SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
Basílica de Santa Sabina
Miércoles de Ceniza
Basílica de Santa Sabina
Miércoles de Ceniza
22 de febrero de 2012
Venerados hermanos,
queridos hermanos y
hermanas:
Con este día de penitencia y de
ayuno —el miércoles de Ceniza— comenzamos un nuevo camino hacia la Pascua de
Resurrección: el camino de la Cuaresma. Quiero detenerme brevemente a
reflexionar sobre el signo litúrgico de la ceniza, un signo material, un
elemento de la naturaleza, que en la liturgia se transforma en un símbolo
sagrado, muy importante en este día con el que se inicia el itinerario
cuaresmal. Antiguamente, en la cultura judía, la costumbre de ponerse ceniza
sobre la cabeza como signo de penitencia era común, unido con frecuencia a
vestirse de saco o de andrajos. Para nosotros, los cristianos, en cambio, este
es el único momento, que por lo demás tiene una notable importancia ritual y
espiritual. Ante todo, la ceniza es uno de los signos materiales que introducen
el cosmos en la liturgia. Los principales son, evidentemente, los de los
sacramentos: el agua, el aceite, el pan y el vino, que constituyen verdadera
materia sacramental, instrumento a través del cual se comunica la gracia de
Cristo que llega hasta nosotros. En el caso de la ceniza se trata, en cambio,
de un signo no sacramental, pero unido a la oración y a la santificación del
pueblo cristiano. De hecho, antes de la imposición individual sobre la cabeza,
se prevé una bendición específica de la ceniza —que realizaremos dentro de poco—,
con dos fórmulas posibles. En la primera se la define «símbolo austero»; en la
segunda se invoca directamente sobre ella la bendición y se hace referencia al
texto del Libro del Génesis, que puede acompañar también el gesto de la
imposición: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» (cf. Gn 3,
19).
Detengámonos un momento en este
pasaje del Génesis. Con él concluye el juicio pronunciado por Dios después del
pecado original: Dios maldice a la serpiente, que hizo caer en el pecado al
hombre y a la mujer; luego castiga a la mujer anunciándole los dolores del
parto y una relación desequilibrada con su marido; por último, castiga al
hombre, le anuncia la fatiga al trabajar y maldice el suelo. «¡Maldito el suelo
por tu culpa!» (Gn 3, 17), a causa de tu pecado. Por consiguiente, el
hombre y la mujer no son maldecidos directamente, mientras que la serpiente sí
lo es; sin embargo, a causa del pecado de Adán, es maldecido el suelo, del que
había sido modelado. Releamos el magnífico relato de la creación del hombre a
partir de la tierra: «Entonces el Señor Dios modeló al hombre del polvo del
suelo e insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió en ser
vivo. Luego el Señor Dios plantó un jardín en Edén, hacia oriente, y colocó en
él al hombre que él había modelado» (Gn 2, 7-8). Así dice el Libro
del Génesis.
Por lo tanto, el signo de la
ceniza nos remite al gran fresco de la creación, en el que se dice que el ser
humano es una singular unidad de materia y de aliento divino, a través de la
imagen del polvo del suelo modelado por Dios y animado por su aliento insuflado
en la nariz de la nueva criatura. Podemos notar cómo en el relato del Génesis
el símbolo del polvo sufre una transformación negativa a causa del pecado.
Mientras que antes de la caída el suelo es una potencialidad totalmente buena,
regada por un manantial de agua (cf. Gn 2, 6) y capaz, por obra de Dios,
de hacer brotar «toda clase de árboles hermosos para la vista y buenos para
comer» (Gn 2, 9), después de la caída y la consiguiente maldición
divina, producirá «cardos y espinas» y sólo a cambio de «dolor» y «sudor del
rostro» concederá al hombre sus frutos (cf. Gn 3, 17-18). El polvo de la
tierra ya no remite sólo al gesto creador de Dios, totalmente abierto a la
vida, sino que se transforma en signo de un inexorable destino de muerte: «Eres
polvo y al polvo volverás» (Gn 3, 19).
