"E Supremi Apostolatus"
Sobre la falta de doctrina
y el deber de darla a conocer
4 de octubre de 1903
El peso del
Pontificado - Los hombres están hoy apartados de Dios - «¡Instaurar
todas las cosas en Cristo!» - Los hombres contra Dios - El deseo de
paz: dónde encontrarla - Que los hombres vuelvan a Dios, por la Iglesia - El
deber concreto de los Pastores - Los medios: formar buenos sacerdotes - Cuidar
a los sacerdotes jóvenes - La falta de doctrina: enseñar con caridad - El deber
insustituible de los Obispos -
Venerables hermanos: Salud y
bendición apostólica
El peso del
Pontificado
Al
dirigirnos por primera vez a vosotros desde la suprema cátedra apostólica a la
que hemos sido elevados por el inescrutable designio de Dios, no es necesario
recordar con cuántas lágrimas y oraciones he m o s intentado rechazar esta
enorme carga del Pontificado. Podríamos, aunque Nuestro mérito es absolutamente
inferior, aplicar a Nuestra situación la queja de aquel gran santo, Anselmo,
cuando a pesar de su oposición, incluso de su aversión, fue obligado a aceptar
el honor del episcopado. Porque Nos tenemos que recurrir a las mis mas muestras
de desconsuelo que él profirió para exponer con qué ánimo, con qué actitud
hemos aceptado la pesadísima carga del oficio de apacentar la grey de Cristo.
Mis lágrimas son testimonio -esto dice-, así como mis quejas y los suspiros de
lamento de mi corazón; cuales en ninguna ocasión y por ningún dolor recuerdo
haber derramado hasta el día en que cayó sobre mí la pesada suerte del
arzobispado de Canterbury. No pudieron dejar de advertirlo todos aquellos que
en aquel día contemplaron mi rostro... Yo con un color más propio de un muerto
que de una persona viva, palidecía con doloroso estupor. A decir verdad, hasta
ese momento hice todo lo posible por rechazar lejos de mí esa elección, o por
mejor decir esa extorsión. Pero ya, de grado o por fuerza, tengo que confesar
que a diario los designios de Dios resisten más y más a mis planes, de modo que
comprendo que es absolutamente imposible oponerme a ello. De ahí que, vencido
por la fuerza no de los hombres sino de Dios, contra la que no hay defensa
posible, entendí que mi deber era adoptar una única decisión: después de haber
orado cuanto pude y haber intentado que, si era posible, ese cáliz pasara de mí
sin beberlo... entregueme por completo al sentir ya la voluntad de Dios, dejando
de lado mi propio sentir y mi voluntad(1)
Los hombres
están hoy apartados de Dios
Y
efectivamente no Nos faltaron múltiples y graves motivos para rehusar el
Pontificado. Ante todo el que de ningún modo, por nuestra insignificancia, nos
considerábamos dignos del honor del pontifica do; ¿a quién no le conmovería ser
designado sucesor de aquel que gobernó la Iglesia con extrema prudencia durante
casi veintiséis años, sobresalió en tanta agudeza de ingenio, tanto resplandor
de virtudes que convirtió incluso a sus enemigos en admiradores y consagró la
memoria de su nombre con hechos extraordinarios? Luego, dejando aparte otros
motivos, Nos llenaba de temor sobre todo la tristísima situación en que se
encuentra la humanidad. Quién ignora, efectivamente, que la sociedad actual,
más que en épocas anteriores, está afligida por un íntimo y gravísimo mal que,
agravándose por días, la devora hasta la raíz y la lleva a la muerte?
Comprendéis, Venerables Hermanos, cuál es el mal; la defección y la separación
de Dios: nada más unido ala muerte que esto, según lo dicho por el Profeta (2):
Pues he aquí que quienes se alejan de ti, perecerán. Detrás de la misión
pontificia que se me ofrecía, Nos veíamos el deber de salir al paso de tan gran
mal: Nos parecía que recaía en Nos el mandato del Señor: Hoy te doy sobre
pueblos y reinos poder de destruir y arrancar, de edificar y plantar (3); pero,
conocedor de Nuestra propia debilidad, Nos espantaba tener que hacer frente a
un problema que no admitía ninguna dilación y sí tenía muchas dificultades.
«¡Instaurar
todas las cosas en Cristo!»
