y su influencia en la familia.
Las enseñanzas esenciales
de la Iglesia
S.E.R. Mons. Jean LAFFITTE
Secretario del
Consejo Pontificio para la
Familia
San Luis, Argentina
27 de octubre 2012
( I- En frente del relativismo,
los desafíos al matrimonio y a la familia hoy - a) Comprender el
relativismo - b)
Una sistemática deconstrucción de las estructuras del matrimonio y de la familia
- c) Banalización de la sexualidad humana - d) De la revolución sexual a la
revolución política
II- Amor humano y
esperanza: las enseñanzas de la Iglesia - a) La naturaleza del matrimonio - b) La familia como el lugar de
transmisión de la vida - c) La familia en la sociedad.)
Introducción
En el principio de su
pontificado, el Papa Juan Pablo II invitó a los cristianos a «meditar y vivir
conscientemente lo que Dios, la Iglesia, la humanidad entera esperan hoy de la
familia»; afirmó que no hay oposición entre los anhelos de la humanidad, los de
Dios y los de la Iglesia. El anhelo más profundo del corazón del hombre es,
conforme a la visión de la Iglesia, su deseo de amar profundamente y de ser
amado totalmente, una aspiración a realizarse en la comunión. Ahora bien, esta
comunión debe comprenderse en vista de su fundamento originario y último, que
es Dios. Esto me lleva a comenzar haciendo una precisión de orden metodológico
que evitará no pocos malentendidos: el título de esta conferencia no debe
entenderse como si quisiéramos estudiar solo lo que es común a todos los
hombres (la preocupación del relativismo ético y sus consecuencias), para
ocuparnos después de lo que es específicamente cristiano. Esto sería un grave
error, que supondría que Dios no tiene nada que ver con la naturaleza del
hombre y de la mujer, con el amor humano, con el matrimonio y la familia. Por tanto,
se constituiría como una segunda instancia, y se propondría a los hombres como
una opción, una especie de embellecimiento de la realidad del matrimonio, una
especie de tinte religioso, con una finalidad fundamentalmente estética. Sería
por ejemplo la opción de algunos novios, prácticamente no creyentes, pero que
por nada del mundo dejarían de casarse por la Iglesia, pues al fin y al cabo es
más alegre y más bonito. Esta perspectiva del matrimonio, que separa totalmente
matrimonio natural y matrimonio sacramental, es válido desde el punto de vista
de las ciencias humanas: estadística, sociología, pero es totalmente inadecuada
desde el punto de vista del pensamiento cristiano: inadecuada no solamente en
el plano religioso (la verdad es que la esfera religiosa –como veremos– abarca la
totalidad de la naturaleza), sino también inadecuada desde el punto de vista de
la filosofía del hombre, la cual, en las materias que se refieren al amor, a la
vida común propia del matrimonio, al ejercicio de la facultad sexual, va más
allá de la realidad visible y observable. Solamente quisiera recordar la
distinción clásica entre problema y misterio (G. Marcel). El amor,
como todas las cuestiones esenciales que se presentan en el corazón del hombre
(el sufrimiento, la muerte, la amistad, el sentido de nuestra actividad, la
educación de nuestros hijos…), no es un problema, sino que es un misterio.
No es algo que resolvemos: entramos en él.
No es exagerado afirmar
que, al menos en Europa y en los países occidentales, nos encontramos, después
de unas décadas, ante una situación totalmente inédita. Hasta hace más o menos
medio siglo, la institución civil del matrimonio y su forma cristiana,
sancionada canónicamente por el sacramento del matrimonio, se basaban ambas en
el derecho natural. La profundización, por parte del Derecho de la Iglesia, de
los contenidos del matrimonio, de sus fines, del consentimiento y de sus
efectos, encontraba un apoyo y una resonancia natural en las diversas legislaciones
civiles: los esposos se comprometían a ser fieles tanto ante el alcalde como
ante el sacerdote, su apertura a la vida, los deberes de los padres en la
educación, eran los mismos en una parte y en otra. Hoy en día vemos que la
autoridad civil de muchas naciones, sobre todo en Occidente, ya no toman su
punto de apoyo del derecho canónico, sino de las consideraciones sociológicas.
La prioridad ya no es la
traducción en las leyes de la naturaleza del vínculo conyugal, sino la
fundamentación jurídica de nuevos modelos que corresponden sociológicamente a
exigencias inéditas que emanan de tal clase social, de tal grupo de presión
inspirado por cierta escuela de pensamiento o cierta ideología, en fin, de
modelos impuestos por nuevos comportamientos.
