HOMILÍA DEL
SANTO PADRE
BENEDICTO
XVI
DURANTE LA
DURANTE LA
CELEBRACIÓN
PENITENCIAL
EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO
Jueves 13 de marzo de 2008
EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO
Jueves 13 de marzo de 2008
Queridos
jóvenes de Roma:
También
este año, en la proximidad del domingo de Ramos, nos reunimos para preparar la
celebración de la XXIII Jornada mundial de la juventud que, como sabéis,
culminará con el encuentro de los jóvenes de todo el mundo que se celebrará en
Sydney del 15 al 20 del próximo mes de julio. Desde hace tiempo conocéis el
tema de esta Jornada. Está tomado de las palabras que acabamos de escuchar en
la primera lectura: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre
vosotros, y seréis mis testigos» (Hch 1, 8). No es casualidad que este
encuentro tenga forma de liturgia penitencial, con la celebración de las
confesiones individuales.
¿Por
qué "no es casualidad"? Podemos hallar la respuesta en lo que escribí
en mi primera encíclica. En ella puse de relieve que se comienza a ser
cristiano por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un
nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva (cf. Deus
caritas est, 1). Precisamente para favorecer este encuentro os disponéis a
abrir vuestro corazón a Dios, confesando vuestros pecados y recibiendo, por la
acción del Espíritu Santo y mediante el ministerio de la Iglesia, el perdón y
la paz. Así se deja espacio para la presencia en nosotros del Espíritu Santo,
la tercera Persona de la santísima Trinidad, que es el «alma» y la «respiración
vital» de la vida cristiana: el Espíritu nos capacita para «ir madurando una
comprensión de Jesús cada vez más profunda y gozosa, y al mismo tiempo hacer
una aplicación eficaz del Evangelio» (Mensaje para la XXIII Jornada mundial
de la juventud, n. 1: L'Osservatore Romano, edición en lengua
española, 27 de julio de 2007, p. 6).
Cuando
era arzobispo de Munich-Freising, en una meditación sobre Pentecostés me
inspiré en una película titulada Metempsicosis (Seelenwanderung)
para explicar la acción del Espíritu Santo en un alma. Esa película narra la
historia de dos pobres hombres que, por su bondad, no lograban triunfar en la
vida. Un día, a uno de ellos se le ocurrió que, no teniendo otra cosa que
vender, podía vender su alma. Se la compraron muy barata y la pusieron en una
caja. Desde ese momento, con gran sorpresa suya, todo cambió en su vida. Logró
un rápido ascenso, se hizo cada vez más rico, obtuvo grandes honores y, antes
de su muerte, llegó a ser cónsul, con abundante dinero y bienes. Desde que se
liberó de su alma ya no tuvo consideraciones ni humanidad. Actuó sin
escrúpulos, preocupándose únicamente del lucro y del éxito. Para él el hombre
ya no contaba nada. Él mismo ya no tenía alma. La película —concluí— demuestra
de modo impresionante cómo detrás de la fachada del éxito se esconde a menudo
una existencia vacía.
Aparentemente
ese hombre no perdió nada, pero le faltaba el alma y así le faltaba todo. Es
obvio —proseguí en esa meditación— que propiamente hablando el ser humano no
puede desprenderse de su alma, dado que es ella la que lo convierte en persona.
En cualquier caso, sigue siendo persona humana. Sin embargo, tiene la espantosa
posibilidad de ser inhumano, de ser persona que vende y al mismo tiempo pierde
su propia humanidad. La distancia entre una persona humana y un ser inhumano es
inmensa, pero no se puede demostrar; es algo realmente esencial, pero
aparentemente no tiene importancia (cf. Suchen, was droben ist. Meditationem
das Jahr hindurch, LEV, 1985).
También
el Espíritu Santo, que está en el origen de la creación y que gracias al
misterio de la Pascua descendió abundantemente sobre María y los Apóstoles en
el día de Pentecostés, no se manifiesta de forma evidente a los ojos externos.
No se puede ver ni demostrar si penetra, o no penetra, en la persona; pero eso
cambia y renueva toda la perspectiva de la existencia humana. El Espíritu Santo
no cambia las situaciones exteriores de la vida, sino las interiores. En la
tarde de Pascua, Jesús, al aparecerse a los discípulos, «sopló sobre ellos y
dijo: "Recibid el Espíritu Santo"» (Jn 20, 22).
