Siendo
todavía cardenal, en marzo de 1976, Juan Pablo II predicó unos ejercicios
espirituales en el Vaticano. Asistía, entre otros, el entonces pontífice Pablo
VI. Se recogen a continuación las meditaciones de Karol Wojtyla sobre el Via
Crucis de aquellos ejercicios. Signo de Contradicción. BAC, 1978.
I.
Estación: Jesús condenado a muerte
La
sentencia de Pilato fue dictada bajo la presión de los sacerdotes y de la
multitud. La condena a muerte por crucifixión debería de haber satisfecho sus
pasiones y ser la respuesta al grito: «¡Crucifícale! ¡Crucifícale!» (Mc 15,
13-14, etc.). El pretor romano pensó que podría eludir el dictar sentencia
lavándose las manos, como se había desentendido antes de las palabras de Cristo
cuando éste identificó su reino con la verdad, con el testimonio de la verdad
(Jn 18, 38). En uno y otro caso Pilato buscaba conservar la independencia,
mantenerse en cierto modo «al margen». Pero eran sólo apariencias. La cruz a la
que fue condenado Jesús de Nazaret (Jn 19, 16), así como su verdad del reino
(Jn 18, 36-37), debía de afectar profundamente al alma del pretor romano. Esta
fue y es una Realeza, frente a la cual no se puede permanecer indiferente o
mantenerse al margen.
El
hecho de que a Jesús, Hijo de Dios, se le pregunte por su reino, y que por esto
sea juzgado por el hombre y condenado a muerte, constituye el principio del
testimonio final de Dios que tanto amó al mundo (cf. Jn 3, 16).
También
nosotros nos encontramos ante este testimonio, y sabemos que no nos es lícito
lavarnos las manos.
V. Te
adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos.
II.
Estación: Jesús carga con la cruz
Empieza
la ejecución, es decir, el cumplimiento de la sentencia. Cristo, condenado a
muerte, debe cargar con la cruz como los otros dos condenados que van a sufrir
la misma pena: «Fue contado entre los pecadores» (Is 53, 12). Cristo se acerca
a la cruz con el cuerpo entero terriblemente magullado y desgarrado, con la
sangre que le baña el rostro, cayéndole de la cabeza coronada de espinas. Ecce
Homo! (Jn 19, 5). En Él se encierra toda la verdad del Hijo del hombre predicha
por los profetas, la verdad sobre el siervo de Yavé anunciada por Isaías: «Fue
traspasado por nuestras iniquidades... y en sus llagas hemos sido curados» (Is
53, 5). Está también presente en Él una cierta consecuencia, que nos deja
asombrados, de lo que el hombre ha hecho con su Dios. Dice Pilato: «Ecce Homo»
(Jn 19, 5): «¡Mirad lo que habéis hecho de este hombre!» En esta afirmación
parece oírse otra voz, como queriendo decir: «¡Mirad lo que habéis hecho en
este hombre con vuestro Dios!»
Resulta
conmovedora la semejanza, la interferencia de esta voz que escuchamos a través
de la historia con lo que nos llega mediante el conocimiento de la fe. Ecce
Homo!
Jesús,
«el llamado Mesías» (Mt 27, 17), carga la cruz sobre sus espaldas (Jn 19, 17).
Ha empezado la ejecución.
V. Te
adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos.
R. Que
por tu santa cruz redimiste al mundo.
III.
Estación: Jesús cae por primera vez
Jesús
cae bajo la cruz. Cae al suelo. No recurre a sus fuerzas sobrehumanas, no
recurre al poder de los ángeles. «¿Crees que no puedo rogar a mi Padre, quien
pondría a mi disposición al punto más de doce legiones de ángeles?» (Mt 26,
53). No lo pide. Habiendo aceptado el cáliz de manos del Padre (Mc 14, 36,
etc.), quiere beberlo hasta las heces. Esto es lo que quiere. Y por esto no
piensa en ninguna fuerza sobrehumana, aunque al instante podría disponer de
ellas. Pueden sentirse dolorosamente sorprendidos los que le habían visto
cuando dominaba a las humanas dolencias, a las mutilaciones, a las
enfermedades, a la muerte misma. ¿Y ahora? ¿Está negando todo eso? Y, sin
embargo, «nosotros esperábamos», dirán unos días después los discípulos de
Emaús (Lc 24, 21). «Si eres el Hijo de Dios...» (Mt 27, 40), le provocarán los
miembros del Sanedrín. «A otros salvó, a sí mismo no puede salvarse» (Mc 15,
31; Mt 27, 42), gritará la gente.
