JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
2 de abril de 1997
2 de abril de 1997
1. Regina caeli laetare,
alleluia!
Así canta la Iglesia durante este
tiempo de Pascua, invitando a los fieles a unirse al gozo espiritual de María,
madre del Resucitado. La alegría de la Virgen por la resurrección de Cristo es
más grande aún si se considera su íntima participación en toda la vida de
Jesús.
María, al aceptar con plena
disponibilidad las palabras del ángel Gabriel, que le anunciaba que sería la
madre del Mesías, comenzó a tomar parte en el drama de la Redención. Su
participación en el sacrificio de su Hijo, revelado por Simeón durante la
presentación en el templo, prosigue no sólo en el episodio de Jesús perdido y
hallado a la edad de doce años, sino también durante toda su vida pública. Sin
embargo, la asociación de la Virgen a la misión de Cristo culmina en Jerusalén,
en el momento de la pasión y muerte del Redentor. Como testimonia el cuarto
evangelio, en aquellos días ella se encontraba en la ciudad santa,
probablemente para la celebración de la Pascua judía.
2. El Concilio subraya la dimensión
profunda de la presencia de la Virgen en el Calvario, recordando que «mantuvo
fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz» (Lumen gentium, 58), y
afirma que esa unión «en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento
de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte» (ib., 57).
Con la mirada iluminada por el
fulgor de la Resurrección, nos detenemos a considerar la adhesión de la Madre a
la pasión redentora del Hijo, que se realiza mediante la participación en su
dolor. Volvemos de nuevo, ahora en la perspectiva de la Resurrección, al pie de
la cruz, donde María «sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio
con corazón de Madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación
de su Hijo como víctima» (ib., 58).
Con estas palabras, el Concilio nos
recuerda la «compasión de María», en cuyo corazón repercute todo lo que Jesús
padece en el alma y en el cuerpo, subrayando su voluntad de participar en el
sacrificio redentor y unir su sufrimiento materno a la ofrenda sacerdotal de su
Hijo. Además, el texto conciliar pone de relieve que el consentimiento que da a
la inmolación de Jesús no constituye una aceptación pasiva, sino un auténtico
acto de amor, con el que ofrece a su Hijo como «víctima» de expiación por los
pecados de toda la humanidad.
Por último, la Lumen gentium pone
a la Virgen en relación con Cristo, protagonista del acontecimiento redentor,
especificando que, al asociarse «a su sacrificio », permanece subordinada a su
Hijo divino.
3. En el cuarto evangelio, san
Juan narra que «junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su
madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena» (Jn 19, 25). Con el
verbo «estar», que etimológicamente significa «estar de pie», «estar erguido»,
el evangelista tal vez quiere presentar la dignidad y la fortaleza que María y
las demás mujeres manifiestan en su dolor.
En particular, el hecho de «estar
erguida» la Virgen junto a la cruz recuerda su inquebrantable firmeza y su
extraordinaria valentía para afrontar los padecimientos. En el drama del
Calvario, a María la sostiene la fe, que se robusteció durante los
acontecimientos de su existencia y, sobre todo, durante la vida pública de
Jesús. El Concilio recuerda que «la bienaventurada Virgen avanzó en la
peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz»
(Lumen gentium, 58). A los crueles insultos lanzados contra el Mesías
crucificado, ella, que compartía sus íntimas disposiciones, responde con la
indulgencia y el perdón, asociándose a su súplica al Padre: «Perdónalos, porque
no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Partícipe del sentimiento de
abandono a la voluntad del Padre, que Jesús expresa en sus últimas palabras en
la cruz: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46), ella
da así, como observa el Concilio, un consentimiento de amor «a la inmolación de
su Hijo como víctima» (Lumen gentium, 58).
4. En este supremo «sí» de María
resplandece la esperanza confiada en el misterioso futuro, iniciado con la
muerte de su Hijo crucificado. Las palabras con que Jesús, a lo largo del
camino hacia Jerusalén, enseñaba a sus discípulos «que el Hijo del hombre debía
sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los
escribas, ser matado y resucitar a los tres días» (Mc 8, 31), resuenan
en su corazón en la hora dramática del Calvario, suscitando la espera y el
anhelo de la Resurrección.
La esperanza de María al pie de la
cruz encierra una luz más fuerte que la oscuridad que reina en muchos
corazones: ante el sacrificio redentor, nace en María la esperanza de la
Iglesia y de la humanidad.
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