lunes, 24 de septiembre de 2012

La doctrina de la fe y el conocimiento de Cristo para la nueva evangelización - Mons. Nicola Bux

Artículo de Mons. Nicola Bux
(Consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe,
de la Oficina para las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice)
publicado en
L’Osservatore Romano

El Papa, durante su viaje apostólico a Francia (12-15 de septiembre de 2008) observó que, para muchos, Dios se ha convertido en el “gran Desconocido”. Una afirmación dictada por la preocupación – que Benedicto XVI repite insistentemente – por el futuro de la fe, cuya llama parece casi apagarse en amplias regiones de la tierra. Sólo poco tiempo atrás, con ocasión del Jueves Santo, denunció cómo estamos frente a un renovado “analfabetismo religioso”. Lamentable, sin embargo, este “creer a mi manera” parece a veces también incentivado por maestros del pensamiento que, desde el interior de la Iglesia, han sembrado su palabra más que la Palabra divina. La misma Italia se está convirtiendo en un país “genéricamente” cristiano. Se necesita, por lo tanto, una nueva evangelización, gracias también al impulso del Pontificio Consejo instituido por el Papa.
¿Por dónde empezar? Tal vez precisamente por la liturgia, por el canto sagrado y por los nuevos edificios de culto, encomendados a personas que conjuguen fe y talento, para proponer formas que hablen de Dios.
La fe y su doctrina: aquí está el punto. Una fe sencilla como la de los pastores, las mujeres y los hombres encontrados por Jesús. Y no aquella de quien, por ejemplo, afirma que la resurrección de Jesús es sólo fruto de la elaboración de la experiencia de los discípulos.
Por eso el Papa ha convocado un Año de la Fe en el cual volver a tomar las enseñanzas del Vaticano II y, más popularmente, el Catecismo. Los libros de pastoral y de sociología religiosa, de por sí, no han convertido nunca a nadie. Se requiere, en cambio, el conocimiento de Jesús como persona histórica, humana y divina, que funda nuestra fe. Ante nuestros ojos están los hechos, dice San Agustín, en las manos los escritos: y los primeros son mucho más importantes que los últimos. Así, en contra tendencia, el cristianismo renace y demuestra que contra la Iglesia, divino-humana por voluntad del Fundador, las fuerzas infernales non praevalebunt.
Hacíamos referencia, por lo tanto, al analfabetismo religioso señalado por el Papa y por los obispos, y a la exigencia de combatirlo con la doctrina cristina, la “doctrina de la fe”. El dicasterio vaticano que ha recibido este título de Pablo VI es un instrumento imprescindible para la nueva evangelización. Benedicto XVI ha pedido a todos – obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos comprometidos – moverse al unísono, más allá de los programas o planes pastorales particulares, con el Catecismo de la Iglesia Católica.
A la misión no se va en orden disperso, sino todos junto al Papa; si se quiere combatir la secularización que ha incentivado el analfabetismo religioso, es necesario que nos midamos con Jesús, que ha dicho: “Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me ha enviado” (Juan 7, 16). Por eso debe ser difundido el Catecismo, dice Benedicto XVI: “No anunciamos teorías y opiniones privadas, sino la fe de la Iglesia de la cual somos servidores”. Sobre todo, sin embargo, el alma cristiana debe acudir al corazón de Cristo para tocar los corazones de la gente, como han hecho los santos que, precisamente por esto, son tan amados.
Sin embargo, está quien sostiene que el cristianismo no sirve para salvar el alma. Por eso el Papa, en la homilía de la Misa Crismal, ha usado una expresión fuera de moda: el celo por la salvación de las almas. “No sólo nos preocupamos del cuerpo, sino también precisamente de las necesidades del alma del hombre”. Jesús ha dicho: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?”. De este modo se deberá comprender el valor y la importancia de los sacramentos, que desde el nacimiento hasta la muerte sirven para salvar las almas. ¿Los sacerdotes tendrán todavía bastante celo para acudir a un moribundo con el fin de confesarlo, darle la unción y la Comunión para la salvación de su alma? El alma del hombre es un recordatorio de que no se pertenece a sí mismo sino a Dios. Así, los sacerdotes no se pertenecen a sí mismos sino a Jesucristo. Hay necesidad de doctrina de la fe, hecha de conocimiento, competencia, experiencia y paciencia. Hay necesidad de un renovado impulso apostólico. El don de la fe no está separado del bautismo.