De hecho, no es algo
sorprendente: la reflexión de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia se ha
situado siempre en una perspectiva que pone en primer plano a los contrayentes
de tal modo que sirvió de inspiración a diversas regulaciones civiles del matrimonio
como el Código de Napoleón.
El resultado de lo que
debemos considerar como una verdadera revolución es el alejamiento
aparentemente irreversible del derecho natural, que ha perdido para la edad
moderna su valor de criterio de referencia hasta llegar a ser considerado como
sospechoso y trasnochado. Las discusiones en torno al Pacto Civil de
Solidaridad (El PaCS en Francia, o las uniones civiles en otros países) han
ejemplificado, entre los partidarios y los detractores de este nuevo modelo, un
verdadero diálogo de sordos, donde una expresión tan ampliamente contrastada y
admitida a lo largo de los siglos como la que describe el matrimonio como la
unión natural de un hombre y una mujer, ha quedado brutalmente descalificada.
Antes de formular el más elemental juicio moral, se hace evidente la
constatación de que asistimos a una verdadera ruptura con respecto a una
tradición social y tan antigua como el Derecho Romano, ruptura que supone e
implica grandes trasformaciones en el plano antropológico. Lo que está en juego
es ni más, ni menos, la existencia de un modelo de civilización que los ciudadanos
no habían escogido, pues les parecía fundado en el orden natural de las cosas.
Conviene considerar la absoluta novedad en la historia del pensamiento de los
argumentos de razón que son invocados para justificar una o otra actuación en
derecho matrimonial.
La Constitución Gaudium
et spes del Concilio Vaticano II dice que el bienestar de la persona
individual y de la sociedad humana está íntimamente ligado a la condición
saludable de esa comunidad, generada por el matrimonio y la familia. Sin
embargo, si nos preguntamos a nosotros mismos honestamente si en nuestra
sociedad contemporánea dicha importancia se refleja en igual grado en estos
valores, nos enfrentaremos con las crudas diferencias entre las enseñanzas de
la Iglesia sobre el matrimonio y la familia y lo que la sociedad propone como
sus propios valores.
Me gustaría en primer
lugar analizar el contexto social relativista en el cual actualmente nos
encontramos, para comprender ulteriormente los desafíos a los cuales se
enfrentan hoy el matrimonio y la familia, así como sus implicaciones y efectos.
A partir de allí, para
no acabar sobre una nota absolutamente pesimista examinaremos, en las
reflexiones de la Iglesia en este campo, algunas verdades que se tendría que
recuperar y transmitir, esperando que este análisis nos ayude a comprender
mejor la importancia por la sociedad de lo que el Beato Juan Pablo II llamaba
una antropología adecuada.
I- En
frente del relativismo, los desafíos al matrimonio y a la familia hoy
a) Comprender el relativismo
Creo que podemos decir
que nos encontramos en muchas partes del mundo, no solo en los países
occidentales, sino también en la mayor parte de los países de ese continente suramericano
en una sociedad permisiva en la cual los valores parciales o subjetivos son
exaltados, valores que, en realidad, no se experimentan a nivel ético. Dichos
valores incluyen: una concepción absoluta de la libertad individual; el
bienestar en sentido hedonístico con la búsqueda del mayor placer posible; la
eliminación de los vínculos morales; y, dentro de la esfera de la vida
afectiva, sólo el inmediato bienestar emocional y afectivo, y el deseo físico
son considerados constitutivos de la naturaleza del amor; el olvido del interés
personal de los hijos. Se ha creado una estricta separación entre libertad y naturaleza.
Esta división acaba con contribuir a la destrucción del vínculo estructural y
fundamental entre matrimonio y familia.
¿Cómo definir el relativismo?
En lo que si refiere a nuestro tema, pienso que el relativismo es ligado al olvido
de la ley moral natural. Muy interesante es el discurso que hizo Benedicto XVI
a los miembros de la Comisión Teológica Internacional el 5 de Octubre 2007.
Dice el Papa: Si a causa de un trágico oscurecimiento de la conciencia
colectiva el escepticismo y el relativismo ético llegasen a cancelar los
principios fundamentales de la ley moral natural, el orden democrático mismo
seria radicalmente herido en sus fundamentos. Es en contra de este oscurecimiento
que se encuentra a la base de la crisis de la civilización humana, antes
incluso que cristiana, es que se debe movilizar todas las conciencias de los
hombres de buena voluntad, laicos o pertenecientes a religiones diferentes del
Cristianismo, para que juntos y de manera concreta ellos se impliquen a crear
dentro de la cultura y de la sociedad civil y política las condiciones
necesarias para una plena conciencia del valor inalienable de la ley moral
natural. Es, en efecto, del respeto de este último que depende el desarrollo de
los individuos y de la sociedad en el camino de un auténtico progreso conforme
a la recta razón que es una participación de la Razón eterna (Ratio eterna) de
Dios.
