CARTA APOSTÓLICA
AUGUSTINUM HIPPONENSEM
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
EN EL XVI CENTENARIO
DE LA CONVERSIÓN DE SAN AGUSTÍN
AUGUSTINUM HIPPONENSEM
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
EN EL XVI CENTENARIO
DE LA CONVERSIÓN DE SAN AGUSTÍN
A los obispos,
sacerdotes,
familias religiosas
y fieles de toda la Iglesia católica
en el XVI centenario de la conversión
de san Agustín,
Obispo y Doctor de la Iglesia
sacerdotes,
familias religiosas
y fieles de toda la Iglesia católica
en el XVI centenario de la conversión
de san Agustín,
Obispo y Doctor de la Iglesia
Venerables hermanos y queridos hijos e hijas, salud y bendición
apostólica.
1. Agustín de Hipona, desde que apenas un año después de su
muerte fue catalogado como uno de los "mejores maestros de la
Iglesia" [1] por mi lejano predecesor Celestino
I, ha seguido estando presente en la vida de la Iglesia y en la mente y en la
cultura de todo el Occidente. Después, otros Romanos Pontífices, por no hablar
de los Concilios que con frecuencia y abundantemente se han inspirado en sus
escritos, han propuesto sus ejemplos y sus documentos doctrinales para que se les
estudiara e imitara. León XIII exaltó
sus enseñanzas filosóficas en la Encíclica Aeterni Patris [2]; Pío XI reasumió
sus virtudes y su pensamiento en la Encíclica Ad salutem humani generis,
declarando que por su ingenio agudísimo, por la riqueza y sublimidad de su
doctrina, por la santidad de su vida y por la defensa de la verdad católica
nadie, o muy pocos se le pueden comparar de cuantos han florecido desde los
principios del género humano hasta nuestros días [3]; Pablo VI afirmó que "además de
brillar en él de forma eminente las cualidades de los Padres, se puede afirmar
en verdad que todo el pensamiento de la antigüedad confluye en su obra y que de
ella derivan corrientes de pensamiento que empapan toda la tradición doctrinal
de los siglos posteriores [4].
Yo mismo he añadido mi voz a la de mis predecesores, expresando el vivo
deseo de que "su doctrina filosófica, teológica y espiritual se estudie y
se difunda, de tal modo que continúe... su magisterio en la Iglesia; un
magisterio, añadía, humilde y luminoso al mismo tiempo, que habla sobre todo de
Cristo y del amor" [5]. He tenido ocasión además de recomendar
especialmente a los hijos espirituales del gran Santo que mantengan "vivo
y atrayente el encanto de San Agustín también en la sociedad moderna",
ideal estupendo y entusiasmante, porque "el conocimiento exacto y
afectuoso de su pensamiento y de su vida provoca la sed de Dios, descubre el
encanto de Jesucristo, el amor a la sabiduría y a la verdad, la necesidad de la
gracia, de la oración, de la virtud, de la caridad fraterna, el anhelo de la
eternidad feliz" [6].
Me es muy grato, pues, que la feliz circunstancia del XVI centenario de
su conversión y de su bautismo me ofrezca la oportunidad de evocar de nuevo su
figura luminosa. Esta nueva evocación será al mismo tiempo una acción de
gracias a Dios por el don que hizo a la Iglesia, y mediante ella a la humanidad
entera, gracias a aquella admirable conversión; y será también una ocasión
propicia para recordar que el convertido, una vez hecho obispo, fue un modelo
espléndido de Pastor, un defensor intrépido de la fe ortodoxa o, como decía él,
de la "virginidad" de la fe [7], un constructor genial de aquella
filosofía que por su armonía con la fe bien puede llamarse cristiana, y un
promotor infatigable de la perfección espiritual y religiosa.
I. La conversión
Conocemos el camino de su conversión por sus mismas obras, es decir, por
las que escribió en la soledad de Casiciaco antes del bautismo [8], y sobre todo por sus célebres Confesiones,
una obra que es al mismo tiempo autobiografía, filosofía, teología, mística y
poesía, en la que hombres sedientos de verdad y conscientes de sus propios
límites, se han encontrado y se siguen encontrando a sí mismos. Ya en su
tiempo, el autor la consideraba como una de sus obras más conocidas.
"¿Cuál de mis obras", escribe hacia al final de su vida, "pudo
alcanzar una más amplia notoriedad y resultar más agradable que los libros de
mis Confesiones?" [9]. La historia no ha desmentido nunca este
juicio; al contrario, no ha hecho más que confirmarlo ampliamente. Todavía hoy
las Confesiones de San Agustín son muy leídas y, como son muy
ricas de introspección y de pasión religiosa, obran en profundidad, agitan y
conmueven. Y no sólo a los creyentes. Aun aquellos que, aun cuando no tengan
fe, por lo menos van buscando una certeza que les permita comprenderse a sí
mismos, sus aspiraciones profundas y sus tormentos, sacan provecho de la
lectura de esta obra. La conversión de San Agustín, condicionada por la
necesidad de encontrar la verdad, tiene no poco que enseñar a los hombres de
hoy, con tanta frecuencia perdidos y desorientados frente al gran problema de
la vida.
Se sabe que esta conversión tuvo un camino particularísimo, porque no se
trató de una conquista de la fe católica, sino de una reconquista. La había
perdido convencido, al perderla, de que no abandonaba a Cristo, sino sólo a la
Iglesia.
En efecto, había sido educado cristianamente por su madre [10], la piadosa y santa Mónica [11]. Como consecuencia de esta educación,
Agustín permaneció siempre no sólo un creyente en Dios, en la Providencia y en
la vida futura [12], sino también un creyente en Cristo,
cuyo nombre "había bebido", como dice él, "con la leche
materna" [13]. Tras volver a la fe de la Iglesia
católica, dirá que había vuelto "a la religión que me había sido imbuida
desde niño y que había penetrado hasta la médula de mi ser" [14]. Quien quiera comprender su evolución
interior y un aspecto, tal vez el más profundo, de su personalidad y de su
pensamiento, debe partir de esta constatación.
Al despertarse a los 19 años al amor de la sabiduría con la lectura
del Hortensio de Cicerón —"Aquel libro, tengo que
admitirlo, cambió mi modo de sentir... y me hizo desear ardientemente la
sabiduría inmortal con increíble ardor de corazón" [15]—, amó profundamente y buscó siempre con
todas las fibras de su alma la verdad. "¡Oh verdad, verdad, cómo suspiraba
ya entonces por ti desde las fibras más íntimas de mi corazón!" [16].
No obstante este amor a la verdad, Agustín cayó en errores graves. Los
estudiosos buscan las causas de esto y las encuentran en tres direcciones: en
el planteamiento equivocado de las relaciones entre la razón y la fe, como si
hubiera que escoger necesariamente entre una y otra; en el presunto contraste
entre Cristo y la Iglesia, con la consiguiente persuasión de que para adherirse
plenamente a Cristo hubiera que abandonar la Iglesia; y en el deseo de verse
libre de la conciencia de pecado no mediante su remisión por obra de la gracia,
sino mediante la negación de la responsabilidad humana del pecado mismo.
Así, pues, el primer error consistía en un cierto espíritu racionalista,
en virtud del cual se persuadió de que "había que seguir no a los que
mandan creer, sino a los que enseñan la verdad" [17]. Con este espíritu leyó las Sagradas
Escrituras y se sintió rechazado por los misterios en ellas contenidos,
misterios que hay que aceptar con humilde fe. Después, hablando a su pueblo
acerca de este momento de su vida, le decía: "Yo que os hablo, estuve
engañado un tiempo, cuando de joven me acerqué por primera vez a las Sagradas
Escrituras. Me acerqué a ellas no con la piedad del que busca humildemente,
sino con la presunción de quien quiere discutir... ¡Pobre de mí, que me creí
apto para el vuelo, abandoné el nido y caí antes de poder volar!" [18].
Fue entonces cuando topó con los maniqueos, les escuchó y les siguió.
Razón principal: la promesa "de dejar a un lado la terrible autoridad,
conducir a Dios y librar de los errores a sus discípulos con la pura y simple
razón" [19]. Y tal precisamente era como se mostraba
Agustín, "deseoso de poseer y absorber la verdad auténtica y sin
velos" con la sola fuerza de la razón [20].
Convencido después de largos años de estudios, especialmente de estudios
filosóficos [21], de que le habían engañado, pero, por
efecto de la propaganda maniquea, convencido siempre de que la verdad no estaba
en la Iglesia católica [22], cayó en una profunda desilusión y
perdió de hecho la esperanza de poder encontrar la verdad: "Los académicos
mantuvieron durante mucho tiempo el timón de mi nave en medio de las
olas" [23].
De esta peligrosa actitud lo sacó el mismo amor de la verdad que
albergaba siempre dentro de su alma. Llegó a convencerse de que no es posible
que el camino de la verdad esté cerrado a la mente humana; si no la encuentra,
es porque ignora o desprecia el método para buscarla [24].
Animado por esta convicción, se dijo a sí mismo: "Ea, busquemos con
mayor diligencia, en lugar de perder la esperanza" [25]. Y así, prosiguió en la búsqueda y esta
vez, guiado por la gracia divina, que su madre imploraba con lágrimas [26], llegó felizmente al puerto.
Llegó a comprender que razón y fe son dos fuerzas destinadas a colaborar
para conducir al hombre al conocimiento de la verdad [27], y que cada cual tiene un primado
propio: la fe, temporal; la razón, absoluto —"por su importancia viene
primero la razón, por orden de tiempo la autoridad (de la fe)" [28]—. Comprendió que la fe, para estar
segura, requiere una autoridad divina, que esta autoridad no es más que la de
Cristo, sumo Maestro —de esto Agustín no había dudado nunca [29]— y que la autoridad de Cristo se
encuentra en las Sagradas Escrituras [30], garantizadas por la autoridad de la
Iglesia católica [31].
Con la ayuda de los filósofos platónicos se libró de la concepción
materialística del ser, que había absorbido del maniqueísmo: "Amonestado
por aquellos escritos a que volviera a mí mismo, entré en lo íntimo de mi
corazón bajo tu guía... Entré en él y divisé con el ojo de mi alma... por
encima de mi inteligencia, una luz inmutable" [32]. Esta luz inmutable fue la que le abrió
los inmensos horizontes del espíritu y de Dios.
Comprendió que, a propósito de la grave cuestión del mal, que constituía
su mayor tormento[33], la primera pregunta que hay que
formularse no es de dónde procede el mal, sino en qué consiste [34], e intuyó que el mal no es una
sustancia, sino una privación de bien: "Todo lo que existe es bien, y el
mal, cuyo origen yo buscaba, no es una sustancia" [35]. Dios, pues —concluyó él— es el creador
de todas las cosas y no existe sustancia alguna que no haya sido creada por
Él [36].
Comprendió también, refiriéndose a su experiencia personal [37] —y éste fue su descubrimiento
decisivo—, que el pecado tiene su origen en la voluntad del hombre, una
voluntad libre e indefectible: "Yo era quien quería, yo quien no quería,
yo, yo era" [38].
A este punto uno podría creer que había llegado al fin, y sin embargo no
había llegado todavía; las asechanzas de nuevo error le envolvían. Fue la
presunción de poder llegar a la posesión beatificante de la verdad con solas
sus fuerzas naturales. Una experiencia personal que terminó mal lo
disuadió [39]. Fue entonces cuando comprendió que una
cosa es conocer la meta y otra muy diversa llegar a ella [40]. Para dar con la fuerza y el camino
necesarios "me lancé con la mayor avidez, escribe él mismo, "sobre la
venerable Escritura de tu Espíritu, y antes que nada sobre el Apóstol
Pablo" [41]. En las Cartas de Pablo descubrió a
Cristo maestro, como lo habla venerado siempre, pero también a Cristo redentor,
Verbo encarnado, único mediador entre Dios y los hombres. Fue entonces cuando
se le mostró en todo su esplendor "el rostro de la filosofía" [42]: era la filosofía de Pablo, que tiene
por centro a Cristo, "poder y sabiduría de Dios" (1 Cor 1,
24), y que tiene otros centros: la fe, la humildad, la gracia; la
"filosofía", que es al mismo tiempo sabiduría y gracia, en virtud de
la cual se hace posible no sólo conocer la patria, sino también llegar a
ella [43].
Una vez encontrado Cristo redentor, fuertemente abrazado a Él, Agustín
había retornado al puerto de la fe católica, a la fe en la que su madre lo
había educado: "Había oído hablar de la vida eterna desde niño, vida que
se nos prometió mediante la humildad del Señor nuestro Dios, abajado hasta
nuestra soberbia" [44]. El amor a la verdad, sostenido por la
gracia divina, había triunfado de todos los errores.
Pero el camino no había terminado. En el ánimo de Agustín renacía un
antiguo propósito, el de consagrarse por completo a la sabiduría, una vez que
la había hallado, esto es, abandonar toda esperanza terrena para poseerla [45]. Ahora ya no podía aducir más excusas:
la verdad por la que tanto había suspirado era finalmente cierta [46]. Y, sin embargo, todavía dudaba,
buscando razones para no decidirse a hacerlo [47]. Las ligaduras que lo ataban a las
esperanzas terrenas eran fuertes: los honores, el lucro, el matrimonio [48]; especialmente el matrimonio, dados los
hábitos que había contraído [49].
No es que le estuviera prohibido casarse —esto lo sabía muy bien
Agustín [50]—, lo que no quería era ser cristiano
católico solamente de esta manera: renunciando al ideal acariciado de la
familia y dedicándose con "toda" su alma al amor y a la posesión de
la Sabiduría. A tomar esta decisión, que correspondía a sus aspiraciones más
íntimas pero que estaba en pugna con los hábitos más arraigados, lo estimulaba
el ejemplo de Antonio y demás monjes, ejemplo que se iba difundiendo incluso en
Occidente y que él conoció un poco fortuitamente [51]. Con gran rubor se preguntaba a sí
mismo: "¿No podrás tú hacer lo que hicieron estos jóvenes y estas
jóvenes?" [52]. De ello se originó un drama interior,
profundo y lacerante, que la gracia divina condujo a buen desenlace [53].
He aquí cómo narra Agustín a su madre esta serena pero fuerte
determinación: "Fuimos donde mi madre y le revelamos la decisión que
habíamos tomado. Ella se alegró. Le contamos el desenvolvimiento de los hechos.
Se alegró y triunfó. Y empezó a bendecirte porque tú puedes hacer más
de lo que pedimos y comprendemos (Ef 3, 20). Veía que le
habías concedido, con relación a mí, más de lo que te había pedido con todos
sus gemidos y sus lágrimas conmovedoras. De hecho, me volviste a Ti tan
absolutamente, que ya no buscaba ni esposa, ni carrera en este
mundo" [54].
A partir de aquel momento comenzaba para Agustín una vida nueva, terminó
el año escolar —estaban cercanas las vacaciones de la vendimia [55]—; se retiró a la soledad de
Casiciaco [56]; al final de las vacaciones renunció al
profesorado [57], regresó a Milán a principios del 387,
se inscribió entre los catecúmenos y en la noche del Sábado Santo —23/24 de
abril— fue bautizado por el obispo Ambrosio, de cuya predicación había
aprendido tanto. "Recibimos el bautismo y se disipó de nosotros la
inquietud de la vida pasada. Aquellos días no me hartaba de considerar con
dulzura admirable tus profundos designios sobre la salvación del género
humano". Y añade, manifestando la íntima conmoción de su alma:
"Cuántas lágrimas derramé oyendo los acentos de tus himnos y cánticos, que
resonaban dulcemente en tu Iglesia" [58].
Después del bautismo el único deseo de Agustín fue el de encontrar un
lugar apropiado para poder vivir en compañía con sus amigos según el
"santo propósito" de servir al Señor [59]. Lo encontró en África, en Tagaste, su
pueblo natal donde llegó después de la muerte de su madre en Ostia
Tiberina [60], y la estancia de algunos meses en Roma
dedicados a estudiar el movimiento monástico [61]. Ya en Tagaste, "renunció a sus
bienes y, en compañía de aquellos que le seguían, vivían para Dios en ayunos,
plegarias, obras buenas, meditando día y noche en la ley del Señor". El
amante apasionado de la verdad quería dedicar su vida al ascetismo, a la
contemplación, al apostolado intelectual. De hecho, su primer biógrafo añade:
"Y de las verdades que Dios revelaba a su inteligencia hacía participar a
presentes y ausentes, instruyéndoles con discursos y con libros" [62]. En Tagaste escribió numerosos libros,
como había hecho en Roma, Milán y Casiciaco.
Después de tres años viajó a Hipona con la intención de buscar un lugar
donde fundar un monasterio y para encontrarse con un amigo que esperaba ganar
para la vida monástica. En cambio, lo que encontró, sin quererlo, fue el
sacerdocio [63], pero no renunció a sus ideales: pidió y
se le concedió fundar un monasterio: el monasterium laicorum, en el
que vivió y del que salieron muchos sacerdotes y muchos obispos para toda África [64]. Al cabo de cinco años le hicieron
obispo y transformó la casa episcopal en monasterio: el monasterium
clericorum. El ideal concebido en el momento de su conversión no lo
abandonó ya más, ni siquiera cuando le hicieron sacerdote y obispo. Escribió
incluso una regla ad servos Dei, que ha tenido y sigue teniendo un
papel tan importante en la historia de la vida religiosa occidental [65].
II. El Doctor
Me he detenido un poco en los puntos esenciales de la conversión de
Agustín porque de ella se derivan tantas y tan útiles enseñanzas no sólo para
los creyentes, sino también para todos los hombres de buena voluntad: cuán
fácil es perderse en el camino de la vida y cuán difícil es volver a encontrar
el camino de la verdad. Pero esta admirable conversión nos ayuda también a
entender mejor su vida posterior como monje, sacerdote y obispo. El siguió
siendo siempre el gran deslumbrado por la gracia: "Nos habías traspasado
el corazón con las flechas de tu amor y tenías tus palabras arraigadas en las
entrañas" [66]. Sobre todo, nos ayuda a penetrar con
mayor facilidad en su pensamiento, tan universal y fecundo que prestó al
pensamiento cristiano un servicio incomparable y perenne, hasta el punto de que
podemos llamarle, no sin razón, el padre común de la Europa cristiana.
