martes, 4 de septiembre de 2012

La fe del catequista - Mons. Aguer

Homilía en la celebración del
“Día del Catequista”.
Iglesia Catedral de La Plata
18 de agosto de 2012
  
       La celebración del “Día del catequista” en nuestra arquidiócesis está tradicionalmente unida a la promoción de los nuevos catequistas parroquiales que han completado los estudios correspondientes. Esta circunstancia es siempre motivo de satisfacción para los principales protagonistas, pero también de esperanza para quienes debemos velar por el incremento de la obra evangelizadora de la Iglesia. Hoy no podemos dejar de asociar el acontecimiento al próximo inicio del “Año de la fe”, que se desarrollará a partir del 11 de octubre, ya que la catequesis es un instrumento principal de transmisión de la fe y de educación en ella. La puerta de la fe –digámoslo así para asumir la imagen adoptada por Benedicto XVI –se abre por medio de la catequesis, tanto en la preparación para el bautismo como en el proceso que lleva a completar la iniciación bautismal y en el itinerario permanente de la vida cristiana.
          El compromiso que el Papa invita a hacer propio a todos los fieles en este período concierne de modo particular a los catequistas, a saber: redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada, y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree. Atañe singularmente a los catequistas en cuanto tales, no sólo en cuanto simples cristianos, porque corresponde que quienes desempeñan la misión catequística sean personas de fe viva, de una fe honda, creciente, renovada y profundizada de continuo.
          El Santo Padre señala las dos dimensiones, subjetiva y objetiva de la fe: la virtud teologal, don divino que nos pone en contacto vital con el Señor y es fundamento de todas las demás virtudes cristianas, y el armonioso conjunto de las verdades reveladas que la Iglesia nos propone para creer. Jesucristo es el mediador y el centro de la fe, o mejor, como se lee en la Carta a los Hebreos, es la causa primera, el autor de nuestra fe y el que la cumple en plenitud, quien la lleva a la perfección (cf. Hebr. 12, 2). En esas dos dimensiones la fe debe crecer y desarrollarse en nosotros; nuestro destino, según la vocación de santidad que señala nuestra meta, es vivir de la fe: el justo, en efecto, vivirá por la fe (Rom. 1, 17). La fe crece en su dimensión subjetiva cuando va impregnando toda nuestra personalidad: cuando adquiere mayor certeza y firmeza en el asentimiento, en la adhesión a la Verdad que es Dios, cuando es mayor la prontitud, la devoción y la confianza en el creer. Benedicto XVI cita una afirmación de San Agustín: los creyentes se fortalecen creyendo, y comenta: la fe crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. El crecimiento objetivo de la fe se verifica cuando conocemos cada vez más explícitamente los contenidos y los comprendemos  de manera más profunda. El objeto de la fe es Dios mismo y el misterio de salvación revelado en Cristo, y se articula en el símbolo de la fe, el Credo; el Catecismo de la Iglesia Católica sintetiza sistemática y orgánicamente las verdades que debemos creer.
          El crecimiento de la fe, que se desarrolla a lo largo del proceso de la vida cristiana, adquiere un carácter especial en el caso del catequista, como un requisito fundamental de su misión y de su testimonio, para que su misión sea ejercida con mayor seriedad, eclesialmente, y su testimonio sea más elocuente y eficaz. Lo que debe transmitir el catequista es la convicción y la alegría de la fe. No se debe olvidar que la fe es una realidad misteriosa, un don gratuito de Dios que es preciso implorar con oración humilde y ferviente, para que el Señor lo conserve y acreciente en nosotros. En el Evangelio encontramos súplicas muy bellas, como la del padre de aquel niño endemoniado y epiléptico que buscó la ayuda de Jesús: creo, ayúdame porque tengo poca fe (Mc. 9, 24), y la plegaria de los apóstoles: auméntanos la fe (Lc. 17,5); tendríamos que hacerlas nuestras todos los días. A la oración debe unirse el estudio, para extender y profundizar el conocimiento de la fe mediante el desarrollo de una cultura religiosa adecuada. La formación inicial de un catequista tiene que prolongarse en una formación permanente, según la capacidad y las posibilidades de cada uno. En la actualidad es importante abordar las dudas y los errores contra la fe más difundidos para esclarecerlos y darles respuesta con serenidad y competencia y también cultivar una apologética siquiera elemental para desmontar los argumentos falsos y los ataques dirigidos contra el cristianismo, que turban el alma de los catequizandos y ponen en peligro su adhesión a Cristo.
          El dinamismo sobrenatural propio de la fe tiende a informar la vida entera, es decir, a darle forma a la personalidad del creyente y a configurar un auténtico espíritu de fe. De ese modo, la luz de la fe va iluminando progresivamente el juicio y la valoración que se hace de todas las cosas; todo es entonces mirado desde la perspectiva de Dios, superando la mera consideración emocional, las ideas antojadizas sobre la realidad y el influjo de la opinión general, descristianizada, mundana. El catequista no puede reducir su tarea a la enseñanza de un conjunto de verdades y de normas; ha de ser testigo de la palabra viva de Dios que es Cristo y pedagogo que conduzca y acompañe el surgimiento de la fe en la conciencia de los bautizados a cuyo servicio se dedica generosamente. Su ejercicio de la catequesis debe seguir el ritmo del crecimiento de su propia fe.
          Destaco un aspecto de la tarea catequística que hoy en día se hace más difícil pero resulta asimismo más relevante: se trata de transmitir, con las verdades fundamentales de la fe, una sabiduría de vida, los criterios de comportamiento cristiano que contrastan con la pérdida del genuino sentido de la existencia humana y con los nuevos paradigmas que la cultura vigente, degradada, deshumanizada, pretende imponer. Esta tarea requiere lucidez y coraje, mucha paciencia y amor. En la primera lectura de esta liturgia hemos escuchado cómo la Sabiduría personificada invita a los incautos, a los faltos de entendimiento, y los exhorta a abandonar la ignorancia y a emprender el camino de la inteligencia para tener vida (cf. Prov. 9, 1-6). En su sentido bíblico la sabiduría es eminentemente práctica, es un arte de bien vivir fundado en la alianza del pueblo de Dios y en las estipulaciones de esa alianza que es el decálogo. Jesús es personalmente la Sabiduría de Dios y por eso es maestro de sabiduría; su sabiduría es el Evangelio. San Pablo, después de invitar a los fieles a vivir como hijos de la luz, les advierte que cuiden su conducta y no se comporten como necios, sino como personas sensatas. Hemos escuchado su exhortación dirigida a los efesios: no sean irresponsables, sino traten de saber cuál es la voluntad del Señor (Ef. 5, 17). El Apóstol en sus cartas, después de exponer el misterio de Cristo, desarrolla un discurso parenético en el que despliega el programa de la vida cristiana que tiene su fuente en la gracia, en la novedad de la resurrección nos ofrece un modelo siempre válido de catequesis integral.
          La fe y su práctica se perfeccionan por la acción del Espíritu Santo mediante los dones de entendimiento y de ciencia, por los cuales la inteligencia del cristiano se hace más penetrante e intuitiva en el conocimiento de la verdad y se adiestra en el juicio recto acerca de las cosas creadas en orden al fin de la vida eterna. La pureza de corazón, el recogimiento interior y la fidelidad a la gracia, actitudes procuradas con ahínco, disponen a recibir más intensamente el influjo del Espíritu y la actuación de sus dones. Importa también no plegarse a los criterios predominantes en la sociedad de hoy, que desconocen la dimensión trascendente de la existencia, el sentido providencial de los acontecimientos y el fin al cual estamos destinados. El espíritu del mundo –así nos lo enseña la tradición de la Iglesia– cuando se apodera del alma, o aun cuando se infiltra parcialmente en ella, apaga o menoscaba la presencia y la acción del Espíritu de Dios. El ejemplo y la intercesión de la Virgen María, dichosa porque creyó (cf. Lc. 1, 45), nos ayudan en la guarda del corazón y en la apertura fiel al don de Dios.
          El evangelio de hoy nos ha ofrecido la conclusión del discurso del pan de Vida que, según San Juan, Jesús pronunció en la sinagoga de Cafarnaún. Jesús es el pan vivo bajado del cielo; su persona es el nuevo y definitivo maná que comemos mediante la fe. Nuestra salvación viene de su entrega a la muerte, que es fuente de vida para todos los hombres; comemos su carne y bebemos su sangre en la Eucaristía, misterio de la fe por el cual nuestra vida se transforma en Cristo y se hace eucaristía. Vivan en la acción de gracias, es decir, sean eucarísticos, recomendaba el Apóstol (Col. 3, 15). Así se expresa la finalidad de la iniciación cristiana y de la catequesis que la prepara; ese es también el tono, el clima de vida de un creyente, de una persona de fe: vivir en la acción de gracias. Asimismo, es el talante espiritual del catequista, testigo del amor de Dios, que debe comunicar las razones y la esperanza por las cuales la vida del hombre alcanza su pleno sentido y responde con gratitud a la cercanía del Señor. Que él conceda y conserve esa gracia a todos los catequistas de la arquidiócesis.

 + HÉCTOR AGUER

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