San Agustín
SERMÓN 302
Sobre el día natalicio de San Lorenzo
1. Hoy es la
festividad del bienaventurado mártir Lorenzo. Para esta festividad han resonado
lecturas sagradas adecuadas. Las hemos oído y cantado, y hemos acogido con suma
atención la lectura evangélica. Sigamos, pues, las huellas de los mártires,
imitándoles para que no sea inútil la celebración de sus fiestas. Por otra
parte, ¿quién ignora los méritos del mencionado mártir? ¿Quién ha orado allí
sin obtener? ¡A cuántos hombres débiles le otorgó su mérito incluso beneficios
temporales que él desdeñó! Efectivamente, fueron concedidos no para que
permaneciese la debilidad de los que los suplicaban, sino para que, a partir de
la concesión de esos favores terrenos, surgiese el amor que les lleve a
apetecer otros mejores. Pues con frecuencia, el padre concede a sus hijos
pequeños juguetes sin mayor valor para que no lloren si no los reciben. El
padre benigno y benévolo les da y les otorga esas cosas que no quiere continuar
viendo en manos de sus hijos ya creciditos y con cierta edad. En efecto, da
nueces a los hijos a quienes reserva la herencia. El amor paterno se doblega
ante los niños juguetones, que se deleitan con ciertos juguetes, para que no
desfallezcan por la debilidad propia de la edad. Algo más propio de quien
acaricia que de quien edifica. Qué edificaron los mártires, qué pudieron
conseguir, de qué se apropiaron con corazón magnánimo y por qué derramaron su
sangre, lo acabáis de oír en el evangelio: Grande es vuestra recompensa en
los cielos.
2. Sin embargo,
amadísimos, puesto que hay dos vidas, una antes de la muerte y otra después,
ambas han tenido y tienen sus amantes. ¿Qué necesidad hay de describir cómo es
esta breve vida? Todos hemos experimentado cuán llena está de aflicciones y
lamentos; cómo está rodeada de tentaciones y rebosante de temores, abrasada por
las pasiones y sometida a los imprevistos; cómo la adversidad le causa dolor, y
la prosperidad temor; las ganancias la hacen saltar de gozo y las pérdidas la
atormentan. Y aun en el mismo gozo de las ganancias tiembla ante el temor de
perder lo adquirido y de que a causa de ello comiencen a ir tras él, lo que no
ocurría antes de la adquisición. Verdadera desdicha, falsa felicidad. El
humilde desea ascender y el elevado teme descender. Quien no tiene envidia a
quien tiene; quien tiene desprecia a quien no tiene. ¿Quién explicará con
palabras la fealdad tan grande y tan a la vista de esta vida? Y, sin embargo,
esta fealdad tiene amantes tales que ojalá encontráramos algunos, aunque fueran
muy pocos, que amasen la vida eterna que nunca acaba, como se ama esta, que
también se acaba rápidamente, y que, si se alarga, un día sí y otro también se
teme que se acabe a cada momento. ¿Qué he de hacer? ¿Cómo he de obrar? ¿Qué
puedo decir? ¿Con qué punzadoras amenazas, con qué ardientes exhortaciones
puedo mover los corazones duros, perezosos y helados por el hielo del pasmo
terreno para que sacudan de una vez la modorra del mundo y se inflamen en el
amor de lo eterno? ¿Qué —repito— he de hacer? ¿Qué puedo decir? Está a mi
alcance y a veces me viene a la mente que los mismos acontecimientos cotidianos
me están advirtiendo y sugiriendo lo que he de deciros. Pasa, si te es posible,
del amor de esta vida temporal al amor de la eterna, la que amaron los
mártires, que despreciaron esta temporal. Os ruego, os suplico, os exhorto, no
solo a vosotros, sino a vosotros y a mí mismo, a amar la vida eterna. A pesar
de que se merezca mayor amor, solo pido que la amemos como aman la vida
temporal sus amantes, no ya como la amaron los santos mártires. En efecto,
éstos o no la amaron en absoluto o muy poco y fácilmente le antepusieron la
eterna. No tenía en mente, pues, a los mártires cuando dije: «Amemos la vida
eterna como se ama la temporal», sino: como aman la vida temporal sus amantes,
así hemos de amar nosotros la eterna, cuyo amor profesa el cristiano.