De modo
aún más evidente, el Espíritu descendió sobre los Apóstoles el día de
Pentecostés como ráfaga de viento impetuoso y en forma de lenguas de fuego.
También esta tarde el Espíritu vendrá a nuestro corazón, para perdonarnos los
pecados y renovarnos interiormente, revistiéndonos de una fuerza que también a
nosotros, como a los Apóstoles, nos dará la audacia necesaria para anunciar que
«Cristo murió y resucitó».
Así
pues, queridos amigos, preparémonos con un sincero examen de conciencia para
presentarnos a aquellos a quienes Cristo ha encomendado el ministerio de la
reconciliación. Con corazón contrito confesemos nuestros pecados,
proponiéndonos seriamente no volverlos a cometer y, sobre todo, seguir siempre
el camino de la conversión. Así experimentaremos la auténtica alegría: la que
deriva de la misericordia de Dios, se derrama en nuestro corazón y nos
reconcilia con él.
Esta
alegría es contagiosa. «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá
sobre vosotros» —reza el versículo bíblico elegido como tema de la XXIII
Jornada mundial de la juventud— y seréis mis testigos" (Hch 1, 8).
Comunicad esta alegría que deriva de acoger los dones del Espíritu Santo, dando
en vuestra vida testimonio de los frutos del Espíritu Santo: «Amor, alegría,
paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí» (Ga
5, 22-23). Así enumera san Pablo en la carta a los Gálatas estos frutos del
Espíritu Santo.
Recordad
siempre que sois «templo del Espíritu». Dejad que habite en vosotros y seguid
dócilmente sus indicaciones, para contribuir a la edificación de la Iglesia
(cf. 1 Co 12, 7) y descubrir cuál es la vocación a la que el Señor os
llama. También hoy el mundo necesita sacerdotes, hombres y mujeres consagrados,
parejas de esposos cristianos. Para responder a la vocación a través de uno de
estos caminos, sed generosos; tratando de ser cristianos coherentes, buscad
ayuda en el sacramento de la confesión y en la práctica de la dirección
espiritual. De modo especial, abrid sinceramente vuestro corazón a Jesús, el
Señor, para darle vuestro «sí» incondicional.
Queridos
jóvenes, la ciudad de Roma está en vuestras manos. A vosotros corresponde
embellecerla también espiritualmente con vuestro testimonio de vida vivida en
gracia de Dios y lejos del pecado, realizando todo lo que el Espíritu Santo os
llama a ser, en la Iglesia y en el mundo. Así haréis visible la gracia de la
misericordia sobreabundante de Cristo, que brotó de su costado traspasado por
nosotros en la cruz. El Señor Jesús nos lava de nuestros pecados, nos cura de
nuestras culpas y nos fortalece para no sucumbir en la lucha contra el pecado y
en el testimonio de su amor.
Hace
veinticinco años, el siervo de Dios Juan Pablo II inauguró, no lejos de esta
basílica, el Centro internacional juvenil San Lorenzo: una iniciativa
espiritual que se sumaba a muchas otras ya activas en la diócesis de Roma, para
favorecer la acogida a jóvenes, el intercambio de experiencias y de testimonios
de fe, y sobre todo la oración que nos ayuda a descubrir el amor de Dios.
En esa
ocasión, Juan Pablo II dijo: «El que se deje colmar de este amor —el amor de
Dios— no puede seguir negando su culpa. La pérdida del sentido del pecado
deriva en último análisis de otra pérdida más radical y secreta, la del sentido
de Dios» (Homilía en la inauguración del Centro internacional juvenil San
Lorenzo, 13 de marzo de 1983, n. 5: L'Osservatore Romano, edición en
lengua española, 10 de abril de 1983, p. 9). Y añadió: «¿A dónde ir en este
mundo, con el pecado y la culpa, sin la cruz? La cruz se carga con toda la
miseria del mundo que nace del pecado. Y se manifiesta como signo de gracia.
Acoge nuestra solidaridad y nos anima a sacrificarnos por los demás» (ib.).
Queridos
jóvenes, que esta experiencia se renueve hoy para vosotros: en este momento
mirad la cruz y acoged el amor de Dios, que se nos da en la cruz, por el Espíritu
Santo, pues brota del costado traspasado del Señor. Como dijo el Papa Juan
Pablo II, «transformaos también vosotros en redentores de los jóvenes del
mundo» (ib.).
Divino
Corazón de Jesús, del que brotaron sangre y agua como manantial de misericordia
para nosotros, en ti confiamos. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario