I. La Obra
desde lejos
Mis
sueños pastorales
¿Quién o qué ha iniciado a usted en la
campaña contra el abandono de los Sagrarios? ¿Ha sido usted víctima o testigo o
las dos cosas juntas de ese abandono que tan metido tiene en su corazón y en
cuanto escribe y habla? me han preguntado no pocas personas, deseosas de explicarse
el tesón con que desde hace ya bastante tiempo vengo empeñado en esa empresa.
Gustoso expondré lo que pudiera llamar mi
iniciación en la Obra de las Tres Marías, con el doble fin de satisfacer la
curiosidad de esos amigos y de dar a este libro todo el interés de lo que se
vive y de lo que se siente.
¡Dichoso yo si consigo de esta suerte
iniciar a otros muchos en esa Obra tan necesaria como atrayente!
Tomando, pues, el asunto desde lejos, comenzaré por dar cuenta a
mis lectores de una de mis ilusiones de joven. Para mí, antes de ser sacerdote,
era casi un dogma de fe la canonibilidad
de los habitantes de los pueblos chicos y de las aldeas.
Decir aldeano, y al punto surgir en mi
imaginación un hombre robusto de cuerpo y de alma, bastote de forma y modales y
sano de sentimientos, era una misma cosa. Para mí ese aldeano no tenía más que
tres lugares: el campo donde le veía entregado a su trabajo, reposado, alegre,
comenzado con el canto del santo Dios al despuntar el alba y terminado con el Bendito.
La casa pobre pero limpia, cariñosa, en la que alternaban los besos y los
gritos de alegría de los hijos con las Avemarías del rosario rezado alrededor
de la lumbre. Y la iglesia, ¡ah, la iglesia! ¡qué encanto tenían para mi
imaginación las iglesias de los pueblos! Cuatro paredes muy blanquitas, un
altar con unos manteles muy planchados y una Virgen vestida como la más rica
aldeana y adornada con las mejores flores de sus campos; y un Sagrario muy
limpio, frecuentado por los mozos al terminar la faena del día y por las mozas
antes de empezarla y por los ancianos e impedidos del pueblo durante el día...
¿Y los domingos? La Misa del alba oída por
toda la gente campesina. La Misa mayor con la plática de padre del señor cura;
con las amonestaciones de los casamientos pendientes, oídas con tímida
complacencia por los interesados, con curioso interés por los demás; con su
catecismo bullicioso; con su salida de Misa en la que ellas lucían sus mantones
de flecos y pañuelos de seda y sus faldas rechinantes de almidón y plancha y
ellos sus ternos y botas de domingo y las vistosas vueltas de la capa o los
chillones colores de la faja comprada en la última feria.
¡Ah, los pueblos! ¡Qué costumbres tan
sanas! ¡Qué caracteres tan enteros! ¡Qué vida tan apacible! ¡Cuánta sencillez!
¡Cuánta poesía!
¡Cuántas
veces
en
mis ratos perdidos de seminarista, me echaba a soñar viéndome cura de uno de
esos pueblecitos; querido de mis sencillos feligreses y poniendo yo al servicio
de ellos mi alma y mi vida, mirándome y tratándome ellos como a padre y
desviviéndome yo por ellos como hijos míos! Y ¡cómo en esos sueños amenizaba yo
mi catecismo enseñándoles a los
chicuelos nuevos juegos y estimulándolos con nuevos premios! Cómo creaba
instituciones económicas en favor de mis
labriegos para que nunca los visitara la usura, ni el hambre. Cómo echaba mis
buenos ratos con los abuelitos y achacosos que no podían salir a trabajar. Cómo
formaba con la gente moza, grupos de gimnastas y las fiestas que yo compondría
con ellos. Y cómo gozaría cuando los viera a todos reunidos en el templo que ya
me parecía reducido... ¡Y qué Comuniones y qué antesala del Paraíso todo
aquello!
