“Los divorciados
vueltos a casar
y los sacramentos
de la Eucaristía y
la Penitencia”[1]
Premisa
Hablamos de los
divorciados vueltos a casar, pero el discurso sustancialmente vale para todos
aquellos que viven en situaciones familiares irregulares.
La puntualización
“vueltos a casar” significa que el divorciado en cuanto tal no está excluido de
los sacramentos indicados en el título; pasa a estarlo solo cuando atenta un
nuevo vínculo y empieza a vivir una situación conyugal irregular. Y es
precisamente esta situación irregular permanente la que constituye el motivo
para que sea excluido de los Sacramentos. De hecho quien convive con una
persona que no es su cónyuge está en abierta violación de la ley de Dios, tal
como la Iglesia la presenta. El derecho de la Iglesia por una parte precisa las
condiciones para acceder a los Sacramentos, cuya verificación es confiada al
mismo fiel, y por otra se dirige al ministro sagrado indicándole el caso en el
cual él debe rechazar la Eucaristía al fiel, por motivos de escándalo. Nosotros
limitaremos nuestro discurso a las condiciones necesarias que el fiel debe
respetar para acceder lícitamente y fructuosamente a los Sacramentos.
Pensamos que el
tema no se puede agotar simplemente en la presentación de la normativa de la
Iglesia, por lo demás necesaria, sino que debe ser objeto de reflexión en un
contexto más amplio que tenga en cuenta la situación actual que la Iglesia está
viviendo.
Dividiremos nuestro
discurso en dos partes. En una primera parte, que es como una introducción
general, presentaremos el tema al interno de la visión del hombre y de la
cultura en general; la segunda parte estará dedicada directamente al tema
específico de los divorciados vueltos a casar.
Primera Parte:
Introducción general al tema
1. Situación de
crisis de la familia y de la sociedad
El matrimonio y la
familia son el corazón de la vida de la sociedad y de la Iglesia, para la cual
la familia es iglesia doméstica. Se trata de instituciones que están en
una profunda crisis. La denuncia se remonta a tiempos lejanos, pero hoy es
patente a todos. Preocupa especialmente a la Iglesia, que desde hace tiempo se
mueve y se agita para contener la deriva tanto del matrimonio como de la
familia. Los documentos al respecto, particularmente a partir del Vaticano II,
son numerosos. La Santa Sede ha creado incluso instituciones especiales como el
Pontificio Consejo para la Familia[2], y ha dado vida a muchas instituciones
para la protección y promoción de la familia. No parece que ella haya recogido
frutos relevantes. La situación ha ido degradándose siempre más: los divorcios
han aumentado, y las situaciones de los divorciados civilmente y vueltos a
casar estimulan el afán de los pastores por encontrar y dar la respuesta a las
preguntas que las parejas interesadas les hacen; incluso parecería que los
matrimonios tienden a desaparecer del todo, aumentando las convivencias libres
y sin compromiso. Por no hablar también de las uniones homosexuales. Pero la
crisis del matrimonio y de la familia son síntoma de una crisis todavía más
profunda en la sociedad. Cuando se quiebran las columnas que sostienen la casa,
significa que la misma casa está por colapsar. La crisis del matrimonio y de la
familia, reenvían a una crisis todavía más profunda, aquella de la sociedad.
2. Tema de un sínodo
de obispos: focalización sobre la situación de los divorciados vueltos a casar
y su admisión a los sacramentos
El problema es tan
preocupante que se creyó necesario proyectar un nuevo sínodo sobre el
matrimonio y sobre la familia, haciéndolo preceder por una amplísima encuesta,
en la cual todo parece ser puesto bajo signos de preguntas y en discusión. El
tema ha sido de algún modo anticipado en el Consistorio de los Cardenales del
20 y 21 de febrero pasado, donde, según los medios de comunicación, se ha de
inmediato focalizado la discusión sobre la condición de los divorciados vueltos
a casar, y de tal modo que el Card. Barbarin de Lyon, según lo que dice la
prensa, parece exclamó: “habíamos sido llamados para hablar del matrimonio y
nos encontramos en cambio discutiendo sobre los divorciados vueltos a casar”.
3. Necesidad de
encontrar el camino justo, reflexionando sobre la naturaleza y la historia de
la Iglesia
¿Qué podemos
esperar de toda esta atención? Si no se toma el camino justo corremos el riesgo
de extraviarnos y no recoger ningún fruto.
Urge la necesidad de individuar
las causas que generan las situaciones dolorosas. El riesgo está en el hecho de
que la sociedad de hoy, y en parte sucede lo mismo en la Iglesia, se agita de
frente a los problemas y se mueve de inmediato para eliminar los efectos y las
consecuencias más dolorosas y evidentes de estas situaciones sin antes haber
examinado las causas que las han producido. De este modo no sólo no se eliminan
las consecuencias sino que se corre el riesgo de agravarlas. En realidad se
trata de hacer una pausa y reflexionar. Esto vale particularmente para nuestro
caso. Se deben individuar primero las causas que están en el origen de la
situación tan difícil en la cual se encuentran el matrimonio y la familia.
Estamos en una sociedad enferma. La curación puede llegar solo si nos damos
cuenta del tipo de enfermedad que sufre y si se descubren exactamente las
causas. De nada vale ocuparse solo de los efectos más grandes y preocupantes.
El mal puede ser eliminado sólo con la correcta medicina y si se extirpan las
raíces perversas que lo producen. Para esto se exigen reflexión y ponderación.
Debería ser ya una
advertencia el que nosotros hablemos de los males de la sociedad y de la
Iglesia, particularmente en el sector del matrimonio y de la familia, sin
resultados apreciables. Probablemente no hemos hecho aún esta obra de
discernimiento. Lo mismo ha sucedido con la cuestión de la Fe, cuya crisis se
encuentra ciertamente al origen de la crisis del matrimonio y de la familia. El
Papa Benedicto XVI al establecer el año de la fe indicaba algunas causas,
particularmente dos: 1) el hecho de que en este tiempo se haya hablado más de
las consecuencias de la fe a nivel político, cultural y social que de la misma
Fe y de Su Autor, Jesucristo; 2) una errada y engañadora interpretación y aplicación
del Concilio, en lo concerniente a la doctrina de las realidades terrestres, el
diálogo ecuménico e interreligioso, el empeño por el hombre integral, el
concepto de la realización del hombre, como ya lo había denunciado la Relationi
finalis del sínodo de los Obispos en el trigésimo aniversario de la
celebración del Vaticano II. Se trata ciertamente de principios que tienen
validez, pero cuya interpretación y aplicación no siempre han encontrado la
necesaria prudencia y sabiduría. De este modo, a pesar de los innegables
esfuerzos que la Iglesia está llevando a cabo generosamente para superar el
momento difícil de la fe cristiana y de sus instituciones fundamentales, como
el matrimonio y la familia, los resultados parecen más bien modestos.
4. Las causas se
pueden y se deben individuar en la naturaleza y la historia de la Iglesia
La Iglesia debe
encontrar en su interior, en su historia, en su naturaleza y en su misma fe los
caminos para renovar su mensaje de fe y de salvación, y transmitirlo, como su
fundador Jesucristo se lo ha confiado. Lamentablemente la Iglesia ha vivido
diferentes momentos de crisis a lo largo de su historia. No podemos
evidentemente en esta oportunidad recorrer el camino entero de la historia.
Pueden bastarnos algunos puntos que parecen ser de inmediata percepción.
4.1. El misterio de la
Iglesia: las persecuciones
No se puede jamás
olvidar que la Iglesia por su misma naturaleza está expuesta a las
persecuciones, porque el mundo en cuanto coágulo de una concepción de la vida
puramente secularizada es expresión de aquel mysterium iniquitatis del
cual habla san Pablo particularmente en la carta a los Tesalonicenses, que se
opone radicalmente al mysterium pietatis, es decir, al misterio de
Cristo y de la redención por Él obrada y de la cual la Iglesia es instrumento.
Esta certeza de la fe proclamada por el mismo Jesús debería liberarnos de una
visión ingenua que no ve el mal en el mundo o que peor aún le atribuye la
responsabilidad casi solamente a la Iglesia, que no sabría adaptarse a las
circunstancias actuales[3].
4.2. El riesgo de confundir
“aggiornamento” y renovación con adaptación y conformación.
El riesgo de
confundir adaptación con conformidad al mundo es un riesgo no solo posible,
sino real, que ya el Apóstol Pablo denunciaba en su tiempo, como lo escribió en
la carta a los Romanos[4], mientras en la carta a los Filipenses indicaba el
criterio moral del obrar cristiano. Este riesgo parece haber sido
particularmente fuerte en tiempos recientes. Es bueno, más aún, es necesario,
que lo tengamos en cuenta.
4.3. La enseñanza de las
crisis de la historia
1) La crisis que ha
llevado a la fractura entre la fe y la razón o cultura, en la época moderna
La Iglesia saliendo
del medioevo se ha encontrado en conflictos siempre más frecuentes con la
sociedad moderna, que ha pretendido construir y proyectar su futuro solo en una
dimensión terrestre y temporal, en neta oposición a la Iglesia y su misión. La
concepción iluminista que ha tenido su ápice en la revolución francesa es la
manifestación más evidente. El conflicto entre la modernidad y la Iglesia ha
alcanzado su punto más alto en la publicación del Syllabus, la
compilación de todos los errores de la sociedad moderna de parte del beato Pio
IX. Tal conflicto ha entrado también en la Iglesia a través del modernismo, que
ha sido definido por el Papa san Pio X como la síntesis de todos los errores,
justamente porque minaba la misma raíz de la religión cristiana, porque en sus
exponentes de relieve el modernismo era el tentativo de reducir la misma fe
cristiana a pura racionalidad, apagando la luz de la fe y haciendo regla de fe
el principio racionalista, en lugar del principio de la revelación.
Se ha realizado en
modo evidente aquella fractura entre la fe y la razón, que, al decir de Pablo
VI, ha sido el drama de la época moderna particularmente para la Iglesia que ha
buscado las vías más idóneas para arreglar este desgarro o fractura, sea en el
Concilio sea, sobretodo, después del Concilio.