Es evidente en el texto bíblico
que la tierra participa del destino del hombre. A este respecto dice san Juan
Crisóstomo en una de sus homilías: «Ve cómo después de su desobediencia todo se
le impone a él [el hombre] de un modo contrario a su precedente estilo de vida»
(Homilías sobre el Génesis 17, 9: pg 53, 146). Esta maldición del suelo
tiene una función medicinal para el hombre, a quien la «resistencia» de la
tierra debería ayudarle a mantenerse en sus límites y reconocer su propia
naturaleza (cf. ib.). Así, con una bella síntesis, se expresa otro
comentario antiguo, que dice: «Adán fue creado puro por Dios para su servicio.
Todas las criaturas le fueron concedidas para servirlo. Estaba destinado a ser
el amo y el rey de todas las criaturas. Pero cuando el mal llegó a él y
conversó con él, él lo recibió por medio de una escucha externa. Luego penetró
en su corazón y se apoderó de todo su ser. Cuando fue capturado de este modo,
la creación, que lo había asistido y servido, fue capturada con él»
(Pseudo-Macario, Homilías 11, 5: pg 34, 547).
Decíamos hace poco, citando a
san Juan Crisóstomo, que la maldición del suelo tiene una función «medicinal».
Eso significa que la intención de Dios, que siempre es benéfica, es más
profunda que la maldición. Esta, en efecto, no se debe a Dios sino al pecado,
pero Dios no puede dejar de infligirla, porque respeta la libertad del hombre y
sus consecuencias, incluso las negativas. Así pues, dentro del castigo, y
también dentro de la maldición del suelo, permanece una intención buena que
viene de Dios. Cuando Dios dice al hombre: «Eres polvo y al polvo volverás»,
junto con el justo castigo también quiere anunciar un camino de salvación, que
pasará precisamente a través de la tierra, a través de aquel «polvo», de
aquella «carne» que será asumida por el Verbo. En esta perspectiva salvífica,
la liturgia del miércoles de Ceniza retoma las palabras del Génesis: como
invitación a la penitencia, a la humildad, a tener presente la propia condición
mortal, pero no para acabar en la desesperación, sino para acoger, precisamente
en esta mortalidad nuestra, la impensable cercanía de Dios, que, más allá de la
muerte, abre el paso a la resurrección, al paraíso finalmente reencontrado. En
este sentido nos orienta un texto de Orígenes, que dice: «Lo que inicialmente
era carne, procedente de la tierra, un hombre de polvo, (cf. 1 Co 15,
47), y fue disuelto por la muerte y de nuevo transformado en polvo y ceniza —de
hecho, está escrito: eres polvo y al polvo volverás—, es resucitado de
nuevo de la tierra. A continuación, según los méritos del alma que habita el
cuerpo, la persona avanza hacia la gloria de un cuerpo espiritual» (Principios
3, 6, 5: sch, 268, 248).
Los «méritos del alma», de los
que habla Orígenes, son necesarios; pero son fundamentales los méritos de
Cristo, la eficacia de su Misterio pascual. San Pablo nos ha ofrecido una
formulación sintética en la Segunda Carta a los Corintios, hoy segunda
lectura: «Al que no conocía el pecado, Dios lo hizo pecado en favor nuestro,
para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él» (2 Co 5, 21).
La posibilidad para nosotros del perdón divino depende esencialmente del hecho
de que Dios mismo, en la persona de su Hijo, quiso compartir nuestra condición,
pero no la corrupción del pecado. Y el Padre lo resucitó con el poder de su
Santo Espíritu; y Jesús, el nuevo Adán, se ha convertido, como dice san Pablo,
en «espíritu vivificante» (1 Co 15, 45), la primicia de la nueva
creación. El mismo Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos puede
transformar nuestros corazones de piedra en corazones de carne (cf. Ez
36, 26). Lo acabamos de invocar con el Salmo Miserere: «Oh Dios, crea en
mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. No me arrojes
lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu» (Sal 50, 12-13). El
Dios que expulsó a los primeros padres del Edén envió a su propio Hijo a
nuestra tierra devastada por el pecado, no lo perdonó, para que nosotros, hijos
pródigos, podamos volver, arrepentidos y redimidos por su misericordia, a
nuestra verdadera patria. Que así sea para cada uno de nosotros, para todos los
creyentes, para cada hombre que humildemente se reconoce necesitado de salvación.
Amén.
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