Las dos pescas milagrosas
Los milagros de Cristo tuvieron por fin mostrar Su poder, que es el poder de Dios: son la confirmación divina de lo que Él enseñó. Cristo mostró su poder sobre las cosas inanimadas (caminó sobre las aguas), sobre los productos del hombre (multiplicó el pan y el vino), sobre las plantas (secó la higuera maldita), sobre los animales (en este caso) y también sobre el cuerpo humano (curó enfermos), sobre los demonios (los exorcizó y dominó) y sobre la Muerte, el gran conquistador del género humano, como la llamó el poeta Schiller, “der Erobner”, resucitando tres muertos y resucitando El mismo. Pero ninguno de estos poderes podían hacer impresión tan inmediata sobre los Apóstoles, pescadores de profesión, como su poder sobre los peces: bicho que no tiene rey. Así, por ejemplo, usted puede ser el matemático, literato o filósofo más grande del mundo y su mujer de usted no se asombrará; pero si un día llega a mostrarle que sabe más que ella de cocina, se quedará impresionadísima. Y así Simón Pedro hijo de Juan se impresionó como nunca en su vida y sintió el pavor de la divinidad delante de Él: que eso significa claramente su extraño grito: “¡Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador!”. Bueno, si era pecador, tenía que decir lo contrario: “¡Acércate a mí, Señor, salud de los pecadores!”, comenta Maldonado con bastante simpleza. No se trataba allí de devoterías, y San Pedro no era una beata. “No temas: desde hoy yo te haré ser pescador de hombres.”
Hay un sentimiento profundo y primordial en el ser humano, consistente en que, delante de lo infinito –es decir, de lo divino– el hombre se queda chuto. Los que han estado en una tempestad en el mar o en la cumbre de una alta montaña lo conocen; y muchos otros, además. Es el sentimiento que los ingleses llaman awe y que no tiene nombre en castellano: la palabra reverencia, que en latín equivale a awe y significa temer el doble (revereor) se ha gastado y no significa más temor al doble. Eso lo llaman hoy sentimiento de inferioridad, de indigencia o de anonadamiento; y constituye el fondo del sentimiento religioso, oh Maldonado ¿Es posible que nunca lo hayas sentido, oh ratón de biblioteca? Es lo que sintió San Pedro; sintió una sublimidad, una infinitud delante de Él; y se espantó. Y era para espantarse, porque en seguida Cristo le dijo que lo iba a hacer “pescador de hombres”. “Y enseguida, llevadas las canoas a la ribera, y abandonando allí todo, lo siguieron.” Algún tiempo después tras una noche de oración, bajó Cristo del Monte, se sentó entre ellos, y señalándolos y nombrándolos uno por uno, designó a los Doce. Hoy día todos somos “Apóstoles”, de labios afuera. Ser apóstol es difícil, es tremendo: pide muchas etapas y son pocos los verdaderos.
En la segunda pesca, Pedro no se espantó, Cristo resucitado apareció en un fiordo del Lago, haciéndose el forastero; y les gritó: “Muchachos ¿habéis pescado?”. Era demasiado evidente que no habían pescado nada en toda la noche, y así lo reconocieron bruscamente. Sucedió la otra pesca milagrosa, después de la instrucción del forastero: “Echad a estribor.” San Juan reconoció a Cristo y advirtió a San Pedro: “Es el Señor.” San Pedro, “que estaba desnudo, se puso la túnica y se tiró a nado”, dice la Vulgata latina; por donde se ve que el traductor de la Vulgata, a pesar de ser dálmata, no sabía nadar: no se puede nadar con una túnica. San Pedro estaba en traje de gimnasta –que es la palabra del texto griego: “éen gar gimnós”– es decir, en zaragüelles o shorts, como dicen ahora; y lo que hizo fue ceñírselos fuertemente (“se ciñó”, dice el griego) porque el agua es una gran quitadora de zaragüelles, si uno se descuida. San Pedro, pues, se pasó un cinturón sobre la vestidura sumaria que tenía para el trabajo. En esta ocasión después que comieron juntos, y después de preguntarle solemnemente tres veces si lo amaba más que los otros Cristo le dijo también por tres veces delante de todos: “Pastorea mis ovejas”, y le predijo su martirio.
Este doble milagro significa pues con toda claridad el milagro moral de la Iglesia. Mas la primera pesca representa la Iglesia en este mundo; y la segunda, la Iglesia de la Resurrección, la Iglesia Triunfante. Y así todas las diferencias entre los dos milagros apuntan a ese sentido: en la primera, Cristo no les dice: “Echad a la derecha”, como en la segunda: la derecha siendo la señal de los elegidos en la parábola del Juicio Final; en la primera se rompen las redes y en la segunda no; en la primera llenan los botes con la pesca y en la segunda la arrastran a tierra firme; en la primera Pedro se espanta y en la segunda salta al agua apresuradamente para ir a Cristo; en la primera no se cuentan los peces y en la segunda Cristo les manda contarlos muy cuidadosamente, rechazando los chicos; y el resultado son 153 peces grandes. Finalmente, la primera tiene lugar al comienzo del ministerio eclesiástico de Cristo; y la segunda a la vista de Cristo resucitado. Y Cristo no está más en la barquilla: está en la ribera.