De hecho el
Concilio, en la mente del Papa Juan XXIII tuvo como modos la pastoral y el
“aggiornamento”; mientras debía proponer el rostro de la Iglesia debía también
presentar la naturaleza y la misión de la Iglesia como asimismo su doctrina y
mensaje no como estandarte de condena del mundo moderno sino más bien de
reconciliación. De hecho, los documentos del Concilio al proponer la doctrina
de la Iglesia han querido evitar en la medida de lo posible los tonos
conflictivos; más aún el diálogo con el mundo moderno ha sido la tonalidad
característica. Esto se revela también en la doctrina de la visión positiva de
las realidades temporales y en la invitación a la lectura de los signos de los
tiempos que la Iglesia estaba llamada a reconocer. Esta visión y perspectiva
del Concilio no ha sido de hecho siempre correctamente interpretada. Las
interpretaciones incorrectas han sido denunciadas en el Sínodo de los Obispos
de 1983. De hecho, el diálogo con el mundo se ha transformado en adaptación, y
tal vez ha comportado una cierta mundanización y secularización de la Iglesia,
que ha terminado por no tener un lugar suficiente en la cultura actual ni
fuerza en el trabajo de penetración de su mensaje. Esto ha llevado a una crisis
al interno de la Iglesia misma.
2) La misma raíz
racionalista se encuentra en las otras crisis
En segundo lugar
las crisis que tocan en profundidad a la Iglesia sea in credendo sea in
agendo, dogmática y moral, no son causadas por las dificultades externas
que las personas y las instituciones a ella hostiles le procuran sino por
aquellas internas, que provienen de aquello que pertenece a ella, en cuanto se
trata de una pesadez en la vida de fe y de un contra testimonio en la praxis
cotidiana. Es lo que la Iglesia está sufriendo hoy: una crisis de fe, que ha
impulsado desde algún tiempo la exigencia de la nueva evangelización, y que ha
empujado primero con Pablo VI y después con Benedicto XVI, a dedicar un año a
la fe y a erigir una congregación para la nueva evangelización[5]. La crisis se
refleja particularmente en el matrimonio y en la familia, y esto mueve hoy al
Sumo Pontífice Francisco a programar un sínodo sobre el matrimonio y la familia
no obstante los muchos documentos que ya existen sobre el tema[6]. Pero el
camino se anuncia difícil. Nos hace reflexionar de modo particular el hecho de
que la amplia problemática que el tema encierra, en la práctica viene casi
sintetizada en una cuestión, que si bien es importante es más bien marginal y
de todos modos secundaria, esto es, el acceso a la Eucaristía de parte de los
divorciados vueltos a casar, cuando las cuestiones más relevantes deberían ser
aquellas que están al origen, o sea por qué existe una dificultad para que
tales personas accedan a la Eucaristía; o sea el sentido del matrimonio
cristiano y sus peculiaridades, el significado de la Eucaristía y las
disposiciones que su recepción presuponen. Se trata por lo tanto de encontrar
el camino justo para acercarnos a los problemas. Esto nos lleva a otras
reflexiones sobre el modo de afrontar las crisis en la vida de la Iglesia, especialmente
cuando éstas son internas. También aquí alguna reflexión sobre el pasado puede
ayudarnos.
3) El arrianismo
La primera gran
crisis interna de la Iglesia fue justamente con el don de la paz
constantiniana. Fue una crisis al mismo tiempo doctrinal y moral. La crisis
doctrinal embistió las raíces mismas de la fe cristiana: el misterio
trinitario, amenazado por la gnosis. Se trata del primer tentativo que tiende a
reducir la fe dentro de las dimensiones de la mente humana. Será un tentativo
que se repetirá bajo diversas formas en todos los períodos históricos y se
volverá particularmente aguerrido en la modernidad y en la secularización de
hoy. La tentación racionalista ha sido fuerte particularmente con la primera
herejía, la arriana. Tan fuerte que entró al interno de la misma Iglesia, y por
eso san Jerónimo puede decir que de improviso la iglesia se descubrió con
horror arriana[7]. Jesucristo era reconducido al interno de una dimensión
humana; pero perdiendo su identidad divina ya no podía ser confesado como Dios,
el Salvador, el Hijo de Dios hecho hombre, el único nombre dado a los hombres
bajo el cielo para ser salvados. La gnosis amenazó también la vida cristiana en
su identidad, reconduciendo la moral a conocimiento y prerrogativa de los hombres
sabios según la razón humana. Con reflejos sobre la vida del entero pueblo
cristiano.
La paz
constantiniana fue ciertamente un don de Dios que, sin embargo rápidamente, fue
vivida con un estilo de vida cristiana menos comprometido y menos misionero. La
reacción a una tal crisis se tuvo primero con el florecimiento de los eremitas
y después de los monjes y de las diversas formas de vida evangélica y
particularmente de pobreza; y secundariamente con el nuevo empeño misionero que
llevó a cumplimiento la evangelización en los países europeos que habían casi
caído en el olvido.
4) El medioevo
Otra grave crisis
interna fue ciertamente aquella del florecimiento medieval, particularmente del
comercio. Las costumbres cristianas dejaban mucho que desear. La riqueza daba
bienestar, pero también desigualdad, pereza en el clero y pobreza e ignorancia
en el pueblo. La reacción fue aquella de San Francisco, que esposó a la dama
pobreza y dio vida al gran movimiento franciscano. La tradición ha transmitido
el sueño del Papa Inocencio III que ve el Laterano que en fase de
derrumbamiento es sostenido por los frágiles hombros del frailecito de Asís.
5) La “reforma” de
Lutero
Una nueva crisis
fue ciertamente la luterana, que separó de la comunión de la Iglesia católica
una gran parte de Europa. Fue llamada reforma. En realidad se resolvió
en una legitimación de la situación de corrupción, cuanto menos por una
doctrina de la justificación insuficiente. La Iglesia católica reaccionó con la
contra-reforma, que encontró en la disciplina del Concilio de Trento su
fundamento, con un ejército de Santos que ejecutó lo resuelto en el Concilio de
Trento y con un nuevo impulso misionero, a través de la evangelización de los
países del nuevo mundo apenas descubierto. La superación de la crisis llegó a
través de la evangelización y del renacer de la vida cristiana. El filósofo
luterano Kierkegaard ha realizado una confrontación entre la acción de Lutero y
aquella de la Iglesia católica. Lutero no creyó verdaderamente en la gracia y
su denuncia en realidad no llevó a la renovación de la costumbres; mientras la
Iglesia católica creyó en la gracia y confiando en ella obró la renovación de
la Iglesia y de la vida cristiana.
6) La crisis de hoy
La crisis moderna
es mucho más compleja. La estamos viviendo en su momento más alto y crítico.
Tiene raíces lejanas, eminentemente racionalistas. Se enraíza en el iluminismo
que le da la doctrina y en la revolución francesa que le da la potencia militar
y política. El Papa Benedicto XVI dirá en la encíclica Spe salvi[8]que
con la revolución francesa la esperanza cristiana pierde su carácter de
trascendencia y se hace inmanente: se reduce a la dimensión humana, es fruto
simplemente de la actividad del hombre y se mueve en esa dimensión. El hombre
proclama su autonomía e independencia de Dios. El hombre no tiene necesidad de
Dios. El hombre ocupa el lugar de Dios. Es el punto más alto de la modernidad,
si por modernidad se entiende la exaltación del hombre. Pero es también su
crisis, la crisis del hombre que es el período que estamos viviendo: el tiempo
de la secularización, el tiempo del relativismo ético y gnoseológico; el tiempo
de la desorientación en la cual el hombre no sabe decir más nada sobre sí
mismo, de dónde viene, adónde va, y cuál es el sentido de su vida y de su
caminar; si bien sepa decir muchas cosas sobre el cosmos. Y no podría ser
diversamente, porque la modernidad se funda sobre la más grande mentira de la
historia: el hombre haciéndose Dios se ha destruido a sí mismo. La muerte de
Dios, dice el Papa Juan Pablo II, proclamada por el hombre es en verdad la
muerte del hombre. Es el tiempo que estamos viviendo. Es el tiempo de la nueva
evangelización. Es el tiempo en el cual la familia y el matrimonio están
perdiendo su sentido. Para que la fe reflorezca y el matrimonio sea nuevamente
valorado es necesario ir a las raíces de la fe, de otro modo se corre el riesgo
de trabajar en vano; es necesario rencontrar el misterio del Dios uno y trino y
el misterio del Dios Verbo Encarnado salvador y redentor del género humano; en
el misterio de Dios redescubrir el misterio del hombre y reabrirlo al horizonte
de la eternidad, en el corazón de Dios y en el misterio del hombre, al misterio
de la gracia y del trascendente. Es este el humus en el cual estamos
llamados a redescubrir el matrimonio y la familia y la problemática que deriva
de ellos.
Segunda parte: El
acceso a los sacramentos
El matrimonio y la
familia es el tema que el Santo Padre propuso a la reflexión de la Iglesia
colocándolo como argumento de un sínodo de los obispos en dos etapas distantes
un año la una de la otra, octubre de 2014 y octubre de 2015. El mismo ha sido
precedido de un amplísimo cuestionario en orden a tener un panorama lo más
realista posible. Desgraciadamente los medios de comunicación ponen de relieve
los aspectos más marginales del tema y los tratan prevalentemente, por no decir
exclusivamente, en la perspectiva de las novedades, que se ven en todas las
direcciones imaginables y posibles. Del tema se ha tenido casi un anticipo en
el Consistorio del 20 y 21 de febrero que ha discutido del matrimonio y de la
familia. En él según los pocos elementos ofrecidos por el portavoz de la sala
de prensa vaticana, han tenido lugar todos los temas; pero el punto focal
parece haber sido aquel de la Eucaristía a los divorciados vueltos a casar,
según la impresión atribuida al Card. Barbarin.
Puede ser útil una
reflexión sobre los puntos que se asoman en el horizonte de este tema. Ante
todo daremos algunas precisiones sobre quiénes son los divorciados vueltos a
casar, después recordaremos la enseñanza de la Iglesia sobre tales personas en
lo que respecta a los sacramentos de la Iglesia, y ofreceremos las
disposiciones canónicas generales para todos los fieles en esta materia,
después nos detendremos a reflexionar sobre la problemática puesta de relieve,
para profundizar en las razones que están en la base de la enseñanza y de la
disciplina de la Iglesia, finalmente tomaremos en consideración un caso
específico propuesto por el Card. Kasper.
