SIETE CLAVES DEL MATRIMONIO
Y DE LA FAMILIA CRISTIANA
Mons. José Ignacio Munilla
Obispo de San Sebastián
Transcripción de la charla impartida
en los diversos Encuentros Arciprestales
con las familias de la
Diócesis de San Sebastián
(Enero-Marzo 2011)
1. el sacramento del Matrimonio es
un camino para la unión con Dios. - 2. el amor de Jesucristo. - 3. la
comunicación. - 4. la donación dentro de la familia. - 5. la familia extensa. -
6. el liderazgo de la maternidad espiritual y de la paternidad espiritual. - 7.
educación cristocéntrica.
Buenos
días a todos. Quisiera hacer una exposición sencilla y humilde, que no pretende
abordar sistemáticamente el tema de la familia, sino sólo ofrecer una serie de
intuiciones que me gustaría compartir con vosotros. Posteriormente, en un clima
de plena confianza, me gustaría que tuviésemos tiempo para hablar, y para que
podáis presentar a vuestro obispo las dudas y otras cuestiones que os parezcan
pertinentes.
Más
allá de este encuentro de pastoral familiar, por lo que a mí respecta, también
es importante presentarme como obispo. Soy consciente de que en la Iglesia
cargamos sobre nuestros hombros muchas imágenes distorsionadas y antipáticas; y
la única forma que se me ocurre de poder sanarlas, es tener encuentros como
éste en el que estamos ahora mismo; escucharnos mutuamente, hablar con
sencillez y libertad, comprobar que no tenemos “cuernos”, e ir avanzado en la
vida de la Iglesia. Yo quisiera que tuviéramos esa santa confianza de
comunicación y que nadie piense que el plantear ciertas cuestiones pueda ser
inoportuno. Estamos en familia y, precisamente, vamos a hablar de la familia.
Mi
punto de partida es la afirmación de que la Iglesia tiene una preocupación muy
especial por la familia. Muchas veces hemos expresado la convicción compartida
de que difícilmente vamos a poder transmitir la fe a las nuevas generaciones, a
los niños, a los jóvenes, si no contamos con la familia, como el lugar
“natural” para la evangelización. Es imposible transmitir la fe a una tercera
generación, teniendo que pasar por encima de la segunda. ¡Muy difícil! En torno
a la familia nos jugamos el futuro de la Iglesia y hasta de la misma sociedad.
Más aún, como decía Juan Pablo II: “En torno a la familia y a la vida se libra
el principal combate por la dignidad del hombre”.
Es
verdad que, afortunadamente, la familia es una institución muy valorada. Cuando
se hacen por ahí encuestas, la gran mayoría afirma valorar mucho la familia;
pero al mismo tiempo se va derivando hacia un concepto de familia “difuso”. La
familia ha pasado a ser para muchos el lugar en que recibimos una acogida
confortable, cómoda, el “txoko” en el que sentirse afectivamente a gusto… Sin
embargo, queda en el olvido, o muy en segundo lugar, el hecho de que la familia
es también el lugar de transmisión de los valores y de la educación moral. Se
produce esta paradoja: la familia es muy valorada, pero al mismo tiempo está
inmersa en una gran crisis moral. Este riesgo existe.
No
creo que os descubro el Mediterráneo, si digo que en nuestra cultura lo que
prima, lo que está en alza, es la concepción autónoma del hombre; un hombre
libre, independiente, que piensa: “a mí, que nadie me diga lo que tengo que
hacer”; con una concepción de “liberación” en la que parece que el hombre más
maduro es aquel que no depende de nadie.
Se
trata de una concepción de “autonomía” y de “libertad” que no se compagina
fácilmente con la vocación de la familia. Nosotros creemos que el valor supremo
no es tanto la independencia del hombre, cuanto su “comunión”. El hombre maduro
no es el más independiente o el más aislado frente a los demás, sino todo lo
contrario.
Por
lo demás, recordemos que nosotros, los creyentes, creemos en un Dios que es
Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios no es un ser individual, sino que
Dios es familia. Y esto no es algo baladí. El hecho de que Dios sea Padre, Hijo
y Espíritu Santo quiere decir que a los hombres nos ha creado con el sello de
la familia; nos ha creado con una vocación a la comunión. Dicho de otra manera:
no es que Dios nos crease como individuos y luego se nos ocurrió juntarnos en
familias. Eso de unirse en familias no es una construcción cultural, como dicen
algunos, o una invención de las religiones, sino que, muy al contrario, está
inserto en nuestro ser, en nuestra personalidad; es inherente a nosotros,
porque hemos sido creados a imagen y semejanza de un Dios que es familia. Éste
es el punto de partida, y desde aquí quiero comenzar: nosotros, por creación,
no somos “individuos” sino “personas” en comunión.
