La orientación fundamental
del catolicismo
“Seamos cristianos, es decir, amemos a nuestros hermanos”. En este pensamiento lapidario resume el gran Bossuet su concepción de la moral cristiana. Poco antes había dicho: “Quien renuncia a la caridad fraterna, renuncia a la fe, abjura del cristianismo, se aparta de la escuela de Jesucristo, es decir, de su Iglesia”.
Al iniciar este estudio sobre el deber social de los católicos nos ha parecido que la mejor introducción es recordar el pensamiento básico que funda toda la actitud moral del catolicismo. Sin una comprensión de esta actitud, y sin entender exactamente el sitio que ocupa la caridad en el pensamiento de la Iglesia, será muy difícil evitar una actitud de crítica, de amarga protesta, ante las exigencias sociales, cuya razón íntima no se podrá percibir.
Si llegamos a comprender a fondo el sitio que ocupa la caridad en el cristianismo, la actitud de amor hacia nuestros hermanos, el respeto hacia ellos, el sacrificio de lo nuestro por compartir con ellos nuestras felicidades y nuestros bienes, fluirán como consecuencias necesarias y harán fácil una reforma social. De lo contrario, cualquier petición a favor de los que llevan una vida más dura encontrará resistencias de nuestra parte, y sólo podrá ser obtenida con protestas y amargas quejas, y nunca con el gesto amplio del amor y de la comprensión, sino que contentándose con dar el mínimo necesario para tapar la boca de quienes exigen y amenazan.
Lo más interesante, por tanto, en un estudio del deber social de los católicos es comprender su actitud, el estado de ánimo para abordar este estudio; es poner al lector en el clima propio del catolicismo; es invitarlo a mirar este problema con los ojos de Cristo, a juzgarlo con su mente, a sentirlo con su corazón. No lograremos una visión social justa mientras el católico del siglo XX no tenga ante el problema social la actitud de la Iglesia que no es en el fondo sino, prolongado, Cristo viviendo entre nosotros. Una vez que el católico haya entrado en esta actitud de espíritu, todas las reformas sociales, todas las reformas que exige la justicia social están virtualmente ganadas. Será necesaria la técnica económica social, un gran conocimiento de la realidad humana, de las posibilidades de la industria en un momento determinado, de la vinculación internacional de los problemas sociales, pero todos estos estudios se harán sobre un terreno propicio si la cabeza y el corazón del cristiano han logrado comprender y sentir el mensaje de Cristo.
El Mensaje de Cristo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lc 10,27). El Mensaje de Jesús fue comprendido en toda su fuerza por sus colaboradores más inmediatos, los apóstoles: “El que no ama a su hermano no ha nacido de Dios” (1Jn 2,1). “Si pretendes amar a Dios y no amas a tu hermano, mientes” (1Jn 4,20). “¿Cómo puede estar en él el amor de Dios, si rico en los bienes de este mundo, si viendo a su hermano en necesidad le cierra el corazón?” (1Jn 3,17). Con qué insistencia inculca Juan esta idea: que es puro egoísmo pretender complacer a Dios mientras se despreocupa de su prójimo. Santiago apóstol con no menor viveza que San Juan dice: “La religión amable a los ojos de Dios, no consiste solamente en guardarse de la contaminación del siglo, sino en visitar a los huérfanos y asistir a las viudas en sus necesidades” (Sant 1,27).
San Pablo, apasionado de Cristo: “Nacemos por la caridad, servidores los unos de los otros, pues toda nuestra ley está contenida en una sola palabra: Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Gal 5,14). “El que ama a su prójimo cumple la ley” (Rm 12,8). “Llevad los unos la carga de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo” (Gal 6,2). Todavía con mayor insistencia, San Pablo resume todos los mandamientos no ya en dos, sino en uno que compendia los dos mandamientos fundamentales: “Toda la ley se compendia en esta sola palabra: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Rm 13,19). San Juan repite el mismo concepto: “Si nos amamos unos a otros Dios mora en nosotros y su amor es perfecto en nosotros” (1Jn 4,12). Y añade aún un pensamiento, fundamento de todos los consuelos del cristiano: “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida sobrenatural si amamos a nuestros hermanos. El que no ama permanece en la muerte” (1Jn, 3,14).
Después de recorrer tan rápidamente unos cuantos textos escogidos al azar entre los mucho más numerosos que podríamos citar, de cada uno de los apóstoles que han consignado su predicación por escrito, no podemos menos de concluir que no puede pretender llamarse cristiano quien cierra su corazón al prójimo.
Se engaña, si pretende ser cristiano, quien acude con frecuencia al templo pero no al conventillo para aliviar las miserias de los pobres. Se engaña quien piensa con frecuencia en el cielo, pero se olvida de las miserias de la tierra en que vive. No menos se engañan los jóvenes y adultos que se creen buenos porque no aceptan pensamientos groseros, pero que son incapaces de sacrificarse por sus prójimos. Un corazón cristiano ha de cerrarse a los malos pensamientos, pero también ha de abrirse a los que son de caridad.
La primera encíclica dirigida al mundo cristiano por San Pedro encierra un elogio tal de la caridad que la coloca por encima de todas las virtudes, incluso de la oración: “Sed perseverantes en la oración, pero por encima de todo practicad continuamente entre vosotros la caridad” (1Pe 4,8-9).
Desfilan los siglos, doscientos cincuenta y ocho Pontífices se han sucedido, unos han muerto mártires de Cristo, otros en el destierro, otros dando testimonio pacífico de la verdad del Maestro, unos han sido plebeyos y otros nobles, pero su testimonio es unánime, inconfundible, no hay uno que haya dejado de recordarnos el mandamiento del Maestro, el mandamiento nuevo del amor de los unos a los otros, como Cristo nos ha amado. Imposible sería recorrer la lista de los Pontífices aduciendo sus testimonios: tales citaciones constituirían una biblioteca.
La práctica del amor cristiano
Con mayor cuidado que la pupila de los ojos debe, pues, ser mirada la caridad. La menor tibieza o desvío voluntario hacia un hermano, deliberadamente admitidos, serán un estorbo más o menos grave a nuestra unión con Cristo. Por eso nos dijo el Maestro que “si al ir a presentar una ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda” (Mt 5,23-24).
Al comulgar recibimos el Cuerpo físico de Cristo, Nuestro Señor, y no podemos, por tanto, en nuestra acción de gracias rechazar su Cuerpo Místico. Es imposible que Cristo baje a nosotros con su gracia y sea un principio de unión si guardamos resentimiento con alguno de sus miembros. Por esto San Pablo, que había comprendido tan bien la doctrina del Cuerpo Místico, nos dice: “Os conjuro hermanos... que todos habléis del mismo modo y no haya disensiones entre vosotros, sino que todos estéis enteramente unidos en un mismo sentir y en un mismo querer” (1Co 1,10).
Este amor al prójimo es fuente para nosotros de los mayores méritos que podemos alcanzar porque es el que ofrece los mayores obstáculos. Amar a Dios en sí es más perfecto, pero, más fácil; en cambio, amar al prójimo, duro de carácter, desagradable, terco, egoísta, pide al alma una gran generosidad para no desmayar. Por esto Marmión dice: “No temo afirmar que un alma que por amor sobrenatural se entrega sin reservas a Cristo en las personas del prójimo ama mucho a Cristo y es a su vez infinitamente amada. Cerrándose al prójimo se cierra a Cristo el más ardiente deseo de su corazón: ‘Que todos sean uno’”.
Este amor, ya que todos no formamos sino un solo Cuerpo, ha de ser universal, sin excluir positivamente a nadie, pues Cristo murió por todos y todos están llamados a formar parte de su Reino. Por tanto, aun los pecadores deben ser objeto de nuestro amor puesto que pueden volver a ser miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Que hacia ellos se extienda, por tanto, también nuestro cariño, nuestra delicadeza, nuestro deseo de hacerles el bien, y que al odiar el pecado no odiemos al pecador.
El amor al prójimo ha de ser ante todo sobrenatural, esto es, amarlo con la mira puesta en Dios, para alcanzarle o conservarle la gracia que lo lleva a la bienaventuranza. Amar es querer bien, como dice Santo Tomás, y todo bien está subordinado al [bien] supremo; por eso es tan noble la acción de consagrar una vida a conseguir a los demás los bienes sobrenaturales que son los supremos valores de la vida.
Pero hay también otras necesidades que ayudar: un pobre que necesita pan, un enfermo que requiere medicinas, un triste que pide consuelo, una injusticia que pide reparación... y sobre todo, los bienes positivos que deben ser impartidos, pues aunque no haya ningún dolor que restañar, hay siempre una capacidad de bien que recibir.
San Pablo resume admirablemente esta actitud: “Amaos recíprocamente con ternura y caridad fraternal, procurando anticiparos unos a otros en las señales de honor y deferencia... Alegraos con los que se alegran y llorad con los que lloran, estad siempre unidos en unos mismos sentimientos... vivid en paz y, si se puede, con todos los hombres” (Rm 12,10-18). “Os ruego encarecidamente que os soportéis unos a otros con caridad; solícitos en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz; pues no hay más que un solo cuerpo y un solo Espíritu, así como fuisteis llamados a una misma esperanza de vuestra vocación” (Ef 4,1-4).