El resorte secreto de su búsqueda constante fue el mismo que le había
guiado a lo largo del itinerario de su conversión: el amor a la verdad. Y así
dice él mismo: "¿Qué desea el hombre con mayor vigor que la verdad?" [67]. En una obra de profunda especulación
teológica y mística, escrita más por necesidad personal que por exigencias
externas, recuerda este amor y escribe: "Nos sentimos arrebatados por el
amor de indagar la verdad" [68]. Esta vez el objeto de la investigación
era el augusto misterio de la Trinidad y el misterio de Cristo, revelación del
Padre, "ciencia y sabiduría" del hombre: así fue como nació la gran
obra sobre La Trinidad.
La orientación de la investigación, a la que nutría incesantemente el
amor, tuvo dos coordenadas: una mayor comprensión de la fe católica y su
defensa contra quienes la negaban, como eran los maniqueos y los paganos, o
daban de ella interpretaciones equivocadas, como los donatistas, pelagianos y
arrianos. Resulta difícil adentrarse en el mar del pensamiento agustiniano;
mucho mas difícil aún es: resumirlo, si es que es posible en realidad. Pero se
me permita recordar, para común edificación, algunas de la luminosas intuiciones
de este sumo pensador.
1. Razón y fe
Ante todo las relativas al problema que más lo atormentó en su juventud
y al que volvió una y otra vez con toda la fuerza de su ingenio y toda la
pasión de su alma, el problema de las relaciones entre la razón y la fe: un
problema eterno, de hoy no menos que de ayer, de cuya solución depende la
orientación del pensamiento humano. Pero también problema difícil, ya que se
trata de pasar indemnes entre un extremo y el otro, entre el fideísmo que
desprecia la razón, y el racionalismo que excluye la fe. El esfuerzo
intelectual y pastoral de Agustín fue el de demostrar, sin sombra de duda, que
"las dos fuerzas que nos permiten conocer" [69]deben colaborar conjuntamente.
Agustín escuchó a la fe, pero no exaltó menos a la razón, dando a cada
cual su propio primado o de tiempo o de importancia [70]. Dijo a todos el crede ut
intelligas, pero repitió también el intellige ut credas [71]. Escribió una obra, siempre actual,
sobre la utilidad de la fe [72], y explicó cómo la fe es la medicina
destinada para curar el ojo del espíritu [73], la fortaleza inexpugnable para la
defensa de todos, especialmente de los débiles, contra el error [74], el nido donde se echan las plumas para
los altos vuelos del espíritu [75], el camino corto que permite conocer
pronto, con seguridad y sin errores, las verdades que conducen al hombre a la
sabiduría [76]. Pero sostuvo también que la fe no está
nunca sin la razón, porque es la razón quien demuestra "a quién hay que
creer" [77]. Por lo tanto, "también la fe tiene
sus ojos propios, con los cuales ve de alguna manera que es verdadero lo que
todavía no ve" [78]. "Nadie, pues, cree si antes no ha
pensado que tiene obligación de creer", puesto que "creer no es sino
pensar con asentimiento" —cum assentione cogitare— ...hasta tal
punto, que "la fe que no sea pensada no es fe" [79].
El razonamiento sobre los ojos de la fe desemboca en el de la
credibilidad, del que Agustín habla con frecuencia aportando los motivos, como
si quisiera confirmar la conciencia con la que él mismo había vuelto a la fe
católica. Interesa citar un texto. Escribe él: "Son muchas las razones que
me mantienen en el seno de la Iglesia católica. Aparte la sabiduría de sus
enseñanzas (para Agustín este argumento era fortísimo, pero no lo admitían sus
adversarios), ...me mantiene el consentimiento de los pueblos y de las gentes;
me mantiene la autoridad fundada sobre los milagros, nutrida con la esperanza,
aumentada con la caridad, consolidada por la antigüedad; me mantiene la
sucesión de los obispos, de la sede misma del Apóstol Pedro, a quien el Señor
después de la resurrección mandó a apacentar sus ovejas, hasta el episcopado
actual; me mantiene, finalmente, el nombre mismo de católica, que no sin razón
ha obtenido esta Iglesia solamente" [80].
En su gran obra La ciudad de Dios, que es al mismo tiempo
apologética y dogmática, el problema de la razón y de la fe se convierten en el
de fe y cultura. Agustín, que tanto trabajó por promover la cultura cristiana,
lo resuelve exponiendo tres argumentos importantes: la fiel exposición de la doctrina
cristiana; la atenta recuperación de la cultura pagana en todo aquello que
tenía de recuperable, y que bajo el punto de vista filosófico no era poco; y la
demostración insistente de la presencia en la enseñanza cristiana de todo
aquello que había en aquella cultura de verdadero y perennemente útil, con la
ventaja de que se encontraba perfeccionado y sublimado [81]. No en vano se leyó mucho La
Ciudad de Dios durante la Edad Media, y merece ciertamente que se la
lea también en nuestros tiempos como ejemplo y acicate para reflexionar mejor
en torno a las relaciones entre el cristianismo y las culturas de los pueblos.
Vale la pena citar un texto importante de Agustín: "La ciudad celestial...
convoca a ciudadanos de todas las naciones... sin preocuparse de las
diferencias de costumbres, leyes o instituciones..., no suprime ni destruye
cosa alguna de éstas; al contrario, las acepta y conserva todo lo que, aunque
diverso en las diferentes naciones, tiende a un mismo fin: la paz terrena, pero
con la condición de que no impidan la religión que enseña a adorar a un sólo
Dios, sumo y verdadero" [82].
2. Dios y el hombre
El otro gran binomio que Agustín estudió sin descanso es el de Dios y el
hombre. Liberado, como dije arriba, de materialismo que le impedía tener una
noción justa de Dios —y por lo tanto también una verdadera noción del hombre—
fijó en este binomio los grandes temas de su investigación [83] y los estudió siempre
conjuntamente: el hombre pensando en Dios y Dios pensando en el hombre, cuya
imagen es.
En las Confesiones se propone a sí mismo esta doble
pregunta: "¿Qué eres tú para mí, Señor?", "y ¿qué soy yo para
ti?" [84]. Para darle una respuesta hace uso de
todos los recursos de su pensamiento y de toda la incesante fatiga de su
apostolado. La inefabilidad de Dios le penetra completamente, hasta el punto de
hacerle exclamar: "¿Por qué te extrañas de que no comprendes? Si comprendieras,
no sería Dios" [85]. Por ello "no es pequeño comienzo
para el conocimiento de Dios, antes de saber quién es Él, el que comencemos por
saber qué no es" [86]. Hay que tratar, pues, "de
comprender a Dios, si podemos y en cuanto podamos, bueno sin cualidad, grande
sin cantidad, creador sin necesidad", y así por lo que se refiere a las
demás categorías de la realidad descrita por Aristóteles [87].
No obstante la trascendencia e inefabilidad divinas, Agustín, partiendo
de la autoconciencia de hombre que es, de conocer y amar, y animado por la
Escritura, que nos revela a Dios como el Ser supremo (Es., 3, 14); la
Sabiduría suprema (Sab. passim) y el primer Amor (1 Jn 4,
8), esclarece esta triple noción de Dios: Ser de quien procede, por creación de
la nada, todo ser; Verdad que ilumina la mente humana para que pueda conocer la
verdad con certidumbre; Amor del cual procede y hacia el cual se dirige todo
verdadero amor. Dios, en efecto, como él repite tantas veces, es "la causa
del subsistir, la razón del pensar y la norma del vivir" [88], o, por citar otra célebre fórmula suya,
"la causa del universo creado, la luz de la verdad que percibimos, y la
fuente de la felicidad que gustamos" [89].
Pero donde el genio de Agustín se ejercitó prevalentemente fue en el
estudio de la presencia de Dios en el hombre, presencia que es al mismo tiempo
profunda y misteriosa. Encuentra a Dios, "el interno-eterno" [90], remotísimo y presentísimo [91]: porque remoto, el hombre lo busca;
porque presente, lo conoce y lo encuentra. Dios está presente como
"substancia creadora del mundo" [92], como verdad iluminadora [93], como amor que atrae [94], más íntimo que lo más íntimo que hay en
el hombre y más alto que lo más alto que hay en él. Refiriéndose al período
anterior a la conversión, Agustín dice a Dios: "¿Dónde estabas entonces y
cuán lejos de mi? Yo vagaba lejos de Ti... y tú, por el contrario, estabas más
dentro de mí que la parte más profunda de mí mismo y más alto que la parte más
alta de mí mismo" [95]; "Tú estabas conmigo, pero yo no
estaba contigo" [96]. Y una vez más: "Estabas delante de
mí, pero yo me había alejado de mí mismo y no sabía encontrarme. Con mayor
razón no sabía encontrarte a Ti" [97]. Quien no se encuentra a sí mismo, no
encuentra a Dios, porque Dios está en lo profundo de cada uno de nosotros.
Al hombre, por lo tanto, no se le entiende si no es en relación a Dios.
Agustín ha ilustrado con vena inagotable esta gran verdad cuando estudiaba las
relaciones entre el hombre y Dios, y lo ha expuesto en las fórmulas más
variadas y eficaces. Él ve al hombre como una tensión hacia Dios. Son célebres
estas palabras suyas: "Nos hiciste para Ti y nuestro corazón no descansará
hasta reposar en Ti" [98]. Lo ve como capacidad de ser elevado
hasta la visión inmediata de Dios: el ser finito que alcanza al Infinito. El
hombre, escribe él en su obra sobre La Trinidad, es imagen de Dios,
en cuanto es capaz de Dios y puede ser partícipe de Él" [99]. Esta capacidad "impresa
inmortalmente en la naturaleza inmortal del alma racional" es la señal de
su grandeza suprema: "en cuanto es capaz y puede ser partícipe de la
naturaleza suprema, el hombre es una gran naturaleza" [100]. Lo ve también como un ser indigente de
Dios, en cuanto necesitado de la felicidad, que no puede encontrar sino en
Dios. "La naturaleza humana fue creada en grandeza tan excelsa, que, dado
que es mudable, sólo adhiriéndose al bien mudable, que es el Sumo Dios, puede
conseguir la felicidad, y no puede colmar su indigencia sin ser feliz, pero
para colmarla no basta nada que no sea Dios" [101].
De esta relación constitucional del hombre con Dios depende la
insistente invitación agustiniana a la interioridad. "Vuelve a ti mismo;
en el hombre interior habita la verdad; y si encuentras que tu naturaleza es
mudable, transciéndete a ti mismo" para encontrar a Dios, fuente de la luz
que ilumina la mente [102]. En el hombre interior existe, junto
con la verdad, también la misteriosa capacidad de amar, que, como un peso —ésta
es la célebre metáfora agustiniana [103]— lo lleva fuera de sí mismo hacia los
otros, y sobre todo hacia el Otro por excelencia, es decir, Dios. El peso del
amor le hace constitucionalmente social [104], hasta el punto de que
"nadie", como escribe Agustín, "es más social por naturaleza que
el hombre"[105].
La interioridad del hombre, donde se recogen las riquezas inagotables de
la verdad y del amor, constituye "un abismo" [106], que nuestro Doctor no cesa nunca de
observar atentamente ni de maravillarse de ello. Pero, a estas alturas, es
preciso añadir que el hombre se presenta, para quien sea sensible a sí mismo y
a la historia, como un gran problema; como dice Agustín, una "magna
quaestio" [107]. Son demasiado numerosos los enigmas
que lo rodean: el enigma de la muerte, de la división profunda que sufre en sí
mismo, del desequilibrio irreparable entre lo que es y lo que desea; enigmas
que se reducen al fundamental, que consiste en su grandeza y en su incomparable
miseria. Sobre estos enigmas, de los que ha tratado ampliamente el Concilio
Vaticano II cuando se propuso ilustrar "el misterio del hombre" [108], Agustín se lanzó con pasión y empleó
en su estudio toda la penetración de su inteligencia, no sólo para descubrir su
realidad, que es con frecuencia muy triste —si es cierto que nadie es tan
social por naturaleza como el hombre, también lo es, añade el autor de La
Ciudad de Dios, aleccionado por la historia, que "nadie es tan
antisocial por vicio como el hombre" [109]—, sino también y sobre todo para buscar
y proponer sus soluciones. Pues bien, por lo que se refiere a soluciones, no
encuentra más que una, la misma que se le presentó en la vigilia de su
conversión: Cristo, Redentor del hombre. En torno a esta solución he sentido yo
la necesidad de llamar también la atención de los hijos de la Iglesia y de
todos los hombres de buena voluntad en mi primera Encíclica, precisamente
la Redemptor hominis,
feliz de hacer eco con mi voz a la voz de toda la tradición cristiana.
Entrando en esta problemática, el pensamiento de Agustín, aún
continuando fundamentalmente filosófico, se hace cada vez más teológico, y el
binomio Cristo y la Iglesia, que había negado primero y después reconocido
durante los años de la juventud, empieza a ilustrar la idea más general de Dios
y del hombre.
3. Cristo y la Iglesia
Bien se puede afirmar que Cristo y la Iglesia son el fundamento del
pensamiento teológico del obispo de Hipona, más aún, podría añadirse, de su
misma filosofía, en cuanto echa en cara a los filósofos haber hecho filosofía
"sine homine Christo" [110]. De Cristo es inseparable la Iglesia.
Agustín reconoció en el momento de su conversión y aceptó con alegría y
gratitud la ley de la Providencia que puso en Cristo y en la Iglesia "la
autoridad más excelsa y la luz de la razón —totum culmen auctoritatis lumenque
rationis— con el fin de crear de nuevo y reformar el género humano" [111].
Él habló, sin duda alguna, con amplitud y magníficamente en su gran obra
sobre La Trinidad y en sus discursos sobre el misterio
trinitario, trazando el camino a la teología posterior. Insistió al mismo tiempo
en la igualdad y en la distinción de las Personas divinas, ilustrándolas con la
doctrina de las relaciones: Dios "es todo lo que tiene, excepto las
relaciones, en virtud de las cuales cada persona se refiere a la
otra" [112]. Desarrolló la teología sobre el
Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, pero
"principaliter" del Padre, porque "de toda la divinidad, o
mejor, de la deidad el principio es el Padre" [113]; y Él ha dado al Hijo el espirar al
Espíritu Santo [114], que procede como Amor y por lo tanto
no es engendrado [115]. Luego, para responder a los
"gárrulos raciocinadores" [116], propuso la explicación
"psicológica", de la Trinidad buscando su imagen en la memoria, en la
inteligencia y en el amor del hombre, estudiando con ello al mismo tiempo el
más augusto misterio de la fe y la más alta naturaleza del creado, cual es el
espíritu humano.
Pero hablando de la Trinidad, tiene siempre fija la mirada en Cristo,
revelación del Padre, y en la obra de la salvación. Desde que, poco antes de su
conversión, entendió bien los términos del misterio del Verbo encarnado [117], no deja en adelante de seguir
profundizando en él, resumiendo su pensamiento en fórmulas tan densas y
eficaces, que adelantan de algún modo la de Calcedonia. He aquí un texto
significativo tomado de una de sus últimas obras: "El cristiano fiel cree
y confiesa en Cristo la verdadera naturaleza humana, esto es, la nuestra, pero
asumida de manera singular por Dios Verbo, sublimada en el único Hijo de Dios,
de suerte que quien asumió y aquello que fue asumido sean una única persona en
la Trinidad... una sola persona Dios y el hombre. Porque nosotros no decimos
que Cristo es sólo Dios... y tampoco decimos que Cristo es sólo hombre..., como
no decimos que es un hombre con algo menos de lo que ciertamente pertenece a la
naturaleza humana... Por el contrario nosotros decimos que Cristo es verdadero
Dios, nacido del Padre... y que Él mismo es verdadero hombre, nacido de madre
que fue creatura humana... y que su humanidad, con la cual es menor que el
Padre, no quita nada a su divinidad, con la cual es igual al Padre: dos
naturalezas, un solo Cristo" [118]. O más brevemente: "Aquel que es
hombre, ese mismo es Dios, y aquel que es Dios ese mismo es hombre, no por la
confusión de las naturalezas, sino por la unidad de la persona" [119], "una persona en dos
naturalezas"[120].
Con esta firme visión de la unidad de la persona en Cristo, "totus
Deus et totus homo" [121], Agustín se pasea por el amplio
panorama de la teología y de la historia. Si la mirada de águila se fija en
Cristo Verbo del Padre, no insiste menos en Cristo como hombre. Más aún, afirma
enérgicamente: sin Cristo hombre no hay mediación, ni reconciliación, ni
justificación, ni resurrección, ni posibilidad de pertenecer a la Iglesia, cuya
Cabeza es Cristo [122]. Sobre estos temas trata una y otra vez
y los desarrolla ampliamente, tanto para justificar la fe que había
reconquistado a los 32 años, como por las exigencias de la controversia
pelagiana.
Cristo, hombre-Dios [123], es el único mediador entre Dios justo
e inmortal y los hombres mortales y pecadores, pues es mortal y justo
contemporáneamente [124]; por lo tanto es la vía universal de la
libertad y de la salvación. Fuera de esta vía, que "nunca faltó al género
humano, nadie ha sido jamás liberado, nadie es liberado, nadie será
liberado" [125].
La mediación de Cristo se realiza en la redención, que no consiste sólo
en el ejemplo de justicia, sino sobre todo en el sacrificio de reconciliación
que fue absolutamente verdadero [126], libérrimo [127], perfectísimo [128]. La redención de Cristo tiene como
carácter esencial la universalidad, la cual demuestra la universalidad del
pecado. En este sentido Agustín repite e interpreta las palabras de San Pablo:
"Si uno murió por todos, luego todos son muertos" (2 Cor 5,
14), muertos a causa del pecado. "Toda la fe cristiana consiste, pues, en
la causa de dos hombres" [129], "uno y uno: uno que lleva a la
muerte, uno que da la vida"[130]. De donde se sigue que "todo
hombre es Adán, como en los que creen todo hombre es Cristo" [131].
Negar esta doctrina quería decir para Agustín "desvirtuar la cruz
de Cristo" (1 Cor 1, 17). Para que esto no sucediera habló y
escribió mucho sobre la universalidad del pecado, incluida la doctrina del
pecado original, "que la Iglesia, escribe él, cree desde la
antigüedad" [132]. De hecho Agustín enseña que "el
Señor Jesucristo no se hizo hombre por otro motivo..., sino para vivificar,
salvar, liberar, redimir e iluminar a quienes antes estaban en la muerte, en la
enfermedad, en la esclavitud, en la cárcel, en las tinieblas del pecado. Es
lógico que nadie podrá pertenecer a Cristo si no tiene necesidad de estos
beneficios de la redención" [133].
Y como único mediador y redentor de los hombres Cristo es Cabeza de la
Iglesia, Cristo y la Iglesia son una sola Persona mística, el Cristo total. Con
atrevimiento escribe: "Nos hemos convertido en Cristo. Pues si Él es la
Cabeza, nosotros somos sus miembros; el hombre total somos Él y nosotros" [134]. Esta doctrina del Cristo total es una
de las más queridas del obispo de Hipona y también una de las más fecundas de
su teología eclesiológica.
Otra verdad fundamental es la del Espíritu Santo, alma del Cuerpo
místico —"lo que es el alma para el cuerpo, eso mismo es el Espíritu Santo
para el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia" [135]—, del Espíritu Santo principio de la
comunión que une a los fieles entre sí y con la Trinidad. De hecho "el
Padre y el Hijo han querido que nosotros entráramos en comunión entre nosotros
mismos y con Ellos por medio de Aquel que es común a ambos, y nos han recogido
en la unidad mediante el único don que tienen en común, esto es, por medio del
Espíritu Santo, Dios y Don de Dios" [136]. Por ello escribe en el mismo lugar:
"La comunión de la unidad de la Iglesia o la societas unitatis,
fuera de la cual no se da perdón de los pecados, es la obra propia del Espíritu
Santo, con quien obran conjuntamente el Padre y el Hijo, dado que en cierto
modo el mismo Espíritu Santo es el elemento unificante y la societas que
une al Padre y al Hijo" [137].
Mirando a la Iglesia, Cuerpo de Cristo y vivificada por el Espíritu Santo,
que es el Espíritu de Cristo, Agustín desarrolló en diversas maneras una noción
acerca de la cual el reciente Concilio ha tratado con particular interés: la
Iglesia comunión [138]. Habla de ella de tres modos diversos,
pero convergentes: la comunión de los sacramentos o realidad institucional
fundada por Cristo sobre el fundamento de los Apóstoles [139], de la cual discute ampliamente en la
controversia donatista, defendiendo su unidad, universalidad, apostolicidad y
santidad [140], y demostrando que tiene por centro la
"Sede de Pedro", "en la que siempre estuvo vigente el primado de
la Cátedra Apostólica" [141]; la comunión de los santos o realidad
espiritual, que une a todos los justos desde Abel hasta la consumación de los
siglos [142]; la comunión de los bienaventurados o
realidad escatológica, que congrega a cuantos han conseguido la salvación, es
decir, a la Iglesia "sin mancha ni arruga" (Ef 5,
27) [143].
Otro tema predilecto de la eclesiología agustiniana fue el de la Iglesia
Madre y Maestra. Sobre este argumento Agustín escribió páginas profundas y
conmovedoras, dado que interesaba de cerca su experiencia de convertido y su
doctrina de teólogo. En su camino de vuelta a la fe encontró a la Iglesia no
opuesta a Cristo, como le habían hecho creer [144], sino más bien como manifestación de
Cristo, "madre altamente verdadera de los cristianos"[145], y depositaria de la verdad
revelada [146].
La Iglesia es madre que engendra a los cristianos [147]: "Dos nos engendraron para la
muerte, dos nos engendraron para la vida. Los padres que nos engendraron para
la muerte son Adán y Eva; los padres que nos engendraron para la vida Cristo y
la Iglesia" [148]. La Iglesia es madre que sufre por los
que se alejan de la justicia, especialmente por quienes laceran su unidad [149]; es la paloma que gime y llama para que
todos regresen y se cobijen bajo sus alas [150]; es la manifestación de la paternidad
universal de Dios mediante la caridad, la cual "para los unos es cariñosa,
para los otros severa. Para ninguno es enemiga, para todos es madre" [151].
Es madre, pero también, como María, es virgen: madre por el ardor de la
caridad, virgen por la integridad de la fe que custodia, defiende y
enseña [152]. Con esta maternidad virginal está
relacionada su misión de maestra, que la Iglesia ejerce obedeciendo a Cristo.
Por esto Agustín mira a la Iglesia como depositaria de las Escrituras [153] y proclama que él se siente seguro
en ella, cualesquiera que sean las dificultades que se presenten [154], enseñando insistentemente a los demás
a hacer lo mismo. "Así, como he dicho muchas veces y repito
insistentemente: seamos lo que seamos nosotros, vosotros estáis seguros:
vosotros que tenéis a Dios por Padre y a la Iglesia por Madre" [155]. De esta convicción nace su fervorosa
exhortación a amar a Dios y a la Iglesia, precisamente a Dios como Padre y a la
Iglesia como Madre [156]. Tal vez nadie ha hablado de la Iglesia
con tanto afecto y con tanta pasión como Agustín. He aquí que acabo de
proponeros algunos de sus acentos. Realmente pocos, pero confío en que
suficientes para hacer comprender la profundidad y la belleza de una doctrina
que nunca se podrá estudiar en demasía, especialmente bajo el punto de vista de
la caridad que anima a la Iglesia por efecto de la presencia en ella del
Espíritu Santo. "Tenemos el Espíritu Santo", escribe, "si amamos
a la Iglesia; y amamos a la Iglesia si permanecemos en su unidad y en su
caridad" [157].
4. Libertad y gracia
Sería cosa de nunca acabar el indicar, aunque no fuera más que
sumariamente, los diversos aspectos de la teología agustiniana. Otro tema
importante, es más, fundamental, relacionado también con su conversión, es el
de la libertad y de la gracia. Como he recordado ya, fue en vísperas de su
conversión cuando tomó conciencia de la responsabilidad del hombre en sus
acciones y de la necesidad de la gracia del único Mediador [158], cuya fuerza experimentó en el momento
de la decisión final. Un testimonio elocuente lo constituye el libro VIII de
las Confessiones [159]. Las reflexiones personales y las
controversias que sostuvo después, especialmente contra los secuaces de los
maniqueos y de los pelagianos, le ofrecían la ocasión de estudiar más a fondo
los términos del problema, y proponer, aunque con gran modestia dado el
carácter misterioso de la cuestión, una síntesis.
Sostuvo siempre que la libertad es un punto fundamental de la
antropología cristiana. Lo sostuvo contra sus antiguos correligionarios [160], contra el determinismo de los
astrólogos, de quienes él mismo había sido víctima [161], y contra toda forma de fatalismo [162], explicó que la libertad y la
presciencia divina no son incompatibles [163], como tampoco lo son la libertad y la
ayuda de la gracia divina. "Al libre albedrío no se le suprime porque se
le ayude, sino que se le ayuda precisamente porque no se le elimina" [164]. Por lo demás, es célebre el principio
agustiniano: "Quien te ha creado sin ti, no te justificará sin ti. Así,
pues, creó a quien no lo sabía, pero no justifica a quien no lo
quiere" [165].
A quien ponía en tela de juicio esta inconciliabilidad o afirmaba lo
contrario Agustín le demuestra con una larga serie de textos bíblicos que
libertad y gracia pertenecen a la divina Revelación y que hay que defender
firmemente ambas verdades [166]. Llegar a ver a fondo su conciliación
es cuestión sumamente difícil, que pocos llegan a comprender [167] y que puede incluso crear angustia
para muchos [168], porque al defender la libertad se
puede dar la impresión de negar la gracia, y viceversa [169]. Pero es preciso creer en su
conciliabilidad como en la conciliabilidad de dos prerrogativas esenciales de
Cristo, de las que una y otra dependen respectivamente. Efectivamente, Cristo
es al mismo tiempo salvador y juez. Pues bien, "si no existe la gracia,
¿cómo salva al mundo? Y si no existe el libre albedrío, ¿cómo juzga al
mundo?" [170].
