sábado, 3 de agosto de 2019

El año litúrgico


OFICINA PARA
LAS CELEBRACIONES LITÚRGICAS
DEL SUMO PONTÍFICE

¿Cuándo celebrar? 3: El año litúrgico (CEC 1168-1173)


En la Pascua –que significa inseparablemente cruz y resurrección– se sintetiza la entera historia de la salvación, está presente de forma concentrada toda la obra de la redención. “Se podría decir que la Pascua constituye la categoría central de la teología del Concilio” (J. Ratzinger, Opera omnia, 774). En este contexto se sitúa también el Año litúrgico. De hecho, “a partir del «Triduo Pascual», como de su fuente de luz, el tiempo nuevo de la resurrección llena todo el año litúrgico con su resplandor” (Catecismo de la Iglesia Católica [CEC], 1168).

No podía ser de otro modo pues la Pasión, muerte y resurrección del Señor “es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la cruz y de la resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida” (CEC, 1085).


Es cierto que la crucifixión de Cristo, su muerte en la cruz y, de manera diferente, su resurrección del sepulcro, son acontecimientos históricos únicos que, en cuanto tales, pertenecen al pasado. Pero si únicamente fuesen hechos del pasado, no podría existir una real conexión con ellos. En último término no tendrían nada que ver con nosotros. Por eso el CEC prosigue diciendo: “La economía de la salvación actúa en el marco del tiempo, pero desde su cumplimiento en la Pascua de Jesús y la efusión del Espíritu Santo, el fin de la historia es anticipado, como pregustado, y el Reino de Dios irrumpe en el tiempo de la humanidad” (CEC, 1168).

Hemos de reconocer que la resurrección está tan fuera de nuestro horizonte, resulta tan extraña a todas nuestras experiencias, que es posible que nos preguntemos: ¿En qué consiste propiamente eso de «resucitar»? ¿Qué significa para nosotros?

Benedicto XVI se aproxima a este Misterio y afirma: “La resurrección es –si podemos usar por una vez el lenguaje de la teoría de la evolución– la mayor «mutación», el salto más decisivo en absoluto hacia una dimensión totalmente nueva, que se haya producido jamás en la larga historia de la vida y de sus desarrollos: un salto de un orden completamente nuevo, que nos afecta y que atañe a toda la historia. [...] era uno con el Dios vivo, unido talmente a Él que formaba con Él una sola persona [...]. Su propia vida no era solamente suya, era una comunión existencial con Dios y un estar insertado en Dios, y por eso no se le podía quitar realmente. Él pudo dejarse matar por amor, pero justamente así destruyó el carácter definitivo de la muerte, porque en Él estaba presente el carácter definitivo de la vida. Él era una cosa sola con la vida indestructible, de manera que ésta brotó de nuevo a través de la muerte. Expresemos una vez más lo mismo desde otro punto de vista. Su muerte fue un acto de amor. En la última cena, Él anticipó la muerte y la transformó en el don de sí mismo. Su comunión existencial con Dios era concretamente una comunión existencial con el amor de Dios, y este amor es la verdadera potencia contra la muerte, es más fuerte que la muerte” (Homilía, 15 de abril de 2006).

Este es el verdadero núcleo y la verdadera grandeza de la Eucaristía, que siempre es más que un banquete, pues por su celebración se hace presente el Señor, junto con los méritos de su muerte y resurrección, acontecimiento central de nuestra salvación (cf. Ecclesia de Eucharistia, 11). Así, “el Misterio de la resurrección, en el cual Cristo ha aplastado a la muerte, penetra en nuestro viejo tiempo con su poderosa energía, hasta que todo le esté sometido” (CEC, 1169). Esto acontece porque Cristo, Dios y hombre, mantiene siempre actual, en su dimensión personal de eternidad, el valor de hechos históricos del pasado, cuales son su muerte y resurrección.

Por eso la Iglesia celebra la obra salvífica de Cristo, cada semana en el día del Señor, en el que la Celebración eucarística supone un encaminarse hacia el interior de la contemporaneidad con el misterio de la Pascua de Cristo, y una vez al año, en la máxima solemnidad de la Pascua que no es simplemente una fiesta entre otras: es la “Fiesta de las fiestas”, “Solemnidad de las solemnidades” (CEC, 1169).

Por otra parte, del mismo modo que “durante su vida terrestre Jesús anunciaba con su enseñanza y anticipaba con sus actos el misterio pascual” (CEC, 1085) ahora durante el tiempo de la Iglesia el año litúrgico se presenta como “el desarrollo de los diversos aspectos del único misterio pascual. Esto vale muy particularmente para el ciclo de las fiestas en torno al misterio de la Encarnación que conmemoran el comienzo de nuestra salvación y nos comunican las primicias del misterio de Pascua” (CEC, 1171).


Finalmente a lo largo del año litúrgico la Iglesia venera de modo especial a la Santísima Virgen, “unida con un vínculo indisoluble a la obra salvadora de su Hijo; en ella mira y exalta el fruto más excelente de la redención y contempla con gozo, como en una imagen purísima, aquello que ella misma, toda entera, desea y espera ser” (CEC, 1172). Y en el recuerdo de los santos “proclama el misterio pascual cumplido en ellos, que padecieron con Cristo y han sido glorificados con Él; propone a los fieles sus ejemplos, que atraen a todos por medio de Cristo al Padre, y por sus méritos implora los beneficios divinos” (CEC, 1173).


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