El modelo del amor y su imitación por los cristianos
La ley de la caridad no es para nosotros ley muerta; tiene un modelo vivo que nos dio ejemplos de ella desde el primer acto de su existencia hasta su muerte, y continúa dán-donos pruebas de su amor en su vida gloriosa: ese es Jesucristo.
Hablando de Él, dice San Pablo que es la Benignidad misma que se ha manifestado a la tierra; y San Pedro, que vivió con Él tres años, nos resume su vida diciendo que “pasó por el mundo haciendo el bien” (Hech 10,38). Como el Buen Samaritano, cuya caritativa acción Él mismo nos ponderó, tomó al género humano en sus brazos y sus dolores en el alma.
Viene a destruir el pecado, que es el supremo mal; echa a los demonios del cuerpo de los posesos, pero, sobre todo, los arroja de las almas dando su vida por cada uno de nosotros. Me amó a mí, también a mí, y se entregó a la muerte por mí (cf. Gal 2,20). ¿Puede haber señal mayor que dar su vida por sus amigos?
Junto a estos grandes signos de amor, nos muestra su caridad con los leprosos que sanó, con los muertos que resucitó, con los adoloridos a los cuales alivió. Consuela a Marta y María en la pena de la muerte de su hermano, hasta bramar su dolor; se compadece del bochorno de dos jóvenes esposos y para disiparlo cambió el agua en vino; en fin, no hubo dolor que encontrara en su camino que no aliviara. Para nosotros, el precepto de amar es recordar la palabra de Jesús: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13,34). ¡Cómo nos ha amado Jesús!
Los verdaderos cristianos, desde el principio, han comprendido maravillosamente el precepto del Señor. Citar sus ejemplos sería largo, pero como resumen de todas estas realidades encontramos en un precioso libro de la remota antigüedad llamado La enseñanza del Señor por medio de los doce apóstoles a los gentiles: “Dos caminos hay, uno de la vida y otro de la muerte. La diferencia entre ambos es enorme. La ruta de la vida es así: Amarás ante todo a Dios tu Creador y luego a tu prójimo como a ti mismo; todo cuanto no quieres que se haga a ti, no lo hagas a otro. El contenido de estas palabras significa: bendecid a los que os maldicen, orad por vuestros enemigos, ayunad por los que os persiguen. ¿Qué hay en efecto de sorprendente si amáis a los que os aman? ¿No hacen otro tanto los gentiles? Pero vosotros amad a quienes os aborrecen y a nadie tendréis por enemigo. Absteneos de apetitos corpóreos. Si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, vuelve hacia él la otra y serás perfecto. Si alguien te contratare para una milla, acompáñalo por dos; si alguien te quitare la capa dale también la túnica... A todo aquel que te pidiere, dale, y no lo recrimines para que te lo devuelva, porque el Padre quiere que todos participen de sus dones”.
Esto fue escrito cuando Nerón acababa de quemar a centenares de cristianos en los jardines de su palacio, como lo narra Tácito; cuando imperaba Domiciano, mezquino y vil; cuando sangraba el anfiteatro por los miles de mártires despedazados por las fieras. Los hombres que escribían, enseñaban y aprendían la doctrina que acabamos de transcribir continuaban impertérritos amando a Dios y al prójimo. No perdían el ánimo ante los horrores del presente, ni se amedrentaban al tener siempre suspendida sobre la cabeza la amenaza del martirio. Por encima de todo estaba en su corazón la certeza del triunfo del amor. Cristo no sería para siempre vencido por Satán. No había de ser en vano vertida la sangre del Salvador.
En la esperanza de estos prodigiosos cristianos es donde hay que buscar la fuerza para retemplar nuestro deber de amar, a pesar de los odios macizos como cordilleras que nos cercan hoy por todas partes.
Muchas comisiones designan todos los países para solucionar los problemas de la post guerra, pero no podemos fiarnos demasiado en sus resultados mientras no vuelva a florecer socialmente la semilla del amor.
Al mirar esta tierra, que es nuestra, que nos señaló el Redentor; al mirar los males del momento, el precepto de Cristo cobra una imperiosa necesidad: Amémonos mutuamente. La señal del cristiano no es la espada, símbolo de la fuerza; ni la balanza, símbolo de la justicia; sino la Cruz, símbolo del amor. Ser cristiano significa amar a nuestros hermanos como Cristo los ha amado.
(SAN ALBERTO HURTADO, La búsqueda de Dios, Ediciones de la Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 2005, pp. 128-134)
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