Añade el Santo Padre: Cuando
están en juego las exigencias fundamentales de la dignidad de la persona
humana, de su vida, de la institución familiar, de la equidad del ordenamiento
social, es decir los derechos fundamentales del hombre, ninguna ley hecha por
los hombres puede trastocar la norma escrita por el Creador en el corazón del
hombre sin que la sociedad misma quede herida dramáticamente en lo que constituye
su fundamento irrenunciable.
Son numerosos los textos
del Papa Benedicto que tratan este tema.
Habrán ustedes notado
que el Papa cita la institución familiar entre las exigencias fundamentales de
la dignidad de la persona humana. ¿Cuáles son los síntomas de tal corriente
relativista?
b) Una sistemática deconstrucción de las estructuras del matrimonio
y de la familia
Hoy en día, encontramos
una total separación entre las concepciones tradicionales y religiosas del
matrimonio y los llamados “nuevos modelos de familia” propuestos por la cultura
posmoderna. Tradicionalmente, no había diferencia en el modo de comprender el
concepto de matrimonio de las autoridades civiles y de las familias religiosas.
Hasta hace 30 o 40 años, cuando un hombre y una mujer se dirigían al alcalde
para casarse civilmente, se les pedía hacer los mismos votos que una pareja
cristiana hace en un matrimonio cristiano. Se prometían mutuamente fidelidad y manifestaban
su apertura a acoger los eventuales frutos de su amor.
Naturalmente, el
matrimonio era comprendido fundamentalmente como la unión entre un hombre y una
mujer. La única diferencia consistía en la educación cristiana que una pareja
cristiana se comprometía a dar a sus hijos.
Es importante notar que
la Iglesia nunca ha cambiado al respecto.
Todavía hoy, exige lo
mismo a los novios que vienen a la parroquia a recibir el Sacramento del Matrimonio.
La Iglesia, con la debida preparación prevista, asegura a los esposos su apoyo
y su aceptación como nueva pareja dentro de la comunidad cristiana y los ayuda
a construir una familia mejor.
Con este enfoque, la
Iglesia permanece perfectamente pertinente y coherente. Ella ha reconocido
siempre el hecho que la familia sea fundada sobre un compromiso contractual
entre un hombre y una mujer llamado matrimonio, una institución inscripta en la
naturaleza del hombre: un hecho que la legislación de la mayor parte de los
países aceptaba generalmente como válida hasta hace algunas décadas.
Al contrario, podemos
decir que se está realizando una sistemática deconstrucción de las
instituciones del matrimonio y de la familia. Para dar un ejemplo, en muchos
países el matrimonio ya no significa la unión entre un hombre y una mujer, sino
“entre personas”. ¿Cómo es posible este viraje? Negando la existencia de dos
modos diferentes de ser humanos, es decir masculino y femenino, la diferencia
sexual se reduce a una mera cuestión de elección y de cultura. Este concepto
refleja con precisión lo que la ideología de género propone. Pero, ¿A
dónde nos conduce este cambio de perspectiva?
Toda inobservancia de la
Ley Natural acaba con producir una relativización del bien común y de los
fundamentos de la vida humana sostenidos desde siglos. Observemos un momento
los llamados “nuevos modelos de familia”: la extensión de los términos
“familia” y “matrimonio” a distintas realidades sociales – familias
reconstruidas, uniones libres (que no tienen otro acto fundante que el deseo de
las partes) y uniones homosexuales. ¿Qué hay en la base de estos profundos
cambios? Vivir juntos ya no se basa en un bien común objetivo a la vista (es
decir, un bien objetivo de la sociedad), sino solamente, en los deseos
individuales de las personas, deseos que invocan el principio de igualdad,
entendido no en el sentido clásico del término, sino en el ideológico. El
genuino principio de igualdad entre los hombres es una igualdad en dignidad
que, cuando es reconocida por la ley significa que los ciudadanos son
efectivamente iguales de derecho. Los derechos que son reconocidos para la
familia fundada en el matrimonio son, normalmente:
1) Un reconocimiento del
hecho que el núcleo familiar sirve como un bien para la sociedad;
2) que este núcleo
favorece la progresiva socialización de los futuros ciudadanos adultos mediante
la educación de los niños y, por último,
3) que la familia participa
en la estabilidad del vínculo social.
