OFICINA PARA
LAS CELEBRACIONES LITÚRGICAS
DEL SUMO PONTÍFICE
DEL SUMO PONTÍFICE
¿Cuándo celebrar? 2: El día del Señor (CIC 1166 1167)
Todo el año
litúrgico está marcado por el ritmo regular de los domingos que se suceden, en
los cuales la Iglesia a lo largo de los siglos, se reúne en asamblea litúrgica
para celebrar el Misterio pascual de Cristo: “El domingo es por excelencia el
día de la asamblea litúrgica, el día en el cual los fieles se reúnen”
(Catecismo de la Iglesia Católica [CIC],1167).
¿Pero por qué el día
domingo? La respuesta encuentra sus raíces profundas en el Nuevo Testamento.
Según el testimonio concordado de los Evangelios, en el “primer día después del
sábado” el Señor resucita y se aparece ante a las mujeres y después a los
discípulos (cf. Mc. 16,2.9; Lc. 24,1; Jn. 20,1.19).
Ese mismo día Jesús
se manifiesta a los discípulos de Emaús (cf. Lc. 24,13-35) y después a los once
apóstoles (cf. Lc. 24,36; Jn. 20,19) y les dona el Espíritu Santo (cf. Jn.
20,22-23). Ocho días después, el Resucitado encuentra nuevamente a los suyos
(cf. Jn. 20,26). Era aún domingo cuando cincuenta días después de la
resurrección, el Espíritu Santo, bajo la forma de un “viento impetuoso” y
“fuego” (Hch. 2,23), se infunde en los apóstoles reunidos con María en el
Cenáculo.
Quedándonos en el
ámbito de las Escrituras es importante notar que en el Apocalipsis (cf. 1,10)
encontramos el único atestado del Nuevo Testamento, sobre el nuevo nombre que
se le da al “primer día después del sábado”. Ese es “el día del Señor – Kyriaké
heméra” (cf. también Didaché 14,1), en latín dies dominicus del cual viene el
nombre “domingo”.
A partir de la
resurrección del Señor, los primeros cristianos en espera del retorno glorioso
del Salvador, manifestaban su fiel pertenencia a Cristo reuniéndose cada
domingo para la “fracción del pan”. Numerosas son las fuentes que dan
testimonio del origen apostólico de esta praxis. Un testimonio lo encontramos
ya en la Primera Carta de san Pablo a los Corintios (cf. 16,2) y en el libro de
los Hechos de los Apóstoles (cf. 20,7-8). San Ignacio de Antioquía además,
presentaba significativamente a los cristianos como “iuxta dominicam viventes”
(Epistola ai Magnesii, 9,1), o sea los que viven según el domingo. San Jerónimo
definía el domingo “el día de los cristianos, nuestro día” (In die dominica
Paschae, II, 52).
Un autor oriental de
inicios del siglo III, Bardesane, refiere que en cada región los fieles ya
entonces santificaban regularmente el domingo (cf. Diáologo sobre el destino,
46). También Tertuliano no duda en afirmar que en el domingo “nosotros
celebramos cada semana la fiesta de nuestra Pascua” (De sollemnitate paschali,
7). El papa Inocencio I, a inicios del siglo V escribía: “Nosotros celebramos
el domingo debido a la venerable resurrección de nuestro Señor Jesucristo, no
solamente en Pascua, sino en cada ciclo semanal” (Epist. ad Decentium, XXV,
4,7).
Un testimonio
heroico de esta praxis litúrgica, consolidada desde tiempos apostólicos, nos
llega de Abitene, en donde 49 mártires, sorprendidos un domingo cuando
intentaban celebrar la Eucaristía (lo que había sido prohibido por
Dioclesiano), no dudaron a enfrentar la muerte exclamando: “Sine dominico non
possumus”, osea que para ellos no era posible vivir sin celebrar el día el
Señor. Eran conscientes que su íntima identidad se manifestaba celebrando la
Eucaristía en el día del memorial de la resurrección de Cristo.
Igualmente rica
aparece la imagen que connota el domingo como “el día del sol”. Cristo es la
luz del mundo (cf. Jn. 9,5; cf. también 1,4-5.9), el “sol que surge para
iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte”. (Lc. 1,78-79),
“Luz para iluminar a las gentes” (Lc. 2,32). El día en el que conmemoramos el
fulgor de su resurrección marca así la epifanía luminosa de su gloria.
En la liturgia de
hecho cantamos “Oh, día primero y último, día radiante y espléndido del triunfo
de Cristo”. El domingo es el día en el que celebramos la victoria de Cristo
sobre el pecado y la muerte; el día que lleva al cumplimiento la primera
creación y, al mismo tiempo, inaugura la nueva creación (cf. 2 Cor. 5,17). En
la sucesión semanal de los días, el domingo además de ser el primer día
representa también el octavo: esto en la simbología tan estimada por los Padres
de la Iglesia indica el último día, el escatológico, que no conoce ocaso. El
Pseudo Eusebio de Alejandría definía admirablemente el día del Señor como el
“señor de los días” (cf. Sermone 16).
De todo esto emerge
que el domingo no es el día de la memoria, que recuerda nostálgicamente un evento
pasado. Es más bien la celebración actual de la presencia viva de Cristo,
muerto y resucitado en la Iglesia, su Esposa y su Cuerpo Místico.
La Constitución
Sacrosanctum Concilium, retomando vigorosamente el irrenunciable valor eclesial
del día dominical, enseña que a imagen de la primera comunidad de discípulos
delineada en Hechos, el domingo “los fieles tienen que reunirse juntos para
escuchar la Palabra de Dios y participar a la Eucaristía, y así hacer memoria
de la Pasión, resurrección y de la gloria del Señor Jesús y dar gracias a Dios
que los ha regenerado para una esperanza viva mediante la resurrección de
Jesucristo de entre los muertos” (n. 106).
La celebración de la
pascua semanal representa por lo tanto la columna fundamental de toda la vida
de la Iglesia (cf. CIC, 2177), porque en ésta se da la santificación del pueblo
de Dios, hasta el domingo sin ocaso, hasta la Pascua eterna y definitiva de
Dios con sus criaturas.
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