Carta a los sacerdotes
para el inicio de la Cuaresma
13 de febrero de 2013
Miércoles de Ceniza
Queridos Sacerdotes:
El episodio del bautismo del Señor en el Jordán (Mt 3, 13-17; Mc 1, 9-11; Lc 3, 21-22; Jn 1, 29-32), al que siguió la experiencia de cuarenta días en el desierto, «para ser tentado por el demonio» (Mt 4, 1), nos invita a pensar que para caminar seguros en la vía de la santidad y obtener fruto de los tesoros donados por el Espíritu, debemos adquirir una receptividad y una fertilidad que no nos han sido dadas, sino que más bien, continuamente amenazadas por la herida del pecado, se han de conquistar día tras día. El compromiso penitencial aunque no nos conquista por sí mismo la salvación, es en todo caso condición indispensable para obtenerla: «Tú no necesitas nuestra alabanza, pero por un don de tu amor nos llamas a darte gracias; nuestros himnos de bendición no aumentan tu grandeza, pero nos obtienen la gracia que nos salva, por Cristo nuestro Señor» (Misal Romano, Prefacio Común IV). Dios mismo contribuye, mediante las dificultades de la existencia humana (que deliberadamente no ha querido ahorrar a su amado Hijo) a la necesaria purificación de nuestro pensar, querer y actuar en vista de nuestro mayor bien: «Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador. El corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía» (Jn 15, 1).
Para un ministro de Dios, todo esto debe asumir una importancia muy particular. No sólo porque el sacerdote debe dar “buen ejemplo” – «Así, yo corro, pero no sin saber adonde; peleo, no como el que da golpes en el aire. Al contrario, castigo mi cuerpo y lo tengo sometido, no sea que, después de haber predicado a los demás, yo mismo quede descalificado» (1Cor 9, 26-27) – sino también por una razón teológica y sobrenatural mucho más profunda. En realidad, el sacerdote no sólo está llamado a administrar la gracia divina y a perpetuar en el tiempo la misión de Cristo, en espera de su venida. No es un simple funcionario de lo sagrado. Él está llamado sobre todo, como se deduce del célebre párrafo, ya citado, de la Carta a los Gálatas, no obstante sus debilidades, a revivir en su ser, en su carne y en su sangre, el mismo ser de Cristo, que se hace cordero inmaculado, víctima de amor.
A algunos puede parecer erróneamente restrictivo afirmar que lo que más caracteriza al sacerdote es la celebración de la Santa Misa. Ésta no es, ciertamente, su única actividad, pero podemos afirmar con certeza que es la única a través de la cual el misterio del sacerdote-otro Cristo, que al mismo tiempo inmola y se inmola, se significa y al mismo tiempo se realiza en la forma suma y más eficaz. En realidad, la potencia del sacramento de la Eucaristía, transforma la Iglesia en imagen de su Esposo, comenzando por quienes, antes de aquel Esposo, son figura y Misterio, signo y Realidad. Podemos afirmar, por tanto, que toda la grandeza del sacerdote está en esto. Y no en la profundidad de la cultura, ni en la habilidad pastoral, ni en el espíritu de piedad, todo ello necesario y que exige una preparación y un cuidado que no admite ningún género de mediocridad. Pero nada de todo esto se puede comparar con el ser misteriosa participación del sacrificio de Cristo. Por tanto, dicha participación, antes que en el actuar vive en el ser del ministro. De aquí se deduce que para un sacerdote la celebración de la santa Misa no se puede entender solamente como práctica de alabanza, de acción de gracias, de intercesión y expiación, como cualquier momento de oración o práctica penitencial. Es, en todo y para todo, la vida y la razón de ser del sacerdocio cristiano, el verdadero y propio “respiro” de cuantos, a través del sacramento del Orden sagrado, están indisoluble y eternamente unidos a Aquel que se ha hecho don de amor hasta el extremo de las fuerzas: «A esto han sido llamados, porque también Cristo padeció por ustedes, y les dejó un ejemplo a fin de que sigan sus huellas» (1P 2, 21).
Que este tiempo de Cuaresma pueda ser para todo sacerdote un tiempo de penitencia y de purificación, de misericordia dada y recibida, pero sobre todo de un nuevo descubrimiento, en la celebración cotidiana, del valor y de la relación de sí mismos con la Eucaristía, misteriosa presencia del misterio del Dios Amor, en cuanto fuente de vida para sí y para los hermanos. Que Maria, Mujer eucarística en cuanto perfecta discípula del amor que se hace sacrificio, nos ayude a comprender el inestimable don que se nos ha hecho y a vivirlo, siguiendo su ejemplo y con su protección, con humildad, intensidad y fidelidad.
Mauro Card. Piacenza
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