El artículo 16 de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las
Naciones Unidas el 10 de Diciembre de 1948, afirma que la familia es el
núcleo fundamental de la sociedad y del Estado y, como tal, debe ser reconocida
y protegida. Lo que nos permite afirmar que si la familia tiene una
importancia tan grande para la sociedad y el Estado, es porque satisface un
interés público y general.
c) Banalización de la sexualidad humana
Un corolario al primer
problema que hemos discutido –la sistemática deconstrucción de las estructuras
del matrimonio y de la familia- es el oscurecimiento del verdadero significado
de la sexualidad humana. El matrimonio ha sido siempre considerado como el
único y apropiado lugar para el ejercicio de la facultad sexual humana. Esta
realidad ha sido puesta en discusión por las presentes pretensiones. La
sexualidad humana se percibe en nuestros días sólo desde la perspectiva de la
gratificación y del sentimiento personal, olvidando consiguientemente el valor
intrínseco del acto conyugal, finalizado esencialmente a la transmisión de la
vida. En este momento, la sexualidad se ha vaciado de su significado social,
que es la transmisión de la vida dentro de una relación estable entre un hombre
y una mujer, convirtiéndose en una mera reivindicación del placer. Así, el resultado
es el sexo contraceptivo y la práctica de la homosexualidad, para procurar la
máxima satisfacción sexual. De este modo, la sexualidad deja de ser el lenguaje
del don total de sí mismo, y la importancia de la complementariedad de los
sexos se pierde.
Además, si la sexualidad
se ejerce sólo para la búsqueda del placer, entonces el matrimonio y la familia
se convierten simplemente en un lugar privado en el cual el individuo continúa
a encontrar satisfacción a sus aspiraciones sexuales y afectivas, con todos sus
intentos de extender el significado del matrimonio y de la familia a cualquier
tipo de realidad social, por ejemplo, uniones de personas del mismo y uniones
de “facto”.
Desafortunadamente, el
Estado comienza a considerar esta reivindicación como el ejercicio de un
derecho personal; enseguida, el Estado empieza a promulgar leyes que lo
garanticen como una libertad de elección privada.
En efecto, se considera
que el individuo posee “el derecho” de formar una familia según los llamados
“nuevos modelos”. Sin embargo, puesto que ese “supuesto derecho” se basa sólo
en el deseo personal del individuo, entonces todo es arbitrario. Al final, el
matrimonio y la familia ya no exigen un compromiso absoluto. El compromiso se
convierte en una responsabilidad limitada. El don de sí mismo significado por
el acto sexual se desnaturaliza y se transforma en un préstamo de duración
provisoria, si incluye intencionalmente la posibilidad de un futuro cambio.
El ejercicio de la
facultad sexual en sí mismo pierde su riqueza de significado desde el momento
que ya no expresa más un don irrevocable, hecho sólo y exclusivamente por los
esposos. Si la unión física de los esposos no se basa en la absoluta fidelidad
y, en cambio, excluye la búsqueda de la unidad del matrimonio, cesa de expresar
simbólicamente el amor conyugal (simbolismo nupcial). Aun siendo gratificante,
se limita a ser solamente una expresión afectiva.
d) De la revolución sexual a la revolución política
Los desafíos mencionados
anteriormente, sin embargo, han nacido de la revolución sexual del siglo XX,
una revolución cultural que, efectivamente, se ha convertido en una revolución
política. Somos bien conscientes que diversos Estados y gobiernos están
legalizando lo que era considerado escandaloso y despreciable hasta hace medio
siglo. Por ejemplo, muy recientemente, las uniones homosexuales han sido legalizadas
en Argentina como alternativa al matrimonio. Podemos mencionar algunos países
europeos y algunos de los Estados Unidos que tienen el mismo tipo de
legislación. La situación se vuelve más complicada porque ya no se trata de un
problema de un individuo, sino más bien de un problema político que cuenta con
la fuerza de la ley.
Una mirada a la historia
de esta evolución nos ayudará, seguramente, a comprender también sus
implicaciones, aún indirectamente. En 1920, Wilhelm Reich y Otto Gross
trabajaron para desarrollar la obra de Sigmund Freud a nivel sociológico.
Llevando lo que Freud quería estudiar del contexto de la terapia personal al
contexto social, abrieron un horizonte que tuvo un fuerte impacto
particularmente en la concepción social de la sexualidad. El discurso sexual
que había ido siempre acompañado de reservas y pudor se convirtió, poco a poco,
en argumento de debates públicos, dando lugar a una serie de estudios,
investigaciones e incluso reivindicaciones políticas. Anteriormente, el
discurso sobre la sexualidad había estado siempre conectado a la procreación.