1. Divorciados
vueltos a casar
En primer lugar
precisamos que cuando decimos “divorciados vueltos a casar” propiamente
entendemos a cuantos después de haber contraído un matrimonio canónico válido,
o sea un matrimonio según las leyes de la Iglesia, y después de haber fallado
en este matrimonio, no pudiendo celebrar un segundo matrimonio canónico por el
vínculo todavía existente, han realizado una nueva boda según la ley civil; se
trata por lo tanto de personas que están ligadas por un vínculo religioso
(matrimonio canónico) y por un vínculo civil (matrimonio civil). En un sentido
más amplio entendemos a todos aquellos que tienen una convivencia irregular y
que por lo tanto, al menos en cuanto respecta el acceso a los sacramentos, se
encuentran en una condición de imposibilidad para participar de los sacramentos
de la Eucaristía y de la Penitencia.
Debe también
precisarse que una cosa es decir que un fiel no tiene las condiciones
requeridas para ir a recibir los sacramentos y otra cosa distinta es que los
ministros deban rechazar los sacramentos a aquellos que, aun sin poder acceder
a los mismos por no tener las condiciones necesarias, sin embargo acceden. Los
ministros deben alejarlos de los sacramentos para evitar el escándalo de los
fieles, que se supone que conocen las condiciones de aquel fiel que accede a
los sacramentos sin las debidas disposiciones. En nuestra exposición nos detendremos
sobre todo en las condiciones requeridas, faltando las cuales el fiel no puede
acceder a los sacramentos.
2. Enseñanza de la
Iglesia
La enseñanza de la
Iglesia es constante en su tradición particularmente en lo que se refiere a la
amistad con Dios (gracia santificante, de la cual se ve privado quién está en
estado de pecado grave aun no perdonado por el sacramento de la Penitencia) y
al arrepentimiento y propósito de no pecar más para poder ser absuelto del
pecado grave en el sacramento de la Penitencia. El problema se presenta
particularmente grave en la época actual debido a la condición de los
divorciados vueltos a casar. En torno a este problema no han faltado repetidas
iniciativas para que la Iglesia cambiase su disciplina, sin embargo la enseñanza
de la Iglesia ha sido más insistente y reiterativa, especialmente durante el
largo pontificado de Juan Pablo II y de su sucesor Benedicto XVI. Tal enseñanza
no se limita a proponer de nuevo la disciplina tradicional, sino que ofrece
también las razones que no permiten la modificación de tal disciplina y al
mismo tiempo indica otros caminos para venir al encuentro del problema
pastoral.
3. Algunas fuentes
del magisterio y de la disciplina de la Iglesia
No parece necesario
ni útil mencionar las numerosas intervenciones del magisterio, incluso en las
últimas décadas. Reenviamos para esto a los textos que refieren las fuentes de
las intervenciones eclesiásticas sobre esta materia, particularmente de la Congregación
para la doctrina de la fe y de la moral. Nos limitamos a algunos
significativos, entre los cuales especialmente la exhortación apostólica Familiaris
Consortio de Juan Pablo II[9]:
3.1. Familiaris Consortio, nº
84
«La experiencia
diaria enseña, por desgracia, que quien ha recurrido al divorcio tiene
normalmente la intención de pasar a una nueva unión, obviamente sin el rito
religioso católico. Tratándose de una plaga que, como otras, invade cada vez
más ampliamente incluso los ambientes católicos, el problema debe afrontarse
con atención improrrogable. Los Padres Sinodales lo han estudiado expresamente.
La Iglesia, en efecto, instituida para conducir a la salvación a todos los
hombres, sobre todo a los bautizados, no puede abandonar a sí mismos a quienes
—unidos ya con el vínculo matrimonial sacramental— han intentado pasar a nuevas
nupcias. Por lo tanto procurará infatigablemente poner a su disposición los
medios de salvación.
Los pastores, por
amor a la verdad, están obligados a discernir bien las situaciones. En efecto,
hay diferencia entre los que sinceramente se han esforzado por salvar el primer
matrimonio y han sido abandonados del todo injustamente, y los que por culpa
grave han destruido un matrimonio canónicamente válido. Finalmente están los
que han contraído una segunda unión en vista a la educación de los hijos, y a
veces están subjetivamente seguros en conciencia de que el precedente
matrimonio, irreparablemente destruido, no había sido nunca válido.
En unión con el
Sínodo exhorto vivamente a los pastores y a toda la comunidad de los fieles
para que ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se
consideren separados de la Iglesia, pudiendo y aun debiendo, en cuanto
bautizados, participar en su vida. Se les exhorte a escuchar la Palabra de
Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a
incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de
la justicia, a educar a los hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y
las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de
Dios. La Iglesia rece por ellos, los anime, se presente como madre
misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza.
La Iglesia, no
obstante, fundándose en la Sagrada Escritura reafirma su práxis de no admitir a
la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos los
que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen
objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y
actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran
estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión
acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio.
La reconciliación
en el sacramento de la penitencia —que les abriría el camino al sacramento
eucarístico— puede darse únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el
signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a
una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto
lleva consigo concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos
serios, —como, por ejemplo, la educación de los hijos— no pueden cumplir la
obligación de la separación, “asumen el compromiso de vivir en plena
continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos” (Juan
Pablo II, Homilía para la clausura del VI Sínodo de los Obispos, 7 (25 de
octubre de 1980): AAS 72 (1980), 1082).
Del mismo modo el
respeto debido al sacramento del matrimonio, a los mismos esposos y sus
familiares, así como a la comunidad de los fieles, prohíbe a todo pastor —por
cualquier motivo o pretexto incluso pastoral— efectuar ceremonias de cualquier
tipo para los divorciados que vuelven a casarse. En efecto, tales ceremonias
podrían dar la impresión de que se celebran nuevas nupcias sacramentalmente
válidas y como consecuencia inducirían a error sobre la indisolubilidad del
matrimonio válidamente contraído.
Actuando de este
modo, la Iglesia profesa la propia fidelidad a Cristo y a su verdad; al mismo
tiempo se comporta con espíritu materno hacia estos hijos suyos, especialmente
hacia aquellos que inculpablemente han sido abandonados por su cónyuge
legítimo.
La Iglesia está
firmemente convencida de que también quienes se han alejado del mandato del
Señor y viven en tal situación pueden obtener de Dios la gracia de la
conversión y de la salvación si perseveran en la oración, en la penitencia y en
la caridad».
3.2. El catecismo de la
Iglesia Católica
Es bueno escuchar
también cuanto enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, nnº 1650 – 1651:
«1650. Hoy son
numerosos en muchos países los católicos que recurren al divorcio según
las leyes civiles y que contraen también civilmente una nueva unión. La Iglesia
mantiene, por fidelidad a la palabra de Jesucristo (“Quien repudie a su mujer y
se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su
marido y se casa con otro, comete adulterio”: Mc10,11-12), que no
puede reconocer como válida esta nueva unión, si era válido el primer
matrimonio. Si los divorciados se vuelven a casar civilmente, se ponen en una
situación que contradice objetivamente a la ley de Dios. Por lo cual no pueden
acceder a la comunión eucarística mientras persista esta situación, y por la
misma razón no pueden ejercer ciertas responsabilidades eclesiales. La
reconciliación mediante el sacramento de la penitencia no puede ser concedida
más que aquellos que se arrepientan de haber violado el signo de la Alianza y de
la fidelidad a Cristo y que se comprometan a vivir en total continencia.
1651 Respecto
a los cristianos que viven en esta situación y que con frecuencia conservan la
fe y desean educar cristianamente a sus hijos, los sacerdotes y toda la
comunidad deben dar prueba de una atenta solicitud, a fin de que aquellos no se
consideren como separados de la Iglesia, de cuya vida pueden y deben participar
en cuanto bautizados:
“Exhórteseles a escuchar la
Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la misa, a perseverar en la
oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad
en favor de la justicia, a educar sus hijos en la fe cristiana, a cultivar el
espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la
gracia de Dios” (Familiaris Consortio, nº 84)».
3.3. Congregación para la
doctrina de la fe
En el nº 4 de la Epistola
ad Catholicae Ecclesiae Episcopos de receptione communionis eucharisticae a
fidelibus qui post divortium novas inierunt nuptias[10] se lee:
«(…) frente a las
nuevas propuestas pastorales arriba mencionadas, esta Congregación siente la
obligación de volver a recordar la doctrina y la disciplina de la Iglesia al
respecto. Fiel a la palabra de Jesucristo (Mc 10,11-12: “Quien
repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si
ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio”), la Iglesia
afirma que no puede reconocer como válida esta nueva unión, si era válido el
anterior matrimonio. Si los divorciados se han vuelto a casar civilmente, se
encuentran en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios y por
consiguiente no pueden acceder a la Comunión eucarística mientras persista esa
situación(Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1650; cf.
también n. 1640 y Concilio de Trento, sess. XXIV: DS 1797-1812).
Esta norma de
ninguna manera tiene un carácter punitivo o en cualquier modo discriminatorio
hacia los divorciados vueltos a casar, sino que expresa más bien una situación
objetiva que de por sí hace imposible el acceso a la Comunión eucarística: “Son
ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida
contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia,
significada y actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si
se admitieran estas personas a la Eucaristía los fieles serían inducidos a
error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad
del matrimonio”(Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 84: AAS 74
(1982) 185-186).
Para los fieles que
permanecen en esa situación matrimonial, el acceso a la Comunión eucarística
sólo se abre por medio de la absolución sacramental, que puede ser concedida
“únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de
la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no
contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente
que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios, -como, por ejemplo, la
educación de los hijos- no pueden cumplir la obligación de la separación,
‘asumen el compromiso de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los
actos propios de los esposos’”(Ibid, n. 84: AAS 74
(1982) 186; cf. JUAN PABLO II, Homilía para la clausura del VI Sínodo
de los Obispos, n. 7: AAS 72 (1980) 1082). En este caso
ellos pueden acceder a la Comunión eucarística, permaneciendo firme sin embargo
la obligación de evitar el escándalo».
3.4. Pontificio Consejo
para los Textos Legislativos
Pontificio Consejo
para los Textos Legislativos Sobre la admisibilidad a la sagrada comunión de
los divorciados que se han vuelto a casar[11]:
«Toda
interpretación del can. 915 que se oponga a su contenido sustancial, declarado
ininterrumpidamente por el Magisterio y la disciplina de la Iglesia a lo largo
de los siglos, es claramente errónea. No se puede confundir el respeto de las
palabras de la ley (cfr. can. 17) con el uso impropio de las mismas palabras
como instrumento para relativizar o desvirtuar los preceptos.
