La sangre y el perdón
Homilía en la Misa de Corpus Christi
Iglesia Catedral de La Plata
2 de junio de 2018
Había llegado el
día en que se sacrificaba el cordero pascual, y Jesús encomienda a sus
discípulos que preparen la comida ritual de la celebración. La indicación y su
cumplimiento parecen un suceso misterioso, pero ocurrido en una situación que
resultaba habitual para esa fecha. A los comienzos, según se lee en el
Deuteronomio (16, 7), la pascua debía celebrarse en el atrio del templo,
pero después se transfirió a las casas; se hizo rito hogareño. Era costumbre
que los habitantes de Jerusalén ofrecieran generosamente lugar a los peregrinos
para cumplir con la fiesta. Los discípulos, siguiendo el mandato recibido,
debían encontrar el lugar adecuado, matar el cordero, preparar panes ácimos y
disponer la mesa con sus accesorios. Todo sucedió tal como la providencia de
Jesús lo había planeado.
La comida
propiamente tal, después de lavarse las manos, consistía en compartir el
cordero asado, según lo prescrito y en las tradiciones. Sin embargo, la
precedía un “aperitivo”, por llamarlo así; se pasaba una primera copa, antes y
después de la cual correspondía una alabanza; seguían las hierbas amargas,
mojadas en vinagre, y la compota –jarosét, en hebreo- de dátiles, higos y
pasas. Después de un primer rezo de salmos venía la segunda copa, cuando se
explicaba el sentido de la fiesta: el paso, la pascua, de Israel de la
esclavitud a la libertad; el pan ázimo era un memorial de aquella intervención
de Dios en favor de su pueblo. Recordemos rápidamente que la eucaristía es el
memorial del sacrificio de Cristo, cordero inmolado y pan de vida. La tercera
copa ritual, de bendición, corresponde en la Última Cena a la consagración del
vino como sangre de la alianza nueva y definitiva, que es derramada en la cruz
por la comunidad y para que el mundo entero llegue a ser Iglesia de Dios. El
gesto de tomar el pan, pronunciar la bendición, partirlo y entregarlo es
la berajá, la oración judía sobre la mesa, que Mateo y Marcos llaman eulogía,
y Lucas y Pablo eujaristía.
Las palabras
de la institución eucarística nos son transmitidas con variantes en los tres
evangelios sinópticos y en la primera Carta a los Corintios, pero todas las
fórmulas recogen lo esencial: el cuerpo y la sangre del Señor son dados a comer
y beber. Esa celebración de la Cena ocurre insertada en el dinamismo de la
Pasión, sacrificio de la Nueva Alianza para el perdón de los pecados. Este año,
la liturgia de la Palabra subraya el valor de la sangre, que tenía una
importancia capital en el ritual de los sacrificios del Antiguo Testamento;
hacía referencia a aquella sangre que señaló las puertas de los israelitas en
Egipto para librarlos del exterminador. En los pueblos primitivos la sangre
está siempre en relación con lo sagrado y con la creación de una comunidad.
Según el Levítico la sangre es el alma de la carne, el principio vital del
cuerpo (17, 11). Carne y sangre constituyen, según el pensamiento bíblico, al
hombre en su naturaleza perecedera. El Hijo eterno de Dios, el Logos,
asumió nuestra condición mortal; se hizo carne, sárx (Jn. 1, 14). En
el llamado Discurso Eucarístico del cuarto evangelio (Jn. 6,
53-56), Jesús promete que su carne –sárx– será comida-brósis- y su
sangre-háimá– será bebida –pósis-. En las palabras de la Cena
en lugar de carne se dice cuerpo -s?ma-. El cuerpo
carnal del Señor y su sangre preciosa, tomados de María, hacen presente en el
sacramento eucarístico a la persona misma de Jesús, verdadero Dios y verdadero
hombre: cuerpo, sangre, alma y divinidad, como aprendí a recitar del catecismo
a los siete años. Esa presencia del Resucitado, que lleva los estigmas de la
Pasión, el cuerpo entregado y la sangre derramada, anticipan la comunión
celestial de los fieles con él y nos inducen a valorar debidamente la vida
humana, la carne y la sangre de todo hombre, imagen de Dios.