Ahora, sin embargo, el discurso sobre el ejercicio de la facultad sexual humana
es considerado sólo en su puro dinamismo físico y gratificante. En este
sentido, se ha vuelto completamente autónomo respecto a su relación con la
posible transmisión de la vida. Tarde o temprano, estas teorías se han convertido
en prácticas concretas en la sociedad. Mientras tanto, otros temas relacionados
con la sexualidad que nunca antes se había tratado, ocupan paulatinamente los debates
y discusiones públicas: prácticas homosexuales, la búsqueda del máximo placer
en una relación y la reivindicación de una sexualidad fuera de cualquier
compromiso o responsabilidad.
Al final, grandes
revolucionarios sexuales, entre otros Reich y Marcuse, han referido
explícitamente la revolución sexual al ámbito del materialismo dialéctico de
Karl Marx, dándole un ámbito no sólo personal sino social; la revolución, así,
se ha convertido en una revolución social que contestaba radicalmente las
instituciones del amor conyugal y de la familia, que eran la única esfera donde
el ejercicio de la facultad sexual era practicado normalmente. Como
consecuencia, también la posición de la Iglesia, que es la principal promotora
del discurso ético y espiritual en temas sexuales, se ha visto desafiada. Todos
estos elementos nos ayudan a comprender que todo discurso que banalice el
ejercicio de la sexualidad en formas diversas y contradictorias, contribuye a
la radical destrucción de todos los valores que han ido estructurando la
sociedad durante siglos: la exclusividad de las relaciones amorosas entre esposos;
la veneración de la vida humana, que siempre se ha considerado como una
bendición; el amor por los hijos; el respeto por las generaciones precedentes;
y la conciencia de pertenecer a una historia familiar.
Obviamente, la
emergencia de esta moralidad permisiva está acompañada por la destrucción de
cualquier forma de autoridad en todos sus aspectos: familia, política,
educación y religión. El rechazo sistemático y el desafío a las figuras de
autoridad como: la figura paterna en el seno de la familia, la figura del líder
del gobierno en el corazón de la nación, la figura del maestro en el sistema
educativo y, por último, la figura de la autoridad moral y espiritual de los
sacerdotes, obispos y del Magisterio de la Iglesia en general.
En realidad, el pasaje
del discurso basado en el derecho natural a una auténtica revolución social,
conduce poco a poco hacia una revolución política, en todos los posibles
aspectos de la vida humana. Siguen algunas observaciones históricas: esta
revolución se hace simbólicamente fuerte en los años 30; en 1948, Kinsey
publicó el estudio sobre el comportamiento sexual personal masculino y unos
años después, se hizo el mismo estudio para mujeres. Este tema fue objeto del
famoso informe de Masters y Johnson de 1966; a finales de los 50, se inventó la
píldora anticonceptiva para mujeres, que entró en el mercado estadounidense en
1960 y más tarde en Europa. La contracepción se convirtió en argumento de
debate durante esta época. Recordemos que el 25 de Julio de 1968 fue publicó “Humanae
vitae”, el documento definitivo de la Iglesia sobre la contracepción.
También en este periodo
surgió un fuerte movimiento feminista; en 1975 se promulgó en Francia la
primera ley que despenalizaba el aborto; a principios de los 80, se desarrolló
la fertilización “in vitro” y, en la misma época, se suprimieron las
diferencias entre hijos legítimos e ilegítimos y se incrementó el debate
público sobre la eutanasia; en 1998, se dio estatus jurídico a las uniones de
“facto” y, durante el mismo período, aumentó el desarrollo de la aplicación de
la genética más allá de la perspectiva terapéutica, lo que es, al final,
eugenesia; y en el presente, tenemos varias formas de legislación sobre las
uniones entre personas del mismo sexo.
A través de esta
ilustración histórica, vemos hoy claramente el intento de separar las dos
dimensiones de la sexualidad humana: unitiva y procreativa. Las consecuencias
de esta acción son dobles. Por una parte, una sexualidad que excluya la
procreación se vuelve hedonística y vaciada de toda responsabilidad; desarrolla
la utilización de la contracepción e implica una pérdida progresiva del sentido
de la belleza de la transmisión de la vida humana; el embarazo se convierte en
una amenaza y la relación sexual debe ser “protegida”. Por otra parte, el
recurrir a una procreación completamente desvinculada de una relación de amor
concreta implica una especie de manipulación de la vida humana en la cual el
niño es visto como la mera satisfacción de un deseo personal. No se toma en
consideración el interés esencial del niño y su derecho de nacer en una
relación estable y de amor entre sus padres, y lo mismo se puede decir de la
triste realidad del divorcio. Todas estas implicaciones señalan, igualmente, la
pérdida del sentido de la santidad del matrimonio.