¡Qué bien caía en mi alma, después de estos
sueños pastorales la descripción que
de sus pueblos montañeses hace Pereda y de sus vascongados Trueba y de sus
andaluces Fernán Caballero! ¿Por qué el pueblo mío no había de ser como ésos? ¿Por qué yo no había de ser el don Sabas de mi pueblo?...
Los
primeros tropiezos con la realidad
Sonó en el reloj de la divina
Providencia la hora de levantar los primeros vuelos en mi vida ministerial.
Ordenado de subdiácono y diácono, fui invitado repetidas veces a asistir a
funciones religiosas en algunos pueblos cercanos a mi tierra.
Y, si he de decir la verdad, me supieron muy
mal las primeras salidas.
De ordinario tornaba a mi casa con una
desilusión tan grande como mi alegría al tomar el tren, el coche o la
caballería que me llevaba al pueblo de mis funciones.
Ansioso yo por encontrar aquel pueblo sencillo,
apacible y cristiano, no acababa de ver más que ciudades en pequeño, con todas
las podredumbres de fondo de aquéllas sin las buenas formas con que en la
ciudad se cubre siquiera aquella repugnancia.
Unos
cuantos casos:
En un pueblo no pudo empezar la función
hasta la una del día porque no había acabado
de peinarse la mayordoma. En otro, el predicador no podía nombrar a la
Virgen de los Dolores y sí sólo a la de las Angustias, porque el partido de los Dolores no era el que
pagaba la función. En otro, los tres Padres que oficiaban la Misa tenían a
continuación que presidir la corrida de toros en la plaza del pueblo. En otro,
había que predicar el Viernes Santo un sermón en la plaza a un auditorio que no podía oír por estar en su totalidad borracho
de aguardiente. En otro, el predicador tenía que llamar cara de perro pachón al pregonero de Pilatos, so pena de írsele el
auditorio, si no lo decía. En otro, se celebraba la Misa del Gallo, bailando
las mujeres vestidas de pantalones y silbando los hombres con todas sus ganas
mientras duraba aquélla...
Bueno, me decía yo, estos serán unos pocos
ignorantes a los que la buena fe los excusa. Pero aparte de éstos, habrá un
núcleo piadoso que comulgará y dará al Señor el culto que Él quiere: modesto,
fervoroso, recogido. Pero... señor cura, ¿cuántas Comuniones habrá habido en la
fiesta del Patrono? -¡Comuniones? dos, tres. -¡Ninguna!
-¿Y en el cumplimiento de la Iglesia? -Las
mismas, poco más o menos. -¡...! Dios mío, si no comulgan, ni tienen vida de
fe ¿cómo andará la moral y la familia y
la educación...?
¡Qué descalabros tan recios iba llevando el
mundo de mis ilusiones pueblerinas a
medida que aumentaba el contacto con la realidad!
Verdad que no todo era desilusión y
desencanto. Que también encontré costumbres de muy rancio cristianismo
conservadas en toda su fuerza, y preciosos ejemplares de fe sencilla de
corazones sanos, de costumbres patriarcales, de tipos parecidos a los soñados
por mí... Pero ni esos tipos eran todo el pueblo, ni todos los pueblos
conservaban esos tipos.
Todavía, sin embargo, me resistía a
despojarme de una ilusión, tantos años acariciada, y siempre terminaba el
resumen de mis impresiones sobre el pueblo que acababa de visitar: sí, es
verdad, eso no es lo que yo he soñado, pero así no van a ser todos los pueblos.
Y con relativa confianza seguía entregado a la adoración de la Dulcinea de mis
ilusiones...
Allá en el fondo de mi alma, seguía en pie
la iglesita blanca, más limpia y más blanca que todas las casas del pueblo; y
los sencillos habitantes de éste poniendo sus flores en el altar de su Virgen y
ofreciendo sus adoraciones y dando parte de sus penas y de sus alegría al
Corazón de Jesús humilde y bueno de su Sagrario.
Todavía, a pesar de las quejas que a los
amigos curas de estos pueblos había oído, yo seguía con mi vocación de don
Sabas...
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