3. En efecto,
no nos hemos hecho cristianos por esta vida temporal. Pues ¡cuán numerosos son
los cristianos arrebatados prematuramente y los hombres sacrílegos que aguantan
en esta vida hasta la edad decrépita! Pero, a su vez, también muchos entre
ellos mueren antes de lo esperado. Muchas son las pérdidas de los cristianos y
muchas las ganancias de los malvados; pero también muchas las pérdidas de los
malvados y muchas las ganancias de los cristianos e igualmente muchas las
pérdidas de los impíos y muchas las ganancias de los cristianos. Muchos también
los honores para los impíos y muchos los desprecios para los cristianos; pero
también muchos los honores para los cristianos y muchos los desprecios para los
impíos. Siéndoles, pues, comunes estos bienes y estos males. ¿acaso, hermanos,
nos alistamos al servicio de Cristo y sometimos nuestra frente a tan gran
señal. cuando nos hicimos cristianos para evitar estos males o para conseguir
estos bienes? Eres cristiano y llevas en tu frente la cruz de Cristo; la señal
que llevas muestra lo que profesas. Cuando él colgaba de la cruz —cruz que tú
llevas en la frente; no te deleita por ser un recuerdo del madero, sino por ser
signo de quien de él pendió—; por tanto, cuando él —repito— pendía de la cruz,
miraba a quienes a su alrededor se ensañaban contra él, soportaba a quienes le
insultaban, oraba por sus enemigos. Incluso al morir él, el médico, sanaba con
su sangre a los enfermos. Dijo en efecto: Padre, perdónales, porque no
saben lo que hacen. Grito que no fue vacío ni vano. Miles de
entre ellos creyeron luego en Cristo, a quien habían dado muerte, de modo que
aprendieron a sufrir por quien sufrió antes por ellos y bajo ellos. Así, pues,
hermanos, a partir de esto, a partir de este signo, de esta señal que recibe el
cristiano incluso al hacerse catecúmeno, a partir de una y otra cosa se
comprende por qué somos cristianos: no pensando en realidades temporales y
pasajeras, ya sean buenas, ya sean malas, sino para evitar los males que nunca
pasarán y para conseguir los bienes que no conocerán fin.
4. Sin embargo,
hermanos, como había comenzado a decir, como os había amonestado y propuesto,
consideremos —os suplico—cómo aman esta vida temporal sus amantes. ¡Cuán grande
es el temor que tienen a la muerte hombres que han de morir! Supón que estáis
viendo a un hombre temblar, huir, buscar la oscuridad, procurarse una
protección, suplicar, postrarse delante de alguien; entregar, si le es posible,
cuanto tiene para que se le conceda vivir, para vivir un día más, para alargar
durante algún tiempo la incierta duración de sus días. ¡Cuántas cosas no hacen
los hombres! ¿Quién hace algo parecido por la vida eterna? Dirijámonos a un
amante de la vida presente: —¿Qué haces? ¿Por qué te apresuras, por qué
tiemblas, por qué huyes y buscas la oscuridad? —Para vivir, responde. —¿Es
cierto que para vivir? ¿Para vivir, pero por siempre? —No.—Entonces no buscas
eliminar la muerte, sino diferirla. Tú que tanto te afanas por morir un poco
más tarde, haz algo para no morir nunca.
5. ¡Cuántos son
los que dicen: «Llévese el fisco mis bienes con tal de morir más tarde», y cuan
pocos los que dicen: «Llévese Cristo mis cosas para nunca morir»! Y, sin
embargo, ¡oh amante de la vida temporal! , si se los lleva el fisco, te deja
sin ellos en este mundo; si se los lleva Cristo, te los guarda en el cielo.