Por encima de todas
estas reformas, está la intensión de imponer una nueva moralidad. Se sigue
incrementando la presión política de las organizaciones internacionales para
imponer nuevos criterios éticos. Lo hacen introduciendo nuevos términos como salud
reproductiva, la liberalización del aborto como un derecho de la mujer
sobre su cuerpo, por ejemplo. Dentro de este pretexto de imponer nuevos
criterios éticos y culturales, el objetivo es adquirir un perfecto dominio
sobre la vida humana, en particular sobre su transmisión. La legislación
nacional se desarrolla en el presente, en muchos países, en formas que son
“anti-vida” y “anti-familia”.
II-
Amor humano y esperanza: las enseñanzas de la Iglesia
La breve panorámica de las realidades sociales
actuales que acabamos de realizar parece alarmante desde el punto de vista
social, político y moral. Sin embargo, espero no haber dado la impresión que
estamos en una situación desesperada. Sí, nuestra situación puede ser difícil,
pero no es sin esperanza. Ante las realidades actuales nos preguntamos: ¿hay
realmente alguna razón para tener esperanza? Benedicto XVI, en su segunda Encíclica
“Spe salvi”, habla de la naturaleza de la esperanza como algo enraizado
en todo lo que es constante y estable. Considerando el hecho que la Iglesia
nunca ha titubeado en sus enseñanzas sobre la sexualidad, el matrimonio y la
familia, la Iglesia se convierte en la base de nuestra esperanza y permanece
como la única institución que tiene la capacidad de dirigirnos y guiarnos.
Creo, en contraste con las actuales circunstancias, como cristianos y gente de
buena voluntad, que estas realidades se convertirán en una providencial
invitación para que profundicemos nuestras percepciones y nuestra comprensión
de la vida humana y su transmisión a través del ejercicio de la sexualidad
humana.
En síntesis, examinemos
cómo la Iglesia ha sido una guía constante y pertinente para nosotros. Durante
el siglo XX, en el cual todas estas circunstancias mencionadas han tenido lugar
y se han desarrollado, paradójicamente surgió un nuevo fervor en la
espiritualidad de las parejas casadas, lo que sin duda es una respuesta
positiva a la Carta Encíclica de Pío XI Casti connubii. En efecto, Casti
connubii reafirmaba el matrimonio y la familia como el auténtico y
verdadero camino para la perfección de los esposos y por lo tanto, para su
santificación. Considerablemente, la filosofía personalista que floreció
durante este siglo, también ha estimulado este fervor entre los cristianos
casados, y de este modo nos dimos cuenta que la Iglesia nunca ha abandonado su
fieles, sobre todo, en los momentos de grandes pruebas. Para mencionar sólo
algunos de los documentos magisteriales de la Iglesia que han sido publicados:
la costitución pastoral Gaudium et spes del Concilio Vaticano II; Humanae
vitae; la instrucción Donum vitae; la exhortación apostólica Familiaris
consortio; la carta apostólica Mulieris dignitatem; la encíclica
sobre la santidad de la vida Evangelium vitae; las Catequeses de Juan
Pablo II sobre el amor humano, citadas a veces como la “Teología del cuerpo”;
la Carta a las familias de Juan Pablo II y la encíclica Deus caritas
est de Benedicto XVI, centrada en la nueva comprensión del amor… Todos
estos documentos son adecuados para ayudarnos y guiarnos.
En todas estas
enseñanzas, la Iglesia no tiene la intención de ofrecernos solamente criterios
morales o éticos, sino mucho más que eso, nos ofrece, nos revela lo que está
enraizado en lo más profundo de nuestro corazón, de nuestro ser. Por este
motivo es fuente de alegría.
Igualmente importante es
considerar la creación y movilización de un gran número de estructuras
eclesiásticas a favor del matrimonio y de la familia: el Pontificio Consejo
para la Familia, el Instituto Juan Pablo II para Estudios sobre Matrimonio y
Familia, la Pontificia Academia para la Vida y la presencia política activa en
varias organizaciones y asambleas internacionales. Los invito ahora a seguirme
en este análisis de los argumentos esenciales que han sido profundizados por el
Magisterio sobre matrimonio y familia.
a) La naturaleza del matrimonio
La Iglesia habla siempre
del matrimonio como una íntima comunidad de vida y de amor fundada por el
Creador con sus propias leyes.
