sábado, 13 de abril de 2013

Domingo III de pascua (ciclo c) - San Agustín

La Iglesia militante
y la Iglesia triunfante

1. Después de la narración del hecho en que Tomás, su discípulo, por las cicatrices de las llagas, que fue invitado a tocar en la carne de Cristo, vio lo que no quería creer y lo creyó, inserta el evangelista lo siguiente: "Otras muchas maravillas hizo Jesús en presencia de sus discípulos que no están escritas en este libro. Más todas estas cosas han sido escritas para que vosotros creáis que Jesús es el Cristo, Hijo de Dios vivo, a fin de que, creyéndolo, tengáis la vida en su nombre". Este capítulo parece indicar el final de este libro, pero en él se narra aún la manifestación del Señor junto al mar de Tiberíades, y cómo en la captura de los peces se recomienda el misterio de la Iglesia, y cómo ha de ser la futura resurrección de los muertos. Creo que contribuye a dar valor a esta recomendación el que esta conclusión    sirviese de prólogo a la narración siguiente, para dejarla, en cierto modo, en un lugar más destacado. Comienza así esta narración: "Después se manifestó Jesús junto al mar de Tiberíades, y se manifestó de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro y Tomás, llamado Dídimo, y Natanael, que era de Cana de Galilea, y los hijos del Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Díceles Simón Pedro: Voy a pescar. Ellos le replican: Vamos también nosotros contigo".
2. Con ocasión de esta pesca de los discípulos suele preguntarse por qué Pedro y los dos hijos del Zebedeo volvieron al mismo oficio que tenían antes de ser llamados por el Señor, pues eran pescadores, cuando les dijo: Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres. Entonces ellos, dejándolo todo, le siguieron para entregarse a su magisterio; mientras tanto, se alejaba de El aquel rico a quien había dicho: Vete, vende cuanto tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo, y ven y sígueme; por lo cual le dijo Pedro: Nosotros hemos dejado todas las cosas y te hemos seguido. ¿Por qué, pues, ahora, como abandonando el apostolado, vuelven a ser lo que eran y vuelven a tomar lo que habían dejado, como olvidados de las palabras que habían escuchado: Nadie que ponga sus manos en el arado y mire para atrás es apto para el reino de los cielos? Si hubiesen hecho esto después de haber muerto Jesús y antes de haber resucitado de entre los muertos (lo cual no hubieran podido hacerlo entonces, porque el día que fue crucificado los tenía suspensos hasta la hora de la sepultura, que fue antes de las vísperas, y al día siguiente era sábado, en que la costumbre de sus padres no les permite trabajo alguno; y en el día tercero ya resucitó el Señor y les devolvió la esperanza, que habían comenzado a perder), si entonces lo hubieran hecho, pensaríamos que lo hicieron en virtud de aquella desesperación que se había apoderado de sus ánimos. Mas ahora, después de tenerle entre los vivos, después de la evidencia de su carne, vuelta a la vida y ofrecida a sus ojos y a sus manos, no sólo para que la viesen, sino también para que la tocasen y palpasen; después de haber visto los lugares de las llagas, hasta llegar a la confesión del apóstol Tomás, que había dicho que de otra manera no creería; después de haber recibido al Espíritu Santo por su insuflación; después de aquellas palabras pronunciadas por su boca en sus mismos oídos: Como mi Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros: a quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados, y a quienes se los retuviereis, les serán retenidos, repentinamente se hacen pescadores, no de hombres, sino de peces, como antes lo fueron.
3. A quienes por esto se turban, hay que responderles que no les fue prohibido agenciarse lo necesario por medio de un arte lícito y concedido, conservando la integridad de su apostolado, si no tenían otro recurso para obtener lo necesario para vivir. A no ser que a alguno se le ocurra pensar o decir que San Pablo no tuvo la perfección de aquellos que, dejando todas las cosas, siguieron a Cristo, porque, para no ser gravoso a ninguno de aquellos a quienes predicaba el Evangelio, él mismo con sus manos se procuraba su manutención, siendo así que más bien en él se cumplía lo que dice: He trabajado más que todos ellos; añadiendo: Pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo; de manera que a la gracia de Dios atribuye el poder entregarse en cuerpo y alma más que todos ellos al trabajo, hasta el punto de no cesar en la predicación del Evangelio, y, no obstante, no tener necesidad del Evangelio para sostener su vida, cuando con mayor extensión y fruto lo sembraba en tantas naciones que no habían oído el nombre de Cristo. Allí demuestra que a los apóstoles no les fue impuesta la obligación de vivir, es decir, de sacar del Evangelio su sostenimiento, sino que se le dio esa facultad. De esta facultad hace mención el Apóstol cuando dice: "Si nosotros hemos sembrado en vosotros bienes espirituales, ¿será mucho que recojamos vuestros bienes materiales? Si otros participan de vuestras haciendas, ¿no tenemos nosotros mayor derecho? Yo nunca he usado de este derecho". Y poco después añade: "Quienes sirven al altar, en el altar tienen su parte; y así ordenó el Señor a los predicadores del Evangelio que vivan del Evangelio: yo no he hecho uso de estas facultades". Queda, pues, bien claro que no fue un precepto, sino una facultad concedida a los apóstoles no vivir de otra cosa que del Evangelio; y de aquellos en quienes con la predicación del Evangelio sembraban bienes espirituales, recogiesen los materiales, esto es, lo necesario para su corporal sustento, y, como soldados de Cristo, recibiesen de sus proveedores la soldada. Con este motivo, este mismo soldado de Cristo había dicho poco antes acerca de esto: ¿Quién sirve en la milicia a sus propias expensas? Y esto es lo que él hacía, porque trabajaba más que todos. Si, pues, San Pablo, por no hacer uso, como ellos, de aquella facultad que le era común con los otros predicadores del Evangelio, sino para militar a sus expensas y no escandalizar a los gentiles, tan ajenos al nombre de Cristo, pareciéndoles venal su doctrina y teniendo él otra educación, aprendió oficios que no conocía para no ser gravoso a sus oyentes y vivir del trabajo de sus manos, ¿cuánto mejor San Pedro, que antes había sido pescador, volvió a ejercer lo que ya conocía, si en aquella ocasión no hallaba otro modo de procurarse el sustento?
4. Quizá alguno pudiera objetar: ¿Cómo es que no tenía, si el Señor lo había prometido, cuando dijo: Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os darán por añadidura? En esta ocasión cumplió Dios su promesa. Porque ¿quién reunió allí los peces que pescaron? Y puede pensarse que El los redujo a aquella penuria que los obligó a pescar, porque quería hacer a su vista aquel milagro, con el que, a la vez que daba el alimento a los predicadores de su Evangelio, recomendaba el mismo Evangelio con el misterio encerrado en el número de los peces. Y ahora, con el favor de Dios, voy a deciros algo sobre esta pesca.
5. Dice Simón Pedro: Voy a pescar. Dícenle quienes con él estaban: Vamos también nosotros contigo. Salieron y subieron a la barca, y en aquella noche no pescaron nada. Hecha ya la mañana, se presentó Jesús en la playa, sin conocer los discípulos que era Jesús. Díceles, pues, Jesús: Muchachos, ¿tenéis algo para comer? Respondiéronle: No. Les dice: Echad la red a la derecha de la barca y hallaréis. La echaron, y no podían arrastrar la red por la cantidad de peces. Dice entonces aquel discípulo a quien amaba Jesús a Pedro: Es el Señor. Pedro, habiendo oído que era el Señor, se vistió la túnica, porque estaba desnudo, y se lanzó al mar. Los otros discípulos vinieron en la barca (porque no estaban lejos de la tierra, como unos doscientos codos) arrastrando la red con los peces. Luego que tomaron tierra, vieron unas brasas preparadas y sobre ellas un pez, y un pan. Díceles Jesús: Traed de los peces que habéis cogido ahora. Subió Simón Pedro y arrastró la red a la tierra con ciento cincuenta y tres peces de gran tamaño. Y, con ser tantos, no se rompió la red.
6. Este es el gran misterio en el gran Evangelio de San Juan, y para más encarecerlo, escrito en el último lugar. El haber sido siete los discípulos que tomaron parte en esta pesca: Pedro, Tomás, Natanael, los dos hijos del Zebedeo y otros dos cuyos nombres calló, con su número septenario, indican el fin del tiempo. Todo el tiempo da vueltas en los siete días. A esto se refiere el estar Jesús en la playa ya hecha la mañana, porque la playa es el término del mar, y así significa el fin del tiempo, representado también por la extracción de la red hacia la tierra, esto es, hacia la playa por Pedro. Lo cual explicó el mismo Señor cuando expuso la parábola de la red lanzada al mar, y la traen, dice, al litoral. Y exponiendo el significado del litoral, dice: Así será el fin del tiempo.
7. Más aquélla era una parábola por vía de ejemplo: no era un hecho. Con este hecho quiso el Señor dar a entender cómo será la Iglesia en el fin del tiempo; y con aquella parábola, cómo es la Iglesia en el tiempo presente. Por haber dicho aquélla al principio de su predicación y haberse ejecutado esta pesca después de su resurrección, dio a entender que aquella captura de peces significaba a los buenos y a los malos que ahora hay en la Iglesia, y ésta representa solamente a los buenos, que tendrá siempre al fin del mundo y después de la resurrección de los muertos. En aquélla, finalmente, Jesús no estaba de pie en la playa, como en ésta, cuando mandó pescar, sino que, subiendo a una de las naves, que era la de Simón Pedro, le rogó que la retirase un poco de la tierra, y, sentándose en ella, enseñaba a las turbas. Cuando cesó de hablar, dijo a Simón: Rema hacia adentro y lanzad las redes para pescar. Lo que entonces pescaron, fue recogido en las naves, no como ahora, que fue extraída la red hacia la tierra. Por estas señales y otras que quizá puedan hallarse, aquélla representaba a la Iglesia en este mundo, y ésta a la Iglesia en el fin del mundo. Por eso aquélla tuvo lugar antes y ésta después de la resurrección del Señor, porque en aquélla representó Cristo nuestra vocación, y en ésta nuestra resurrección. Allí no se lanza la red, ni a la derecha, para no significar solamente a los buenos, ni a la izquierda, para no entender solamente a los malos; sino de un modo general: Lanzad, dice, las redes para pescar, dando a entender que están mezclados los buenos con los malos; más aquí dice: Echad la red a la derecha de la nave, para significar que a la derecha estaban solamente los buenos. Allí la red se rompía, recordando los cismas; más aquí, como entonces no habrá cismas en aquella paz suma de los santos, tuvo el evangelista cuidado de anotar que, siendo tantos, es decir, tan grandes, no se rompió la red; como acordándose de cuando se rompió, y encareciendo este bien en comparación de aquel mal. En aquélla fue tan grande la multitud de peces, que, llenas las dos naves, se sumergían, esto es, amenazaban sumergirse; no se hundieron, pero estaban en peligro. ¿De dónde hay tantos males en la Iglesia, sino de que no es posible hacer frente a la avalancha que para hundir la disciplina entra en sus costumbres, enteramente opuestas al camino de los santos? En ésta lanzaron la red a la derecha de la nave y no podían arrastrarla por la cantidad de peces. ¿Qué significa que no podían arrastrarla sino que los que pertenecen a la resurrección de la vida, esto es, a la derecha, y terminan su vida dentro de las redes del nombre cristiano, no aparecerán sino en la playa, es decir, cuando hayan resucitado en el fin del mundo? Por eso no fueron capaces de arrastrar las redes y descargar en la embarcación los peces cogidos, como hicieron con los otros, que rompieron las redes y pusieron en peligro a las naves. A estos que salen de la derecha los guarda la Iglesia en el sueño de la paz, después de salir de esta vida mortal, como escondidos en lo profundo, hasta que llegue a la playa adonde es arrastrada como a unos doscientos pasos. Lo que allí era representado por las dos naves, es decir, la circuncisión y el prepucio, creo que aquí está representado por los doscientos codos en atención a las dos clases de elegidos, ciento de la circuncisión y ciento del prepucio, porque el número, sumadas las centenas, pasa a la derecha. Finalmente, en aquella pesca no se expresa el número de los peces, como si allí se verificase lo que dice el profeta: Prediqué y hablé y se multiplicaron sin número; más aquí no excede ninguno del número, que se fija en ciento cincuenta y tres. Con la ayuda del Señor os daré la razón de este número.
8. Si quisiéramos representar a la Ley por un número, ¿cuál sería sino el diez? Sabemos muy bien que el decálogo de la Ley, esto es, aquellos diez conocidísimos mandamientos, fueron primeramente escritos por el dedo de Dios en dos tablas de piedra. La Ley, sin la ayuda de la gracia, da origen a los prevaricadores, y se queda sólo en la letra. Por esto principalmente dice el Apóstol: La letra mata, más el espíritu vivifica. Júntese el espíritu a la letra para que la letra no mate a quien el espíritu no da vida. Cumplamos los preceptos de la Ley, apoyados no en nuestros méritos, sino en la gracia del Salvador. Cuando a la Ley se une la gracia, es decir, el espíritu a la letra, se añaden siete al número diez. Y que este número septenario significa al Espíritu Santo, lo atestiguan documentos de las Sagradas Escrituras dignos de consideración. La santidad o santificación pertenecen propiamente al Espíritu Santo; y así, siendo Espíritu el Padre y Espíritu el Hijo, porque Dios es Espíritu; y siendo Santo el Padre y Santo el Hijo, el nombre propio del Espíritu de ambos es Espíritu Santo. Y ¿dónde por primera vez sonó en la Ley la palabra santificación sino en el séptimo día? No santificó el día primero, en que creó la luz; ni el segundo, en que creó el firmamento; ni el tercero, en que separó el mar de la tierra, y la tierra brotó las plantas y los árboles; ni el cuarto, en el cual fueron hechos los astros; ni el quinto, en el cual dio el ser a los animales que viven en las aguas y vuelan por los aires; ni el sexto, en que creó los animales que pueblan la tierra y al mismo hombre; sólo santificó al día séptimo, en el cual descansó de todas sus obras. Convenientemente, pues, el número séptimo representa al Espíritu Santo. Asimismo, el profeta Isaías dice: Reposará en mí el espíritu del Señor. Y a continuación, recomendándolo bajo una operación o don septenario, añade: Espíritu de sabiduría y de entendimiento, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de piedad, y le llenará el Espíritu del temor de Dios. Y en el Apocalipsis, ¿no se mencionan los siete espíritus de Dios, no siendo más que un solo Espíritu, que reparte a cada uno sus dones cómo quiere? Esta operación septenaria fue así llamada por el mismo Espíritu, que asistía al escritor para mencionar a los siete espíritus. Uniéndose, pues, a la Ley el Espíritu Santo con el número septenario, se forma el número diecisiete; y este número, creciendo con la suma de todos los números que lo componen, da la suma de ciento cincuenta y tres. Así, si a uno le añades dos, dan tres; si a tres le sumas tres y cuatro, son diez; y si después vas añadiendo los números siguientes hasta diecisiete, se llega al número antes dicho; esto es, si a diez, formado por el tres y cuatro a partir del uno, le añades cinco, son quince; súmale seis, y tienes veintiuno; a éste añádele siete, y tendrás veintiocho; súmale sucesivamente ocho, nueve y diez, y serán cincuenta y cinco; añade ahora once, doce y trece, y tendrás noventa y uno; vuelve a sumarle catorce, quince y dieciséis, y sumarán ciento treinta y seis; a éste añádele el que queda, y del cual tratamos, que es el diecisiete, y se completará el número de los peces. Mas no quiere decir esto que sólo ciento cincuenta y tres justos han de resucitar a la vida eterna, sino todos los millares de santos que pertenecen a la gracia del Espíritu Santo. Esta gracia hace como un convenio con la Ley de Dios, como con un adversario, para que, dando vida el espíritu, no mate la letra, antes con la ayuda del espíritu sea cumplida la letra, y si en algo no se cumple, sea perdonado. Cuantos pertenecen a esta gracia son figurados por este número, es decir, son significados figurativamente. Ese número incluye además tres veces al quincuagenario, y tres más por el misterio de la Trinidad. El cincuenta se forma multiplicando siete por siete y añadiéndole uno, porque siete por siete son cuarenta y nueve. Y se le añade uno para indicar que es uno el que se manifiesta a través de las siete operaciones; y sabemos que el Espíritu Santo, cuya venida fue ordenado a los discípulos esperar, fue enviado cincuenta días después de la resurrección del Señor.
9. No de balde, pues, se dijo de estos peces que fueron tantos y tan grandes, esto es, ciento cincuenta y tres, y grandes. Y arrastró hasta la tierra la red con ciento cincuenta y tres grandes peces. Porque, habiendo dicho el Señor: No vine a abolir la Ley, sino a cumplirla, y debiendo dar al Espíritu Santo poder cumplirla, como sumando siete a los diez, interpuestas algunas pocas palabras, dijo: Quien desatare el más pequeño de estos preceptos y así lo enseñare a los hombres, éste será llamado mínimo en el reino de los cielos; mas quien los cumpla y enseñe a cumplirlos, será grande en el reino de los cielos. Ese mínimo que con su ejemplo destruye lo que dice con sus palabras, puede representar a la Iglesia, significada en aquella primera pesca, compuesta de los buenos y de los malos, pues a ella se la llama reino de los cielos; y así dice: El reino de los cielos es semejante a la red lanzada a la mar, que recoge toda clase de peces. Donde quiere incluir a los buenos y a los malos, que después en el litoral, esto es, en el fin del mundo, serán separados. Finalmente, para hacernos ver que estos mínimos son los réprobos, que predican el bien con la palabra y lo destruyen con su mala vida, y que no sólo como mínimos, sino que en manera alguna han de estar en el reino de los cielos; después de decir: Será llamado mínimo en el reino de los cielos, añade en seguida: Os digo que, si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Esos son los verdaderos escribas y fariseos, que se sientan en la cátedra de Moisés, de los cuales dice: Haced lo que dicen, mas no hagáis lo que ellos hacen, -porque dicen y no hacen; enseñan con sus predicaciones lo que deshacen con sus costumbres. Y, por consiguiente, quien es mínimo en el reino de los cielos, como entonces será la Iglesia, no entrará en el reino de los cielos, cual entonces será la Iglesia; porque, enseñando lo que no pone en práctica, no pertenecerá a la compañía de los que hacen lo que enseñan, y, por lo tanto, no estará en el número de los peces grandes, pues quien cumple y enseña a cumplir, éste será llamado grande en el reino de los cielos. Y porque éste será grande, estará allí donde el mínimo no podrá estar. Allí serán tan grandes, que el menor de ellos es mayor que el más grande de acá. Sin embargo, quienes acá son grandes, es decir, en el reino de los cielos, donde la red coge a los buenos y a los malos, y hacen lo que enseñan, en aquella eternidad del reino de los cielos serán mayores, perteneciendo a la derecha y a la resurrección de la vida, significados por los peces de esta pesca. Sigue ahora la narración de la comida del Señor con los siete discípulos y de las palabras que dijo después de la comida y la conclusión de este Evangelio. De todo ello trataremos, si Dios nos lo permite; mas no he de abreviarlo en este sermón.
(SAN AGUSTÍN, Tratados sobre el Evangelio de San Juan (t. XIV), Tratado 122, 1-
, BAC Madrid 1965, pp. 606-618)

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