Sin
embargo, puesto que agradó a la divina voluntad elevar nuestra humildad a este
supremo poder, descansamos el espíritu en aquel que Nos conforta y poniendo
manos a la obra, apoyados en la fuerza de Dios, manifestamos que en la gestión
de Nuestro pontificado tenemos un sólo propósito, instaurarlo todo en Cristo
(4), para que efectivamente todo y en todos sea Cristo (5).
Habrá
indudablemente quienes, porque miden a Dios con categorías humanas, intentarán
escudriñar Nuestras intenciones y achacarlas a intereses y afanes de parte.
Para
salirles al paso, aseguramos con toda firmeza que Nos nada queremos ser, y con
la gracia de Dios nada seremos ante la humanidad sino Ministro de Dios, de cuya
autoridad somos instrumentos. Los intereses de Dios son Nuestros intereses; a
ellos hemos decidido consagrar nuestras fuerzas y la vida misma. De ahí que si
alguno Nos pide una frase simbólica, que exprese Nuestro propósito, siempre le
daremos sólo esta: ¡instaurar todas las cosas en Cristo!
Los hombres contra Dios
Cuidar a los sacerdotes jóvenes
Exhortación final
Los hombres contra Dios
Ciertamente,
al hacernos cargo de una empresa de tal envergadura y al intentar sacarla
adelante Nos proporciona, Venerables Hermanos, una extra ordinaria alegría el
hecho de tener la certeza de que todos vosotros seréis unos esforzados aliados
para llevarla a cabo. Pues si lo dudáramos os calificaríamos de ignorantes,
cosa que ciertamente no sois, o de negligentes ante este funesto ataque que
ahora en todo el mundo se promueve y se fomenta contra Dios; puesto que
verdaderamente contra su Autor se han amotinado las gentes y traman las
naciones planes vanos (6); parece que de todas partes se eleva la voz de
quienes atacan a Dios: Apártate de nos otros (7). Por eso, en la mayoría se ha
extinguido el temor al Dios eterno y no se tiene en cuenta la ley de su poder
supremo en las costumbres ni en público ni en privado: aún más, se lucha con
denodado esfuerzo y con todo tipo de maquinaciones para arrancar de raíz
incluso el mismo recuerdo y noción de Dios.
Es
indudable que quien considere todo esto tendrá que admitir de plano que esta
perversión de las almas es como una muestra, como el prólogo de los males que
debemos esperar en el fin de los tiempos; o incluso pensará que ya habita en
este mundo el hijo de la perdición (8) de quien habla el Apóstol. En verdad,
con semejante osadía, con este desafuero de la virtud de la religión, se
cuartea por doquier la piedad, los documentos de la fe revelada son impugnados
y se pretende directa y obstinadamente apartar, destruir cualquier relación que
medie entre Dios y el hombre. Por el contrario -esta es la señal propia del
Anticristo según el mismo Apóstol-, el hombre mismo con temeridad extrema ha
invadido el campo de Dios, exaltándose por encima de todo aquello que recibe el
nombre de Dios; hasta tal punto que -aunque no es capaz de borrar dentro de sí
la noción que de Dios tiene-, tras el rechazo de Su majestad, se ha consagrado
a sí mismo este mundo visible como si fuera su templo, para que todos lo
adoren. Se sentará en el templo de Dios, mostrándose como si fuera Dios (9).
Efectivamente,
nadie en su sano juicio puede dudar de cuál es la batalla que está librando la
humanidad contra Dios. Se permite ciertamente el hombre, en abuso de su
libertad, violar el derecho y el poder del Creador; sin embargo, la victoria
siempre está de la parte de Dios; incluso tanto más inminente es la derrota,
cuanto Con mayor osadía se alza el hombre esperando el triunfo. Estas
advertencias nos hace el mismo Dios en las Escrituras Santas. Pasa por alto, en
efecto, los pecados de los hombres (10), como olvidado de su poder y majestad:
pero luego, tras simulada indiferencia, irritado como un borracho lleno de
fuerza (11), romperá la cabeza a sus enemigos (12) para que todos reconozcan que
el rey de toda la tierra es Dios (13) y sepan las gentes que no son más que
hombres (14).
Todo
esto, Venerables Hermanos, lo mantenemos y lo esperamos con fe cierta. Lo cual,
sin embargo, no es impedimento para que, cada uno por su parte, también procure
hacer madurar la obra de Dios: y eso, no sólo pidiendo Con asiduidad: Alzate,
Señor , no prevalezca al hombre (15), sino -lo que es más importante- con
hechos y palabras, abiertamente a la luz del día, afirmando y reivindicando
para Dios el supremo dominio sobre los hombres y las demás criaturas, de modo
que Su derecho a gobernar y su poder reciba culto y sea fielmente observado por
todos.
El deseo de
paz: dónde encontrarla
Esto es
no sólo una exigencia natural, sino un beneficio para todo el género humano.
¿Cómo no van a sentirse los espíritus invadidos, Hermanos Venerables, por el
temor y la tristeza al ver que la mayor parte de la humanidad, al mismo tiempo
que se enorgullece, con razón, de sus progresos, se hace la guerra tan
atrozmente que es casi una lucha de to- dos contra todos? El deseo de paz
conmueve sin duda el corazón de todos y no hay nadie que no la reclame con
vehemencia. Sin embargo, una vez rechaza do Dios, se busca la paz inútilmente
porque la justicia está desterrada de allí donde Dios está ausente; y quitada
la .justicia, en vano se espera la paz. La paz es obra de la justicia (16).
Sabemos
que no son pocos los que, llevados por sus ansias de paz, de tranquilidad y de
orden, se unen en grupos y facciones que llaman «de orden». ¡Oh, esperanza y
preocupaciones vanas! El partido del orden que realmente puede traer una
situación de paz después del desorden es uno sólo: el de quienes están de parte
de Dios. Así pues, éste es necesario promover ya él habrá que atraer a todos,
si son impulsados por su amor a la paz.
Y
verdaderamente, Venerables Hermanos, esta vuelta de todas las naciones del
mundo a la majestad y el imperio de Dios, nunca se producirá, sean cuales
fueren nuestros esfuerzos, si no es por Jesús el Cristo. Pues advierte el
Apóstol: Nadie puede poner otro fundamento, fuera del que está ya puesto, que
es Cristo Jesús (17). Evidentemente es el mismo a quien el Padre santificó y
envió al mundo (18); el esplendor del Padre y la imagen de su sustancia (19),
Dios verdadero y verdadero hombre: sin el cual nadie podría conocer a Dios como
se debe; pues nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo
quisiera revelárselo (20).
Que los
hombres vuelvan a Dios, por la Iglesia
De lo
cual se concluye que instaurar todas las cosas en Cristo y hacer que los
hombres vuelvan a someterse a Dios es la misma cosa. Así, pues, es ahí a donde
conviene dirigir nuestros cuidados para someter al género humano al poder de
Cristo: con El al frente, pronto volverá la humanidad al mismo Dios. A un Dios,
que no es aquel despiadado, despectivo para los humanos que han imaginado en
sus delirios los materialistas, sino el Dios vivo y verdadero, uno en
naturaleza, trino en personas, creador del mundo, que todo lo prevé con suma
sabiduría, y también legislador justísimo que castiga a los pecadores y tiene
dispuesto el premio a los virtuosos.
Por lo
demás, tenemos ante los ojos el camino por el que llegar a Cristo: la Iglesia.
Por eso, con razón, dice el Crisóstomo: Tu esperanza la Iglesia, tu salvación
la Iglesia, tu :efugio la Iglesia (21): Pues para eso la ha fundado Cristo, y
la ha conquistado al precio de su sangre; y a ella encomendó su doctrina y los
preceptos de sus leyes, al tiempo que la enriquecía con los generosísimos dones
de su divina gracia para la santidad y la salvación de los hombres.
El deber
concreto de los Pastores
Ya
veis, Venerables Hermanos, cuál es el oficio que en definitiva se confía tanto
a Nos como a vosotros: que hagamos volver a la sociedad humana, alejada de la
sabiduría de Cristo, a la doctrina de la Iglesia. Verdaderamente la Iglesia es
de Cristo y Cristo es de Dios. Y si, con la ayuda de Dios, lo logramos, nos
alegraremos porque la iniquidad habrá cedido ante la justicia y escucharemos
gozosos una gran voz del cielo que dirá: Ahora llega la salvación, el poder, el
reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo (22).
