sábado, 15 de septiembre de 2012

Domingo XXIV (ciclo b) - P. Raniero Cantalamessa, ofmcap

P. Raniero Cantalamessa, ofmcap

¿Y vosotros quién
decís que soy yo?

          Los tres [evangelios] sinópticos refieren el episodio de Jesús, cuando en Cesarea de Filipo preguntó a los apóstoles cuáles eran las opiniones de la gente sobre Él. El dato común en los tres es la respuesta de Pedro: «Tú eres el Cristo». Mateo añade: «el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16) que podría, si embargo, ser una manifestación debida a la fe de la Iglesia después de la Pascua.
          Pronto
el título «Cristo» se convirtió en un segundo nombre de Jesús. Se encuentra más de 500 veces en el Nuevo Testamento, casi siempre en la forma compuesta «Jesucristo» o «Nuestro Señor Jesucristo». Pero al principio no era así. Entre Jesús y Cristo se sobreentendía un verbo: «Jesús es el Cristo». Decir «Cristo» no era llamar a Jesús por el nombre, sino hacer una afirmación sobre Él.
          Cristo, se sabe, es la traducción griega del hebreo Mashiah, Mesías, y ambos significan «ungido». El término deriva del hecho que en el Antiguo Testamento reyes, profetas y sacerdotes, en el momento de su elección, eran consagrados mediante una unción con óleo perfumado. Pero cada vez más claramente en la Biblia se habla de un Ungido o Consagrado especial que vendrá en los últimos tiempos para realizar las promesas de salvación de Dios a su pueblo. Es el llamado mesianismo bíblico, que asume diversos matices según el Mesías sea visto como un futuro rey (mesianismo real) o como el Hijo del hombre de Daniel (mesianismo apocalíptico).
          Toda la tradición primitiva de la Iglesia es unánime al proclamar que Jesús de Nazaret es el Mesías esperado. Él mismo, según Marcos, se proclamará tal ante el Sanedrín. A la pregunta del sumo sacerdote: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?», Él responde: «Sí, lo soy» (Mc 14, 61 s.).
          Tanto más, por lo tanto, desconcierta la continuación del diálogo de Jesús con los discípulos en Cesarea de Filipo: «Y les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de Él». Sin embargo el motivo está claro. Jesús acepta ser identificado con el Mesías esperado, pero no con la idea que el judaísmo había acabado por hacerse del Mesías. En la opinión dominante, éste era visto como un líder político y militar que liberaría a Israel del dominio pagano e instauraría con la fuerza el reino de Dios en la tierra.
          Jesús
tiene que corregir profundamente esta idea, compartida por sus propios apóstoles, antes de permitir que se hablara de Él como Mesías. A ello se orienta el discurso que sigue inmediatamente: «Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho...». La dura palabra dirigida a Pedro, que busca disuadirle de tales pensamientos: «¡Quítate de mi vista, Satanás!», es idéntica a la dirigida al tentador del desierto. En ambos casos se trata, de hecho, del mismo intento de desviarle del camino que el Padre le ha indicado –el del Siervo sufriente de Yahveh- por otro que es «según los hombres, no según Dios».
          La salvación vendrá del sacrificio de sí, de «dar la vida en rescate por muchos», no de la eliminación del enemigo. De tal manera, de una salvación temporal se pasa a una salvación eterna, de una salvación particular –destinada a un solo pueblo- se pasa a una salvación universal.
          Lamentablemente tenemos que constatar que el error de Pedro se ha repetido en la historia. También determinados hombres de Iglesia, y hasta sucesores de Pedro, se han comportado en ciertas épocas como si el reino de Dios fuera de este mundo y debiera afirmarse con la victoria (si es necesario también de las armas) sobre los enemigos, en vez de hacerlo con el sufrimiento y el martirio.
          Todas las palabras del Evangelio son actuales, pero el diálogo de Cesarea de Filipo lo es de forma del todo especial. La situación no ha cambiado. También hoy, sobre Jesús, existen las más diversas opiniones de la gente: un profeta, un gran maestro, una gran personalidad. Se ha convertido en una moda presentar a Jesús, en los espectáculos y en las novelas, en las costumbres y con los mensajes más extraños. El Código da Vinci es sólo el último episodio de una larga serie.
          En el Evangelio Jesús no parece sorprenderse de las opiniones de la gente, ni se retrasa en desmentirlas. Sólo plantea una pregunta a los discípulos, y así lo hace también hoy: «Para vosotros, es más, para ti, ¿quién soy yo?». Existe un salto por dar que no viene de la carne ni de la sangre, sino que es don de Dios que hay que acoger mediante la docilidad a una luz interior de la que nace la fe. Cada día hay hombres y mujeres que dan este salto. A veces se trata de personas famosas –actores, actrices, hombres de cultura- y entonces son noticia. Pero infinitamente más numerosos son los creyentes desconocidos. En ocasiones los no creyentes se toman estas conversiones como debilidad, crisis sentimentales o búsqueda de popularidad, y puede darse que en algún caso sea así. Pero sería una falta de respeto de la conciencia de los demás arrojar descrédito sobre cada historia de conversión.
          Una cosa es cierta: los que han dado este salto no volverían atrás por nada del mundo, y más todavía, se sorprenden de haber podido vivir tanto tiempo sin la luz y la fuerza que vienen de la fe en Cristo. Como San Hilario de Poitiers, que se convirtió siendo adulto, están dispuestos a exclamar: «Antes de conocerte, yo no existía».

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