Entiende que hombre y mujer
han sido creados estructuralmente de modo tal que sean capaces de darse
totalmente uno al otro para el resto de sus vidas. Es la naturaleza del hombre
tender hacia la comunión, ya que fue creado por Dios según la naturaleza de
Dios, que es una comunión de Personas Divinas. Juan Pablo II habla de la
realización del hombre que se alcanza no en su soledad, más bien cuando se
encuentra en comunión. El hombre se convierte realmente en imagen de Dios
cuando experimenta la verdadera comunión con el otro. Cuando la Iglesia habla
de matrimonio y familia, lo hace desde la lógica de la naturaleza, que es
accesible a la razón humana. En efecto, el ser humano, creado masculino y
femenino, está llamado a la comunión de personas.
Esta comunión entre
hombre y mujer en el matrimonio está dirigida al bien de los esposos, a la
procreación y a la educación de los hijos. Esta comunión está destinada a ser
indisoluble. En una sociedad caracterizada por la permisividad y el
individualismo, la indisolubilidad se vuelve cuestionable, una limitación de la
libertad de cada uno y, muchas veces, contestada como una mera imposición de la
Iglesia. En realidad, sin embargo, la indisoluble característica del vínculo
conyugal pertenece a la naturaleza del mismo amor conyugal y no es nunca una
imposición hecha por la Iglesia. Entendido correctamente, el matrimonio es un
don personal en el cual un hombre y una mujer se ofrecen exclusivamente uno al
otro como expresión de un don total de sí mismo. Un don presupone la totalidad sin
la cual una persona no puede hablar de fidelidad en el matrimonio. De otro
modo, como ya he mencionado, el don se convierte en un préstamo.
En determinados
momentos, esta indisolubilidad es puesta a prueba, pero la Iglesia ha creído
siempre que si el Creador hizo al hombre para esta comunión, le debe haber dado
también la capacidad para vivir en ella.
Alguno de ustedes podría
preguntar: ¿Por qué hay un sacramento del Matrimonio si es cierto que la
indisolubilidad pertenece a la naturaleza del amor conyugal? Este sacramento
consolida la indisolubilidad de la unión, haciendo más capaces a los esposos de
vivir su unión según su naturaleza espiritual. Dios entró en una alianza
definitiva con su pueblo y el sacramento del matrimonio se convierte en la
realización concreta de este gran amor de Dios por su pueblo.
b) La familia como el lugar de transmisión de la vida
La Iglesia considera el
matrimonio como el lugar natural en el que se transmite la vida;
consecuentemente, la familia es el lugar donde se cuida la vida humana a través
de la educación de los hijos. No hay nada de original en esta idea, sin
embargo, la explosión de la familia en Occidente, con sus consecuencias sobre
los niños, y las tecnologías que hacen científicamente posible una procreación
independiente de la relación amorosa entre los esposos, nos llaman a
reflexionar sobre una profunda cuestión antropológica relacionada con la vida
humana y su transmisión. Si el matrimonio está ordenado a la procreación y a la
educación de los hijos, entonces está de acuerdo con esta predisposición
natural del Creador que hará posible entender la relación entre un hombre y una
mujer como fecunda, teniendo así como consecuencia el nacimiento de un nuevo
ser humano. En el matrimonio, esta unión es la expresión de la donación de una
persona, que es total, exclusiva y definitiva. De esta manera, los esposos se
vuelven cooperadores del amor de Dios y, al mismo tiempo, procreadores con
Él. Dios queda como el único Creador. Es sólo Dios quien puede crear el alma
que da vida al cuerpo humano. La vida humana viene siempre como un don y la
pareja debe estar abierta a recibirlo, implicando que los esposos no poseen el
derecho a tener un hijo sino que reciben el don de un hijo. Si se sostiene que
el tener hijos es un derecho de los esposos, esto podía conducir a prácticas
hostiles de sexo contraceptivo, a prácticas científicas que hacen posible la
procreación fuera del acto conyugal o a prácticas que conllevan la violación de
la exclusividad del matrimonio.
Estas últimas
condiciones acaban por privar al hijo de su dignidad como un don que hay que
cuidar, en lugar de ser simplemente algo que satisface el interés de la pareja.
Por un lado, la decisión de no tener hijos expresa algo parecido a una falta
interior de esperanza: puede ser que los esposos no ven ningún valor que puedan
transmitir o bien no se consideran a sí mismos lo suficientemente valiosos o
dignos de ser transmitidos.