Ahora
bien, para que el éxito responda a los de- seos, es preciso intentar por todos
los medios y con todo esfuerzo arrancar de raíz ese crimen cruel y detestable,
característico de esta época: el afán que el hombre tiene por colocarse en el
lugar de Dios; habrá que devolver su antigua dignidad a los preceptos y
consejos evangélicos; habrá que proclamar con más firmeza las verdades
transmitidas por la Iglesia. toda su doctrina sobre la santidad del matrimonio.
la educación doctrinal de los niños, la propiedad de bienes y su uso. los
deberes para y con quienes administran el Estado; en fin, deberá restablecerse
el equilibrio entre los distintos órdenes de la sociedad, la ley y las
costumbres cristianas.
Los medios:
formar buenos sacerdotes
Nos,
por supuesto, secundando la voluntad de Dios, nos proponemos intentarlo en
nuestro pontificado y lo seguiremos haciendo en la medida de nuestras fuerzas.
A vosotros, Venerables Herma nos, os corresponde secundar Nuestros afanes con
vuestra santidad, vuestra ciencia, vuestras vidas y vuestros anhelos, ante todo
por la gloria de Dios; sin esperar ningún otro premio sino el hecho de que en
todos se forme Cristo (23).
Y ya
apenas es necesario hablar de los medios que nos pueden ayudar en semejante
empresa, puesto que están tomados de la doctrina común. De vuestras
preocupaciones, sea la primera formar a Cristo en aquellos que por razón de su
oficio están destinados a formar a Cristo en los demás. Pienso en los
sacerdotes, Venerables Hermanos. Que todos aquellos que se han iniciado en las
órdenes sagradas sean conscientes de que, en las gentes con quienes conviven,
tienen asignada la provincia que Pablo declaró haber recibido con aquellas
palabras llenas de cariño: Hijitos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de
parto hasta ver a Cristo formado en vos otros (24). Pues, ¿quiénes serán
capaces de cumplir su misión si antes no se han revestido de Cristo? y
revestido de tal manera que puedan hacer suyo lo que también decía el Apóstol:
ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí (25). Para mí la vida es Cristo (26).
Por eso, si bien a todos los fieles se dirige la exhortación que lleguemos a
varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo (27), sin embargo se
refiere sobre todo a aquel que desempeña el sacerdocio; pues se le denomina
otro Cristo no sólo por la participación de su potestad, sino porque imita sus
hechos, y de este modo lleva impresa en sí mismo la imagen de Cristo.
En esta
situación, ¡qué cuidado debéis poner, Venerables Hermanos, en la formación del
clero para que sean santos! Es necesario que todas las demás tareas que se os
presentan, sean cuales fueren, cedan ante ésta. Por eso, la parte mejor de
vuestro celo debe emplearse en la organización y el régimen de los seminarios
sagrados de modo que florezcan por la integridad de su doctrina y por la
santidad de sus costumbres. Cada uno de vosotros tenga en el Seminario las
delicias de su corazón, sin omitir para su buena marcha nada de lo que
estableció con suma prudencia el Concilio de Trento.
Cuando
llegue el momento de tener que iniciar a los candidatos en las órdenes
sagradas, por favor no olvidéis la prescripción de Pablo a Timoteo: A nadie
impongas las manos precipitadamente (28); considerad con atención que de
ordinario los fieles serán tal cual sean aquellos a quienes destinéis al
sacerdocio. Por tanto no tengáis la mira puesta en vuestra propia utilidad,
mirad únicamente a Dios, a la Iglesia y la felicidad eterna de las almas, no
sea que, como advierte el Apóstol, tengáis parte en los pecados de otros (29).