La fórmula “y los
que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave” es clara, y se debe
entender de modo que no se deforme su sentido haciendo la norma inaplicable.
Las tres condiciones que deben darse son:
a) el pecado grave,
entendido objetivamente, porque el ministro de la Comunión no podría juzgar de
la imputabilidad subjetiva;
b) la obstinada
perseverancia, que significa la existencia de una situación objetiva de pecado
que dura en el tiempo y a la cual la voluntad del fiel no pone fin, sin que se
necesiten otros requisitos (actitud desafiante, advertencia previa, etc.) para
que se verifique la situación en su fundamental gravedad eclesial;
c) el carácter
manifiesto de la situación de pecado grave habitual.
Sin embargo, no se
encuentran en situación de pecado grave habitual los fieles divorciados que se
han vuelto a casar que, no pudiendo por serias razones -como, por ejemplo, la
educación de los hijos- “satisfacer la obligación de la separación, asumen el
empeño de vivir en perfecta continencia, es decir, de abstenerse de los actos
propios de los cónyuges” (Familiaris consortio, n. 84), y que sobre la
base de ese propósito han recibido el sacramento de la Penitencia. Debido a que
el hecho de que tales fieles no viven more uxorio es de por sí
oculto, mientras que su condición de divorciados que se han vuelto a casar es
de por sí manifiesta, sólo podrán acceder a la Comunión eucarística remoto
escándalo».
3.6 Benedicto XVI
En la Exhortación
apostólica Sacramentum Caritatis[12], nnº 20 y 29 leemos:
«II. Eucaristía
y sacramento de la Reconciliación
Su
relación intrínseca
20. Los Padres
sinodales han afirmado que el amor a la Eucaristía lleva también a apreciar
cada vez más el sacramento de la Reconciliación (Cf. Propositio 7.
Juan Pablo II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril
2003), 36: AAS 95 (2003), 457-458). Debido a la relación entre
estos sacramentos, una auténtica catequesis sobre el sentido de la Eucaristía
no puede separarse de la propuesta de un camino penitencial (cf. 1
Co 11,27-29). Efectivamente, como se constata en la actualidad, los
fieles se encuentran inmersos en una cultura que tiende a borrar el sentido del
pecado, (Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et
paenitentia (2 diciembre 1984), 18: AAS 77 (1985),
224-228) favoreciendo una actitud superficial que lleva a olvidar la necesidad
de estar en gracia de Dios para acercarse dignamente a la Comunión sacramental
(Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1385). En realidad,
perder la conciencia de pecado comporta siempre también una cierta
superficialidad en la forma de comprender el amor mismo de Dios. Ayuda mucho a
los fieles recordar aquellos elementos que, dentro del rito de la santa Misa,
expresan la conciencia del propio pecado y al mismo tiempo la misericordia de
Dios (A este respecto, se puede pensar en el Confiteor o en
las palabras del sacerdote y de la asamblea antes de acercarse al altar: “Señor,
no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para
sanarme“. La liturgia prevé justamente algunas oraciones muy bellas para el
sacerdote, transmitidas por la tradición y que le recuerdan la necesidad de ser
perdonado, como, por ejemplo, las que se pronuncian en voz baja antes de
invitar a los fieles a la comunión sacramental: “líbrame, por la recepción
de tu Cuerpo y de tu Sangre, de todas mis culpas y de todo mal. Concédeme
cumplir siempre tus mandamientos y jamás permitas que me separe de ti“). Además,
la relación entre la Eucaristía y la Reconciliación nos recuerda que el pecado
nunca es algo exclusivamente individual; siempre comporta también una herida
para la comunión eclesial, en la que estamos insertados por el Bautismo. Por
esto la Reconciliación, como dijeron los Padres de la Iglesia, es laboriosus
quidam baptismus, (Cf. S. Juan Damasceno, Sobre la recta fe,
IV, 9: PG 94, 1124C; S. Gregorio Nacianceno,Discurso 39,
17: PG 36, 356A; Conc. Ecum. de Trento, Doctrina de
sacramento paenitentiae, cap. 2: DS 1672), subrayando de
esta manera que el resultado del camino de conversión supone el
restablecimiento de la plena comunión eclesial, expresada al acercarse de nuevo
a la Eucaristía (Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Cost. dogm. Lumen gentium, sobre
la Iglesia, 11; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et
paenitentia (2 diciembre 1984), 30: AAS 77 (1985),
256-257).
Eucaristía e
indisolubilidad del matrimonio
29. Puesto que la
Eucaristía expresa el amor irreversible de Dios en Cristo por su Iglesia, se
entiende por qué ella requiere, en relación con el sacramento del Matrimonio,
esa indisolubilidad a la que aspira todo verdadero amor (Cf. Catecismo
de la Iglesia Católica, 1640). Por tanto, está más que justificada la
atención pastoral que el Sínodo ha dedicado a las situaciones dolorosas en que
se encuentran no pocos fieles que, después de haber celebrado el sacramento del
Matrimonio, se han divorciado y contraído nuevas nupcias. Se trata de un
problema pastoral difícil y complejo, una verdadera plaga en el contexto social
actual, que afecta de manera creciente incluso a los ambientes católicos. Los
Pastores, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien las diversas
situaciones, para ayudar espiritualmente de modo adecuado a los fieles
implicados (Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Familiaris
consortio (22 noviembre 1981), 84:AAS 74 (1982), 184-186;
Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia
Católica sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles
divorciados y vueltos a casar Annus Internationalis Familiae (14
septiembre 1994): AAS 86 (1994), 974-979). El Sínodo de
los Obispos ha confirmado la praxis de la Iglesia, fundada en la Sagrada
Escritura (cf. Mc 10,2-12), de no admitir a los sacramentos a
los divorciados casados de nuevo, porque su estado y su condición de vida
contradicen objetivamente esa unión de amor entre Cristo y la Iglesia que se
significa y se actualiza en la Eucaristía. Sin embargo, los divorciados vueltos
a casar, a pesar de su situación, siguen perteneciendo a la Iglesia, que los
sigue con especial atención, con el deseo de que, dentro de lo posible,
cultiven un estilo de vida cristiano mediante la participación en la santa
Misa, aunque sin comulgar, la escucha de la Palabra de Dios, la Adoración
eucarística, la oración, la participación en la vida comunitaria, el diálogo
con un sacerdote de confianza o un director espiritual, la entrega a obras de
caridad, de penitencia, y la tarea de educar a los hijos.
Donde existan dudas
legítimas sobre la validez del Matrimonio sacramental contraído, se debe hacer
todo lo necesario para averiguar su fundamento. Es preciso también asegurar,
con pleno respeto del derecho canónico, (Cf. Consejo Pontificio para los Textos
Legislativos, Instrucción sobre las normas que han de observarse en los
tribunales eclesiásticos en las causas matrimoniales Dignitas
connubii (25 enero 2005), Ciudad del Vaticano, 2005) que haya
tribunales eclesiásticos en el territorio, su carácter pastoral, así como su
correcta y pronta actuación (Cf. Propositio 40). En cada
diócesis ha de haber un número suficiente de personas preparadas para el
adecuado funcionamiento de los tribunales eclesiásticos. Recuerdo que “es una
obligación grave hacer que la actividad institucional de la Iglesia en los
tribunales sea cada vez más cercana a los fieles” (Discurso al Tribunal de
la Rota Romana con ocasión de la inauguración del año judicial (28
enero 2006): AAS 98 (2006), 138). Sin embargo, se ha de evitar
que la preocupación pastoral sea interpretada como una contraposición con el
derecho. Más bien se debe partir del presupuesto de que el amor por la
verdad es el punto de encuentro fundamental entre el derecho y la
pastoral: en efecto, la verdad nunca es abstracta, sino que “se integra en el
itinerario humano y cristiano de cada fiel” (Cf. Propositio 40).
Por esto, cuando no se reconoce la nulidad del vínculo matrimonial y se dan las
condiciones objetivas que hacen la convivencia irreversible de hecho, la
Iglesia anima a estos fieles a esforzarse por vivir su relación según las
exigencias de la ley de Dios, como amigos, como hermano y hermana; así podrán
acercarse a la mesa eucarística, según las disposiciones previstas por la
praxis eclesial. Para que semejante camino sea posible y produzca frutos, debe
contar con la ayuda de los pastores y con iniciativas eclesiales apropiadas,
evitando en todo caso la bendición de estas relaciones, para que no surjan
confusiones entre los fieles sobre del valor del matrimonio (Cf. ibíd)».
4. La disciplina de
la Iglesia para participar de los Sacramentos: El Código y la disciplina de la
Iglesia
4.1. Derecho de todo fiel a
recibir los sacramentos
En lo que respecta
a la recepción de los sacramentos, a nivel general, el Código de Derecho
Canónico reconoce el derecho que todo fiel tiene de recibir de parte de los
pastores los medios espirituales necesarios para la salvación. Entre estos
medios, de particular importancia son los sacramentos. El canon 213 señala:
«Los fieles tienen derecho a recibir de los Pastores sagrados la ayuda de los
bienes espirituales de la Iglesia principalmente la palabra de Dios y los
sacramentos».Estos, instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia, «son
signos y medios con los que se expresa y fortalece la fe, se rinde culto a Dios
y se realiza la santificación de los hombres, y por tanto contribuyen en gran
medida a crear, corroborar y manifestar la comunión eclesiástica» (can. 840).
Por esto, tanto los ministros como los fieles, en la celebración de los
sacramentos, «deben comportarse con grandísima veneración y con la debida
diligencia» (can. 840). Tan importantes para la salvación son los sacramentos
que el Código impone a los ministro la obligación de administrarlos y no pueden
ser negados a aquellos que los piden oportunamente (can. 843,§1).
4.2. Condiciones requeridas
Si por un lado el
legislador reconoce a todo fiel el derecho de recibir los sacramentos, por otra
parte tiene en cuenta también la dignidad de los sacramentos y la necesidad de
que sean administrados rectamente, en modo tal que sean de beneficio espiritual
para los fieles y no para su condenación. Por eso, el mismo canon 843,§1
después de haber prohibido a los ministros negar los sacramentos a quienes los
piden, agrega las condiciones fundamentales para que los fieles puedan acceder
a los mismos: «estén bien dispuestos y no les sea prohibido por el derecho
recibirlos».
Tal condición en
los fieles para acceder a los sacramentos es requerida particularmente para los
sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia[13].
4.3. El acceso a la
Eucaristía
En lo referido a la
participación a la Eucaristía, sacramento del amor divino, el Código pide,
fundado en la palabras del apóstol Pablo, que uno antes de acercarse se
examine, pues de otro modo corre el riesgo de recibir la propia condenación:
«Por tanto, quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo
del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el
pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y
bebe su propio castigo» (1 Cor 11, 27-29). Es cuanto afirma el can. 916: «Quien
tenga conciencia de hallarse en pecado grave, no celebre la Misa ni comulgue el
Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental». La Iglesia exige
para el acceso a la Eucaristía el estado de gracia, obtenido normalmente a
través del sacramento de la Penitencia. Quién de hecho es consciente de haber
cometido un pecado grave, tiene necesidad, para acceder a la Eucaristía, de
obtener el perdón de Dios a través de la confesión a menos que urja el recibir
o celebrar la Eucaristía y falte el confesor necesario y disponible. En todo
caso el dolor siempre necesario para el perdón de los pecados implica en
cualquier circunstancia que, además del disgusto de haber ofendido a Dios
(contrición), el pecador prometa y se esfuerce por confesarse y tenga el firme
propósito de no cometer más el pecado y de huir las ocasiones del mismo. A
tales exigencias se opone justamente el estado de convivencia del divorciado
vuelto a casar. Él no puede acceder a la Eucaristía porque está en estado de
pecado grave permanente y no puede obtener el perdón porque él por definición
quiere permanecer en la situación de pecado y por lo tanto no tiene el
verdadero dolor necesario para ser admitido a la Eucaristía. Si,
posteriormente, a pesar de ello accediese a la Comunión, el sacerdote debe
negarle la Eucaristía, cuando se verifiquen las condiciones previstas por el
can. 915.
4.4. La imposibilidad de
recibir la absolución sacramental
El penitente puede
ser absuelto del pecado solo si está bien dispuesto. Está bien dispuesto si
está arrepentido del pecado y promete no recaer, y hace el propósito de huir de
las ocasiones de pecado. El canon 987 es claro al respecto: «Para recibir el
saludable remedio del sacramento de la penitencia, el fiel ha de estar de tal
manera dispuesto, que rechazando los pecados cometidos y teniendo propósito de
enmienda se convierta a Dios». Solo con tales disposiciones, repudio de los
pecados cometidos y propósito de enmendarse, el fiel puede recibir el
sacramento de modo saludable, es decir de modo tal que lo conduzca a la
salvación.
Así la prohibición de acceder
a la Eucaristía y la imposibilidad de ser absuelto en el sacramento del perdón
están estrictamente unidas.
4.5. El deber de rechazar a
quién accede a la comunión: can. 915
Si el estado de
oposición grave a la ley de Dios y de la Iglesia fuese conocido también por la
comunidad y alguno osase a pesar de ello acceder a la Eucaristía, debería ser
incluso rechazado. En efecto el can. 915 determina: «No deben ser admitidos a
la sagrada comunión los excomulgados y los que están en entredicho después de
la imposición o declaración de la pena, y los que obstinadamente persistan en
un manifiesto pecado grave».
Una declaración del
Pontificio Consejo para los Textos Legislativos ha confirmado la validad de la
prohibición contenida en el canon 915 de frente a cuantos pretendían que tal
norma no sería aplicable al caso de los fieles divorciados vueltos a casar. La
declaración afirma: «En el caso concreto de la admisión a la sagrada Comunión
de los fieles divorciados que se han vuelto a casar, el escándalo, entendido
como acción que mueve a los otros hacia el mal, atañe a un tiempo al sacramento
de la Eucaristía y a la indisolubilidad del matrimonio. Tal escándalo sigue existiendo
aún cuando ese comportamiento, desgraciadamente, ya no cause sorpresa: más aún,
precisamente es ante la deformación de las conciencias cuando resulta más
necesaria la acción de los Pastores, tan paciente como firme, en custodia de la
santidad de los sacramentos, en defensa de la moralidad cristiana, y para la
recta formación de los fieles»[14]. La situación de los divorciados vueltos a
casar se encuentra en conflicto con la disciplina eclesiástica en puntos
irrenunciables, en cuanto tocan el mismo derecho divino.
5. Reflexiones,
profundizaciones, explicitaciones
Antes que nada
debemos observar que el fijar la atención sobre los divorciados vueltos a
casar, puede ser algo engañoso, porque nos estaríamos centrando no sobre el
matrimonio y la familia, sino más bien sobre una figura que es una desviación
de la imagen original y una deformación de la misma. El divorciado vuelto a
casar, de hecho, contradice propiamente la imagen y la figura del matrimonio y
de la familia que la Iglesia ofrece. Más aún, se puede decir que la
problemática corre el riesgo de no ser afrontada correctamente, cuando el
problema mira de modo particular a alcanzar un objetivo que a primera vista se
presenta fuera de alcance ya desde el inicio y por lo tanto solo asequible a través
de la novedad y la rotura con la doctrina tradicional de la Iglesia.
La Iglesia de hecho
ha siempre propuesto una doctrina y una disciplina que excluye a los
divorciados vueltos a casar de la Eucaristía. No es una doctrina específica
para los matrimonios, sino una simple aplicación de la doctrina de la Iglesia
para acceder a la Eucaristía; doctrina que ella trasmite a los fieles desde la
infancia, particularmente a partir de la primera comunión, como hemos examinado
un poco más arriba. Las perspectivas erradas hacen correr el riesgo de
instrumentalizar para que alcancen fines extraños a ellos, a los mismos
instrumentos de los cuales se habla y por lo tanto de deformarlos con tal de
que alcancen el objetivo. Tal podría ser la perspectiva pietista.
La problemática de
los divorciados vueltos a casar ha asumido de hecho una perspectiva casi
exclusivamente compasiva que subraya los sufrimientos y el dolor de los
cónyuges envueltos en tal situación, porque son rechazados del acceso a la
Eucaristía. La perspectiva así limitada intenta objetivamente mover a compasión
hacia tales fieles y crear oposición entre el rigor de la norma y la piedad por
las personas; entre la rigidez de la ley y las situaciones personales a las
cuales la ley debería adaptarse; conflictos entre el deseo santo de recibir la
Eucaristía y la dureza de una norma que la excluye; exclusión de la Eucaristía
vista como condenación de las personas y concesión de la Eucaristía como
respeto de las personas. Se ejercita en tal modo una fuerte presión para
condenar a aquellos que son vistos como opositores de la misericordia y
defensores de la dureza de la ley contra la benevolencia. En realidad tal
perspectiva y tal presentación del problema aparece de inmediato, a quien
examina con un mínimo de atención el problema, extremadamente simplista,
superficial y no realista: este entre los tantos aspectos del problema, todos
graves, trata sólo uno y por lo demás a nivel emotivo. La perspectiva correcta
de frente a una situación como ésta es examinar a qué proyecto de Dios pueda
responder y cómo se pueda inserir en tal diseño o proyecto de Dios: o sea su
moralidad.
5.1. Está en juego la ley
divina: la indisolubilidad del matrimonio
En primer lugar la
cuestión de la cual se está hablando no trata simplemente de una ley humana
positiva, que pueda ser modificada a voluntad del legislador humano, incluido
el eclesiástico. La ley de la indisolubilidad del matrimonio es una ley divina
proclamada solemnemente por Jesús y confirmada más de una vez por la Iglesia, al
punto que la norma que afirma que el matrimonio rato y consumado entre
bautizados no puede ser disuelto por ninguna autoridad humana sino que se
disuelve solo con la muerte es doctrina de fe de la Iglesia.
5.2. Ley divina: la moral
sexual
Una segunda norma
de derecho divino es que la sexualidad es lícita solo entre personas unidas en
matrimonio; esto implica que quién convive con una persona que, según las leyes
de la Iglesia no es su cónyuge, se encuentre en una situación grave de pecado que
la excluye del acceso a la Eucaristía, y no sólo, sino que no puede recibir ni
siquiera el sacramento de la penitencia, porque esto implica que el penitente
no puede ser absuelto porque desea perseverar en aquella situación. De hecho la
absolución implica que haya arrepentimiento y el propósito de no repetir el
pecado.
5.3. Ley divina: acceder a
la Eucaristía en estado de gracia
Debemos decir
además que el acceder a la Eucaristía en estado de pecado grave contrasta con
la naturaleza misma de la comunión y como tal es contraria a la voluntad divina
y a la naturaleza misma de la Eucaristía. La Iglesia de hecho exige a quién
quiera acceder a la Eucaristía el estado de gracia santificante, normalmente
adquirido a través del sacramento de la penitencia; excepcionalmente cuando no
sea posible confesarse y urge el acceso a la Eucaristía, se requiere la
contrición perfecta que implica el propósito de confesarse cuanto antes. De tal
modo el acceso a la Eucaristía implica siempre, al menos como propósito, la referencia
al sacramento de la Penitencia. Se trata no simplemente de una norma
disciplinar sino de una doctrina muy profunda sobre la misma Eucaristía,
doctrina a menudo ignorada por los mismos fieles que manifiestan la voluntad de
recibir el sacramento. Situación de pecado y comunión eucarística están en neto
contraste y oposición. El sacramento del amor, y tal es la Eucaristía, es el
sacramento de la amistad entre Cristo que se ofrece a sí mismo y el fiel que
acepta la amistad con el Señor. El problema por eso debería ser afrontado
seriamente justamente a partir del sentido de la participación al sacramento de
la Eucaristía[15].
5.4. Ley divina: el
sacramento de la penitencia
Cualquier pecado
por más grave que sea puede ser perdonado por Dios y por la Iglesia. Sin
embargo para recibir la absolución sacramental se requiere el arrepentimiento
del pecado y el propósito de no recaer y por lo tanto de huir de las ocasiones
de pecado.
5.5. Ley divina: armonía
entre la ley divina y la misericordia divina
De frente a la ley
divina no se pueden poner en contraste la misericordia y la justicia; el rigor
de la ley y la misericordia y el perdón. En estos casos evidentemente no se
puede hablar de una incapacidad o inadecuación de la ley para medir todos los
casos concretos, especialmente si en el caso concreto el recurso a la
misericordia no sería otra cosa que una violación directa de la ley divina. No
se puede oponer misericordia y moralidad; ni se puede identificar el amor con
la misericordia. Esta es ciertamente un rostro del amor, y como hemos tenido
oportunidad de explicar, es también amor pero en cuanto comunica el bien que
elimina todo mal[16]. Pero el amor se puede a veces expresar, y en algunos
casos se debe hacerlo, con la negación de la misericordia entendida como
condescendencia benévola y peor aún como aprobación.
5.6. Ley divina: todo
mandamiento de Dios es un don de su amor
El cumplimiento de
un mandamiento de Dios no es ni puede ser visto como opuesto al amor y a la
misericordia. Es más, todo mandamiento de Dios, incluso el más severo, refleja
el rostro del amor de Dios, aunque no sea el de su amor misericordioso. El
mandamiento de la indisolubilidad del matrimonio y de la castidad matrimonial
es un don de Dios y no se puede oponer a la misericordia de Dios. Sin embargo,
el amor tiene un rostro con múltiples aspectos: es siempre el rostro de Jesús
que en todo acto de su vida divina en la tierra es un rostro amoroso, aun
cuando se volvía severo para con los fariseos, los escribas y los hipócritas. Jesús,
porque es Dios, es siempre amor.
Pregunta: ¿se puede
autorizar el acceso a la Eucaristía y a la Penitencia a un divorciado vuelto a
casar que convive more uxorio? De frente a estas reflexiones, no tiene
sentido y no puede tener sentido la posibilidad de autorizar el acceso a la
Eucaristía ni siquiera a la persona que no ha sido de ningún modo causa del
fracaso matrimonial y que después ha pasado a convivir con otra persona porque
se ha sentido objeto de injusticia, en la necesidad de ser ayudada en la
educación de los hijos y necesitada de afecto estableciendo una situación
irreversible. De hecho ni siquiera la injusticia puede justificar la violación
de la ley de Dios. Ni se puede aducir la debilidad humana o la falta de la
vocación a la continencia perfecta. La ley del Señor a veces puede pedir
acciones heroicas. Si el Señor nos encuentra en esta condición no nos hará
faltar la gracia. Ni se puede justificar la ayuda de la cual la eventual
persona inocente tiene necesidad para la educación de los hijos. Y tanto menos
se puede aducir la irreversibilidad de la situación. Siempre por las mismas
razones. Vivir conyugalmente con un partner que no es el propio marido o
la propia mujer es un acto intrínsecamente malo que no se puede jamás
justificar por ningún motivo. Es la doctrina moral católica confirmada
recientemente por el Sumo Pontífice Juan Pablo II en la encíclica Veritatis
Splendor. Justificar en estos casos el acceso a la Eucaristía afirmando que
se trata de casos singulares que no se pueden medir con la ley, porque la ley
no puede cubrir todos los casos, es olvidar que en el caso presente se trata de
una ley divina que por su misma naturaleza cubre todos los casos y no admite
excepción, a menos que se quiera admitir la doctrina de la ética de la
situación, condenada por la Iglesia en la mencionada encíclica Veritatis
splendor[17]. En realidad es evidente que una relación conyugal con una
persona que no es el propio cónyuge es siempre gravemente injuriosa de la ley
moral y jamás justificable y por lo tanto no puede ser admitido al acceso a la
Eucaristía quien se encuentra en este estado.
Establecido esto a
modo de premisa se puede decir que la problemática de los divorciados vueltos a
casar se presenta como una situación irregular, en cuanto las personas
interesadas se encuentran ligadas por un vínculo matrimonial no reconocido por
la Iglesia y no admisible por ella porque las partes resultan ligadas por un
precedente vínculo matrimonial que no puede ser disuelto. La irregularidad
consiste propiamente en este nuevo vínculo. De esto se sigue que la misma
convivencia llevada a cabo por las personas interesadas resulta contraria a la
moral católica, particularmente porque la moral sexual de la doctrina católica
declara que es lícito el acto conyugal solo entre esposos legítimos en el
ámbito matrimonial. Esta situación hace surgir otra irregularidad, el acceso al
sacramento de la Eucaristía que está abierta solo a quién no es consciente de
ningún pecado grave, y de la penitencia o de la confesión sacramental que no
puede ser puesto a disposición si no a quién está arrepentido del propio pecado
y se empeña en no cometerlo más.
Permanece así confirmada
de modo incontrovertible la doctrina tradicional que además de ser una doctrina
alabada durante siglos, tiene sólidas bases en la moral y en la espiritualidad
cristiana. Por lo demás una doctrina que ha sido enseñada durante siglos y
continuamente reafirmada por la Iglesia no puede ser cambiada sin arriesgar la
credibilidad de la Iglesia.
6. La posición del
Card. Kasper
¿Qué decir de la
pregunta puesta por el Cardenal Kasper en el Consistorio del 21 de febrero de
2014? La misma es explicada del modo siguiente. El camino de la Iglesia es un
camino medio entre el rigorismo y el laxismo, a través de un camino penitencial
que desemboca en el sacramento de la Penitencia primero y de la Eucaristía
después. Kasper se pregunta si tal camino es transitable también para los
divorciados vueltos a casar. Él indica las condiciones: «La pregunta es: ¿este
camino más allá del rigorismo y del laxismo, el camino de la conversión, que
desemboca en el sacramento de la misericordia, el sacramento de la penitencia, es
también el camino que podemos recorrer en la presente cuestión? Si un
divorciado vuelto a casar: 1. Se arrepiente de su fracaso en el primer
matrimonio, 2. Se han esclarecido las obligaciones del primer matrimonio, y se
ha definitivamente excluido que regrese atrás, 3. Si no puede abandonar sin
otras culpas las responsabilidades asumidas con el matrimonio civil, 4. Si sin
embargo se esfuerza por vivir del mejor modo según sus posibilidades el segundo
matrimonio a partir de la fe y de educar a los propios hijos en la fe, 5. Si
tiene el deseo de los sacramentos como fuente de fuerza para su situación,
¿debemos o podemos negar, después de un tiempo de nueva orientación (metanoia),
los sacramentos de la penitencia y después de la comunión?».
El mismo Kasper observa:
«Este posible camino no sería una solución general. No es el camino ancho de la
gran masa, sino más bien el estrecho camino de la parte probablemente más
pequeña de los divorciados vueltos a casar, sinceramente interesados en los
sacramentos. ¿No es necesario tal vez evitar aquí la peor parte?» (o sea la
pérdida de los hijos con la pérdida de toda una segunda generación). Después
precisa: «Un matrimonio civil como el que fue descripto con criterios claros
debe distinguirse de otras formas de convivencia irregular, como los
matrimonios clandestinos, las parejas de hecho, sobre todo la fornicación, de
los así llamados matrimonios salvajes. La vida no es solo blanco y negro. De
hecho, hay muchos matices».
Más allá de las
buenas intenciones, la pregunta no parece que pueda tener una respuesta
positiva. Más allá de las diferentes situaciones en las cuales los divorciados
vueltos a casar puedan encontrarse, en todas las situaciones se encuentra el
mismo problema: la ilicitud de una convivencia more uxorio entre dos
personas que no están ligadas por un verdadero vínculo matrimonial. El
matrimonio civil, de hecho, no es un vínculo matrimonial; según las leyes de la
Iglesia no tiene ni siquiera la apariencia de matrimonio, tanto que la Iglesia
habla de “atentado” de matrimonio. De frente a esta situación no se ve cómo el
divorciado pueda recibir la absolución sacramental y acceder a la Eucaristía. A
menudo para legitimar el acceso a la Eucaristía de los divorciados vueltos a
casar se ofrecen motivaciones que pueden tener una apariencia de bondad y
legitimación.
7. Ulteriores
reflexiones
Puede ser oportuno
alargarnos todavía sobre el tema ofreciendo ulteriores puntos de reflexión:
7.1. Los equívocos de la
pastoral
A menudo se nos
invita a tener presente la pastoral en oposición a la doctrina, sea moral, sea
dogmática, que sería abstracta y poco adherente a la vida concreta, o a la
espiritualidad, que propondría el ideal de la vida cristiana, inaccesible a los
fieles cristianos, o al derecho, porque la ley siendo universal, regularía la
vida en general, pero debería adaptarse a la vida y adecuarse a los casos
concretos, que podrían no reentrar en la ley que por eso, en el caso concreto
no debería ser aplicada.
En realidad se
trata de una visión errada de la pastoral, la cual es una arte, o sea el arte
con el cual la Iglesia se edifica a sí misma como pueblo de Dios en la vida
cotidiana. Es una arte que se funda sobre la dogmática, sobre la moral, sobre
la espiritualidad, y sobre el derecho de obrar prudentemente en el caso
concreto. No puede haber pastoral que no esté en armonía con la verdad de la
Iglesia y con su moral, y en contraste con sus leyes, y que no esté orientada a
alcanzar el ideal de la vida cristiana. Una pastoral en contraste con la verdad
creída y vivida por la Iglesia, y que no señalase el ideal cristiano, en el
respeto de las leyes de la Iglesia se transformaría fácilmente en arbitrariedad
nociva a la misma vida cristiana. Respecto de las leyes, no podemos después
olvidar la distinción entre las leyes de Dios y las leyes positivas del
legislador humano. Si estas en algunos casos pueden ser dispensadas o no
obligar si hay grave incómodo, no se puede decir lo mismo de las leyes divinas,
sea positivas que naturales, que no admiten excepción. Si, después, los actos
prohibidos son intrínsecamente malos, no podrán ser legitimados en ningún caso.
Así un acto sexual con una persona que no sea el propio cónyuge no es jamás
admisible y no puede jamás ser declarado lícito, por ninguna razón. El fin no
puede jamás justificar los medios. La doctrina moral de la Iglesia ha sido
confirmada recientemente, de manera particular en la encíclica Veritatis
Splendor de Juan Pablo II. No es aceptable la ética de la situación, o la
ética de la medida de las consecuencias, o de la finalidad o la negación de los
actos intrínsecamente malos.
7.2. Los equívocos de la
misericordia
«Misericordia» es
otra palabra fácilmente expuesta a los equívocos, como también la palabra «amor»
con la cual fácilmente se la identifica. También para ella en línea de
principio valen las cosas dichas sobre la pastoral. Pero es necesaria una
reflexión especial.
Porque se la une
con el amor, la misericordia, viene presentada en contraste con el derecho y la
justicia. Pero se sabe bien que no existe amor sin justicia, y sin verdad y
obrando contra la ley, sea humana que divina. San Pablo contra quienes
interpretaban erróneamente sus afirmaciones sobre el amor, dirá que la regla es
«el amor que cumple las obras de la ley» (Gal5, 13-18).
Pero se debe decir
que la misericordia es un aspecto, muy hermoso, del amor, pero no se puede
identificar con el amor. El amor, de hecho, tiene muchas facetas. El bien
que el amor persigue siempre se realiza en modo diverso según aquello que el
amor exige en cada situación. Esto se evidencia muy bien de nuevo en San Pablo,
en la carta a los Gálatas, donde se habla del fruto del Espíritu, o sea del
Amor (Gal 5, 22). Son diversos rostros del amor los que manifiestan la benevolencia,
la condescendencia, pero también el reproche, el castigo, la corrección, la
urgencia de la norma, etc. La fe cristiana proclama: ¡Dios es amor! El rostro
humanado del amor de Dios es el rostro del Verbo Encarnado. Jesús es el rostro
del amor de Dios: es amor cuando perdona, sana, cultiva la amistad, pero
también cuando reprende y llama la atención, y condena. También la condena
entra en el amor. La misericordia es un aspecto del amor, el amor perdonante.
Dios perdona siempre, porque quiere la salvación de todos nosotros. Pero Dios
no puede perdonarnos si nosotros estamos fuera del camino de la salvación y
perseveramos así. En este caso el amor de Dios se manifiesta en la reprensión y
en la corrección, no en la «misericordia», que sería una legitimación
imposible, que llevaría a la muerte o la confirmaría[18].
Frecuentemente la misericordia
viene presentada en oposición a la ley, incluso la divina. Es una visión
inaceptable. El mandamiento de Dios no puede ser visto sino como una
manifestación de su amor con el cual nos indica el camino que debemos recorrer
para no perdernos en el camino de la vida. Presentar la misericordia contra su
misma ley es una contradicción inaceptable.
A menudo, y
justamente, se dice que nosotros no estamos llamados a condenar a las personas;
el juicio de hecho pertenece a Dios. Pero una cosa es condenar y otra es
valorar moralmente una situación, para distinguir lo que es bueno de lo que es
malo; examinando si responde al proyecto de Dios para el hombre. Esta
valoración es obligatoria. De frente a las diversas situaciones de la vida,
como aquella de los divorciados vueltos a casar, se puede y se debe decir que
no debemos condenar, sino ayudar; pero no podemos limitarnos a no condenar.
Estamos llamados a valorar aquella situación a la luz de la fe y del proyecto
de Dios y del bien de la familia, de las personas interesadas, y sobre todo de
la ley de Dios y de su proyecto de amor. De otro modo corremos el riesgo de
incapacitarnos para apreciar la ley de Dios; inclusive de considerarla como si
fuera casi un mal, desde el momento que hacemos derivar todo el mal de una ley.
En un cierto modo de presentar las cosas se viene casi a decir que si no
estuviese aquella ley de la indisolubilidad del matrimonio estaríamos mejor.
Aberración que saca a la luz las deformidades de nuestro modo de pensar y
razonar.
7.3. La cultura
Existe una fuerte
tendencia a reconducir la explicación de cada cosa al hecho cultural. Es
innegable que la cultura tiene su peso. Pero es también verdad que la cultura
es fruto de una mentalidad y de una visión antropológica, como también de una
visión filosófica de la realidad. La cultura no puede ser por lo tanto la
explicación última de cada cosa. No toda cultura y visión filosófica y
antropológica pueden ser acogidas sin discernimiento y sin una cuidadosa
circunspección. La misma teología dogmática y moral, que tiene también su
expresión en el campo del derecho, tiene como base una visión antropológica y
filosófica sin la cual la misma fe no se puede expresar. Sabemos que la Iglesia
ha reafirmado siempre su competencia para interpretar las verdades de derecho
natural, que están a la base de la misma revelación y sin las cuales la
revelación no tendría su fundamento. El can. 747, § 2 afirma: «Compete siempre
y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los
referentes al orden social, así como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos
humanos, en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona
humana o la salvación de las almas». Por eso la Iglesia atribuye un gran papel
a Santo Tomás que le ofreció no sólo una Suma Teológica, sino también una Suma
de Filosofía, en la cual el magisterio de la Iglesia encuentra una visión de la
realidad y del hombre dentro de la cual puede expresar su verdad y su
visión[19]. La misma fórmula de fe distingue claramente verdades reveladas
contenidas en la revelación y verdades naturales que la Iglesia interpreta y
considera necesarias e indispensables para que ella pueda expresar y fundar en la
racionalidad humana su lenguaje y sus verdades de fe. De hecho al
interpretar tales verdades la Iglesia es infalible cuando las declara con un
acto definitivo. Esto significa que la cultura no es el criterio último de
verdad y que la verdad no se puede medir por la opinión común, aún cuando ésta
sea dominante.
7.4. Doctrina y disciplina
Con frecuencia se
hace la distinción entre doctrina y disciplina para afirmar que en la Iglesia
la doctrina no cambia y la disciplina sí. En realidad ambos términos son
tomados en modo equívoco. La doctrina de hecho, tiene diversos grados, y al
interno de esta gradualidad no está excluido un progreso y un cambio incluso
doctrinal. La Iglesia distingue en su fórmula fidei tres niveles de
verdad: las verdades de fe divina y católica, contenidas en la revelación y
propuestas por el magisterio de modo definitivo; las verdades que la Iglesia
propone con acto definitivo y por lo tanto también infalibles; y otras verdades
que aun perteneciendo al patrimonio de la fe no alcanzan tal grado. Por cuanto
respecta a la disciplina, esta no se puede considerar una realidad simplemente
humana y cambiable, sino que tiene un significado mucho más amplio; la
disciplina comprende también la ley divina como los mandamientos, que no están
sujetos a cambio alguno, a pesar de no ser directamente de naturaleza
doctrinal, y lo mismo se diga de todas las normas de derecho divino. La
disciplina, a menudo comprende todo aquello que el cristiano debe considerar
como compromiso de su vida para ser un fiel discípulo de nuestro Señor
Jesucristo. Puede ser útil recordar cuánto se lee en el documento Comunione,
comunità e disciplina ecclesiale: «La palabra “disciplina”, derivando del
término “discípulo”, que en el ámbito cristiano caracteriza a los seguidores de
Jesús, tiene un significado de particular nobleza. La disciplina eclesial
consiste en concreto en el conjunto de normas y de estructuras que dan una
configuración visible y ordenada a la comunidad cristiana, regulando la vida
individual y social de sus miembros para que posea una medida siempre más
plena, y en adhesión al camino del pueblo de Dios en la historia, expresión de
la comunión donada por Cristo a su Iglesia. En su sentido más amplio puede
comprender también las normas morales, mientras en su significado más
restringido designa las solas normas jurídicas y pastorales»[20].
7.5. La nueva
evangelización
Ya desde hace
décadas estamos hablando de la nueva evangelización. No se puede negar el
esfuerzo profuso en el producir documentos sobre la catequesis y sobre los
libros; y las iniciativas múltiples, particularmente del año de la fe, que se
han llevado a cabo. Los resultados son más bien escasos. Podemos tener una idea
de la situación si examinamos los reflejos sobre el matrimonio y la familia. La
pregunta urgente que debemos hacernos es la siguiente: ¿qué cosa falta a
nuestros esfuerzos por evangelizar y anunciar a Cristo? ¿Qué camino recorrer?
¡Parece que Dios y su Verbo continúan estando ausentes!
7.6. La fuerza y la luz de
la gracia
Por último queremos
hablar de la realidad más importante, que particularmente hoy se corre el
riesgo de olvidar o de no atribuirle la necesaria e indispensable importancia
que tiene. La Iglesia es una comunidad sobrenatural en su naturaleza, en sus
fines y en sus medios. Depende de modo decisivo de la gracia, según las
palabras de su Fundador: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 8). Todo es
posible para Dios. La Iglesia es consciente de esto. Ella no es una potencia
que se sostiene con medios humanos. Además ella no posee una sabiduría fruto de
la inteligencia de los hombres; la suya es sabiduría de la cruz, escondida en el
secreto de Dios y que permanece escondida a la sabiduría humana. Su verdad no
es de fácil acceso y aceptación para una cultura que es un mero fruto de la
inteligencia humana.
Se trata de
afirmaciones que de modo particular chocan con la cultura iluminista científica
y positivista secularizada del mundo de hoy. En el laudable tentativo de
dialogar con la cultura moderna, la Iglesia corre el riesgo de poner entre
paréntesis justamente las realidades que le son propias y específicas, o sea
las verdades divinas, y de terminar adaptándose al mundo. Ciertamente no
negando las propias verdades, pero evitando proponerlas o dudando de plantear
ideales de vida que son concebibles y practicables solo a la luz de la fe y
actuables solo con la gracia. La Iglesia corre el riesgo de diluir su mensaje
más verdadero y profundo a causa del temor de ser rechazada por la cultura
moderna o para hacerse acoger por ella. Ciertamente la Iglesia tiene necesidad
siempre, pero particularmente en los momentos difíciles, de creer en aquello
que humanamente es imposible. Así ella saca a la luz su naturaleza divina y
transmite su mensaje de salvación del hombre.
La Iglesia, aún
cuando debe tener en cuenta la cultura y los tiempos que cambian, no puede no
anunciar a Cristo, que es siempre el mismo, ¡ayer, hoy y siempre! (Hb 13, 8).