Pensando en esta vida, quieren tener los hombres con qué vivir, y por ella
están dispuestos a dar hasta aquello con lo que viven. Con tal de vivir, das
incluso lo que te reservas para vivir, aun a riesgo de morir de hambre. Y, no
obstante, dices: «Lléveselo; ¿qué me importa? Quiero mendigar». Das aquello de
lo que vives, dispuesto a mendigar para vivir. Estás dispuesto a entregar las
cosas que te son necesarias y a mendigar en este mundo, ¿y no estás dispuesto a
entregar lo que tienes de superfluo y a reinar con Cristo? Te lo ruego, pon en
la balanza una y otra cosa. Si se halla en tu corazón alguna balanza fiel,
sácala, pon en sus platillos estas dos cosas y pésalas: mendigar en este mundo
y reinar con Cristo. No hay nada que pesar; en comparación con lo último, lo
primero no es contrapeso. Nada habría que pesar aunque hubiese dicho: «Reinar
en este mundo y reinar con Cristo». Me arrepiento de haberte dicho «pon en la
balanza», pues no hay nada en absoluto que pesar. ¿De qué sirve al hombre
ganar todo el mundo si es con detrimento de su alma? Quien no sufra detrimento en su alma
será quien reine con Cristo. Ahora bien, ¿quién reina seguro en este mundo?
Suponte que uno tiene el reino asegurado; ¿acaso lo tiene para siempre?
6. Considerad
lo que os proponía antes: ¡qué amantes tiene la vida presente, vida temporal,
vida breve, vida fea; qué amantes tiene! A menudo sucede que, por ella, el
hombre se torna mendigo y se queda desnudo. ¿Le preguntas por qué? Te responde
así: «Para vivir». ¿Qué amaste y qué amas? ¿Adónde llegaste? ¿Qué vas a decir,
mal amante, amante desnortado? ¿Qué vas a decir a esta tu amada? Dile algo,
háblale, acaríciala si puedes. ¿Qué vas a decirle? «Tu belleza me condujo a
esta desnudez». Ella grita: «Soy fea, y ¿me amas?; soy dura, y ¿me abrazas?»
Grita ella: «Soy volátil, y ¿tratas de seguirme?» He aquí lo que te responde tu
amada: «No me quedaré contigo, y, si estoy a tu lado un poco, no permaneceré
contigo; pude desnudarte, pero no hacerte feliz.»
7. En
consecuencia, dado que somos cristianos, implorado el auxilio del Señor nuestro
Dios para hacer frente a las caricias de esa amante malvada, amemos la
hermosura de aquella vida que ni ojo ha visto, ni oído ha escuchado, ni ha
subido al corazón del hombre. Esta es, en efecto, la que ha
preparado Dios para quienes le aman, y esa vida es el mismo Dios. Habéis
aclamado y suspirado por ella. Amémosla intensamente. Concédanos el Señor
amarla. Derramemos ante él nuestras lágrimas no solo para poseerla, sino
también para amarla. ¿Qué puedo amonestaros? ¿Qué puedo mostraros? ¿He de
presentaros, acaso, libros para mostraros cuán inseguras son estas cosas, cuán
pasajeras, casi nada, y cuán cierto es lo que está escrito: ¿Qué es
vuestra vida? Un vapor que aparece un instante y luego se disipa? Ayer vivía, hoy no existe; hace poco
que se le veía, ahora no existe aquel al que se veía. Se conduce al sepulcro a
un hombre: los acompañantes vuelven tristes, pero se olvidan luego. Se dice: «
¡Qué poca cosa es el hombre! » Y esto lo dice el hombre mismo, pero no se
corrige, a fin de ser algo y dejar de ser nada. Así, pues, los mártires fueron
amantes de esta vida y los mártires adquieren esta vida. Poseen lo que amaron,
pero lo poseerán más abundantemente tras la resurrección de los muertos. Por
tanto, con sus grandes sufrimientos nos allanaron este recorrido.
8. San Lorenzo
fue un archidiácono. Según se cuenta, el perseguidor le reclamó las riquezas
de la Iglesia; motivo por el cual sufrió tantos tormentos que nos causa horror
oírlos. Puesto sobre una parrilla, fue quemado en todos sus miembros y
torturado con el tormento atrocísimo de las llamas. Sin embargo, superó todos
los sufrimientos corporales con la enorme fortaleza de la caridad, ayudándole
quien lo había hecho así. Pues somos hechura suya, creados en Cristo Jesús
para realizar las buenas obras que preparó Dios para que caminemos en ellas. Con la consecuencia de encender la
cólera del perseguidor, pero no con el deseo de encenderla, sino deseando
encarecer a la posteridad su propia fe y mostrar cuán seguro iba a la muerte,
dijo: «Síganme —dice— carros para traer en ellos las riquezas de la Iglesia». Le enviaron los carros, los cargó con pobres y los mandó volver, diciendo: «He
aquí las riquezas de la Iglesia». Y así es, hermanos; las grandes riquezas de
los cristianos son las necesidades de los pobres, si es que comprendemos dónde
debemos guardar lo que poseemos. Ante nuestros ojos están los necesitados; si
lo guardamos en ellos, no lo perdemos. No tememos que nadie nos lo quite, pues
lo guarda el mismo que nos lo dio. No podemos encontrar mejor guardián ni más
fiel promisor.
9. Pensando, pues,
en esto, no seamos perezosos en imitar a los mártires si queremos que nos sean
de provecho las festividades que celebramos. Siempre os he exhortado a esto,
hermanos; nunca he cesado, nunca he callado. La vida eterna ha de amarse; la
presente, ha de despreciarse. Hay que vivir bien y esperar el bien. El malo ha
de convertirse; una vez convertido, ha de ser instruido, y, una vez instruido,
ha de perseverar. Pues quien persevere hasta el final, ése se salvará.
10. Pero dicen: «Son muchos los malvados, muchos los males».
¿Y qué quieres tú? ¿Acaso esperas que obre el bien quien es malvado? No busques
uvas en las espinas; te está vedado. De la abundancia del corazón habla la
lengua. Si algo puedes, si tú personalmente ya
no eres malvado, desea que el malvado se convierta en bueno. ¿Por qué te
ensañas contra los malvados? «Porque son malvados» —dices—. Te sumas a su
número al mostrarte cruel con ellos. Te doy un consejo: ¿Te desagrada el
malvado? ¡Que no haya dos! Si se lo echas malamente en cara, te unes a él:
aumentas el número de los que condenas. ¿Quieres vencer el mal con el mal?
¿Quieres vencer la maldad con la maldad? Entonces habrá ya dos maldades, que
han de ser vencidas ambas. ¿No das oídos al consejo de tu Señor, que te dice
por boca del apóstol: No te dejes vencer por el mal, sino vence el mal con
el bien? Quizá él es peor; pero, dado que
también tú eres malvado, sois ya dos malos. Mi deseo es que al menos uno fuera
bueno. Finalmente, se ensaña con él hasta la muerte. ¿Por qué también incluso
después de ella, cuando ese castigo ya no afecta en absoluto al malvado, y lo
único que se consigue es ejercitar la malicia del otro malo? Esto es propio de
un demente, no de uno que quiere hacer justicia.
11. ¿Qué puedo
deciros, hermanos míos; qué puedo deciros? ¡Ojalá os desagraden esos tales!
Pero ¿es que puedo pensar que os agradan? ¡Lejos de mí el pensar eso de
vosotros! Pero es poco el que os desagraden; poco es. Todavía se os debe exigir
algo más. Que nadie diga: «Dios sabe que yo no lo hice; sabe Dios que yo no lo
hice y que no quise que se hiciera». He aquí que has mencionado dos cosas: que
no lo hiciste y que no quisiste que se hiciera. Esto es poco todavía. Es
ciertamente poco el no haberlo querido, si tampoco lo impediste. Los malvados
tienen sus propios jueces, tienen sus autoridades, de las que dice el
apóstol: No en vano lleva la espada, pues en su cólera es vengador pero de
quien obra el mal. En su cólera es vengador de quien obra mal. Mal
que, si lo cometes —dice—, ha de infundirte temor, pues no sin motivo lleva la
espada. ¿Quieres no temer a quien tiene el
poder? Haz el bien, y recibirás alabanza de él.
12. Dirá
alguien: «Entonces, ¿qué mal había cometido el santo Lorenzo para recibir la
muerte de manos de la autoridad? ¿Cómo se cumplió en él: Haz el bien, y
recibirás alabanza de ella, si por hacer el bien de ella solo
mereció tan grandes tormentos?» Si el santo mártir Lorenzo no recibiese
alabanza de la autoridad, no sería honrado en el día de hoy, ni sería ensalzado
ni alabado por nosotros con tantos elogios. Recibe, pues, alabanza de ella aun
sin quererlo ella. En efecto, el apóstol no dice: «Haz el bien, y te alabará la
autoridad misma». De hecho, todos los apóstoles y mártires hicieron el bien, y,
sin embargo, las autoridades no los alabaron, antes bien les dieron muerte. Por
tanto, si hubiese dicho: «Haz el bien, y te alabará», te habría engañado. Pero
él aquí midió las palabras, las examinó, las pesó, las templó y las pulió.
Examina lo que escuchaste: Haz el bien, y recibirás alabanza de
ella; pues en el caso de que se trate de una autoridad justa, recibirás
alabanza de ella, alabándote ella personalmente. Si, por el contrario, se trata
de una autoridad malvada, al morir por la fe, por la justicia y la verdad
recibirás alabanza de ella aun ensañándose ella. En efecto, recibirás alabanza
de ella, no porque te alabe ella, sino porque te ofrece la ocasión para ser
alabado. Haz, pues, el bien; tendrás alabanza y gozarás de seguridad.
13. «¡Pero ese
malvado hizo tantas, a tantos oprimió y a tantos redujo a la mendicidad y a la
indigencia!» Él tiene sus propios jueces, tiene sus propias autoridades. El
estado tiene su organización. Las autoridades existentes han sido, de
hecho, establecidas por Dios. ¿Por qué te ensañas tú con él? ¿Qué
poder has recibido, dejando de lado que tales actos no son suplicios públicos,
sino latrocinios al descubierto? Entonces, ¿qué decir? Considerad los diversos
grados del poder: a nadie, sino a quien tiene esa función específica, le es
lícito herir al destinado al suplicio y condenado, sobre cuya cabeza está a
punto de caer la espada. Esa función compete al verdugo; él es quien asesta el
golpe mortal al condenado. Si el secretario asesta el golpe al condenado ya
destinado al suplicio, ¿no es él asesino del condenado? Y recibe la condena que
corresponde a un homicida. Ciertamente, aquel a quien dio muerte había sido ya
condenado, estaba ya destinado al suplicio; pero asestar un golpe mortal fuera
del ordenamiento jurídico es un homicidio. Y si es un homicidio asestar el
golpe mortal a un condenado fuera del ordenamiento jurídico, ¿qué es —os ruego—
querer dar muerte a uno que aún no ha sido sometido a interrogatorio ni
juzgado; querer dar muerte a un hombre malvado sin tener autoridad para ello?
No estoy defendiendo a los malvados ni afirmando que los malvados no son
malvados. Eso queda en manos de los jueces. ¿Por qué tú, que no llevas el peso
de la autoridad, quieres dar razón —cosa no fácil— de la muerte de otro? Dios
te ha eximido de ser juez, ¿por qué usurpas lo que es de otro? Da razón de tu
propia conducta.
