En pleno desencanto
Me ordené sacerdote y pasado el primer cuarto de aquella espiritualmente sabrosa luna de miel, me mandaron los superiores a dar una misión a un pueblecito.[1]
Hice mis provisiones de escapularios, medallas, estampas y demás géneros de propaganda de los misioneros y ¡con qué alegría tomé asiento en el vaporcito que había de dejarme en la ribera próxima al pueblo de mi apostolado! ¡Y con qué presteza monté después en el burro que el sacristán me tenía preparado para recorre la hora de camino que separaba al pueblo del río! ¡Qué planes tan risueños los que iba formando por el camino! ¡Cómo me lisonjeaba de ver ya en mi apresurada imaginación el templo rebosando de fieles oyendo mis sermones; el rosario de la aurora cantado por las calles; la Comunión general, muy general, de todo el pueblo; y el gozo de mi Prelado cuando, al terminar la misión, fuese a administrar la santa confirmación y viese tan abundante cosecha…!
Vamos a ver, amigo sacristán, ¿está muy entusiasmada la gente con la misión?, ¿es muy grande la iglesia?, ¿cabrá mucha gente?... Y tras de esas cosas, un chaparrón de preguntas encaminadas a enterarme bien de las condiciones y puntos flacos del pueblo de mis presuntos triunfos apostólicos.
- La iglesia, empezó a responderme con frialdad y lentitud mi acompañante, la iglesia, si le he de decir verdad, no es iglesia, o mejor decir, ya si es iglesia; gracias al señó Antonio el vaquero que se empeñó con tós los ricos de Sevilla y con el Señor Arzobispo y hasta con la reina de Madrid y ha buscado dinero para echarle untecho nuevo en lugar del que se cayó hace unos nueve o diez años; y el suelo; y el altar mayor; y la torre; y…
- Pero, oiga usted, a la iglesia antigua ¿qué le quedaba? – Le interrumpí yo extrañado.
- Pues nada, como el otro que dijo. Aquello era una grillera. Por todas partes entraba el viento y el agua. Yo ya no cerraba la puerta ni de día ni de noche, ¿para qué? Si todo eran puertas y agujeros. Pero, en fin, ya hoy es iglesia. Ahora lo que pasa es que la gente se ha acostumbrado a no ir y me parece que poca va a ir ala misión, ¡como no fuera la misión en el casino o en las tabernas!
Y a ese tenor fue el hombre aquel echando sobre el fuego de mis entusiasmos más agua fría, que yo acababa de cruzar en el vaporcillo…
Sin embargo, hay que dar la misión, dios lo quiere y Él me ayudará…
Dimos vista al pueblo y, contra lo que yo esperaba, sin el indispensable grupo de chiquillos que recibieran al padre Misionero.
Nos apeamos de nuestros jumentos y dejándolos ir por delante de nosotros, seguí mi interrogatorio con mi acompañante.
- Diga usted ¿en este pueblo no hay chiquillos?
- Sí, pero ahora están en el campo…
Y mire usted, aunque estén, no les da por la iglesia, porque el señor cura por sus años; sus achaques y por lo que aquí pasa y como no viene del otro pueblo que tiene a su cargo, más que los domingos, la verdad ¡no quiere ver un chiquillo ni pintado! ¡alborotan tanto!... Y ¡como los padres tampoco vienen!...
- Entonces ¿quién viene a Misa en este pueblo?
- Mire usted, como venir no vienen, digo, vienen los que tienen que casarse o para bautizar algún niño, y señó Antonio y yo cuando no tengo que ir al campo…
- ¿Y comulgan?
- Comulgar, también comulgan algunas veces los que vienen a casarse…
- ¿Nadie más?
- Que yo recuerde, nadie más.
- Bueno, pero los enfermos por lo menos recibirán los santos sacramentos ¿no es eso?
- No, no, ¡qué van a recibir! Si dicen que esas son cosas de mal agüero y de susto. Todo lo más que reciben es el santolio cuando ya han perdido el sentido.
- Y el señor cura ¿no tiene amigos aquí? Porque por o menos los amigos deberían venir al templo.
- ¿Amigos? ¡Cualquier día puede visitar aquí el cura a nadie! ¡Buena está la política del pueblo para que el cura visite!...
- Y ¿qué tiene que ver la política con que el cura tenga amigos?
- Pues muy sencillo; como aquí hay tantos partidos, basta que el cura visite o hable con uno, para que los enemigos políticos de éste lo miren ya como de aquel partido. Así es que hay política en todo, hasta en la Misa y en los sermones. En la Misa porque le sacan la punta hasta al color de la casulla. Si es blanca porque el cura es del partido de los blanquillos. Y si es encarnada, porque es de los republicanos. Y en los sermones, porque los pocos que los oyen se pelean después, por si lo que dijo fue a favor de éste o en contra del otro. Total, que el cura está aquí como emparedado ¿sabe usted? Así es que viene por aquí lo menos posible y cuando viene, habla con el menor número deseando acabar para volverse pronto. Tiene dejada ala gente por imposible. Y la iglesia se ha compuesto porque señó Antonio es señó Antonio y juró no parar hasta que la viera compuesta. Pero ni por el cura, que está acobardado, ni por la gente que le importa un comino que haya o no haya iglesia, se hubiera puesto un ladrillo.
¡Usted no sabe cómo están los pueblos!...,terminó enfáticamente el sacristán al tiempo que llegábamos a las puertas del templo parroquial, sin haber conseguido atraer un solo vecino, grande, ni chico.
¡Verdad que no sabía cómo estaban los pueblos!...
Mi primer Sagrario abandonado
Fuime derecho al Sagrario de la restaurada iglesia en busca de alas a mis casi caídos entusiasmos, y …¡qué sagrario!
Un ventanuco como de un palmo cuadrado, con más telarañas que cristales, dejaba entrar trabajosamente la luz de la calle con cuyo auxilio pude distinguir un azul tétrico de añil, que cubría las paredes; dos velas que lo mismo podían ser de sebo que de tierra o de las dos cosas juntas; unos manteles con encajes de jirones y quemaduras y adornos de goterones negros; una lámpara mugrienta goteando aceite sobre unas baldosas pringosas; algunas más colgaduras de telarañas, ¡qué Sagrario, Dios mío! Y ¡qué esfuerzos tuvieron que hacer allí mi fe y mi valor para no volver a tomar el burro del sacristán, que aún estaba amarrado a los aldabones de la puerta de la iglesia, y salir corriendo para mi casa!
Pero no huí. Allí de rodillas ante aquel montón de harapos y suciedades, mi fe veía a través de aquella puertecilla apolillada, a un Jesús callado, tan paciente, tan desairado, tan bueno, que me miraba… Sí, parecíame que después de recorrer con su vista aquel desierto de almas, posaba su mirada entre triste y suplicante, que me decía mucho y me pedía más. Que me hacía llorar y guardar al mismo tiempo las lágrimas para no afligirlo más. Una mirada en la que se reflejaban unas ganas infinitas de querer y una angustia infinita también, por no encontrar quien quisiera ser querido… Una mirada en la que se reflejaba todo lo triste del Evangelio: lo triste del “no había para ellos posada e Belén”. Lo triste de aquellas palabras del Maestro: “Y vosotros ¿también queréis dejarme?”. Lo triste del mendigo Lázaro pidiendo las migajas sobrantes de la mesa del Epulón. Lo triste de la traición de Judas, de la negación de Pedro, de la bofetada del soldado, de los salivazos del pretorio, del abandono de todos…
Sí, sí, aquellas tristezas estaban allí en aquel Sagrario oprimiendo, estrujando al Corazón dulce de Jesús y haciendo salir por sus ojos un jugo amargo, ¡lágrimas benditas las de aquellos ojos!...
Marías que leéis estas páginas y que habéis visitado Sagrarios que se parecen a éste que yo describo y ante ellos habéis pasado un rato de oración, ¿verdad que la mirada de Jesucristo en esos Sagrarios es una mirada que se clava en el alma y no se olvida nunca?
Lo que me enseñó aquel Sagrario
Yo no sé que nuestra religión tenga un estímulo más poderoso de gratitud, un principio más eficaz de amor, un móvil más fuerte de acción, que un rato de oración ante un Sagrario abandonado.
Quizá una fe superficial saque escándalo y tibieza de ese abandono. Pero una fe que medite y sobre todo, un corazón que ahonde un poco debajo de la corteza de las cosas, descubrirá en ese Jesús abandonado que se deja acompañar de telarañas y sabandijas; que pasa los días y las noches solo durante años y años y a pesar de todo eso no se va de aquel Sagrario; ni deja de mandar sol de la mañana ala noche y agua para la sed y pan para el hambre y salud y descanso y fuerzas beneficiosas en cada segundo y a cada uno de los que le maltratan; ese Corazón, repito, no tiene más remedio que ver en ese modo de abandonar de los hombres y en esa manera de corresponder de Jesucristo, el Evangelio vivo, pero con una vida tan brillante, tan fecunda, tan activa, tan en ebullición de amor de cielo, que no hay más remedio que entregarse a discreción y sin reserva, diciendo con san Pedro: “Aunque todos te abandonen, yo no te abandonaré”… ¡Este amor no se parece a ningún otro amor!
De mí sé deciros que aquella tarde en aquel rato de Sagrario, entreví para mi sacerdocio una ocupación en la que antes no había ni soñado y ara mis entusiasmos otra poesía que antes me era desconocida. Creo que allí se desvanecieron mis ilusiones de cura de pueblo de costumbres patriarcales y sencillas, con mi vocación de don Sabas…
Ser cura de un pueblo que no quisiera a Jesucristo, para quererlo yo por todo el pueblo. Emplear mi sacerdocio en cuidar a Jesucristo en las necesidades que su vida de Sagrario le ha creado. Alimentarlo con mi amor. Calentarlo con mi presencia. Entretenerlo con mi conversación. Defenderlo contra el abandono y la ingratitud. Proporcionar desahogos a su Corazón con mis santos Sacrificios. Servirle de pies para llevarlo a donde lo desean. De manos para dar limosna en su nombre aun a los que no lo quieren. De boca para hablar de Él y consolar por Él y gritar a favor de Él cuando se empeñen en no oírlo…hasta que lo oigan y lo sigan…¡Qué hermoso sacerdocio!
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