SANTO PADRE
JUAN PABLO II
VISITA PASTORAL
A LA PARROQUIA ROMANA
DE LA ASCENSIÓN
Domingo 3 de febrero de 1980
Domingo 3 de febrero de 1980
1. Este domingo me ofrece de
nuevo la posibilidad de encontrarme con esa comunidad fundamental del Pueblo de
Dios que es, en la Iglesia, una parroquia. Este es un encuentro "con la
comunidad" y al mismo tiempo, un encuentro "en la comunidad".
Efectivamente, por medio de la visita pastoral de vuestro obispo, os volvéis a
encontrar, de cierta manera, en esa comunidad más grande del Pueblo de Dios que
es la Iglesia Romana, la Iglesia "local", esto es, la diócesis. Esta
es, a la vez, la Iglesia de las Iglesias —si se puede decir así— ya que Roma,
como Sede de San Pedro, constituye el centro de todas las Iglesias
"locales" del mundo, las que por medio de este centro se vinculan y
se unen en la comunidad universal de la única Iglesia. Así, pues, nuestro
encuentro de hoy tiene simultáneamente estas tres dimensiones: parroquial,
diocesana y universal.
Que pueda servir eso para reforzar
el amor que San Pablo confiesa y anuncia en la liturgia de hoy de modo tan
maravilloso.
En el espíritu de este
amor, que es el vínculo de la comunidad y la fuente de nuestra unidad —sobre
todo con Dios mismo en Cristo— os saludo cordialmente queridísimos hermanos y hermanas
que habéis venido de todo el barrio para testimoniar vuestro afecto y vuestra
devoción al Papa. Saludo también a los que habrían participado gustosamente en
este encuentro pero están impedidos en casa o por la enfermedad o por algún
compromiso ineludible. Os confío el encargo de llevarles mi saludo y mi
felicitación.
Quiero reservar ahora una
mención especial al obispo auxiliar mons. Giulio Salimei que con tanto celo ha
hecho la visita pastoral a esta parroquia en los días pasados. Desde él pasa espontáneamente
el pensamiento al párroco y a los demás sacerdotes del presbiterio a quienes el
Concilio ha designado como "cooperadores del obispo" (cf. Decreto Presbyterorum
ordinis 2, 4, 7): ellos están en medio de vosotros para construir una
comunidad viva que, alimentándose en la mesa del Pan eucarístico y de la
Palabra de Dios, sepa dar testimonio de Cristo con el ejemplo de la coherencia
personal y del amor desinteresado.
Saludo después a las religiosas
Batistinas, que tienen en este barrio una floreciente escuela infantil y
elemental: a ellas dirijo la expresión de mi aprecio por la generosa entrega a
las tareas educativas y por la activa colaboración en las iniciativas
parroquiales. También saludo a los exponentes de las Asociaciones, Movimientos,
Grupos catequísticos, que se afanan para animar cristianamente el ambiente de
los jóvenes y de los adultos, facilitándoles una formación interior cada vez
más profunda y madura.
Quisiera hacer llegar una
palabra especial de saludo también a los que se sienten sicológicamente lejanos
de la comunidad parroquial, en relación con la que nutren sentimientos de
indiferencia o quizá incluso de hostilidad. Sepan que es deseo del Papa, como
de los sacerdotes de la parroquia y de todo otro ministro de Dios, entablar con
ellos un diálogo que pueda disipar equívocos o permitir un conocimiento
recíproco mejor y una conversación profunda sobre Cristo y su Evangelio.
2. Ciertamente, el mensaje de
Jesús está destinado a "plantear problema" en la vida de cada uno de
los seres humanos. Nos lo recuerdan también las lecturas de la liturgia de hoy,
y sobre todo el texto del Evangelio de Lucas, que acabamos de oír. El nos
induce a volver una vez más con el pensamiento a las palabras que dejó en
nuestra memoria la solemnidad de ayer. En el momento de la Presentación de
Jesús en el templo, que tuvo lugar a los 40 días de su nacimiento, el
anciano Simeón pronunció sobre el Niño las siguientes palabras: "Puesto
está para caída y levantamiento de muchos en Israel y para signo de
contradicción" (Lc 2, 4).