El Papa, de hecho, ha recordado al clero romano que si el acto de creer es “inicialmente y sobre todo un encuentro personal” con Cristo, como nos describen los Evangelios, “esa fe no es sólo un acto personal de confianza, sino también un acto que tiene un contenido” y “el bautismo expresa este contenido”. San Cirilo de Jerusalén recuerda que nuestra salvación bautismal depende del hecho de que ha brotado de la crucifixión, sepultura y resurrección de Cristo, realmente ocurridas en la esfera física: se llama gracia, porque la recibimos en el sacramento sin sufrir los dolores físicos. Por eso, advierte Cirilo: “Ninguno piense que el bautismo consiste sólo en la remisión de los pecados y en la gracia de la adopción, como era el bautismo de Juan que confería sólo la remisión de los pecados. Nosotros, en cambio, sabemos que el bautismo, así como puede liberar de los pecados y obtener el don del Espíritu Santo, es también figura y expresión de la Pasión de Cristo”, como proclama Pablo (Romanos 6, 3-4). “Nosotros sabemos”, dice el santo obispo de Jerusalén: al encuentro personal con el Señor y al seguimiento para la salvación, sigue necesariamente la doctrina que se transmite a través de la Escritura y la Tradición de la Iglesia.
Todo esto es condensado en el Catecismo. Es necesario renovar la catequesis y la liturgia para que Dios sea conocido y amado. Esto quiere decir una verdadera devoción, la que se necesita en la liturgia actual, en la celebración de los sacramentos. La devoción o piedad está constituida por la ofrenda de sí mismo a Dios. Esto se expresa con el conjunto de gestos y ritos percibidos como significativos para la propia vida: participar en la Misa, pedir celebrarla por las propias intenciones, confesarse y comulgar, asistir a otras ceremonias, rezar y cantar himnos, frecuentar la catequesis, practicar las obras de misericordia, visitar un lugar donde se venera una imagen sagrada o el sepulcro de un santo taumaturgo, dejar una ofrenda, encender una vela, participar en la procesión, llevar sobre los hombres la sagrada imagen. En pocas palabras, son estos signos de invocación, de protección, de agradecimiento, los que hacen la verdadera devoción que manifiesta la fe que nos justifica frente a Dios y nos salva. El Año de la Fe será un tiempo propicio.
El estudio del contenido de la fe – como subrayan especialmente los movimientos eclesiales – es necesario dentro de la experiencia de la fe, para volverse adultos en la fe, superando aquella infancia que lleva a muchos a abandonar la Iglesia después de la Confirmación, haciéndose así incapaces de exponer y hacer presente la filosofía de la fe, de dar razón de ella a los demás. Ser adultos en la fe, sin embargo, no quiere decir depender de las opiniones del mundo, emancipándose del Magisterio de la Iglesia.
¿Por qué ocuparse todavía de esto? Porque no es sólo un pensamiento teológico, sino que se ha vuelto una práctica que ha penetrado lentamente no pocos sectores de la vida eclesial. Uno de los más clamorosos es la doctrina sacramental: hoy, el sacramento ya no es percibido como proveniente del exterior, desde lo alto, sino como la participación en algo que el cristiano ya posee. Y ya que hoy gusta tanto mirar a Oriente, se debe decir – al menos por cortesía ecuménica – que, para la teología oriental, el giro antropológico es una pista falsa de la teología occidental; el único tema fundamental de toda la teología de todos los tiempos es, y debe seguir siendo, la Encarnación del Verbo, el principio humano-divino que ha entrado en el mundo “por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación”. El hombre separado de Dios no tiene posibilidad de sobrevivir. De lo contrario, a fuerza de hablar del hombre, como ha ocurrido, no se habla ya de Dios.

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