La primera
pesca
milagrosa
(Lc 5, 1-11)
La Pesca Milagrosa es un milagro repetido,
lo mismo que la Multiplicación de los Panes y la Echada de los Mercaderes
del Templo. Cuando Cristo repita el mismo gesto, eso tiene misterio; y la
segunda vez no significa lo mismo que la primera; porque de no, bastaba la
primera. Este milagro significa el poder de Dios sobre los animales
irracionales... y los racionales.
La Primera Pesca Milagrosa está junto
con la Segunda Llamada de los Apóstoles (la llamada a ser Apóstoles y no ya
meros creyentes) y la segunda “rica pesca” –como traduce Lutero– está después
de la Resurrección en la penúltima –y no en la última, como dice Lagrange– aparición
de Jesús: la última, antes de la Ascensión; junto con la confirmación de Pedro,
pecador contrito, como jefe de la Iglesia: “Apacienta mis ovejas”.
Los milagros de Cristo tuvieron por
fin mostrar Su poder, que es el poder de Dios: son la confirmación divina de lo
que Él enseñó. Cristo mostró su poder sobre las cosas inanimadas caminó sobre
las aguas), sobre los productos del hombre (multiplicó el pan y el vino), sobre
las plantas (secó la higuera maldita), sobre los animales (en este caso) y
también sobre el cuerpo humano (curó enfermos), sobre los demonios (los
exorcizó y dominó) y sobre la Muerte, el gran conquistador del género humano,
como la llamó el poeta Schiller, “der Erobner”, resucitando tres muertos
y resucitando El mismo. Pero ninguno de estos poderes podían hacer impresión
tan inmediata sobre los Apóstoles, pescadores de profesión, como su poder sobre
los peces: bicho que no tiene rey. Así, por ejemplo, usted puede ser el
matemático, literato o filósofo más grande del mundo y su mujer de usted no se
asombrará; pero si un día llega a mostrarle que sabe más que ella de cocina, se
quedará impresionadísima. Y así Simón Pedro hijo de Juan se impresionó como
nunca en su vida y sintió el pavor de la divinidad delante de Él: que eso
significa claramente su extraño grito: “¡Apártate de mí, Señor, que soy un
hombre pecador!”. Bueno, si era pecador, tenía que decir lo contrario:
“¡Acércate a mí, Señor, salud de los pecadores!”, comenta Maldonado con
bastante simpleza. No se trataba allí de devoterías, y San Pedro no era una
beata. “No temas: desde hoy yo te haré ser pescador de hombres.”
Hay un sentimiento profundo y
primordial en el ser humano, consistente en que, delante de lo infinito –es
decir, de lo divino– el hombre se queda chuto. Los que han estado en una
tempestad en el mar o en la cumbre de una alta montaña lo conocen; y muchos
otros, además. Es el sentimiento que los ingleses llaman awe y que no
tiene nombre en castellano: la palabra reverencia, que en latín equivale a awe
y significa temer el doble (revereor) se ha gastado y no significa
más temor al doble. Eso lo llaman hoy sentimiento de inferioridad, de
indigencia o de anonadamiento; y constituye el fondo del sentimiento
religioso, oh Maldonado ¿Es posible que nunca lo hayas sentido, oh ratón de
biblioteca? Es lo que sintió San Pedro; sintió una sublimidad, una infinitud
delante de Él; y se espantó. Y era para espantarse, porque en seguida Cristo le
dijo que lo iba a hacer“ pescador de hombres”. “Y enseguida, llevadas las
canoas a la ribera, y abandonando allí todo, lo siguieron.” Algún tiempo
después tras una noche de oración, bajó Cristo del Monte, se sentó entre ellos,
y señalándolos y nombrándolos uno por uno, designó a los Doce. Hoy día todos
somos “Apóstoles”, de labios afuera. Ser apóstol es difícil, es tremendo: pide
muchas etapas y son pocos los verdaderos.
En la segunda pesca, Pedro no se
espantó, Cristo resucitado apareció en un fiordo del Lago, haciéndose el
forastero; y les gritó: “Muchachos ¿habéis pescado?”. Era demasiado evidente
que no habían pescado nada en toda la noche, y así lo reconocieron bruscamente.
Sucedió la otra pesca milagrosa, después de la instrucción del forastero:
“Echad a estribor.” San Juan reconoció a Cristo y advirtió a San Pedro: “Es el
Señor.” San Pedro, “que estaba desnudo, se puso la túnica y se tiró a nado”,
dice la Vulgata latina; por donde se ve que el traductor de la Vulgata, a pesar
de ser dálmata, no sabía nadar: no se puede nadar con una túnica. San Pedro
estaba en traje de gimnasta –que es la palabra del texto griego: “éen
gar gimnós”– es decir, en zaragüelles oshorts, como dicen ahora; y
lo que hizo fue ceñírselos fuertemente (“se ciñó”, dice el griego) porque el
agua es una gran quitadora de zaragüelles, si uno se descuida. San Pedro, pues,
se pasó un cinturón sobre la vestidura sumaria que tenía para el trabajo. En
esta ocasión después que comieron juntos, y después de preguntarle solemnemente
tres veces si lo amaba más que los otros Cristo le dijo también por tres veces
delante de todos: “Pastorea mis ovejas”, y le predijo su martirio.