14. «¡Oh Señor,
cómo has punzado los corazones de los hombres crueles cuando dijiste: Quien
esté sin pecado arroje contra ella la primera piedra!». Punzados en sus corazones con esta
palabra dura y afilada, reconocieron sus conciencias y se ruborizaron ante la
justicia que estaba presente; marchándose uno tras otro, dejaron sola a aquella
mísera mujer. Pero no estaba sola la acusada, puesto que con ella estaba el
juez, aún no para juzgarla, sino para otorgarle misericordia. Una vez alejados
los demás, quedaron solos la mísera y la misericordia. Y el Señor le
dice: ¿Nadie te ha condenado? Ella responde: —Nadie, Señor. —Tampoco
yo —dice—te condenaré; vete y en adelante no peques más.
15. «¡Pero este
soldado me ha hecho tantas!» Quisiera saber si no harías tú lo mismo si
fueses soldado como él. Tampoco yo quiero que los soldados hagan cosas tales
como afligir a los pobres; no lo quiero; quiero que también ellos escuchen el
evangelio. En efecto, hacer bien no lo prohíbe la milicia, sino la malicia. De
hecho, llegando unos soldados al bautismo de Juan, le preguntaron: —Y nosotros,
¿qué hemos de hacer? Juan les responde: —No hagáis extorsión a nadie ni
denunciéis falsamente; contentaos con vuestro salario. Y en verdad, hermanos, si los soldados
fuesen así, sería dichoso hasta el Estado; pero a condición de que no solo el
soldado fuese así, sino que también el recaudador de impuestos fuese como
indica el evangelio. En efecto, le preguntaron los publicanos, es decir, los
recaudadores de impuestos: «Y nosotros, ¿qué hemos de hacer?». Se les respondió: No cobréis más
de lo que tenéis establecido. Fue corregido el soldado, fue corregido
el recaudador; séalo también el tributario. Tienes una corrección dirigida a
todos: ¿Qué haremos todos? Quien tenga dos
túnicas, compártalas con quien no la tiene; haga lo mismo quien tiene alimentos. Queremos que los soldados oigan lo que
ordenó Cristo; oigámoslo también nosotros, pues Cristo es tanto nuestro como de
ellos, y Dios lo es de ellos y nuestro al mismo tiempo. Escuchémoslo todos y
vivamos concordes en la paz.
16. «Me ha
vejado en mi condición de negociante». ¿Te comportaste tú honradamente en tu
condición de negociante? ¿No has cometido como tal ningún fraude? Como tal
¿nunca has jurado en falso? ¿No has dicho: «Juro por quien me trajo aquí, por
el mismo mar, que lo he comprado en tanto», no siendo verdad? Hermanos, os lo
voy a decir más claramente y, en cuanto me lo conceda el Señor, con libertad:
solo los malvados se ensañan con los malvados. Cosa distinta es lo que el ejercicio
de la autoridad exige que se haga. En efecto, con frecuencia el juez se ve
obligado a desenvainar la espada, pero quisiera no dar muerte. A nivel
personal, deseaba que la sentencia permaneciera incruenta; pero quizá no quiso
que se quebrantara el orden público. Todo ello correspondió a su profesión, a
su autoridad, a lo que le exigía su cargo. ¿A ti qué te corresponde sino pedir
a Dios: Líbranos del malo.¡Oh tú, que dijiste: Líbranos del
malo! Que Dios te libre de ti mismo.