Hoy somos testigos de la contradicción
que Cristo encontró al comienzo mismo de su misión —en su Nazaret—.
Efectivamente: cuando, basándose en las palabras del profeta Isaías, leídas en
la sinagoga de Nazaret, Jesús hace entender a sus paisanos que la predicción se
refería precisamente a El, esto es, que El era el anunciado Mesías de Dios (el
Ungido en la potencia del Espíritu Santo), surgió primero el estupor, luego la
incredulidad y finalmente los oyentes "se llenaron de cólera" (Lc
4, 28), y se pusieron de acuerdo en la decisión de tirarlo desde el monte sobre
el que estaba construida la ciudad de Nazaret... "Pero El atravesando por
en medio de ellos, se fue" (Lc 4, 30).
Y he aquí que la liturgia de
hoy —sobre el fondo de este acontecimiento— nos hace oír en la primera lectura
la voz lejana del profeta Jeremías: "Ellos te combatirán, pero no
te podrán, porque yo estaré contigo para protegerte" (Jer 1 19).
3. Jesús es el profeta del
amor, de ese amor que San Pablo confiesa y anuncia en palabras tan
sencillas y a la vez tan profundas del pasaje tomado de la Carta a los
Corintios. Para conocer qué es el amor verdadero, cuáles son sus
características y cualidades, es necesario mirar a Jesús, a su vida y a su
conducta. Jamás las palabras dirán tan bien la realidad del amor como lo hace
su modelo vivo. Incluso palabras, tan perfectas en su sencillez, como
las de la primera Carta a los Corintios, son sólo la imagen de esta realidad:
esto es, de esa realidad cuyo modelo más completo encontramos en la vida y en
el comportamiento de Jesucristo.
No han faltado ni faltan, en la
sucesión de las generaciones, hombres y mujeres que han imitado eficazmente
este modelo perfectísimo. Todos estamos llamados a hacer lo mismo. Jesús ha
venido sobre todo para enseñarnos el amor. El amor constituye el contenido del
mandamiento mayor que nos ha dejado. Si aprendemos a cumplirlo, obtendremos
nuestra finalidad: la vida eterna. Efectivamente, el amor, como enseña el
Apóstol "no pasa jamás" (1 Cor 13, 8). Mientras otros carismas
e incluso las virtudes esenciales en la vida del cristiano acaban junto con la
vida terrena y pasan de este modo, el amor no pasa, no tiene nunca
fin. Constituye precisamente el fundamento esencial y el contenido de la vida
eterna. Y por esto lo más grande "es la caridad" (1 Cor
13, 13).
4. Esta gran verdad sobre el
amor, mediante la cual llevamos en nosotros la verdadera levadura de la vida
eterna en la unión con Dios, debemos asociarla profundamente a la segunda
verdad de la liturgia de hoy: el amor se adquiere en la fatiga espiritual.
El amor crece en nosotros y se desarrolla también entre las contradicciones,
entre las resistencias que se le oponen desde el interior de cada uno de
nosotros, y a la vez "desde fuera", esto es, entre las múltiples
fuerzas que le son extrañas e incluso hostiles.
Por esto San Pablo escribe que
"la caridad es paciente". ¿Acaso no encuentra en nosotros muy
frecuentemente la resistencia de nuestra impaciencia, e incluso simplemente de
la inadvertencia? Para amar es necesario saber "ver" al
"otro", es necesario saber "tenerle en cuenta". A veces es necesario
"soportarlo". Si sólo nos vemos a nosotros mismos, y el
"otro" "no existe" para nosotros, estamos lejos de la
lección del amor que Cristo nos ha dado.