Cuidar a los sacerdotes jóvenes
Otra
cosa: que los sacerdotes principiantes y los recién salidos del seminario no
echen de menos vuestros cuidados. A éstos -os lo pedimos con toda el alma-,
atraedlos con frecuencia hasta vuestro corazón, que debe alimentarse del fuego
celestial, encendedlos, inflamad los de manera que anhelen sólo a Dios y el
bien de las almas. Nos ciertamente, Venerables Hermanos, proveeremos con la
mayor diligencia para que estos hombres sagrados no sean atrapados por las
insidias de esta ciencia nueva y engañosa que no tiene el buen olor de Cristo y
que, con falsos y astutos argumentos, pretende impulsar los errores del
racionalismo y el semirracionalismo; contra esto ya el Apóstol precavía a
Timoteo cuando le escribía: Guarda el depósito que se te ha confiado, evitando
las novedades profanas y las contradicciones de la falsa ciencia que algunos
profesan extraviándose de la fe (30). Esto no impide que Nos estimemos dignos
de alabanza los sacerdotes jóvenes, que siguen estudios de ciencias útiles en
cualquier campo de la sabiduría, para hacerse mas instruid os en la guarda de
la verdad y rechazar mejor las calumnias de los odiadores de la fe. Sin
embargo, no podemos ocultar, antes al contrario lo manifestamos abiertamente,
que serán siempre Nuestros predilectos quienes, sin menospreciar las
disciplinas sagradas y profanas, se dedican ante todo al bien de las almas
buscando para sí los dones que con vienen a un sacerdote celoso por la gloria
de Dios. Nos tenemos una gran tristeza y un dolor continuo en el corazón ( 31),
al comprobar que es aplicable a nuestra época aquella lamentación de Jeremías:
Los pequeños pidieron pan y no había quien se lo repartiera (32). No faltan en
el clero quienes, de acuerdo con sus propias cualidades, se afanan en cosas de
una utilidad quizá no muy definida, mientras, por el contrario, no son tan
numerosos los que, a ejemplo de Cristo, aceptan la voz del Profeta: El Espíritu
me ungió, me envió para evangelizar a los pobres, para sanar a los contritos de
corazón, para predicar a los cautivos la libertad y a los ciegos la
recuperación de la vista (33).
La falta de
doctrina: enseñar con caridad
¿A
quién se le oculta, Venerables Hermanos, ahora que los hombres se rigen sobre
todo por la razón y la libertad, que la enseñanza de la religión es el camino
más importante para replantar el reino de Dios en las almas de los hombres?
¡Cuántos son los que odian a Cristo, los que aborrecen a la Iglesia y al
Evangelio por ignorancia más que por maldad! De ellos podría decirse con razón:
Blasfeman de todo lo que desconocen (34). y este hecho se da no sólo entre el
pueblo o en la gente sin formación que, por eso, es arrastrada fácilmente al
error, sino también en las clases más cultas, e incluso en quienes sobresalen
en otros campos por su erudición. Precisamente de aquí procede la falta de fe
de muchos. Pues no hay que atribuir la falta de fe a los progresos de la
ciencia, sino más bien a la falta de ciencia; de manera que donde mayor es la
ignorancia, más evidente es la falta de fe. Por eso Cristo mandó a los
Apóstoles: Id y enseñad a todas las gentes (35).
Y
ahora, para que el trabajo y los desvelos de la enseñanza produzcan los
esperados frutos y en todos se forme Cristo, quede bien grabado en la memoria,
Venerables Hermanos, que nada es más eficaz que la caridad. Pues el Señor no
está en la agitación (36). Es un error esperar atraer las almas a Dios con un
celo amargo: es más, increpar con acritud los errores, reprender con vehemencia
los vicios, a veces es más dañoso que útil. Ciertamente el Apóstol exhortaba a
Timoteo: Arguye, exige, increpa, pero añadía, con toda paciencia (37).
También
en esto Cristo nos dio ejemplo: Venid, así leemos que El dijo, venid a mí todos
los que trabajáis y estáis cargados y Yo os aliviaré (38). Entendía por los que
trabajaban y estaban cargados no a otros sino a quienes están dominados por el
pecado y por el error. ¡Cuánta mansedumbre en aquel divino Maestro! ¡Qué
suavidad, qué misericordia con los atormentados! Describió exactamente Su
corazón Isaías con estas palabras: Pondré mi espíritu sobre él; no gritará, no
hablará fuerte; no romperá la caña cascada, ni apagará la mecha que todavía
humea (39).
Y es
preciso que esta caridad, paciente y benigna (40) se extienda hasta aquellos
que nos son hostiles o nos siguen con animosidad. Somos maldecidos y
bendecimos, así hablaba Pablo de sí mismo, padecemos persecución y la
soportamos; difamados, con- solamos (41). Quizá parecen peores de lo que son.
Pues con el trato, con los prejuicios, con los consejos y ejemplos de los
demás, y en fin con el mal consejero amor propio se han pasado al campo de los
impíos: sin embargo, su voluntad no es tan depravada como incluso ellos
pretenden parecer. ¿ Cómo no vamos a esperar que el fuego de la caridad
cristiana disipe la oscuridad de las almas y lleve consigo la luz y la paz de
Dios ? Quizás tarde algún tiempo el fruto de nuestro trabajo: pero la caridad
nunca desfallece, consciente de que Dios no ha pro metido el premio a los
frutos del trabajo, sino a la voluntad con que éste se realiza.
El deber
insustituible de los Obispos
Pero,
Venerables Hermanos, no es mi intención que, en todo este esfuerzo tan arduo
para restituir en Cristo a todas las gentes, no contéis vosotros y vuestro
clero con ninguna ayuda. Sabemos que Dios ha dado mandatos a cada uno
referentes al prójimo (42). Así que trabajar por los intereses de Dios y de las
almas es propio no sólo de quienes se han dedicado a las funciones sagradas,
sino también de todos los fieles: y ciertamente cada uno no de acuerdo con su
iniciativa y su talante, sino siempre bajo la guía y las indicaciones de los
Obispos; pues presidir, enseñar, gobernar la Iglesia a nadie ha concedido sino
a vosotros, a quienes el Espíritu Santo puso para regir la Iglesia de Dios
(43).
Que los
católicos formen asociaciones, con diversos propósitos pero siempre para bien
de la religión. Nuestros Predecesores desde ya hace tiempo las aprobaron y las
sancionaron dándoles gran impulso. y Nos no dudamos de honrar esa egregia
institución con nuestra alabanza y deseamos ardientemente que se difunda y
florezca en las cuida- des y en los medios rurales. Sin embargo, de semejantes
asociaciones Nos esperamos ante todo y sobre todo que cuantos se unen a ellas
vivan siempre cristianamente. De poco sirve discutir con sutilezas acerca de
muchas cuestiones y disertar con elocuencia sobre derechos y deberes, si todo
eso se separa de la acción. Pues acción piden los tiempos; pero una acción que
se apoye en la observancia santa e íntegra de las leyes divinas y los preceptos
de la Iglesia, en la profesión libre y abierta de la religión, en el ejercicio
de toda clase de obras de caridad, sin apetencias de provecho propio o de
ventajas terrenas. Muchos ejemplos luminosos de éstos por parte de los soldados
de Cristo, tendrán más valor para conmover y arrebatar las almas que las
exquisitas disquisiciones verbales: y será fácil que, rechazado el miedo y
libres de prejuicios y de dudas, muchos vuelvan a Cristo y difundan por doquier
su doctrina y su amor; todo esto es camino para una felicidad auténtica y
sólida.
Por
supuesto, si en las ciudades, si en cualquier aldea se observan fielmente los
mandamientos de Dios si se honran las cosas sagradas, si es frecuente el uso de
los sacramentos, si se vive de acuerdo con las normas de vida cristiana,
Venerables Hermanos, ya no habrá que hacer ningún esfuerzo para que todo se
instaure en Cristo.
Y no se
piense que con esto buscamos sólo la consecución de los bienes celestiales;
también ayudará todo ello, y en grado máximo, a los intereses públicos de las
naciones. Pues, una vez logrados esos objetivos, los próceres y los ricos
asistirán a los más débiles con justicia y con caridad, y éstos a su vez
llevarán en calma y pacientemente las angustias. de su desigual fortuna; los
ciudadanos no obedecerán a su ambición sino a las leyes; se aceptará el respeto
y el amor a los príncipes y a cuantos gobiernan el Estado, cuyo poder no
procede sino de Dios (44). ¿ Qué más ? Entonces, finalmente, todos tendrán la
persuasión de que la Iglesia, por cuanto fue fundada por Cristo, su creador,
debe gozar de una libertad plena e íntegra y no estar sometida a un poder
ajeno; y Nos al reivindicar esta misma libertad, no sólo defendemos los
derechos sacrosantos de la religión, sino que velamos por el bien común y la
seguridad de los pueblos. Es evidente que la piedad es útil para todo (45): con
ella incólume y vigorosa el pueblo habitará en morada llena de paz (46).
Exhortación final
Que
Dios, rico en misericordia (47), acelere benigno esta instauración de la
humanidad en Cristo Jesús; porque ésta es una tarea no del que quiere ni del
que corre sino de Dios que tiene misericordia (48) y nosotros, Venerables
Hermanos, con espíritu humilde (49), con una oración continua y apremiante,
pidámoslo por los méritos de Jesucristo. Utilicemos ante todo la intercesión
poderosísima de la Madre de Dios: Nos queremos lograrla al fechar esta carta en
el día establecido para conmemorar el Santo Rosario; todo lo que Nuestro
Antecesor dispuso con la dedicación del mes de octubre a la Virgen augusta
mediante el rezo público de Su rosario en todos los templos, Nos igualmente lo
disponemos y lo confirmamos; y animamos también a tomar como intercesores al
castísimo Esposo de la Madre de Dios, patrono de la Iglesia católica, ya San
Pedro y San Pablo, príncipes de los apóstoles.