Por otro lado, Agustín insiste en la necesidad de la gracia, que es al
mismo tiempo necesidad de la oración. A quien decía que Dios no manda cosas
imposibles y que por lo tanto no es necesaria la gracia, le respondía: sí, es
verdad, "Dios no manda cosas imposibles, pero como mandato te advierte que
hagas lo que puedas y que pidas lo que no puedas" [171], y ayuda al hombre para que pueda, Él
que "no abandona a nadie si no se le abandona a Él" [172].
La doctrina sobre la necesidad de la gracia se convierte en la doctrina
sobre la necesidad de la oración, en la que tanto insiste Agustín [173], porque, como escribe él, "es
cierto que Dios ha preparado algunos dones incluso para quien no los pide,
como, por ejemplo, el comienzo de la fe, pero otros sólo para quien los implora
como la perseverancia final" [174].
Por lo tanto, la gracia es necesaria para apartar los obstáculos que
impiden a la voluntad huir del mal y realizar el bien. Estos obstáculos son
dos, "la ignorancia y la flaqueza" [175], sobre todo la segunda, "porque
incluso cuando comienza a aparecer claro lo que hay que hacer..., no se actúa,
no se realiza, no se vive bien" [176]. Por eso la gracia adyuvante es sobre
todo "la inspiración de la caridad, en virtud de la cual hacemos con santo
amor lo que conocemos que tenemos que hacer" [177].
Ignorancia y flaqueza son dos obstáculos que es preciso superar para
poder respirar la libertad. No será inútil recordar que la defensa de la
necesidad de la gracia para Agustín es la defensa de la libertad cristiana.
Tomando como punto de partida las palabras de Cristo: Si el Hijo os
libera, entonces seréis verdaderamente libres (Jn 8, 36),
Agustín se hizo defensor y cantor de aquella libertad que es inseparable de la
verdad y del amor. Verdad, amor, libertad, he aquí los tres grandes bienes que
apasionaron el alma de Agustín y estimularon su genio. Sobre ellos derramó él
mucha luz de comprensibilidad.
Deteniéndonos un momento sobre este último bien —el de la libertad— es
el caso de advertir que él describe y exalta la libertad cristiana en todas sus
formas. Estas van desde la libertad con respecto al error —porque, por el
contrario, la libertad del error es "la peor muerte del alma" [178]— mediante el don de la fe, que somete
el alma a la verdad [179], hasta la libertad última e
indefectible, la mayor, que consiste en no poder morir y en no poder pecar,
esto es, en la inmortalidad y la justicia plena [180]. Entre estas dos, que indican el
comienzo y el término de la salvación, explica y proclama todas las demás: la
libertad con respecto al pecado como obra de la justificación; la libertad del
dominio de las pasiones desordenadas, obra de la gracia que ilumina la
inteligencia y da a la voluntad la fuerza necesaria para hacerla invencible al
mal, como él mismo experimentó en su conversión, cuando se vio libre de la
esclavitud [181]; la libertad con relación al tiempo,
que devoramos y que a su vez nos devora [182], en cuanto el amor nos permite vivir
asidos a la eternidad [183].
Acerca de la justificación, cuyas inefables riquezas expone —la vida
divina de la gracia [184], la inhabitación del Espíritu
Santo [185], la "deificación" [186]—, él hace una distinción importante
entre la remisión de los pecados, que es plena y total, plena y perfecta, y la
renovación interior, que es progresiva y sólo será plena y total después de la
resurrección, cuando todo el hombre participará de la inmutabilidad
divina [187].
En cuanto a la gracia que fortifica la voluntad, insiste diciendo que
obra por medio del amor y que por lo tanto hace invencible la voluntad contra
el mal sin quitarle la posibilidad de no querer. Al tratar de las palabras de
Jesús en el Evangelio de Juan: Nadie viene a mí si el Padre no lo
atrae (Jn 6, 44), comenta él: "No creas que vas a ser
atraído contra tu voluntad: al alma le atrae también el amor" [188]. Pero el amor, observa él también, obra
con "liberal suavidad" [189]; por eso "observa la ley
libremente quien la cumple con amor" [190]: "La ley de la caridad es ley de
libertad" [191].
No es menos insistente la enseñanza de Agustín a propósito de la
libertad del tiempo, libertad que Cristo, Verbo eterno, ha venido a traernos
entrando en el mundo con la Encarnación: "Oh Verbo, exclama Agustín, que
existes antes de los tiempos, por medio del cual los tiempos fueron hechos,
nacido Tú también en el tiempo no obstante que eras la vida eterna; Tú llamas a
la existencia a los seres temporales y los haces eternos" [192]. Es sabido que nuestro Doctor escudriñó
mucho el misterio del tiempo [193] y sintió y repitió la necesidad
que tenemos de transcender el tiempo para ser de verdad. "Si también tú
quieres ser, transciende el tiempo. Pero, ¿quién puede transcender el tiempo
con sus solas fuerzas? Que nos eleve a lo alto Aquel que dijo al Padre: Quiero
que donde yo estoy, allí estén también ellos conmigo (Jn 17,
24)" [194].
La libertad cristiana, de la que no he hecho sino una breve alusión, la
estudia él en la Iglesia, la Ciudad de Dios, que muestra sus efectos y,
sostenida por la gracia divina y por cuanto de ella depende, los participa a
todos los hombres. En efecto, está fundada sobre el amor "social",
que abraza a todos los hombres y quiere unirlos en la justicia y en la paz; al
contrario de la ciudad de los inicuos, que divide y enfrenta unos contra otros
porque está fundada sobre el amor "privado" [195].
Vale la pena recordar aquí algunas de las definiciones de la paz que
acuñó Agustín según las realidades a las que se aplique. Partiendo de la noción
de que "la paz de los hombres es la concordia ordenada", define la
paz de la casa como "la concordia ordenada de los habitantes en mandar y
en obedecer", igualmente la paz de la ciudad. Después continúa: "La
paz de la ciudad celeste es la ordenadísima y concordísima sociedad de los que
gozan de Dios y de los unos y los otros en Dios". Luego da la definición
de la paz de todas las cosas, que es la tranquilidad del orden. Y así define el
orden mismo, que no es otra cosa que "la disposición de realidades iguales
y desiguales, que da a cada cual su propio puesto" [196].
Por esta paz obra y por esta paz "suspira el Pueblo de Dios durante
su peregrinación desde el comienzo del viaje hasta el regreso" [197].
5. La caridad y las ascensiones del espíritu
Esta breve síntesis de las enseñanzas agustinianas quedaría gravemente
incompleta si no se hablase algo de la doctrina espiritual, estrechamente unida
a la doctrina filosófica y teológica, y no menos rica que una y otra. Hay que
volver una vez más al tema de la conversión, con el cual empecé. Fue entonces
cuando decidió dedicarse por completo al ideal de la perfección cristiana. A
este propósito se mantuvo siempre fiel; y no sólo eso, sino que se comprometió
con todas sus fuerzas a enseñar el camino a otros. Lo hizo inspirándose en su
experiencia personal y en la Sagrada Escritura, que es para todos el primer
alimento de la piedad.
Fue un hombre de oración; es más, se podría decir: un hombre hecho de
oración —baste recordar las célebres Confesiones, escritas en forma
de carta dirigida a Dios— y repitió a todos con increíble perseverancia la
necesidad de la oración: "Dios ha dispuesto que combatamos más con la
plegaria que con nuestras fuerzas" [198]; describe su naturaleza, tan sencilla
por una parte, pero tan compleja por otra [199]; la interioridad, en base a la cual
identificó la plegaria con el deseo: "Tu mismo deseo es tu oración: y el
deseo continuo es una oración continua" [200]; el valor social: "Oremos por
quienes no han sido llamados, escribe él, a fin de que lo sean: tal vez han sido
predestinados de forma que sean concedidos a nuestras oraciones" [201]; la inserción insustituible en Cristo,
"que reza por nosotros, reza en nosotros, y a quien nosotros rezamos; reza
por nosotros como nuestro sacerdote, reza en nosotros como nuestro jefe, y
nosotros le rezamos a Él como a nuestro Dios: reconozcamos, por lo tanto, en Él
nuestra voz y en nosotros la suya" [202].
Con progresiva diligencia fue subiendo los peldaños de las ascensiones
interiores y describió su programa para todos: un programa amplio y articulado,
que comprende el movimiento del alma hacia la contemplación —purificación,
constancia y serenidad, orientación hacia la luz, morada en luz [203]—, los peldaños de la caridad
—incipiente, adelantada, intensa, perfecta [204]—, los dones del Espíritu Santo
relacionados con las bienaventuranzas [205], las peticiones del Padre
nuestro [206] y los ejemplos de Cristo [207].
Si las bienaventuranzas evangélicas constituyen el clima sobrenatural en
el que debe vivir el cristiano, los dones del Espíritu Santo dan el toque
sobrenatural de la gracia, que hace posible ese clima. Las peticiones del Padre
nuestro, o, en general, la plegaria, que toda ella se reduce a esas
peticiones, como alimento necesario; el ejemplo de Cristo, el modelo que hay
que imitar; la caridad, por su parte, constituye el alma de todo, el centro de
irradiación, el resorte secreto del organismo espiritual. Fue mérito no pequeño
del obispo de Hipona el haber vuelto a conducir toda la doctrina y toda la vida
cristiana a la caridad, entendida como "adhesión a la verdad para vivir en
la justicia" [208].