Y
él acepta estas frases de provocación, que parecen anular todo el sentido de su
misión, de los sermones pronunciados, de los milagros realizados. Acepta todas
estas palabras, decide no oponerse. Quiere ser ultrajado. Quiere vacilar.
Quiere caer bajo la cruz. Quiere. Es fiel hasta el final, hasta los mínimos
detalles, a esta afirmación: «No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres
tú» (cf. Mc 14, 36, etc. ).
Dios
salvará a la humanidad con las caídas de Cristo bajo la cruz.
V. Te
adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos.
R. Que por
tu santa cruz redimiste al mundo.
IV.
Estación: Jesus encuentra a su Madre
La
Madre. María se encuentra con su Hijo en el camino de la cruz. La cruz de Él es
su cruz, la humillación de Él es la suya, suyo el oprobio público de Jesús. Es
el orden humano de las cosas. Así deben sentirlo los que la rodean y así lo
capta su corazón: «... y una espada atravesará tu alma» (Lc 2, 35). Las
palabras pronunciadas cuando Jesús tenía cuarenta días se cumplen en este
momento. Alcanzan ahora su plenitud total. Y María avanza, traspasada por esta
invisible espada, hacia el Calvario de su Hijo, hacia su propio Calvario. La
devoción cristiana la ve con esta espada clavada en su corazón, y así la
representa en pinturas y esculturas. ¡Madre Dolorosa!
«¡Oh
tú que has padecido junto con Él!», repiten los fieles, íntimamente convencidos
de que así justamente debe expresarse el misterio de este sufrimiento. Aunque
este dolor le pertenezca y le afecte en lo más profundo de su maternidad, sin
embargo, la verdad plena de este sufrimiento se expresa con la palabra
«com-pasión». También ella pertenece al mismo misterio: expresa en cierto modo
la unidad con el sufrimiento del Hijo.
V. Te
adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos.
R. Que
por tu santa cruz redimiste al mundo.
V.
Estación: Simón Cireneo ayuda a Jesús
Simón de Cirene, llamado a cargar con la cruz (cf. Mc 15, 21; Lc
23, 26), no la quería llevar ciertamente. Hubo que obligarle. Caminaba junto a
Cristo bajo el mismo peso. Le prestaba sus hombros cuando los del condenado
parecían no poder aguantar más. Estaba cerca de él: más cerca que María o que
Juan, a quien, a pesar de ser varón, no se le pide que le ayude. Le han llamado
a él, a Simón de Cirene, padre de Alejandro y de Rufo, como refiere el
evangelio de Marcos (Mc 15, 21). Le han llamado, le han obligado.
¿Cuánto duró esta
coacción? ¿Cuánto tiempo caminó a su lado, dando muestras de que no tenía nada
que ver con el condenado, con su culpa, con su condena? ¿Cuánto tiempo anduvo
así, dividido interiormente, con una barrera de indiferencia entre él y ese
Hombre que sufría? «Estaba desnudo, tuve sed, estaba preso» (cf. Mt 25, 35-36),
llevaba la cruz... ¿La llevaste conmigo?... ¿La has llevado conmigo
verdaderamente hasta el final?
No se sabe. San Marcos
refiere solamente el nombre de los hijos del Cireneo y la tradición sostiene
que pertenecían a la comunidad de cristianos allegada a San Pedro (cf. Rom 16,
13).
V. Te adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos.
R. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
VI.
Estación: La Verónica limpia su rostro
La
tradición nos habla de la Verónica. Quizá ella completa la historia del
Cireneo. Porque lo cierto es que –aunque, como mujer, no cargara físicamente
con la cruz y no se la obligara a ello– llevó sin duda esta cruz con Jesús: la
llevó como podía, como en aquel momento era posible hacerlo y como le dictaba
su corazón: limpiándole el rostro.
Este
detalle, referido por la tradición, parece fácil de explicar: en el lienzo con
el que secó su rostro han quedado impresos los rasgos de Cristo. Puesto que
estaba todo él cubierto de sudor y sangre, muy bien podía dejar señales y
perfiles. Pero el sentido de este hecho puede ser interpretado también de otro
modo, si se considera a la luz del sermón escatológico de Cristo. Son muchos
indudablemente los que preguntarán: «Señor, ¿cuándo hemos hecho todo esto?» Y
Jesús responderá: «Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos
menores, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). El Salvador, en efecto, imprime su
imagen sobre todo acto de caridad, como sobre el lienzo de la Verónica.
V. Te
adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos.
R. Que
por tu santa cruz redimiste al mundo.
VII.
Estación: Jesús cae por segunda vez
«Yo soy
un gusano, no un hombre; el oprobio de los hombres y el desecho del pueblo»
(Sal 22, 7): las palabras del Salmista-profeta encuentran su plena realización
en estas estrechas, arduas callejuelas de Jerusalén, durante las últimas horas
que preceden a la Pascua. Ya se sabe que estas horas, antes de la fiesta, son
extenuantes y las calles están llenas de gente. En este contexto se verifican
las palabras del Salmista, aunque nadie piense en ellas. No paran mientes en
ellas ciertamente todos cuantos dan pruebas de desprecio, para los cuales este
Jesús de Nazaret que cae por segunda vez bajo la cruz se ha hecho objeto de
escarnio.
Y
El lo quiere, quiere que se cumpla la profecía. Cae, pues, exhausto por el
esfuerzo. Cae por voluntad del Padre, voluntad expresada asimismo en las
palabras del Profeta. Cae por propia voluntad, porque «¿cómo se cumplirían, si
no, las Escrituras?» (Mt 26, 54): «Soy un gusano y no un hombre» (Sal 22, 7); por
tanto, ni siquiera «Ecce Homo» (Jn 19, 5); menos aún, peor todavía.
El
gusano se arrastra pegado a tierra; el hombre, en cambio, como rey de las
criaturas, camina sobre ella. El gusano carcome la madera: como el gusano, el
remordimiento del pecado roe la conciencia del hombre.
Remordimiento
por esta segunda caída.
V. Te
adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos.
R. Que
por tu santa cruz redimiste al mundo.
VIII.
Estación: Jesús y las mujeres de Jerusalén
Es
la llamada al arrepentimiento, al verdadero arrepentimiento, al pesar, en la
verdad del mal cometido. Jesús dice a las hijas de Jerusalén que lloren a su
vista: «No lloréis por mí; llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros
hijos» (Lc 23, 28). No podemos quedarnos en la superficie del mal, hay que
llegar a su raíz, a las causas, a la más honda verdad de la conciencia.
Esto
es justamente lo que quiere darnos a entender Jesús cargado con la cruz, que
desde siempre «conocía lo que en el hombre había» (Jn 2, 25) y siempre lo
conoce. Por esto Él debe ser en todo momento el más cercano testigo de nuestros
actos y de los juicios que sobre ellos hacemos en nuestra conciencia. Quizá nos
haga comprender incluso que estos juicios deben ser ponderados, razonables,
objetivos –dice: «No lloréis»–; pero, al mismo tiempo, ligados a todo cuanto
esta verdad contiene: nos lo advierte porque es El el que lleva la cruz.
Señor,
¡dame saber vivir y andar en la verdad!
V. Te
adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos.
R. Que
por tu santa cruz redimiste al mundo.
IX.
Estación: Tercera caída
«Se
humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2, 8). Cada
estación de esta Vía es una piedra miliar de esa obediencia y ese
anonadamiento.
Captamos
el grado de este anonadamiento cuando leemos las palabras del Profeta: «Todos
nosotros andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su camino, y Yavé
cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros» (Is 53, 6).
Comprendemos
el grado de este anonadamiento cuando vemos que Jesús cae una vez más, la
tercera, bajo la cruz. Cuando pensamos en quién es el que cae, quién yace entre
el polvo del camino bajo la cruz, a los pies de gente hostil que no le ahorra
humillaciones y ultrajes...
¿Quién
es el que cae? ¿Quién es Jesucristo? «Quien, existiendo en forma de Dios, no
reputó como botín codiciable ser igual a Dios, antes se anonadó, tomando la
forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de
hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,
6-8).
V. Te
adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos.
R. Que
por tu santa cruz redimiste al mundo.
X.
Estación: Jesús, despojado de sus vestidos
Cuando
Jesús, despojado de sus vestidos, se encuentra ya en el Gólgota (cf. Mc 15, 24,
etc.), nuestros pensamientos se dirigen hacia su Madre: vuelven hacia atrás, al
origen de este cuerpo que ya ahora, antes de la crucifixión, es todo él una
llaga (cf. Is 52 ,14). El misterio de la Encarnación: el Hijo de Dios toma
cuerpo en el seno de la Virgen (cf. Mt 1, 23; Lc 1, 26-38). El Hijo de Dios
habla al Padre con las palabras del Salmista: «No te complaces tú en el
sacrificio y la ofrenda... pero me has preparado un cuerpo» (Sal 40, 8-7; Heb
10, 5). El cuerpo del hombre expresa su alma. El cuerpo de Cristo expresa el
amor al Padre: «Entonces dije: '¡Heme aquí que vengo!'... para hacer, ¡oh
Dios!, tu voluntad» (Sal 40, 9; Heb 10, 7). «Yo hago siempre lo que es de su
agrado» (Jn 8, 29). Este cuerpo desnudo cumple la voluntad del Hijo y la del Padre
en cada llaga, en cada estremecimiento de dolor, en cada músculo desgarrado, en
cada reguero de sangre que corre, en todo el cansancio de sus brazos, en los
cardenales de cuello y espaldas, en el terrible dolor de las sienes. Este
cuerpo cumple la voluntad del Padre cuando es despojado de sus vestidos y
tratado como objeto de suplicio, cuando encierra en sí el inmenso dolor de la
humanidad profanada.
El
cuerpo del hombre es profanado de varias maneras.
En
esta estación debemos pensar en la Madre de Cristo, porque bajo su corazón, en
sus ojos, entre sus manos el cuerpo del Hijo de Dios ha recibido una adoración
plena.
V. Te
adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos.
R. Que
por tu santa cruz redimiste al mundo.
XI.
Estación: Jesús clavado en la cruz
«Han
taladrado mis manos y mis pies y puedo contar todos mis huesos» (Sal 22,
17-18). «Puedo contar...»: ¡qué palabras proféticas! Sabemos que este cuerpo es
un rescate. Un gran rescate es todo este cuerpo: las manos, los pies y cada
hueso. Todo el Hombre en máxima tensión: esqueleto, músculos, sistema nervioso,
cada órgano, cada célula, todo en máxima tensión. «Yo, si fuere levantado de la
tierra, atraeré a todos a mí» (Jn 12, 32). Palabras que expresan la plena
realidad de la crucifixión. Forma parte de ésta también la terrible tensión que
penetra las manos, los pies y todos los huesos: terrible tensión del cuerpo
entero que, clavado como un objeto a los maderos de la cruz, va a ser
aniquilado hasta el fin, en las convulsiones de la muerte. Y en la misma
realidad de la crucifixión entra todo el mundo que Jesús quiere atraer a Sí
(cf. Jn 12, 32). El mundo está sometido a la gravitación del cuerpo, que tiende
por inercia hacia lo bajo.
Precisamente
en esta gravitación estriba la pasión del Crucificado. «Vosotros sois de abajo,
yo soy de arriba» (Jn 8, 23). Sus palabras desde la cruz son: «Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34).
V. Te
adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos.
R. Que
por tu santa cruz redimiste al mundo.
XII.
Estación: Jesús muere
Jesús
clavado en la cruz, inmovilizado en esta terrible posición, invoca al Padre
(cf. Mc 15, 34; Mt 27, 46; Lc 23, 46). Todas las invocaciones atestiguan que El
es uno con el Padre. «Yo y el Padre somos una sola cosa» (Jn 10, 30); «El que
me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9); «Mi Padre sigue obrando
todavía, y por eso obro yo también» (Jn 5, 17).
He
aquí el más alto, el más sublime obrar del Hijo en unión con el Padre. Sí: en
unión, en la más profunda unión, justamente cuando grita: Eloí, Eloí, lama
sabachtani?: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34; Mt
27, 46). Este obrar se expresa con la verticalidad del cuerpo que pende del
madero perpendicular de la cruz, con la horizontalidad de los brazos extendidos
a lo largo del madero transversal. El hombre que mira estos brazos puede pensar
que con el esfuerzo abrazan al hombre y al mundo.