La referencia a la cultura no puede ser la referencia principal, y mucho menos
la única y la determinante para la Iglesia, sino que su punto de referencia
debe ser Cristo y su verdad. No puede no ser motivo de reflexión el hecho de
que no pocos cristianos hoy tienden a diluir el mensaje cristiano para hacerse
aceptar por la cultura del tiempo. Aun más, a menudo dan la impresión de
padecer el peso de la disciplina de la Iglesia y de los mandamientos de Dios
que la regulan. En particular Jesús ha venido para reconducir al hombre al
proyecto de Dios. ¡En lo que respecta al matrimonio ha anunciado el gozo del
amor indisoluble en el sacramento del matrimonio! ¿Cómo puede ser que tantos
cristianos sientan esto como un peso más bien que como un don y lleven a cabo
grandes esfuerzos para redimensionarlo o aun mas para anularlo en vez de
trabajar para defender la verdad y dar el testimonio del gozo de vivirlo?
Card.
Velasio De Paolis
*Traducción al
español a partir del original italiano del p. José G. Ansaldi, IVE
[1]Conferencia de
S.E.R. Card. Velasio De Paolis, Presidente emérito de la
Prefectura de
Asuntos Económicos de la Santa Sede, en la sede del Tribunal Eclesiástico
Regional Umbro. Publicada en el original italiano en :
http://www.tribunaleecclesiasticoumbro.it/index.php?option=com_content&view=article&id=129&Itemid=110.
Traducción del original italiano del p. José G. Ansaldi, IVE
[2] Creado por el
Santo Papa Juan Pablo II, el 9 de mayo de 1981, con el motu proprio Familia
a Deo instituta.
[3] A esto se
refería el Señor cuando decía a los Apóstoles en la Última Cena: «Si el mundo
os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Si fuerais del
mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo al
elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo» (Jn 15, 18-19). Y ya
antes el Señor había dicho a los discípulos al darles las instrucciones
misioneras: «seréis odiados por todos a causa de mi nombre» (Mt 10, 22). Y después
dirá hablando sobre ellos al Padre: «y el mundo los ha odiado» (Jn 17, 14).
Conforme a esto el mismo Juan escribirá: «No os maravilléis, hermanos, si el
mundo os odia» (1Jn 3, 13). Sabemos el sentido que en Juan tiene el término
«mundo», que encierra todo el mal que se opone a Cristo y que tiene como cabeza
a Satanás, al cual el Señor llama tres veces «el príncipe de este mundo» (Jn
12, 31; 14, 30; 16, 11). Al conjunto de la influencia de este espíritu del mal
San Pablo lo llama «espíritu de este mundo» (1 Cor 2, 12). Y que San Juan
concreta en las tres grandes concupiscencias mundanas: «Porque todo cuanto hay
en el mundo es la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y
la soberbia de la vida no es del Padre, sino que es del mundo» (1 Jn 2, 16).
Cuando en la última cena Jesús dice «vosotros no sois del mundo» (Jn 15, 19),
«del mundo» según la expresión original y tomado de la versión latina, no
significa simplemente pertenecer al mundo o ser del mundo (mundi), sino
más bien de mundo, o ex mundi, (quia vero de mundo non estis),
es decir recibir su influencia y sus inspiraciones, y en un cierto sentido,
proceder del mundo, salir o nacer del mundo. En este sentido escribía también
Juan: «Estos son del mundo, por eso hablan inspirados por el mundo, y el mundo
los escucha» (1 Jn 4, 5). Cf. . J.M. Bover, S.J., Comentario al sermón de la
Última Cena, Madrid 1955, p. 111.
[4] «No os
conforméis a la mentalidad de este siglo, sino transformaos renovando vuestra
mente, para poder discernir la voluntad de Dios, lo que es bueno, a Él
agradable y perfecto» (Rom 12, 2). «Se conforma a este siglo también quién
imita a cuántos viven de modo mundano. Ef. 4, 17 dice: “os conjuro en el Señor,
que no viváis ya como viven los gentiles”» (Santo Tomás de Aquino, In Rom.,
Cap. 12, lect. 1).
[5] Se trata del Pontificio
Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización, creado por Benedicto
XVI, con la Carta Apostólica en forma de «Motu Proprio» Ubicumque et Semper,
del 21 de septiembre de 2010.
[6] Sin ir
demasiado atrás en el tiempo, podemos traer a colación: el Código de Derecho
Canónico de 1917 y la Encíclica Casti Connubi del 31 de diciembre de
1930, que clarifican ulteriormente la esencia, la naturaleza y los fines del
matrimonio. El Concilio Ecuménico Vaticano II dedica al matrimonio Gaudium
et Spes (nn. 47-52); Lumen Gentium (nn. 11, 34-35, 41); Apostolicam
Actuositatem (n. 11); Gravissimum Educationis (nn. 3,6). El Vaticano
II, además de reconfirmar toda la Doctrina del Concilio Tridentino: Institución
divina del matrimonio y elevación a sacramento de parte de Cristo; Las
propiedades, los bienes y los fines del matrimonio; pone en relieve: La
grandeza del amor conyugal (GS 48-49-50); El matrimonio camino de santidad (GS
49; LG 41 y 42). Después del Concilio Ecuménico Vaticano II siguen, entre los
más importantes documentos al respecto: carta Encíclica de Pablo VI Humanae
vitae (25 de julio de 1968); la Exhortación apostólica de Juan Pablo II Familiaris
Consortium (22 de noviembre de 1981); Juan Pablo II Carta a las Familias
(2 de febrero de 1994). Del Pontificio Consejo para la Familia: Carta de
los Derechos de la Familia (22 de octubre de 1983); Sexualidad humana:
verdad y significado, Orientaciones educativas en familia (9 de marzo de
1996); Preparación para el sacramento del matrimonio (13 de mayo de
1996); Vademecum para los confesores sobre algunos temas de moral que
respectan a la vida conyugal (12 de febrero de 1997); Familia y derecho
humanos (9 de diciembre de 1999); Familia, matrimonio y uniones de hecho
(21 de noviembre del 2000).
[7]Dialogus
adversus Luciferianos, 19, in P.L., 23, col. 181:
«Ingemuit totus orbis et Arianum se esse miratus est».
[8]Cf. nn. 16-23.
[9]21 de
noviembre de 1981, in AAS 74 (1982); n. 84.
[10]14 de
septiembre de 1994, in AAS 86 (1994) 974-979, n.4.
[11] En L’Osservatore
Romano, 7 luglio 2000, p. 1; Communicationes, 32 [2000], pp.
159-162.
[12]22 de febrero
de 2007, in AAS 99 (2007) 105-180.
[13] También para
la Unción de los enfermos. Debemos recordar la disposición del can. 1007, que
prohíbe a los ministros conferir la unción de los enfermos a aquellos que
perseveran obstinadamente en un pecado grave manifiesto. Las palabras del canon
son casi las mismas del canon 915 que impone rechazar la Eucaristía a aquellos
que «obstinadamente perseveran en un pecado grave manifiesto». Los fieles en
tal estado no pueden recibir fructuosamente el sacramento con el cual la
Iglesia recomienda al Señor a los fieles gravemente enfermos a fin que los
alivie y los salve (can. 998).
[14]Pontificio
Consejo para los Textos Legislativos, Declaración sobre la admisibilidad a
la Sagrada Comunión de los Divorciados que se han vuelto a casar,
24/06/2000, in Communicationes, 32 [2000], pp. 159-162.
[15] Santo Tomás de
Aquino, S. Th., III, q. 80, a. 4: « En este sacramento, como en los
otros, lo que es sacramento es signo de lo que es la cosa producida por el
sacramento. Ahora bien, la cosa producida por este sacramento es doble, como se
ha dicho ya (q.60 a.3 s.q.; q.73 a.6). Una, significada y contenida en el
sacramento, y que es el mismo Cristo. Otra, significada y no contenida, y que
es el cuerpo místico de Cristo: la sociedad de los santos. Por tanto,
quienquiera que recibe este sacramento, por el mero hecho de hacerlo, significa
que está unido a Cristo e incorporado a sus miembros. Pero esto se realiza a
través de una fe formada, fe que nadie que esté en pecado mortal tiene. Es
claro, pues, que quienquiera que reciba este sacramento en pecado mortal,
comete una falsedad con él. Por lo que incurre en sacrilegio como violador del
sacramento y, consiguientemente, peca mortalmente».
[16]«Pero hay que
tener presente que otorgar perfecciones a las cosas pertenece a la bondad
divina y a la justicia, liberalidad y misericordia. Pero por razones distintas.
Pues, considerándolo absolutamente, transmitir perfección pertenece a la
bondad. Pero en cuanto a las perfecciones presentes en las cosas, concedidas
por Dios proporcionalmente, esto pertenece a la justicia, como ya se dijo (a.1).
Y en cuanto a las perfecciones dadas a las cosas no para su utilidad, sino sólo
por su bondad, esto pertenece a la liberalidad. Y en cuanto a las perfecciones
dadas a las cosas por Dios y que destierran algún defecto, esto pertenece a la
misericordia». Santo Tomás de Aquino, S.Th., I, q. 21,
a 3.
[17] Se vean
particularmente los números 71-75 que tratan del acto moral respecto de la ley,
de la conciencia, de la libertar y del acto moral en cuanto ordenable al fin.
[18] Por lo demás,
el ser misericordioso no es otra cosa que el entristecerse delante de la
miseria del otro, pero en modo tal de querer liberar al otro del mal. En este
sentido Dios es sumamente misericordioso: «hay que tener presente que
misericordioso es como decir que alguien tiene miseria en el corazón, en el
sentido de que le entristece la miseria ajena como si fuera propia. Por eso
quiere desterrar la miseria ajena como si fuera propia. Este es el efecto de la
misericordia. Entristecerse por la miseria ajena no lo hace Dios; pero sí, y en
grado sumo, desterrar la miseria ajena, siempre que por miseria entendamos
cualquier defecto». Santo Tomás de Aquino, S. Th. I. q. 21, a. 3.
[19]«Nam quae in
philosophia Sancti Thomae sunt capita, non ea haberi debent in opinionum
genere, de quibus in utramque partem disputare licet, sed velut fundamenta in
quibus omnis naturalium divinarumque rerum scientia consistit: quibus submotis
aut quoquo modo depravatis, illud etiam necessario consequitur, ut sacrarum
disciplinarum alumni ne ipsam quidem percipiant significationem verborum,
quibus revelata divinitus dogmata ab Ecclesiae magisterio proponuntur» Pio
X, Motu proprio, Doctoris Angelici, 29 giugno 1914, in AAS 6
(1914) pp. 336-341.
[20]Comunione,
comunità e disciplina ecclesiale. Documento pastoral del Episcopado
italiano, 1 de enero de 1989, n. 3.
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