viernes, 11 de abril de 2014

La Virgen María junto a la Cruz de Jesús - Juan Pablo II

JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
2 de abril de 1997
 
1. Regina caeli laetare, alleluia!
Así canta la Iglesia durante este tiempo de Pascua, invitando a los fieles a unirse al gozo espiritual de María, madre del Resucitado. La alegría de la Virgen por la resurrección de Cristo es más grande aún si se considera su íntima participación en toda la vida de Jesús.
María, al aceptar con plena disponibilidad las palabras del ángel Gabriel, que le anunciaba que sería la madre del Mesías, comenzó a tomar parte en el drama de la Redención. Su participación en el sacrificio de su Hijo, revelado por Simeón durante la presentación en el templo, prosigue no sólo en el episodio de Jesús perdido y hallado a la edad de doce años, sino también durante toda su vida pública. Sin embargo, la asociación de la Virgen a la misión de Cristo culmina en Jerusalén, en el momento de la pasión y muerte del Redentor. Como testimonia el cuarto evangelio, en aquellos días ella se encontraba en la ciudad santa, probablemente para la celebración de la Pascua judía.
2. El Concilio subraya la dimensión profunda de la presencia de la Virgen en el Calvario, recordando que «mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz» (Lumen gentium, 58), y afirma que esa unión «en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte» (ib., 57).
 Con la mirada iluminada por el fulgor de la Resurrección, nos detenemos a considerar la adhesión de la Madre a la pasión redentora del Hijo, que se realiza mediante la participación en su dolor. Volvemos de nuevo, ahora en la perspectiva de la Resurrección, al pie de la cruz, donde María «sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de Madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima» (ib., 58).
Con estas palabras, el Concilio nos recuerda la «compasión de María», en cuyo corazón repercute todo lo que Jesús padece en el alma y en el cuerpo, subrayando su voluntad de participar en el sacrificio redentor y unir su sufrimiento materno a la ofrenda sacerdotal de su Hijo. Además, el texto conciliar pone de relieve que el consentimiento que da a la inmolación de Jesús no constituye una aceptación pasiva, sino un auténtico acto de amor, con el que ofrece a su Hijo como «víctima» de expiación por los pecados de toda la humanidad.
Por último, la Lumen gentium pone a la Virgen en relación con Cristo, protagonista del acontecimiento redentor, especificando que, al asociarse «a su sacrificio », permanece subordinada a su Hijo divino.
3. En el cuarto evangelio, san Juan narra que «junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena» (Jn 19, 25). Con el verbo «estar», que etimológicamente significa «estar de pie», «estar erguido», el evangelista tal vez quiere presentar la dignidad y la fortaleza que María y las demás mujeres manifiestan en su dolor.
En particular, el hecho de «estar erguida» la Virgen junto a la cruz recuerda su inquebrantable firmeza y su extraordinaria valentía para afrontar los padecimientos. En el drama del Calvario, a María la sostiene la fe, que se robusteció durante los acontecimientos de su existencia y, sobre todo, durante la vida pública de Jesús. El Concilio recuerda que «la bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz» (Lumen gentium, 58). A los crueles insultos lanzados contra el Mesías crucificado, ella, que compartía sus íntimas disposiciones, responde con la indulgencia y el perdón, asociándose a su súplica al Padre: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Partícipe del sentimiento de abandono a la voluntad del Padre, que Jesús expresa en sus últimas palabras en la cruz: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46), ella da así, como observa el Concilio, un consentimiento de amor «a la inmolación de su Hijo como víctima» (Lumen gentium, 58).
4. En este supremo «sí» de María resplandece la esperanza confiada en el misterioso futuro, iniciado con la muerte de su Hijo crucificado. Las palabras con que Jesús, a lo largo del camino hacia Jerusalén, enseñaba a sus discípulos «que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días» (Mc 8, 31), resuenan en su corazón en la hora dramática del Calvario, suscitando la espera y el anhelo de la Resurrección.
La esperanza de María al pie de la cruz encierra una luz más fuerte que la oscuridad que reina en muchos corazones: ante el sacrificio redentor, nace en María la esperanza de la Iglesia y de la humanidad.
 


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