17. En
resumidas cuentas, hermanos, ¿para qué demorarme más tiempo? Todos somos
cristianos; pero yo soporto una carga de más peligro. Con frecuencia se habla
de mí: «¿A qué tendrá que ir a visitar a tal autoridad? ¿Qué busca el obispo
tratando con ella?» Y, sin embargo, todos vosotros sabéis que son vuestras
necesidades las que me obligan a ir adonde no quiero, a observar, a aguardar de
pie a la puerta, a esperar mientras entran dignos e indignos, a hacerme
anunciar, a ser admitido con rara frecuencia, a sufrir humillaciones, a rogar,
a veces a conseguir algo, y otras a salir de allí triste.9. ¿Quién querría
sufrir todo eso de no verse obligado? Dejadme libre; que nadie me obligue a padecer
tales cosas; concedédmelo, dadme vacaciones al respecto. Os lo pido, os lo
suplico: que nadie me obligue. No quiero tener nada que ver con las
autoridades. Sabe Dios que lo hago obligado. Me comporto con las autoridades
como debo comportarme con cristianos, si entre ellas encuentro cristianos; con
las que son paganas, como debo comportarme con paganos: queriendo el bien para
todos. «Amoneste —dice— a las autoridades a que hagan el bien». ¿He de
amonestarlas en vuestra presencia? ¿Sabéis si lo he hecho? Ignoráis si lo he
hecho o no. Sé bien que lo ignoráis, y que juzgáis temerariamente. Con todo —os
lo ruego, hermanos míos— en relación con las autoridades se puede decir de mí:
«Si la hubiera amonestado, hubiese hecho el bien». Mi respuesta es ésta: «La he
amonestado, pero no me hizo caso; y la amonesté en un lugar donde tú no podías
oírme». ¿Cómo amonestar a un pueblo en privado? Al menos, a un hombre he podido
amonestarlo en privado y decirle: «Obra de esta o de aquella manera», en
ausencia de testigos. ¿Quién puede llevarse un pueblo aparte y amonestarlo sin
que nadie lo sepa?
18. Esta necesidad
me obliga a deciros estas cosas para no tener que rendir a Dios una mala cuenta
de vosotros y para que no se me tenga que decir: «Lo tuyo era amonestar, lo
tuyo era dar; lo mío, exigir». Alejaos, pues; alejaos absolutamente de
estas acciones cruentas. Cuando veis y oís estas cosas, a vosotros no os
corresponde otra cosa que compadeceros. «Pero ha muerto siendo un malvado».
Doble ha de ser el dolor, porque doble es la muerte: la temporal y la eterna.
Si hubiese muerto siendo bueno, lo sentiríamos humanamente, porque nos
abandonó, porque queríamos que viviera en nuestra compañía. El dolor por los
malos ha de ser mayor, porque después de esta vida los acogerán las penas
eternas. Por tanto, hermanos, lo vuestro sea sentir dolor; lo vuestro sea
sentir dolor, no ensañaros.
19. Pero es
poco —como dije—; es poco que no lo ejecutéis vosotros, es poco que sintáis ese
dolor, si no impedís también, según vuestras posibilidades, lo que no
corresponde hacer al pueblo. No estoy diciendo, hermanos, que pueda salir
alguno de vosotros e impedirlo al pueblo; ni siquiera yo lo puedo; pero cada
uno puede impedirlo en su casa a su hijo, su siervo, su vecino, su cliente, a
quien es menor que él: intervenid ante ellos para que no lo hagan. Aconsejad a
cuantos podáis; con otros, con aquellos sobre los que tenéis autoridad,
mostraos severos. De una sola cosa estoy seguro, y todos lo están conmigo: en
esta ciudad se encuentran muchas casas en las que no hay ni un pagano y que no
se encuentra ni una sola casa en la que no haya cristianos. Y, si se examina
bien, no hay ninguna casa donde no son más los cristianos que los paganos. Es
cierto; vosotros estáis de acuerdo. Os dais cuenta, pues, de que no sucedería
nada malo de no quererlo los cristianos. No hay réplica posible. Puede hacerse
el mal en privado, pero no en público, si los cristianos no lo quieren y se
proponen impedirlo, pues cada cual sujetaría a su siervo, a su hijo. Al
adolescente lo amansaría la severidad del padre, del padrino, del maestro, del
buen vecino; la severidad de una corrección mayor, en su propio cuerpo. Si se
obrase de esta manera, los males no nos afligirían mucho.