Abrazan.
He
aquí el hombre. He aquí a Dios mismo. «En El... vivimos y nos movemos y existimos»
(Act 17, 28). En El: en estos brazos extendidos a lo largo del madero
transversal de la cruz.
El
misterio de la Redención.
V. Te
adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos.
R. Que
por tu santa cruz redimiste al mundo.
XIII.
Estación: Jesús en brazos de su Madre
En el
momento en que el cuerpo de Jesús es bajado de la cruz y puesto en brazos de la
Madre, vuelve a nuestra mente el momento en que María acogió el saludo del
ángel Gabriel: «Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por
nombre Jesús... Y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre... y su
reino no tendrá fin» (Lc 1, 31-33). María sólo dijo: «Hágase en mí según tu
palabra» (Lc 1, 38), como si desde el principio hubiera querido expresar cuanto
estaba viviendo en este momento.
En
el misterio de la Redención se entrelazan la gracia, esto es, el don de Dios
mismo, y «el pago» del corazón humano. En este misterio somos enriquecidos con
un Don de lo alto (Sant 1, 17) y al mismo tiempo somos comprados con el rescate
del Hijo de Dios (cf. 1 Cor 6, 20; 7, 23; Act 20, 28). Y María, que fue más
enriquecida que nadie con estos dones, es también la que paga más. Con su
corazón.
A
este misterio está unida la maravillosa promesa formulada por Simeón cuando la
presentación de Jesús en el templo: «Una espada atravesará tu alma para que se
descubran los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2, 35).
También
esto se cumple. ¡Cuántos corazones humanos se abren ante el corazón de esta
Madre que tanto ha pagado!
Y
Jesús está de nuevo todo él en sus brazos, como lo estaba en el portal de Belén
(cf. Lc 2, 16), durante la huida a Egipto (cf. Mt 2, 14), en Nazaret (cf. Lc 2,
39-40).
La
Piedad.
V. Te
adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos.
R. Que
por tu santa cruz redimiste al mundo.
XIV.
Estación: Entierro de Jesús
Desde el momento en que el hombre, a causa del pecado, se
alejó del árbol de la vida (cf. Gén 3), la tierra se convirtió en un
cementerio. Tantos sepulcros como hombres. Un gran planeta de tumbas.
En las cercanías del
Calvario había una tumba que pertenecía a José de Arimatea (cf. Mt 27, 60). En
este sepulcro, con el consentimiento de José, depositaron el cuerpo de Jesús
una vez bajado de la cruz (cf. Mc 15, 42-46, etc.). Lo depositaron
apresuradamente, para que la ceremonia acabara antes de la fiesta de Pascua
(cf. Jn 19, 31), que empezaba en el crepúsculo.
Entre todas las tumbas
esparcidas por los continentes de nuestro planeta, hay una en la que el Hijo de
Dios, el hombre Jesucristo, ha vencido a la muerte con la muerte. O mors! ero
mors tua!: «Muerte, ¡yo seré tu muerte!» (1 antif. Laudes del Sábado santo). El
árbol de la Vida, del que el hombre fue alejado por su pecado, se ha revelado
nuevamente a los hombres en el cuerpo de Cristo. «Si alguno come de este pan,
vivirá para siempre, y el pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo» (Jn
6, 51).
Aunque se multipliquen
siempre las tumbas en nuestro planeta, aunque crezca el cementerio en el que el
hombre surgido del polvo retorna al polvo (cf. Gén 3, 19), todos los hombres
que contemplan el sepulcro de Jesucristo viven en la esperanza de la
Resurrección.
V. Te adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos.
R. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
Aceptación de la muerte
Señor, Dios mío, ya
desde ahora acepto de buena voluntad, como venida de tu mano, cualquier género
de muerte que quieras enviarme, con todas sus angustias, penas y dolores.
V. Jesús, José y María,
R. Os doy el corazón y el alma mía.
V. Jesús, José y María,
R. Asistidme en mi última agonía.
V. Jesús, José y María,
R. En vosotros descanse en paz el alma mía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario