domingo, 14 de abril de 2013

Domingo III de pascua (ciclo c) - Mons. Fulton Sheen

El amor como condición de autoridad

Después de lo sucedido en Jerusalén durante la semana de la pascua, los apóstoles regresaron a sus hogares de origen, particularmente a orillas del lago de Galilea, tan lleno para ellos de tiernos recuerdos. Mientras estaban pescando, el Señor les había llamado para que fueran «pescadores de hombres». Galilea sería ahora el teatro del último milagro del Señor, tal como lo había sido del primero, cuando convirtió el agua en vino. En la primera ocasión no había «vino»; en esta última no había «pescado». En ambas nuestro Señor formuló un mandato: en Caná, que fueran a llenar las tinajas; en Galilea, que echaran las redes al lago. En uno y otro caso el resultado fue abundancia de vino y de pescado respectivamente; Caná tuvo sus seis tinajas de agua llenas del vino de la mejor calidad, y fue servido al final de todo; Galilea tuvo repletas sus redes de pescado.
Los apóstoles que se hallaban en el lago eran esta vez Simón Pedro, nombrado, como siempre, el primero; a continuación, sin embargo, se menciona a Tomás, quien ahora, después de haber confesado que Cristo era el Señor y Dios, permanecía junto al que fue nombrado jefe de los apóstoles. También se encontraba con ellos Natanael de Caná de Galilea; e igualmente Santiago y Juan y otros dos discípulos. Es de notar que Juan, que en otro tiempo tuvo barca propia, ahora estaba en la de Pedro. Éste, asumiendo la iniciativa e inspirando a los otros, dijo: “Yo voy a pescar”. Le dicen ellos: “Nosotros también vamos contigo”. Jn 21, 3
Aunque habían estado afanándose toda la noche, no pescaron nada. Al clarear, vieron a nuestro Señor en la playa, pero no conocieron que era Él. Era la tercera vez que se acercaba a ellos como un desconocido a fin de despertar en ellos espontáneamente su afecto. Aunque lo suficientemente cerca de la playa para dirigirse a Él, al igual que los discípulos de Emaús, no lograron discernir su persona ni reconocieron su voz, tan envuelto en gloria estaba su cuerpo resucitado. Él estaba en la playa y ellos en el lago. Nuestro Señor les habló, diciéndoles: “Hijos, ¿tenéis algo de comer?”. Le respondieron:
“No”. Y Él les respondió: “Echad la red a la derecha de la barca, y hallaréis”. Jn 21,5 s
Los apóstoles debieron de acordarse de otra vez en que nuestro Señor les había mandado echar la red al agua, aunque sin especificar si a la derecha o a la izquierda de la barca. Entonces nuestro Señor estaba en la barca, ahora se hallaba en la playa. Habían terminado para él las agitaciones del mar de la vida. En seguida, obedeciendo al mandato divino, tuvieron tanta suerte en el trabajo, que les era imposible sacar la red debido a la gran cantidad de peces que con ella habían atrapado. En el primer milagro de pesca, efectuado durante la vida pública de Jesús, las redes se rompieron; asustado Pedro ante aquel milagro, dijo a nuestro Señor que se apartara de él, porque era hombre pecador. La misma abundancia de la misericordia divina le hacía darse cuenta de su propia insignificancia. Pero en esta otra pesca milagrosa los discípulos se sintieron fuertes, pues Juan dijo en seguida a Pedro: “Es el Señor”. Jn 21, 7
Tanto Pedro como Juan seguían siendo fieles a sus respectivos caracteres; así como Juan había sido el primero en llegar a la tumba vacía aquella mañana de pascua, Pedro fue el primero en entrar en ella; así como Juan fue el primero en creer que Cristo había resucitado, Pedro fue el primero en saludar al resucitado Señor; así como Juan fue el primero en ver desde la barca al Señor, Pedro fue el primero en zambullirse y correr a postrarse a sus pies. Desnudo como estaba en la barca, ciñóse rápidamente su túnica, renunció a toda comodidad personal, abandonó todo compañerismo humano y ansioso salvó a nado la distancia que le separaba del Maestro. Juan poseía mayor discernimiento espiritual, Pedro poseía mayor iniciativa. Juan fue quien aquella noche de la última cena estuvo reclinado en el pecho del maestro; fue él mismo quien, el único, estuvo al pie de la cruz, y a su cuidado le fue confiada la madre de Jesús; ahora también era el primero en reconocer al Señor, que se hallaba en la playa. Una vez, cuando nuestro Señor caminaba sobre las aguas, yendo en dirección a la barca, Pedro no pudo aguardar a que el Maestro llegara hasta él, y le pidió que le dejara caminar también a él sobre las aguas. Ahora nadaba hacia la playa después de ceñirse la túnica por respeto al Salvador.
Los otros seis permanecieron en la barca. Al llegar a la playa, vieron fuego encendido y un pescado puesto a asar, y pan, que les había preparado el Señor, compasivo. El Hijo de Dios estaba preparando una comida para Sus pobres pescadores; debió de recordarles el pan y los peces que había multiplicado cuando anunció que Él mismo era el Pan de Vida. Después de haber sacado la red y contado los ciento cincuenta y tres peces que habían pescado, se convencieron de que se trataba del Señor. Los apóstoles comprendieron que, habiéndolos llamado Jesús pescadores de hombres, aquella abundante pesca simbolizaba los fieles que al fin serían introducidos en la barca de Pedro.
Al principio de su vida pública, a orillas del Jordán, Cristo les había sido designado como el «Cordero de Dios»; ahora que se disponía a dejarlos, Él aplicaba este título a los que habrían de creer en Él. Él, que se había llamado a sí mismo el Buen Pastor, daba ahora a otros el poder de ser pastores. La escena que sigue tuvo efecto después de haber comido. De la misma manera que les dio la eucaristía después de cenar y el poder de perdonar pecados después de haber comido con ellos, también ahora, después de compartir con ellos el pan y el pescado, se volvió hacia uno que le había negado tres veces y le pidió una triple afirmación de amor. La confesión del amor debe preceder al acto de conferir la autoridad; autoridad sin amor es tiranía.
“Simón, hijo de Jonás, ¿me amas tú más que éstos?”. Jn 21, 15
Era como si le preguntara: « ¿Me amas con aquel amor natural que es el distintivo de un mayoral?» Una vez Pedro había presumido de amar mucho al Maestro, diciéndole durante la noche de la última cena que, aun cuando todos los otros se escandalizaran de Él, él no le negaría nunca. Ahora Jesús interpelaba a Pedro con el nombre de Simón, hijo de Jonás, es decir, su nombre original. De esta manera nuestro Señor le recordaba su pasado, de cuando era hombre natural, pero especialmente le hacía memoria de su caída o negación. Había estado viviendo más bien conforme a la naturaleza que a la gracia. El nombre encerraba asimismo otra intención: la de recordar a Pedro que había confesado de manera gloriosa al Hijo de Dios, por lo cual éste le había dicho: «Bienaventurado, Simón, hijo de Jonás», y le dijo que era la Roca sobre la cual edificaría su Iglesia.
En respuesta a la pregunta que el Señor le hizo sobre si le amaba, dijo Pedro:
“¡Señor, tú sabes que te quiero!” Dícele: “Apacienta mis corderos”. Jn 21, 15
Pedro ya no pretendía ahora amar más que sus compañeros al Señor, puesto que los otros seis apóstoles estaban allí presentes. En el texto original griego, la palabra que nuestro Señor usó para indicar el verbo amar no era la misma que empleó Pedro en su respuesta; la palabra de Pedro indicaba un sentimiento más bien humano. Pedro no aprehendió todo el significado que las palabras de nuestro Señor encerraban, y que se referían a la clase más elevada de amor. En su desconfianza de sí mismo, Pedro afirmó solamente un amor natural. Habiendo hecho del amor la condición del servicio debido a Él, el Señor resucitado dijo ahora a Pedro:
«Apacienta mis corderos». El hombre que más bajo había caído y más había aprendido por medio de su propia flaqueza era ciertamente el mejor capacitado para fortalecer a los débiles y apacentar a los corderos.
Tres veces repitió Jesús a Pedro su nombramiento como vicario suyo sobre la tierra. La negación de Pedro no había cambiado el decreto divino de hacer de él la Roca de la Iglesia, puesto que nuestro Señor hizo a continuación la segunda y la tercera preguntas:
“Y le dijo por segunda vez: “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?” Pedro le dice: “¡Sí, Señor, tú sabes que te amo!” Dícele: “Pastorea mis ovejas”.
Le dice por tercera vez: “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?” Contristóse Pedro de que le hubiera dicho la tercera vez: ¿Me amas? Y le dijo: “¡Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que yo te amo!” Jn 21, 16 ss
La palabra griega original usada por nuestro Señor en la segunda pregunta encerraba el significado de amor sobrenatural, pero Pedro usó la misma palabra que antes, y que significaba un amor natural. En la tercera pregunta, nuestro Señor usó la misma palabra que empleara Pedro la primera vez, a saber, la palabra que indicaba solamente un afecto natural. Era como si el divino Maestro estuviera corrigiéndose a sí mismo con objeto de encontrar una palabra más apropiada a Pedro y al carácter de éste. Tal vez el que Jesús usara la misma palabra que él había usado en su respuesta fuera lo que más confuso y triste le dejó.
En su respuesta a la tercera pregunta, Pedro omitió su afirmación de amor, pero confesó la omnisciencia del Señor. En el griego original, la palabra que Pedro usó al decir al Señor que lo sabía todo implicaba un conocimiento por visión divina. Cuando Pedro dijo al Señor que éste sabía que él le amaba, la palabra griega que usó indicaba solamente conocimiento por observación directa. A medida que Pedro descendía peldaño a peldaño la escala de la humillación, peldaño a peldaño fue siguiéndole el Señor asegurándole la obra para la cual estaba destinado.
