y ¿qué les va a dar para atraerlos? Lo que tenga a su
disposición.
Aparte
de lo que, sin que usted se dé cuenta, está haciendo el Corazón de Jesús desde
el Sagrario, usted va a dar a esos niños por lo pronto una buena cara, un buen
trato, una caricia, un cuentecillo, un rato de juego, una coplilla, y junto con
todo esto y sirviéndole de condimento, mucho, mucho cariño (los niños huelen eso al punto), y yo le aseguro que por
lo menos su catecismo queda fundado aquel día y con cuerda para muchos días más.
Y ya ve usted: hasta ahora no ha sido
menester gastar ni un céntimo.
¿Que
para más adelante, para conservar la asistencia, harán falta algunas pesetillas
para libros, material pedagógico, etc., etc.?
Sí,
señor, que harán falta.
Como
también las necesitará el fundador o sostenedor de una escuela para pagar
maestros y papel; y el de un centro, el de un periódico o un patronato para los
mil gastos que ocurran.
Pero
también le anuncio, para su satisfacción, que, mientras la obra tenga su hombre, la aliente el celo incansable e ingenioso de un grupito, por reducido que sea, la
preserve e incomunique contra todo
microbio la abnegación del
dinero, del trabajo y del nombre propios, y se apoye, como en su más sólido
fundamento, en la confianza sin
límite ni recelo en el Corazón de Jesús, la obra vivirá, crecerá y se
multiplicará por los siglos de los siglos con dinero y auxilios abundantes y
hasta de sobra.
¡Matemáticamente
cierto!
El último reparo
¿Que
todo eso que yo propongo para buscar, encontrar y sustituir el dinero para la
acción católica es difícil, muy difícil, casi, casi imposible?
La última respuesta
Respondo
con una sencilla distinción: si a la acción católica, si al apostolado se va
con miras terrenas y con espíritu mundano y naturalista, ciertamente, todo eso
que ya he dicho de celo, abnegación y confianza, es más que difícil,
imposible.
Pero si al apostolado
se va partiendo de la comunión bien digerida
y asimilada de la Hostia del Sacrificio de la misa (no sólo centro del
símbolo católico, sino principio vital de toda actividad católica) y en el
ejercicio del apostolado, se procura recordar constantemente que está uno
enviado por el Cordero de su comunión de la mañana para ser también cordero entre muchos lobos, o más
breve:
Si a la acción
católica se va como católico, con fines y
medios católicos, entonces las dificultades se truecan en facilidades y lo
irrealizable en bellas y espléndidas realidades, y se repite el milagro mil
veces obrado por el apostolado auténtico de la victoria del cordero sobre los
lobos y de la conversión de los lobos en corderos.
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