El carácter
sagrado de la sangre sustenta el precepto del decálogo que prohíbe el
homicidio. El derramamiento de la sangre del prójimo reclamaba venganza. la
cual era regulada cuidadosamente en la Torá de Israel. La historia
del hombre exiliado del jardín del Edén comienza con una maldición que tuvo y
tiene una vigencia terrible: Multiplicaré los sufrimientos de tus
embarazos; darás a luz a tus hijos con dolor. Sentirás atracción por tu marido,
y él te dominará (Gén. 3, 16). Ningún feminismo triunfante podrá evadirla
totalmente; sólo la recepción humilde y obediente de la sangre de Cristo es la
auténtica liberación de la mujer. Aquella historia inicial continúa con el
primer homicidio; la sangre inocente reclama ser vengada: la sangre de tu
hermano grita a mí desde el suelo (Gén. 4, 10). La figura del inocente
Abel se cumple en Cristo; su sangre recoge la sangre de todos los inocentes
asesinados, que clama venganza. Así caerá sobre ustedes toda la sangre
inocente derramada en la tierra desde la sangre del justo Abel; esto dijo Jesús
en su inventiva contra los escribas y fariseos (Mt. 23, 35). Tomen nota los
diputados y senadores, los que se aprestan a legalizar el crimen
abominable. No lo llamo yo así, lo hace el Concilio Vaticano II en el párrafo 51
de la Constitución Pastoral Gaudium et spes. Se escandalizaron en el
Congreso, durante el pseudo debate que acaba de concluir cuando un médico
presentó un video en el que aparece la realidad sangrienta del aborto: el niño
por nacer – porque es eso un embrión de 14 semanas- arrancado a pedacitos del
nido en el que debía crecer, para ser arrojado en un tacho de residuos
biológicos. La operación podrá ser realizada en condiciones asépticas, por
cierto, pero ¿sobre quién, sobre qué cabezas recaerá la sangre, mezclada, del
niño y de su madre? Las almitas inocentes serán acogidas en la misericordia de
Dios, ¿pero quién librará a una sociedad asesina de los pobres, de los más
pobres e indefensos, quién la librará del clamor de la venganza inseparable de
la sangre derramada?. No será, de seguro, el Fondo Monetario Internacional. En
la carne y la sangre de la niña violada, embarazada sin quererlo, y en la de la
carne y la sangre de su hijito sacrificado, están -unidos por una misteriosa
fraternidad- la carne y la sangre de Cristo. Caín, Herodes, Pilatos, y todos
los verdugos, pueden atarse al cuello un pañuelo verde. El precio del crimen
abominable le será cobrado al mundo el día del juicio, y a la sociedad
argentina mucho antes. El paso que algunos están empecinados en dar ya se está
pagando, anticipadamente, en las actuales e irremediables desdichas. Llama la
atención, para llorar, la adhesión de las izquierdas del arco político, que
proclaman, creo que sinceramente, los derechos de los pobres, a la iniciativa
típicamente burguesa de poder liquidar legalmente a los niños aún no paridos.
Es una iniciativa falazmente presentada como en favor de los pobres por los que
no quieren que se reproduzcan los pobres, y lo hacen porque no saben, no pueden
o no quieren arrancarlos de su situación de pobreza. Vuelvo sobre mis palabras.
Si yo digo que el aborto es un crimen abominable, se altera el
cotarro de los “comunicadores”, y a mucha gente discreta que trabaja por la
cultura del encuentro le parecerá una expresión exagerada, irrespetuosa y
molesta. Pero lo dijo el Vaticano II, y nadie lo recuerda. La verdad de la fe
acerca del cuidado de toda vida, sólo viene a confirmar certezas científicas,
filosóficas, jurídicas, sociológicas, psicológicas y políticas; el argumento
teológico, la Sagrada Escritura y el magisterio eclesial son un sello que
acredita la verdad de la naturaleza inscripta en el precio de la sangre. Que
piensan esto las “católicas por el derecho a decidir”, y los democráticos
entusiastas del debate.
En cada una
de las especies eucarísticas está Jesucristo todo entero; en la hostia
consagrada está su sangre, y en el cáliz en el que el vino dejó de ser vino,
está su carne. Dentro de un rato, pasearemos al Corpus, brevemente, por
nuestras calles, y luego él bendecirá a la ciudad indiferente. Pero no son
indiferentes nuestros corazones, sino llenos de lúcido fervor y de esperanza.
A la hora
doce de Roma se publicó hoy la noticia de que el Santo Padre Francisco aceptó
la renuncia al cargo de arzobispo de La Plata que le presenté hace unos días,
poco antes de cumplir 75 años, como lo “ruega” el derecho canónico. Mi sucesor
es monseñor Víctor Manuel Fernández, ex Rector de la Universidad Católica
Argentina, quien iniciará su ministerio como pastor de esta Iglesia particular
dentro de pocos días, para que el 29 de este mes pueda recibir de manos del
Sumo Pontífice el palio, que es la insignia de los arzobispos metropolitanos.