Nuestro Señor había dicho de sí mismo: «Yo soy la Puerta». A Pedro le había dado las llaves y la función de portero. La función del Salvador como pastor visible sobre el visible rebaño estaba tocando a su fin. Transfirió esta función al mayoral, antes de retirar su presencia visible al trono del cielo, donde sería la cabeza y pastor invisible.
El pescador galileo fue promovido a la jefatura y primacía de la Iglesia. Era el primero de todos los apóstoles en toda lista de los apóstoles. No sólo se nombraba siempre a él el primero, sino que tenía siempre la precedencia en el obrar; fue el primero en dar testimonio de la divinidad del Señor; y el primero de los apóstoles que testificó que Cristo había resucitado de entre los muertos. Como el mismo Pablo dijo, el que primero vio al Señor fue Pedro; después de la venida del Espíritu en Pentecostés, el primero en predicar el evangelio a sus semejantes fue Pedro. En la naciente Iglesia fue él el primero que desafió la ira de los perseguidores; el primero entre los doce que recibió a los gentiles creyentes en el Seno de la Iglesia, y el primero de quien se predijo que padecería muerte de martirio por la causa de Cristo.
Durante su vida pública, cuando nuestro Señor dijo a Pedro que éste era una roca sobre la que Él edificaría su Iglesia, el Maestro le profetizó que sería crucificado y resucitaría luego. Entonces Pedro trató de disuadirle de que muriera en la cruz. En reparación de aquella tentación, que nuestro Señor calificó de satánica, ahora, después de haber dado a Pedro la misión, con plena autoridad, de que gobernara sus corderos y ovejas, el Señor le predijo que él mismo moriría también en una cruz. Era como si Jesús dijera a Pedro: «Tendrás una cruz como la cruz en que a mí me clavaron, y de la que tú querías apartarme, impidiéndome, por lo tanto, mi entrada en la gloria. Ahora has de aprender lo que realmente significa amar. Mi amor es la antesala de la muerte. Yo te amaba; por esto me mataron; por el amor que tú me tienes, también te matarán a ti. Yo dije una vez que el Buen Pastor daba la vida por sus ovejas; ahora tú eres el pastor que ocupa mi lugar; por lo tanto, tú recibirás el mismo galardón por tus trabajos que yo recibí por el mío... los maderos de la cruz, cuatro clavos y, luego, la vida eterna».
“En verdad, en verdad te digo que, cuando eras joven, te ceñías tú mismo, y andabas por donde querías; mas cuando seas viejo, extenderás tus manos, y otro te ceñirá, y te llevará a donde tú no quieras”. Jn 21,18
Aunque en los días de su juventud fue impulsivo y obstinado, sin embargo, al llegar a la vejez Pedro glorificaría al Maestro muriendo en una cruz. A partir de Pentecostés, Pedro fue llevado a donde no quería ir. Fue obligado a abandonar la Ciudad Santa, donde le esperaban la cárcel y la espada. Luego fue conducido por su divino Maestro a Samaria, y a la casa del pagano Cornelio; después fue conducido a Roma, la nueva Babilonia, donde se vio confortado por los cristianos que no pertenecían a los de la dispersión judía y a los que Pablo había llevado al redil de la Iglesia. Finalmente fue llevado a una cruz y murió mártir en la colina del Vaticano. Pidió que le crucificaran cabeza abajo, por considerarse indigno de morir de la misma manera que el Maestro. Siendo como era la Roca, era propio que fuera enterrado en aquel lugar, como verdadero fundamento de la Iglesia.
Así, el hombre que siempre trataba de apartar al Señor de la cruz fue el primero de los apóstoles en subir a ella. La cruz a la que murió abrazado redundó más en gloria del Salvador que todo el celo y vehemencia de que hacía gala en sus años mozos. Cuando Pedro no comprendía aún que la cruz significaba redención del pecado, ponía su propia muerte delante de la del Maestro, diciendo que aunque los otros no le defendieran él le defendería siempre. Ahora Pedro veía claramente que sólo a la luz de la cruz del Calvario tenía significado y trascendencia la cruz que él abrazaría un día. Hacia el fin de su vida Pedro vería ante sí la cruz y escribiría:
“Sabiendo, como además nuestro Señor Jesucristo me lo ha manifestado, que próximo está el abandono de mi tienda. Mas emplearé mi celo para que en toda ocasión después de mi partida podáis conservar en la memoria estas cosas. Porque no fuimos seguidores de ingeniosas fábulas cuando os hicimos conocer el poder y advenimiento de nuestro Señor Jesucristo, sino que fuimos testigos de vista de su majestad”. 2 Pe 1, 14-16.
(MONS. FULTON SHEEN, Vida de Cristo, Herder, Barcelona, 1959, pp. 473-478)

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