OFICINA PARA
LAS CELEBRACIONES LITÚRGICAS
DEL SUMO PONTÍFICE
¿Cuándo celebrar? 4:
La Liturgia de las Horas (CEC, 1174-1178)
La sección litúrgica
del Catecismo de la Iglesia Católica (CEC), en el párrafo «¿Cuándo
celebrar?», dedica un espacio al «Oficio Divino», hoy llamado «Liturgia de las
Horas» (LdH). La LdH es parte del Culto divino de la Iglesia, y no un mero
apéndice de los sacramentos. Es sagrada Liturgia en el verdadero sentido. En la
LdH, como en el sacramental (en particular la Liturgia Eucarística, de la cual
el Oficio es como una extensión), se entrecruzan dos dinámicas: «desde lo alto»
y «desde abajo».
Considerada «desde
lo alto», la LdH fue traída a la tierra por el Verbo, cuando se hizo hombre
para redimirnos. Por eso, el Oficio Divino se define como «el himno que se
canta en el Cielo por toda la eternidad», introducido «en el exilio terreno»
por el Verbo encarnado (cfr. Pío XII, Mediator Dei: EE 6/565;
también: Concilio Vaticano II, Sacrosanctum
Concilium [SC], n. 83). Podemos cantar las alabanzas de Dios,
porque Dios mismo nos permite esto y nos enseña cómo hacerlo. En este sentido,
la LdH representa la reproducción, obrada por la Iglesia peregrina y militante,
del canto de los espíritus celestiales y de los bienaventurados, que forman la
Iglesia gloriosa del Cielo. Es por esta razón que el lugar donde los monjes,
frailes y canónigos se reúnen para rezar el Oficio ha tomado el nombre de
«coro»: el cual quiere reproducir visiblemente las órdenes angelicales y los
coros de los santos, que constantemente alaban la majestad de Dios (cfr. Is. 6,1-4;
Ap. 5,6-14). Por lo tanto, el coro está estructurado en forma circular no para
facilitar la mirada del uno al otro, mientras se celebra la LdH, sino para
representar el «asomarse el cielo sobre la tierra» (Benedicto XVI, Sacramentum
caritatis, n. 35) que se produce cuando celebramos el Culto Divino.
En segundo lugar,
una dinámica que refleja la LdH «desde abajo» hacia «lo alto», es el movimiento
por el cual la Iglesia terrena alaba, adora, agradece a su Señor y le suplica,
en el transcurso del día. En todo momento recibimos beneficios de parte del
Señor, por lo que es justo que le demos las gracias por ello, a cada hora del
día.
Por eso santo Tomás
de Aquino considera que la oración es un acto que, perteneciendo a la virtud de
la religión, hace referencia a la virtud de la justicia (cf. S. Th. II-II,
80, 1, 83, 3). Con el «Prefacio» de la Santa Misa, podemos decir que «en verdad
es justo y necesario, es nuestro deber y salvación» alabar al Señor en todo
momento del día. Cristo ha sido el primero en dar el ejemplo de una oración
constante, día y noche (cf. Mt. 14,23, Mc. 1,35; Heb. 5,7). El Señor también ha
recomendado orar siempre y no desfallecer (cf. Lc. 18,1). Fiel a las palabras y
al ejemplo de su Fundador (cf. 1 Ts. 5.17, Ef. 6,18), desde los tiempos
apostólicos, la Iglesia ha desarrollado su propia oración diaria según un ritmo
ordenado que cubriese la jornada entera, asumiendo en una forma nueva, las
prácticas litúrgicas del templo de Jerusalén. Es cierto que las dos horas
canónicas principales (Laudes y Vísperas) han surgido en relación con los dos
sacrificios diarios del templo: el matutino y el vespertino. Incluso las
oraciones de Tercia, Sexta y Nona corresponden a tantos otros momentos de
oración en la práctica judía. En el día de Pentecostés, los apóstoles estaban
reunidos en oración en la Hora Tercia (cf. Hch. 2,15). San Pedro tuvo la visión
de la tela que bajaba del cielo, mientras estaba en oración en una terraza
hacia la Hora Sexta (cf. Hch. 10,9). En otra ocasión, Pedro y Juan subían al
templo a rezar a la Hora Nona (cf. Hch. 3,1). Y no olvidemos que Pablo y Silas,
encerrados en la cárcel, oraban cantando himnos a Dios a la medianoche (cf.
Hch.16,25).
No es de extrañar,
entonces, que ya a finales del primer siglo, el papa san Clemente pudiera
recordar: «Tenemos que hacer con orden todo lo que el Señor nos ha mandado
hacer durante los períodos de tiempo fijos. Nos prescribe hacer las ofrendas y
las liturgias, y no al azar o sin orden, sino en las circunstancias y los
tiempos previstos» (A los Corintios, XL, 1-2). La Didachè (cf. VIII,
2) recomienda recitar el Padre Nuestro tres veces al día, lo que hace la
Iglesia actualmente durante los Laudes, las Vísperas y en la Santa Misa. Así
interpreta Tertuliano esta antigua tradición: «Nosotros oramos, como mínimo,
por lo menos tres veces al día, ya que estamos en deuda con los Tres: con el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo» (De Oratione, XXV, 5). En Occidente, el
gran organizador del Oficio Divino fue san Benito de Nursia, quien ha
perfeccionado el uso anterior de la Iglesia de Roma.
De lo que se ha
dicho, surgen al menos dos consideraciones fundamentales. La primera es que la
LdH, ya que es esencialmente cristocéntrica, es profundamente eclesial. Esto
implica que, en cuanto Culto público de la Iglesia, a la LdH es sustraída del
arbitrio del individuo y es regulada por la jerarquía eclesiástica. Además, es
una lectura eclesial de la Sagrada Escritura, porque los salmos y las lecturas
bíblicas son interpretadas por los textos de los Padres, de los Doctores y de
los Concilios, y por las oraciones litúrgicas compuestas por la Iglesia (cf.
CEC, 1177).
En cuanto Culto
público, la LdH también tiene un componente visible, y no solo uno interior. Es
la unión de la oración y de los gestos. Si bien es cierto que «la mente tiene
que estar de acuerdo con la voz» (cf. CIC, 1176), también es cierto que el
culto no se celebra solo con la mente, sino también con el cuerpo (cf. S.
Th. II-II, 81, 7). Por ello, la liturgia prevé cantos, expresiones
verbales, gestos, inclinaciones, postraciones, genuflexiones, incensaciones,
vestimentas, etc. Esto también se aplica al Oficio Divino. Por otra parte, el
carácter eclesial de la LdH hace por su propia naturaleza que «esté destinada a
convertirse en la oración de todo el pueblo de Dios» (CEC, 1175). En este sentido,
si es cierto que el Oficio pertenece sobre todo a los ministros sagrados y a
los religiosos –es a quienes la Iglesia en particular se los confía–, este
siempre involucra a toda la Iglesia: los fieles laicos (en la medida en que les
es posible participar), a las almas del Purgatorio, a los santos y a los
ángeles en sus diferentes rangos.
Cantando las
alabanzas de Dios, la Iglesia terrena se une a la celestial y se prepara para
reunirse con ella. Por lo tanto, la LdH «es verdaderamente la voz de la misma
Esposa que le habla al Esposo, mas aún, es la oración de Cristo, con su Cuerpo,
al Padre» (SC, n. 84, cit. en CEC, 1174).
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