Así lo hace, en efecto, con la Escritura, que, toda ella, "narra
Cristo y recomienda la caridad" [209], la teología, que en ella encuentra su
fin [210], la filosofía [211], la pedagogía [212] y hasta la política [213]. En la caridad cifró él la esencia y la
medida de la perfección cristiana [214], el primer don del Espíritu Santo [215], la realidad con la que nadie puede ser
malo [216], el bien con el cual se poseen todos
los bienes y sin el cual todos los otros bienes no sirven para nada. "Ten
la caridad y lo tendrás todo, porque sin ella todo lo que puedas tener no
valdrá para nada" [217].
De la caridad puso de relieve todas sus inagotables riquezas: hace fácil
lo que es difícil [218], mueve lo que es habitual [219], hace insuprimible el movimiento hacia
el Sumo Bien, porque aquí en la tierra la caridad nunca es completa [220], libra de todo interés que no sea
Dios [221], es inseparable de la humildad
—"donde hay humildad, allí está la caridad" [222]—, es la esencia de toda virtud —de
hecho, la virtud no es más que amor ordenado [223]—, don de Dios. Punto crucial este
último, que distingue y separa la concepción naturalista y la concepción
cristiana de la vida. "¿De dónde procede en los hombres la caridad de Dios
y del prójimo sino de Dios mismo? Porque si ella no procede de Dios sino de los
hombres, los pelagianos tendrían razón; si, por el contrario, procede de Dios,
nosotros hemos vencido a los pelagianos" [224].
De la caridad nacía en Agustín el ansía de la contemplación de las cosas
divinas, que es propia de la sabiduría [225]. De las formas más altas de
contemplación tuvo experiencia más de una vez, no sólo en aquella célebre
visión de Ostia [226], sino también otras veces. De sí mismo
dice: "Con frecuencia hago esto —es decir, recurre a la meditación de la
Escritura para que no le opriman sus graves ocupaciones—, es mi alegría, y en
esta satisfacción me refugio siempre que logro verme libre del cerco de las
ocupaciones... A veces me introduces en un sendero interior del todo desconocido
e indefiniblemente dulce que, cuando llegue a alcanzar en mí su plenitud, no sé
decir cuál va a ser; ciertamente no será esta vida" [227]. Si se suman estas experiencias a la
penetración teológica y psicológica de Agustín y a su rara capacidad como
escritor, se comprende cómo pudo describir con tanta precisión las ascensiones
místicas, hasta el punto de que alguien haya podido llamarlo príncipe de los
místicos.
No obstante el amor predominante de la contemplación, Agustín aceptó la
"carga" del Episcopado y enseñó a los demás a hacer lo mismo,
respondiendo así con humildad a la llamada de la Iglesia Madre [228], pero enseñó también con el ejemplo y
los escritos cómo conservar, en medio de las ocupaciones de la actividad
pastoral, el gusto por la oración y por la contemplación. Vale la pena citar la
síntesis —ya clásica— que nos ofrece en La Ciudad de Dios. "El
amor de la verdad busca el descanso de la contemplación, el deber del amor
acepta la actividad del apostolado. Si nadie nos impone este peso, hay que
dedicarse a la búsqueda y a la contemplación de la verdad; pero si nos lo
imponen, hay que asumirlo por deber de caridad. Pero aun en este caso no se
deben abandonar los consuelos de la verdad, para que no suceda que, privados de
esta dulzura, nos veamos aplastados por aquella necesidad" [229]. La profunda doctrina expuesta en estas
palabras merece una larga y atenta reflexión. Resulta más fácil y eficaz si se
mira al mismo Agustín, que dio espléndido ejemplo de cómo conciliar ambos
aspectos, aparentemente contrarios, de la vida cristiana: oración y acción.
III. El Pastor
No será inoportuno dedicar un recuerdo a la acción pastoral de este
obispo a quien nadie encontrará dificultad de catalogar entre los más grandes
Pastores de la Iglesia. También esta acción tuvo origen en su conversión, pues
de ella nació el propósito de servir a Dios solamente. "Ya no amo más que
a Ti... y a Ti solo quiero servir..." [230]. Cuando después se dio cuenta de que
este servicio debía extenderse a la acción pastoral; no duda en aceptarla; con
humildad, con temor, con pena, pero la acepta por obedecer a Dios y a la
Iglesia [231].
Tres fueron los campos de esta acción, campos que se fueron ampliando
como tres círculos concéntricos: la Iglesia local de Hipona, no grande pero
inquieta y necesitada; la Iglesia africana, miserablemente dividida entre
católicos y donatistas; la Iglesia universal, combatida por el paganismo y por
el maniqueísmo, y agitadas por movimientos heréticos.
El se sintió en todo siervo de la Iglesia —"siervo de los siervos
de Cristo" [232]—, sacando de este presupuesto todas las
consecuencias, incluso las más atrevidas, como la de exponer su vida por los
fieles [233]. Efectivamente, pedía al Señor poder
amarles hasta el punto de estar dispuesto a morir por ellos, "o en la
realidad o en la disposición" [234]. Estaba convencido de que quien, puesto
al frente del pueblo, no tuviera esta disposición, más que obispo se parecía
"al espantapájaros que está en la viña" [235]. No quiere verse salvo sin sus
fieles [236] y está preparado a cualquier
sacrificio con tal de poder llevar de nuevo a los descarriados al camino de la
verdad [237]. En un momento de extremo peligro a
causa de la invasión de los Vándalos, enseña a los sacerdotes a permanecer en
medio de sus fieles, incluso con peligro de la propia vida [238]. Con otras palabras, quiere que obispos
y sacerdotes sirvan a los fieles como Cristo les sirvió. "¿En qué sentido
es servidor quien preside? En el mismo sentido en que fue siervo el
Señor" [239]. Este fue su programa.
En su diócesis, de la que no se alejó nunca sino por necesidad [240], fue asiduo en la predicación
—predicaba el sábado y el domingo y con frecuencia durante toda la semana [241]—, en la catequesis [242], en la "audientia episcopi",
a veces durante toda la jornada, olvidándose hasta de comer [243], en el cuidado de los pobres [244], en la formación del clero [245], en la guía de los monjes, muchos de
los cuales fueron llamados al sacerdocio y al episcopado [246], y de los monasterios de las
"sanctimoniales" [247]. Al morir "dejó a la Iglesia un
clero muy numeroso, así como también monasterios de hombres y de mujeres
repletos de personas consagradas a la continencia bajo la obediencia de sus
superiores, además de bibliotecas..." [248].
Trabajó igualmente sin descanso en favor de la Iglesia africana: se
prestó a la predicación dondequiera que le llamaran [249], estuvo presente en los numerosos
Concilios regionales, no obstante las dificultades del viaje, se dedicó con
inteligencia, asiduidad y pasión a terminar con el cisma donatista que dividía
en dos a aquella Iglesia. Fue ésta su gran tarea, pero también, en vista del
éxito obtenido, su gran mérito. Ilustró con numerosas obras la historia y la
doctrina del donatismo, propuso la doctrina católica sobre la naturaleza de los
sacramentos y de la Iglesia, promovió una conferencia ecuménica entre obispos
católicos y donatistas, la animó con su presencia, propuso y obtuvo que se
eliminaran todos los obstáculos que se oponían a la reunificación, incluido el
de la eventual renuncia de los obispos donatistas al episcopado [250], divulgó las conclusiones de dicha
conferencia [251] y preparó para un éxito definitivo
el proceso de pacificación [252]. Perseguido a muerte, una vez salió
indemne de las manos de los "circumceliones" donatistas porque el
guía se equivocó de camino [253].
Para la Iglesia universal compuso muchas obras, escribió numerosas
cartas, y en favor de la misma sostuvo innumerables controversias. Los
maniqueos, los pelagianos, los arrianos y los paganos fueron el objeto de su
preocupación pastoral en defensa de la fe católica. Trabajó infatigablemente de
día y de noche [254]. En los últimos años de su vida todavía
dictaba de noche una obra y, cuando estaba libre, otra de día [255]. Al morir, a los 76 años, dejó
incompletas tres. Son ellas el testimonio más elocuente de su continua
laboriosidad y de su insuperable amor a la Iglesia.
IV. Agustín a los hombres de hoy
A este hombre extraordinario queremos preguntarle, antes de terminar,
qué tiene que decir a los hombres de hoy. Pienso que tenga realmente mucho que
decir, tanto con su ejemplo como con sus enseñanzas.
A quien busca la verdad le enseña que no pierda la esperanza de
encontrarla. Lo enseña con su ejemplo —él la encontró después de muchos años de
laboriosa búsqueda— y con su actividad literaria, cuyo programa fija en la
primera carta que escribió después de su conversión. "A mí me parece que
hay que conducir de nuevo a los hombres... a la esperanza de encontrar la
verdad" [256]. Y así, enseña a buscarla "con
humildad, desinterés y diligencia" [257], a superar: el escepticismo mediante el
retorno a sí mismo, donde habita la verdad [258]; el materialismo, que impide a la mente
percibir su unión indisoluble con las realidades inteligibles [259]; el racionalismo, que, al rechazar la
colaboración de la fe, se pone en condición de no entender el
"misterio" del hombre [260].
A los teólogos, que justamente se afanan por comprender mejor el
contenido de la fe, deja Agustín el patrimonio inmenso de su pensamiento,
siempre válido en su conjunto, y especialmente el método teológico al que se
mantuvo firmemente fiel. Sabemos que este método suponía la adhesión plena a la
autoridad de la fe, una en su origen —la autoridad de Cristo [261]—, se manifiesta a través de la
Escritura, la Tradición y la Iglesia; el ardiente deseo de comprender la propia
fe —"aspira mucho a comprender" [262], dice a los demás y se aplica a sí
mismo [263]—; el sentido profundo del misterio—
"es mejor la ignorancia fiel", exclama Agustín, "que la ciencia
temeraria" [264]—; la seguridad convencida de que la
doctrina cristiana viene de Dios y tiene por lo mismo una propia originalidad
que no sólo hay que conservar en su integridad —es ésta la
"virginidad" de la fe, de la que él hablaba—, sino que debe servir
también como medida para juzgar filosofías conformes o contrarias a ella [265].
Se sabe cuánto amaba Agustín la Escritura, cuyo origen divino
exalta [266], así como también su inerrancia [267], su profundidad y riqueza
inagotable [268], y cuánto la estudiaba. Pero él estudia
y quiere que se estudie toda la Escritura, que se ponga de relieve su verdadero
pensamiento o, como él dice, su "corazón" [269], poniéndola, cuando sea preciso, de
acuerdo consigo misma [270]. A estos dos presupuestos los considera
leyes fundamentales para entenderla. Por esto la lee en la Iglesia, teniendo en
cuenta la Tradición, cuyas propiedades [271] y fuerza obligatoria [272] pone de relieve. Es célebre su
expresión: "Yo no creería en el Evangelio si no me indujera a ello la
autoridad de la Iglesia católica" [273].
En las controversias que nacen en torno a la interpretación de la
Escritura recomienda que se discuta "con santa humildad, con paz católica,
con caridad cristiana" [274], "hasta que la verdad salga a
flote, verdad que Dios ha puesto en la cátedra de la unidad" [275]. Entonces se podrá constatar cómo la
controversia no surgió inútilmente, puesto que se ha convertido en
"ocasión de aprender" [276], ocasionando un progreso en la
inteligencia de la fe.
Hablando un poco más a propósito sobre las enseñanzas de Agustín a los
hombres de hoy, a los pensadores les recuerda el doble objeto de toda
investigación que debe ocupar la mente humana: Dios y el hombre. "¿Qué
quieres conocer?", se pregunta a sí mismo. Y responde: "Dios y el
hombre". "¿Nada más? Absolutamente nada más" [277]. Frente al triste espectáculo del mal,
recuerda a los pensadores además que tengan fe en el triunfo final del bien,
esto es, de aquella Ciudad "donde la victoria es verdad, la dignidad santidad,
la paz felicidad y la vida eternidad" [278].
A los hombres de ciencia les invita también a reconocer en las cosas
creadas las huellas de Dios [279] y a descubrir en la armonía del
universo las "razones seminales" que Dios ha depositado en
ellas [280]. Finalmente, a los hombres que tienen
en sus manos los destinos de los pueblos les recomienda que amen sobre todo la
paz [281] y que la promuevan no con la
lucha, sino con los métodos pacíficos, porque, escribe él sabiamente, "es
título de gloria más grande matar la guerra con la palabra que los hombres con
la espada, y procurar o bien mantener la paz con la paz, no con la guerra" [282].
Para terminar, voy a dedicar una palabra a los jóvenes, a quienes
Agustín amó mucho como profesor antes de su conversión [283], y como Pastor, después [284]. Él les recuerda su gran trinomio:
verdad, amor, libertad; tres bienes supremos que se dan juntos. Y les invita a
amar la belleza, él que fue un gran enamorado de ella [285]. No sólo la belleza de los cuerpos, que
podría hacer olvidar la del espíritu [286], ni sólo la belleza del arte [287], sino la belleza interior de la
virtud [288], y sobre todo la belleza eterna de
Dios, de la que provienen la belleza de los cuerpos, del arte y de la virtud.
De Dios, que es "la belleza de toda belleza" [289], "fundamento, principio y
ordenador del bien y de la belleza de todos los seres que son buenos y
bellos" [290]. Agustín, recordando los años
anteriores a su conversión, se lamenta amargamente de haber amado tarde esta
"belleza tan antigua y tan nueva" [291], y quiere que los jóvenes no le sigan
en esto, sino que, amándola siempre y por encima de todo, conserven
perpetuamente en ella el esplendor interior de su juventud [292].
V. Conclusión
He recordado la conversión y he trazado rápidamente un panorama del
pensamiento de un hombre incomparable, de quien todos en la Iglesia y en
Occidente nos sentimos de alguna manera discípulos e hijos. Una vez más
manifiesto el vivo deseo de que se estudie y sea ampliamente conocida su
doctrina y de que se imite su celo pastoral, para que el magisterio de tan gran
Doctor y Pastor continúen en la Iglesia y en el mundo en beneficio de la
cultura y de la fe.
El XVI centenario de la conversión de San Agustín brinda una ocasión muy
propicia para incrementar los estudios y para difundir la devoción a él. A tal
fin y compromiso exhorto especialmente a las Órdenes religiosas —masculinas y
femeninas— que llevan su nombre, viven bajo su patrocinio o de cualquier modo
siguen su regla y le llaman padre. Que todos ellos aprovechen esta ocasión para
revivir y hacer revivir más intensamente sus ideales.
Con ánimo agradecido y con los mejores augurios de bien estaré presente
en las diversas iniciativas y celebraciones que con este motivo se organicen
por todas partes. Para cada una de ellas invoco de corazón la protección
celestial y el auxilio eficaz de la Virgen María, a la que el obispo de Hipona
exaltó como Madre de la Iglesia [293]. Sea prenda de ello mi bendición
apostólica, que me es grato impartir mediante esta Carta.
Roma, junto a San Pedro, 28 de agosto de 1986, fiesta de San Agustín,
Obispo y Doctor de la Iglesia, año VIII de mi pontificado.
IOANNES PAULUS PP. II
Notas
[2] Cf.
León XIII, Carta Encícl. Aeterni Patris,
4 agosto 1879: Acta Leonis XIII, I, Roma 1881, pág. 270.
[4] Pablo
VI, Discurso a los religiosos de la Orden de San Agustín con ocasión de
la inauguración del Instituto Patrístico “Augustinianum”, 4 mayo
1970: AAS 62, 1970, pág. 426; L'Osservatore Romano,
Edición en Lengua Española, 31 mayo 1970, pág. 10.
[5] Juan
Pablo II, Discurso a los profesores y alumnos del Instituto Patrístico
“Augustinianum” de Roma, 7 mayo 1982: AAS 74, 1982, pág.
800; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 18 julio
1982, pág. 9.
[6] Juan
Pablo II, Discurso al capítulo general de la Orden de San Agustín,
25 agosto 1983; L'Osservatore Romano Edición en Lengua
Española, 11 septiembre 1983, pág. 12.
[7] Cf.
San Agustín, Serm. 93, 4; 213, 7: PL 38, 575;
38, 1063.
(En adelante, donde no se cita expresamente el nombre del autor, léase “San Agustín”).
(En adelante, donde no se cita expresamente el nombre del autor, léase “San Agustín”).
[8] Cf. De
beata vita, 4: PL 32, 961; Contra Acad., 2, 2,
4-6: PL 32, 921-922; Solil., 1, 1, 1-6: PL 32,
869-872.
[23] De
beata vita, 4: PL 32, 961; cf. Confess., 5, 9, 19; 5, 14, 25; 6, 1,
1: PL 32, 715, 718, 719.
[108] Constitución
pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, Gaudium et spes,
n. 10; cf. nn. 12-18.
[115] Cf. De
Trin., 15, 27, 50: PL 42, 1097; ib., 1, 5,
8: PL 42, 824-825; 9, 12, 18: PL 42, 970-971.
[205] Cf. De
serm. Domini in monte, 1, 1, 3-4: PL 34, 1231-1232; De
doctr. Christ., 2, 7, 9-11: PL 34, 39-40.
[244] Cf.
Posidio, Vita S. Augustini, 24, 14-25: PL 32,
53-54; Serm., 25. 8: PL 38, 170; Ep.,
122, 2: PL 33, 471-472.
[254] Cf.
Posidio, Vita S. Augustini, 24, 11: “ ...in die laborans et in
nocte lucubrans”: PL 32, 54.
No hay comentarios:
Publicar un comentario