En ningún otro Evangelio los símbolos son tan claros como en éste: la derecha es el lugar de los elegidos, ya lo hemos dicho; el romperse las redes significa las herejías y cismas que acompañan a la Iglesia en este mundo; la tierra firme en contraposición al mar significa siempre en los profetas lo divino con respecto a lo terrenal, la religión contrapuesta al mundo; el contar los peces significa el juicio y la elección; e incluso el número 153 significa algo. De modo que los pescadores de hombres pescarán dos veces: una durante la duración de este mundo y otra al final de él; la primera pesca llenará la barquilla de Pedro, la segunda el convite de la bienaventuranza y eso por virtud de lo Alto y no por virtud humana, porque “sin Mí nada podéis”; las dos pescas son milagrosas. Cristo figuró siempre en sus parábolas la alegría de la vida bienaventurada como un convite; y en afecto, allí al llegar a las márgenes del fiordo (la desembocadura del arroyo Hammán, según se cree) les tenía preparado un almuerzo no por modesto menos alegre; había un pez asado al fuego, pan y miel; y había sobre todo la presencia gloriosa del Maestro amado. Los ciento cincuenta y tres peces grandes resultaron pues un lujo. No dice el Evangelio que los tiraron de nuevo al mar; pero bien puede ser que hayan seguido a Cristo olvidados de todo y “abandonándolo todo”, como la primera vez –yo, conque Dios me dé en el cielo “olvidarlo todo”, me doy por satisfecho. ¡Qué convite de bodas! Dormir es lo que necesito–.
¿Es esto que hemos hecho con estos dos evangelios paralelos una alegoría? No es una alegoría, no es el sentido alegórico que llaman. Es el segundo sentido literal: o sea el sentido religioso, místico o anagógico, como dicen los pedantes. En la Encíclica Divino Afflante Spiritu, S. S. Pío XII recomienda mucho a los exégetas que busquen el sentido literal; y que sobre él, como es obvio, funden todos los demás; y los previene y desanima contra la “alegoría” o “sentido traslaticio”, como allí se llama; de la cual abusaron bastante, conforme al gusto de su época, que no es el nuestro, los exégetas antiguos. Para dar un ejemplo de estos diversos sentidos de la Escritura, legítimos en sí mismos pero subordinados entre sí, sirva este evangelio: en afecto, San Agustín interpretó alegóricamente el número 153; y San Jerónimo en el sentido literal segundo.
¿Quiere decir algo ese número? Ciertamente; porque no de balde Cristo hizo numerar los peces, y el Evangelista lo escribió. ¿Qué quiere decir? San Agustín nota que 153 es igual a la suma de todos los números enteros de uno hasta diecisiete; y el número diecisiete se descompone en diez más siete: diez significa los Preceptos del Decálogo y siete los dones del Espíritu Santo: he aquí juntas la Ley Antigua y la Nueva. Esta alegoría matemática es muy ingeniosa, pero si Cristo hubiera querido dar a entender eso, los Apóstoles se hubiesen quedado en ayunas; y todos los cristianos hasta el siglo IV; y los demás, también.
San Jerónimo, que estaba en Palestina en el mismo tiempo en que San Agustín profería su sermón N° 251 –el más hermoso de sus sermones– descubrió el acertijo quizá por un casual: averiguó que los pescadores palestinenses creían que 153 especies diversas de peces existían y nada más; y parece que esta creencia era general, puesto que Jerónimo cita como autoridad sobre ella a Oppiano de Cilicia, poeta que vivió 180 años después de Cristo. De ese modo, el símbolo era transparente, aun para los Apóstoles; significaba que en el Reino de los Cielos habría hombres de todas las especies –y hay una repetición del mismo símbolo en la visión que tuvo San Pedro en Joppe en el mismo sentido–, judíos y gentiles, orientales y occidentales, chinos y franceses, blancos y mulatos, inocentes y pecadores, empleados públicos y vendedores ambulantes de ojos artificiales; e incluso algún ex ladrón y alguna ex prostituta: excepto solamente los usureros y los politiqueros, gracias a Dios. Ésos, aunque solemos llamarlos pejes, son sapos y culebras en realidad –esto último es sentido alegórico; y no lo inventó San Agustín, sino yo–.
“Los hechos del Verbo también son verbos”, dice San Ambrosio: los milagros de Cristo, además de ser un beneficio a sus receptores son también y muy principalmente un símbolo, una parábola en acción: “uno eodemque sermone, dum narrat gestum, prodit mysterium”, dice Gregorio el Magno. De modo que este doble milagro, al mismo tiempo que significa el poder de Cristo sobre los animales, es también signo de la Iglesia en sus dos estados: Militante y Triunfante; y de la bienaventuranza. ¡Dichoso pues el que sea pescado de esa suerte y sea sacado de las tinieblas a la luz; y de animal salvaje se convierta en manjar sabroso, asado por el fuego de la tribulación, aderezado con la miel de la gracia divina, digno de la mesa de Dios!
(CASTELLANI, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1977, pp. 259-264)
Excelente meditación de este hermoso Evangelio.
ResponderEliminarPropio de un autor sabio y piadoso.