20. Hermanos
míos, temo la ira de Dios. Dios no teme a las turbas. ¡Qué pronto se dice: «Lo
que el pueblo ha hecho, hecho está»! «¿Quién hay que pueda vengarse de un
pueblo entero?» En verdad, ¿quién puede hacerlo? ¿Ni siquiera Dios? ¿Temió,
acaso, Dios al mundo entero cuando provocó el diluvio? ¿Temió a tantas ciudades
de Sodoma y Gomorra cuando las destruyó con fuego bajado del cielo? No quiero hablar ya de los males
presentes, de cuántos y dónde han tenido lugar; ni quiero recordar sus
consecuencias, para no dar la impresión de que me dedico a hacer mofa. ¿Acaso
separó Dios en su cólera a los que hicieron el mal de los que no lo hicieron?
Pero unió a quienes lo hacían con quienes no lo impedían.
21. Concluyamos,
pues, de una vez el sermón. Hermanos míos, os exhorto y os suplico, por el
Señor y su mansedumbre, a que viváis con mansedumbre y en paz; permitid
pacíficamente que las autoridades cumplan con lo que es de su incumbencia, de
lo que han de rendir cuentas a Dios y a sus superiores. Cuando tengáis que
solicitar alguna cosa, solicitadla con respeto y sin alboroto. No os mezcléis
con quienes obran mal y se ensañan desdichadamente y sin control. No debéis
hallaros presentes en tales hechos, ni siquiera como espectadores; al
contrario, en cuanto os sea posible, cada uno en su propia casa y en su
contorno amoneste, aconseje, enseñe y corrija a la persona con la que está
unido por lazos de parentesco o de amistad. Mantenedlos lejos de tan grandes
males incluso con amenazas, para que llegue el momento en que Dios se
compadezca, y ponga fin a los males humanos, y no nos trate según merecen
nuestros pecados ni nos retribuya según nuestras maldades, antes bien aleje de
nosotros nuestros pecados tanto cuanto dista el oriente del occidente. Él nos
libre por el honor de su nombre y se muestre propicio con nuestras culpas no
vayan a decir los gentiles: «¿Dónde está tu Dios?».Después del sermón
22. Hermanos,
no seáis perezosos ni holgazanes a la hora de frecuentar a vuestra madre; no os
alejéis de la iglesia, por causa de quienes se refugian en la fortaleza de la
madre Iglesia, por su condición de refugio común para todos. En efecto, le
preocupa el que una multitud alborotada ose hacer no se sabe qué. Por lo demás,
por lo que se refiere a las autoridades, por una parte hay leyes, promulgadas
por los emperadores cristianos en el nombre de Dios, que protegen con
suficiencia y hasta abundantemente a la Iglesia; por otra, no parece que dichas
autoridades sean tales que se atreverán a actuar contra su madre, lo que les
acarrearía el reproche de los hombres y la condena de parte de Dios —lejos de
ellos hacer esto, por eso ni lo creo de ellos ni veo que lo hagan. Mas para que
una multitud fuera de control no ose hacer nada, debéis acudir a vuestra madre,
puesto que —como dije— no es refugio para uno o dos hombres, sino para todos.
Quien no tiene nada pendiente con la justicia, tema llegar a tenerlo. Lo digo a
Vuestra Caridad: hasta los malvados buscan refugio en la Iglesia huyendo de la
presencia de los justos, y también los justos que huyen de la presencia de los
malvados. Y a veces, hasta los malvados huyen de otros malvados. Hay tres
clases de fugitivos: los buenos no huyen de los buenos; solamente los justos no
huyen de los justos. Huyen o bien los injustos de los justos, o bien los justos
de los injustos, o también los injustos de los injustos. Mas, si quisiéramos
hacer distinciones a fin de sacar de la iglesia a quienes obran mal, no
tendrían dónde esconderse los que obran bien; si quisiéramos permitir que
fuesen sacados todos los culpables, no tendrían adonde huir los inocentes. Es
preferible, pues, que la Iglesia proteja a los culpables antes que sean sacados
de ella los inocentes. Quedaos con estas cosas, para que —como dije— sea temida
vuestra frecuente asistencia, no vuestra crueldad.
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