Para
que todos estos propósitos se cumplan cabal mente y todo salga según vuestros
deseos, imploramos la generosa ayuda de la divina gracia. y en testimonio del
muy tierno amor de que os hago objeto a vosotros ya todos los fieles que la
providencia divina ha querido encomendarnos, os impartimos con todo cariño en
el Señor la bendición apostólica a vosotros, Venerables Hermanos, al clero y a
vuestro pueblo.
Dado en Roma junto a San Pedro,
el día 4 de octubre de 1903, primer año de Nuestro Pontificado.
PÍO
PAPA X
NOTAS
(1) Epp. 1. III. ep. 1
(2) Salm 72, 26.
(3) Jer. 1, 10
(4) Efes. 1, 10
(5) Col. 3, 11
(6) Salm. 2, 1
(7) Job, 21, 14
(8) 2 Tes. 2,3
(9) 2 Tes. 2, 4
(10) Sab. 11, 24
(11) Salm. 77, 65
(12) Salm. 67, 22
(13) Salm. 46, 7
(14) Salm. 9, 20.
(15) Salm. 9, 19
(16) Is. 32, 17
(17) I Cor. 3, 11
(18) Jn. 10, 36
(19) Hebr. 1, 3
(20) Mt. 11, 27
(21) Hom. de capto Eutropio, n. 6
(22) Apc. 12, 10
(23) Gal. 4, 19
(24) Gal. 4, 19
(25) Gal. 2, 20
(26) Filip 1, 21
(27) Efes. 4, 13
(28) I Tim. 5, 22
(29) I Tim. 5, 22
(30) I Tim. 6, 20 s.
(31) Rom. 9, 2
(32) Tren 4, 4
(33) Lc. 4, 18-19
(34) Jud. 10
(35) Mt. 28, 19
(36) 3 Rey 19, 11
(37) 2 Tim. 4, 2
(38) Mt. 11, 28
(39) Is. 42, 1 s.
(40) I Cor. 13, 4
(41) I Cor. 4, 12 s.
(42) Ecli. 17, 12
(43) Hech 20, 28
(44) Rom. 13, 1
(45) I Tim. 4, 8
(46) Is. 32, 18
(47) Efes. 2, 4
(48) Rom. 9, 16
(49) Dam. 3, 39
(2) Salm 72, 26.
(3) Jer. 1, 10
(4) Efes. 1, 10
(5) Col. 3, 11
(6) Salm. 2, 1
(7) Job, 21, 14
(8) 2 Tes. 2,3
(9) 2 Tes. 2, 4
(10) Sab. 11, 24
(11) Salm. 77, 65
(12) Salm. 67, 22
(13) Salm. 46, 7
(14) Salm. 9, 20.
(15) Salm. 9, 19
(16) Is. 32, 17
(17) I Cor. 3, 11
(18) Jn. 10, 36
(19) Hebr. 1, 3
(20) Mt. 11, 27
(21) Hom. de capto Eutropio, n. 6
(22) Apc. 12, 10
(23) Gal. 4, 19
(24) Gal. 4, 19
(25) Gal. 2, 20
(26) Filip 1, 21
(27) Efes. 4, 13
(28) I Tim. 5, 22
(29) I Tim. 5, 22
(30) I Tim. 6, 20 s.
(31) Rom. 9, 2
(32) Tren 4, 4
(33) Lc. 4, 18-19
(34) Jud. 10
(35) Mt. 28, 19
(36) 3 Rey 19, 11
(37) 2 Tim. 4, 2
(38) Mt. 11, 28
(39) Is. 42, 1 s.
(40) I Cor. 13, 4
(41) I Cor. 4, 12 s.
(42) Ecli. 17, 12
(43) Hech 20, 28
(44) Rom. 13, 1
(45) I Tim. 4, 8
(46) Is. 32, 18
(47) Efes. 2, 4
(48) Rom. 9, 16
(49) Dam. 3, 39
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