"La caridad es
benigna", leemos a continuación: no sólo sabe "ver " al
"otro", sino que se abre a él, lo busca, va a su encuentro. El amor da
con generosidad y precisamente esto quiere decir: "es benigno" (a
ejemplo del amor de Dios mismo, que se expresa en la gracia)... Y cuán
frecuentemente, sin embargo, nos cerramos en la caparazón de nuestro
"yo", no sabemos, no queremos, no tratamos de abrirnos al
"otro", de darle algo de nuestro propio "yo", sobrepasando
los límites de nuestro egocentrismo o quizá del egoísmo, y esforzándonos para
convertirnos en hombres, mujeres, "para los demás", a ejemplo de
Cristo.
5. Y así también, después,
volviendo a leer la lección de San Pablo sobre el amor y meditando el
significado de cada una de las palabras de las que se ha servido el Apóstol
para describir las características de este amor, tocamos los puntos más
importantes de nuestra vida y de nuestra convivencia con los otros. Tocamos
no sólo los problemas personales o familiares, es decir, los que que tienen
importancia en el pequeño círculo de nuestras relaciones interpersonales, sino
que tocamos también los problemas sociales de actualidad primaría.
¿Acaso no constituyen ya los
tiempos en que vivimos una lección peligrosa de lo que puede llegar a
ser la sociedad y la humanidad, cuando la verdad evangélica sobre el amor se la
considera superada?, ¿cuándo se la margina del modo de ver el mundo y la vida,
de la ideología?, ¿cuándo se la excluye de la educación, de los medios de
comunicación social, de la cultura, de la política?
Los tiempos en que vivimos, ¿no
se han convertido ya en una lección suficientemente amenazadora de lo que
prepara ese programa social?
Y esta lección, ¿no podrá
resultar más amenazadora todavía con el pasar del tiempo?
A este propósito, ¿no son ya
bastante elocuentes los actos de terrorismo que se repiten continuamente, y la
creciente tensión bélica en el mundo? Cada uno de los hombres —y toda la
humanidad— vive "entre" el amor y el odio. Si no acepta
el amor, el odio encontrará fácilmente acceso a su corazón y comenzará a
invadirlo cada vez más, trayendo frutos siempre más venenosos.
6. De la lección paulina que
acabamos de escuchar es necesario deducir lógicamente que el amor es
exigente. Exige de nosotros el esfuerzo, exige un programa de trabajo sobre
nosotros mismos, así como, en la dimensión social, exige una educación
adecuada, y programas aptos de vida cívica e internacional.
El amor es exigente. Es
difícil. Es atrayente, ciertamente, pero también es difícil. Y por esto encuentra
resistencia en el hombre. Y esta resistencia aumenta cuando desde fuera
actúan también programas en los que está presente el principio del odio y de la
violencia destructora. Cristo, cuya misión mesiánica encuentra desde el primer
momento la contradicción de los propios paisanos en Nazaret, vuelve a afirmar
la veracidad de las palabras que pronunció sobre El el anciano Simeón el día de
la Presentación en el templo: "Puesto está para caída y levantamiento de
muchos en Israel, y para signo de contradicción" (Lc 2, 34).
Estas palabras acompañan a
Cristo por todos los caminos de su experiencia humana, hasta la cruz.
Esta verdad sobre Cristo es
también la verdad sobre el amor. También el amor encuentra la
resistencia, la contradicción. En nosotros, y fuera de nosotros. Pero esto no
debe desalentarnos. El verdadero amor —como enseña San Pablo— todo lo
"excusa" y "todo lo tolera" (1 Cor 13, 7).
Queridos hermanos y hermanas,
este encuentro nuestro de hoy sirva, al menos en pequeña parte, para la
victoria de este amor, hacia el cual camina continuamente, entre las pruebas de
esta tierra, la Iglesia de Cristo con la mirada fija en el testimonio de su
Maestro y Redentor.
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