Así me lo comunicó el Encargado de Negocios de la Nunciatura Apostólica. Es
asombroso comprobar cómo los periodistas anuncian anticipadamente lo que va a
ocurrir, aunque se trate de hechos velados por el secreto pontificio, porque
este es el más vulnerable de los secretos. Muchos de ustedes recibirán una
revistita parroquial, que, de seguro, no habrá sido editada esta mañana, y que
contiene lo que hoy se publicó en Roma.
El mismo
representante de la Santa Sede también me indicó que esta celebración de Corpus
Christi sea mi despedida de ustedes. Pienso que a través de ustedes puedo
llegar a toda la feligresía. Así lo hago, en efecto, con todo cariño y
gratitud, después de un ministerio platense de casi 20 años; uno y medio como
coadjutor de mi venerado predecesor, Mons. Galán, y 18 como arzobispo. Todo
pasa, todos pasamos; la Iglesia, sea una multitud innumerable de naciones o
un pusillus grex, un mínimo rebaño, dura, permanece, hasta que Cristo
vuelva.
Me permito
unas pocas palabras de agradecimiento y de disculpa. De agradecimiento, en
primer lugar, al Papa Francisco, filialmente, en el amor de Jesús, María y
José, como escribí en el texto de mi renuncia. Luego a los sacerdotes y laicos
que han trabajado conmigo y aún más que yo; ¿qué podría hacer un obispo sin su
presbiterio, y sin los laicos comprometidos con la misión pastoral de la
Iglesia, y que llevan adelante tantas iniciativas? De un modo particular pienso
en los jóvenes y en los queridos seminaristas que se preparan para ser el clero
de mañana. Gracias por el talento, la laboriosidad, la oración y la
lealtad. Sobre todo por la lealtad, que con la sinceridad es un bien tan
escaso, que excluye toda simulación, hipocresía y adulación. No puedo hacer
nombres, no corresponde, y además, sería una lista larguísima; cada uno sabe, y
el Señor más que nosotros.
Ahora la
disculpa; el perdón, mejor dicho: lo pido a quienes se han sentido dañados,
perjudicados por mí de cualquier forma. Yo también perdono a quienes me hayan
deseado el mal. El perdón recíproco nos identifica como cristianos. Lo dice el
apóstol: Como elegidos de Dios, sus santos y amados, revístanse de
sentimientos de profunda compasión. Practiquen la benevolencia, la humildad, la
dulzura, la paciencia. Sopórtense los unos a los otros, y perdónense mutuamente
siempre que alguien tenga motivo de queja contra otro. El Señor los ha
perdonado: hagan ustedes lo mismo (Col. 3, 12, ss.) San Pablo añade que el
amor es el vínculo de la perfección; vínculo suena en griego a sýndasmos,
es lo que ata, aúna y constituye de las partes de un todo, un solo Cuerpo; de
ese vínculo y de esa unidad procede la paz. No hay amor sin perdón; se puede
discursear de modo conmovedor sobre la misericordia, pero practicarla cuesta
mucho. No es posible vivir según el ideal apostólico sin la eucaristía. Dice
Pablo: vivan en la acción de gracias, o sean agradecidos; traduciendo
literalmente eleujuásristoi gínesthe se podría decir: vuélvanse
eucarísticos, háganse eucarísticos (Col. 3, 15).
Nuestra
agrietada Argentina necesita del perdón de Dios y del perdón recíproco entre
todos los ciudadanos para superar aquella maldición proferida en un arrebato
contagioso de pasión política: ¡al enemigo, ni justicia! La Eucaristía nos hace
eucarísticos, y nos preserva, si nuestra libertad consiente, para que esa
maldición no penetre en la comunidad de la Iglesia, y podamos entonces aportar
a la Patria una fuente de amor y de paz. Meditemos esto mientras acompañamos al
Corpus por nuestras calles. Gracias. Amén.
+ Héctor Aguer
excelente!!!
ResponderEliminarGracias monseñor Aguer. Más allá de esta homilia tan buena y clara, gracias por todo lo realizado estos años en el obispado de La Plata, por su compromiso con la Iglesia, por la claridad que nos ha dado en todos los temas actuales. Un especial agradecimiento y abrazo en Cristo nuestro Señor
ResponderEliminarPastor bueno y fiel, gracias Mons. Aguer
ResponderEliminarBrillante homilía!!! Dios le recompense eternamente su servicio a la Iglesia
ResponderEliminarBrillante!!!
ResponderEliminarBrillante!!!
ResponderEliminarBrillante!!!
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