Este doble milagro significa pues con
toda claridad el milagro moral de la Iglesia. Mas la primera pesca representa
la Iglesia en este mundo; y la segunda, la Iglesia de la Resurrección, la
Iglesia Triunfante. Y así todas las diferencias entre los dos milagros apuntan
a ese sentido: en la primera, Cristo no les dice: “Echad a la derecha”, como en
la segunda: la derecha siendo la señal de los elegidos en la parábola del
Juicio Final; en la primera se rompen las redes y en la segunda no; en la
primera llenan los botes con la pesca y en la segunda la arrastran a tierra
firme; en la primera Pedro se espanta y en la segunda salta al agua
apresuradamente para ir a Cristo; en la primera no se cuentan los peces y en la
segunda Cristo les manda contarlos muy cuidadosamente, rechazando los chicos; y
el resultado son 153 peces grandes. Finalmente, la primera tiene lugar al comienzo
del ministerio eclesiástico de Cristo; y la segunda a la vista de Cristo
resucitado. Y Cristo no está más en la barquilla: está en la ribera.
En ningún otro Evangelio los símbolos
son tan claros como en éste: la derecha es el lugar de los elegidos, ya lo
hemos dicho; el romperse las redes significa las herejías y cismas que
acompañan a la Iglesia en este mundo; la tierra firme en contraposición al mar
significa siempre en los profetas lo divino con respecto a lo terrenal, la
religión contrapuesta al mundo; el contar los peces significa el juicio y la
elección; e incluso el número 153 significa algo. De modo que los pescadores
de hombres pescarán dos veces: una durante la duración de este mundo y otra
al final de él; la primera pesca llenará la barquilla de Pedro, la segunda el
convite de la bienaventuranza y eso por virtud de lo Alto y no por virtud
humana, porque “sin Mí nada podéis”; las dos pescas son milagrosas. Cristo
figuró siempre en sus parábolas la alegría de la vida bienaventurada como un
convite; y en afecto, allí al llegar a las márgenes del fiordo (la
desembocadura del arroyo Hammán, según se cree) les tenía preparado un almuerzo
no por modesto menos alegre; había un pez asado al fuego, pan y miel; y había
sobre todo la presencia gloriosa del Maestro amado. Los ciento cincuenta y tres
peces grandes resultaron pues un lujo. No dice el Evangelio que los tiraron de
nuevo al mar; pero bien puede ser que hayan seguido a Cristo olvidados de todo
y “abandonándolo todo”, como la primera vez –yo, conque Dios me dé en el cielo
“olvidarlo todo”, me doy por satisfecho. ¡Qué convite de bodas! Dormir es lo
que necesito–.
¿Es esto que hemos hecho con estos
dos evangelios paralelos una alegoría? No es una alegoría, no es el sentido
alegórico que llaman. Es el segundo sentido literal: o sea el
sentido religioso, místico o anagógico, como dicen los pedantes. En la
Encíclica Divino Afflante Spiritu, S. S. Pío XII recomienda mucho a los
exégetas que busquen el sentido literal; y que sobre él, como es obvio, funden
todos los demás; y los previene y desanima contra la “alegoría” o “sentido
traslaticio”, como allí se llama; de la cual abusaron bastante, conforme al gasto
de su época, que no es el nuestro, los exégetas antiguos. Para dar un ejemplo
de estos diversos sentidos de la Escritura, legítimos en sí mismos pero
subordinados entre sí, sirva este evangelio: en afecto, San Agustín interpretó
alegóricamente el número 153; y San Jerónimo en el sentido literal segundo.
¿Quiere decir algo ese número?
Ciertamente; porque no de balde Cristo hizo numerar los peces, y el Evangelista
lo escribió. ¿Qué quiere decir? San Agustín nota que 153 es igual a la suma de
todos los números enteros de uno hasta diecisiete; y el número diecisiete se
descompone en diez más siete: diez significa los Preceptos del Decálogo
y siete los dones del Espíritu Santo: he aquí juntas la Ley Antigua y la
Nueva. Esta alegoría matemática es muy ingeniosa, pero si Cristo hubiera
querido dar a entender eso, los Apóstoles se hubiesen quedado en ayunas; y
todos los cristianos hasta el siglo IV; y los demás, también.
San Jerónimo, que estaba en Palestina
en el mismo tiempo en que San Agustín profería su sermón N° 251 –el más hermoso
de sus sermones– descubrió el acertijo quizá por un casual: averiguó que los
pescadores palestinenses creían que 153 especies diversas de peces existían y
nada más; y parece que esta creencia era general, puesto que Jerónimo cita como
autoridad sobre ella a Oppiano de Cilicia, poeta que vivió 180 años después de
Cristo. De ese modo, el símbolo era transparente, aun para los Apóstoles;
significaba que en el Reino de los Cielos habría hombres de todas las especies
–y hay una repetición del mismo símbolo en la visión que tuvo San Pedro en
Joppe en el mismo sentido–, judíos y gentiles, orientales y occidentales,
chinos y franceses, blancos y mulatos, inocentes y pecadores, empleados
públicos y vendedores ambulantes de ojos artificiales; e incluso algún ex
ladrón y alguna ex prostituta: excepto solamente los usureros y los
politiqueros, gracias a Dios. Ésos, aunque solemos llamarlos pejes, son
sapos y culebras en realidad –esto último es sentido alegórico; y no lo inventó
San Agustín, sino yo–.
“Los hechos del Verbo también son
verbos”, dice San Ambrosio: los milagros de Cristo, además de ser un beneficio
a sus receptores son también y muy principalmente un símbolo, una parábola en
acción: “uno eodemque sermone, dum narrat gestum, prodit mysterium”, dice
Gregorio el Magno. De modo que este doble milagro, al mismo tiempo que
significa el poder de Cristo sobre los animales, es también signo de la Iglesia
en sus dos estados: Militante y Triunfante; y de la bienaventuranza. ¡Dichoso
pues el que sea pescado de esa suerte y sea sacado de las tinieblas a la luz; y
de animal salvaje se convierta en manjar sabroso, asado por el fuego de la
tribulación, aderezado con la miel de la gracia divina, digno de la mesa de
Dios!
(CASTELLANI, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1977, pp. 259-264)
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