Alguien que no tienen un
sentido de la posterioridad, no creen mucho en sí mismo, lo que corresponde a un
pesimismo antropológico. La esperanza cristiana anima la acción humana y no es
sólo una virtud estética que no influye en el modo de actuar de la persona.
Hemos hablado hasta ahora de las parejas que, por cualquier razón, eligen no
tener hijos, pero no de las parejas que tienen el sincero deseo de tener hijos
pero no pueden por distintas razones. Todos sabemos que la esterilidad es
difícil de aceptar para muchas parejas, pero la presencia y la intensidad de su
deseo sirve ya como testimonio de la esperanza humana y cristiana que la vida
es buena, digna de ser deseada, defendida y promovida.
c) La familia en la sociedad
La comunión conyugal no
es un fin en sí mismo. Sin embargo, constituye el fundamento sobre el que se
edifica la familia, que la Iglesia considera como una comunión de auténtico
servicio, en primer lugar a la persona y en segundo a las diversas relaciones
interpersonales entre personas: paternidad, maternidad, filiación y
fraternidad. La familia es el lugar del contacto natural entre miembros de
diferentes generaciones y asume el papel de mediación entre individuo y
sociedad, sirviendo como la primera institución para la socialización de las
personas. Familiaris consortio habla de la familia como escuela de una
humanidad más profunda. A través del espíritu absoluto de gratuidad, amor y
respeto experimentados en la familia, el hombre sabe cómo puede ser humano. En efecto,
la existencia de una familia sana y saludable es un eficiente sujeto social y
un recurso para la humanización y personalización de la sociedad.
Por lo tanto, existe un
gran número de funciones de la familia que hacen necesaria su defensa: la
educación de los hijos, el cuidado de los enfermos y la asistencia a los
mayores, que ninguna otra institución puede desempeñar mejor. Esta es la razón
por la cual la Iglesia defiende firmemente la familia según su modelo clásico;
de otro modo, su decadencia posibilita el colapso de la sociedad. Pueden ser al
servicio del bien común de la sociedad sólo las instituciones que contribuyan
esencial y fundamentalmente a éste: el matrimonio entre un hombre y una mujer,
en el cual está fundada la verdadera esencia de la familia. Ninguna forma alternativa
de unión, con excepción de la unión entre un hombre y una mujer, puede
garantizar el bien común de la sociedad.
Por razones de tiempo he
limitado nuestra reflexión sobre la contribución de la Iglesia al tema
fundamental de la indisolubilidad del matrimonio, del matrimonio como lugar de
transmisión de la vida y de la familia y su servicio a la sociedad. La Iglesia
ha tratado muchas otras cuestiones relacionadas con el tema en los últimos
cincuenta años.
Para concluir, quisiera
expresar una convicción personal: los cristianos no deberán ser nunca
condicionados por la difusión de ideologías posmodernas o por las realidades a
las que actualmente se enfrentan el matrimonio y la familia, por alarmantes que
sean. Comprendo que es fácil desanimarse cuando se observan todas estas
realidades. A pesar de ello, la familia permanece rica en sí misma por la
naturaleza, la gracia del sacramento, y la misión que le ha sido atribuida;
consecuentemente tenemos que amarla. Amar la familia significa apreciar sus
valores y capacidades y siempre promoverlos. Además, podemos amar la familia identificando
los peligros y los males que la amenazan y combatirlos: amar la familia
significa tratar de crear para ella un ambiente favorable para su desarrollo.
Si miramos a nuestro alrededor, encontraremos otras regiones en el mundo en las
cuales la vida social está ampliamente impregnada por una sólida vida familiar,
especialmente en Asia y África. Este hecho es algo que debería inspirarnos.
Los cristianos nunca
están solos. Mientras es importante para nosotros testimoniar con un razonable
optimismo, este testimonio debería estar siempre enraizado en la Buena Nueva
del Evangelio. Si varones y mujeres encuentran felicidad en formar una familia,
es porque Dios los ha creado capaces de establecer este tipo de comunión.
Dentro de su comunión, Dios ofrece su Espíritu de amor y la gracia de Su Hijo
para permitir a los esposos vivir bien esta comunión.
Cuando Dios impregnó la
Familia con Su presencia, a través de la Encarnación de su Hijo en su seno, la
vida familiar nunca volvió a ser la misma; su esplendor se ha manifestado y se
ha revelado su misión como la verdadera vía para la perfección y su salvación.
Tenemos que escuchar de nuevo el desafío de Juan Pablo II que resuena a cada
familia: ¡Familia conviértete en lo que eres!
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