Desde
este punto de partida, os quiero ofrecer siete claves, tal vez un poco
desordenadas, que no pretenden otra cosa que hacernos reflexionar, de forma que
nos ayuden a examinar la “salud” de nuestra vivencia familiar.
1. Primera clave: el sacramento del
Matrimonio es un camino para la unión con Dios.
Se
trata de recordar y revivir este principio básico: El matrimonio es una
vocación para la unión con Dios. Obviamente, también lo es para la unión del
hombre y la mujer… Pero es que resulta que en nuestro subconsciente, está
presente el concepto de que el sacerdocio o la vida religiosa, son el camino
para la unión con Dios (el sacramento “religioso”); mientras que el sacramento
del matrimonio sería algo así como el sacramento “no religioso”, el sacramento
–digamos- “mundano”. Los religiosos y los sacerdotes serían aquellos que
apuestan por la unión con Dios, mientras que en el sacramento del matrimonio la
apuesta sería distinta, no explícitamente para la unión con Dios. Partimos así
de una imagen equivocada que hemos de purificar. Porque, en realidad, subamos a
un monte por una ladera o por otra –hay muchas laderas para subir al monte-, al
final llegamos al mismo pico, a la misma cumbre. Y de esto tenemos que
convencernos: el sacerdocio, la vida religiosa y el matrimonio suben a la misma
meta, y son caminos de una vocación a la unión plena con Dios.
Ocurre
quizás que en el matrimonio, en la vida de familia, existe un innegable riesgo
de quedar absorbido por muchos problemas a lo largo del “camino”: los agobios,
la hipoteca, los niños, enfermedades, colegios, trabajo, etc. El riesgo del
matrimonio y de la familia es quedarse inmerso en estas preocupaciones, olvidándose
de la “meta” a la que nos dirigimos. Por el contrario, el riesgo más inmediato
del sacerdocio o de la vida religiosa, no es tanto el de olvidar la meta a la
que nos dirigimos… (¡Tendría delito!, como se dice popularmente, que los
sacerdotes y religiosos nos olvidásemos de que Dios es nuestra meta). El
peligro principal, en nuestro caso, suele ser el de configurar nuestra vida
como si fuésemos unos “solterones”. (Que me perdonen los solteros, porque
utilizo la expresión en un sentido negativo). Me refiero al riesgo de buscar un
estatus de vida acomodada, a no entregar plenamente la vida, a no vivir enamorados
de la vocación que Dios nos ha dado; a ser una especie de “funcionarios
acomodados” (¡y que me perdonen también los funcionarios!).
Pongo
un ejemplo para iluminar lo anterior: Cuando los sacerdotes visitamos a las
familias, -a mí siempre me ha gustado mucho en mi vida sacerdotal visitar a las
familias- te invitan un día a cenar, y ves lo que es una familia con todos sus
niños. Y ves que en una familia hay una entrega plena, y no hay “tregua”, los
niños lo piden todo, y los padres no tienen nada para sí, ni un metro cuadrado
ni un minuto para sí mismos, no se poseen en propiedad, son totalmente para
darse entre ellos y para darse a los niños. Y, ¡cómo no!, te llama
profundamente la atención esa experiencia que comparten contigo. Uno sale de
esa visita admirado de cómo ellos han entregado su vida totalmente, y
cuestionándose si nosotros, los sacerdotes, actuamos con la misma generosidad:
¿Voy a poner límites a mi servicio sacerdotal, reduciéndolo a unas horas de
despacho, o a unas circunstancias o momentos limitados? Obviamente, los
sacerdotes y religiosos tenemos el riesgo de plantearnos la vida como un
solterón; y, por ello, la vida de plena entrega en el seno de la familia, es un
estímulo muy grande para recordar que Dios también nos ha pedido y nos ha
ofrecido, a través del celibato, un corazón esponsal de plena entrega.
Y
al revés, un sacerdote, un religioso, le recuerdan a la familia que su camino
es camino de unión con Dios, que no están únicamente para solucionar los
problemas de esta vida, que son muchos; sino, que en medio de todo eso, están
caminando, están peregrinando hacia la misma meta que el sacerdote y el
religioso: Dios. Quiero decir con esto que nuestras vocaciones, todas ellas, se
complementan y se iluminan unas a otras. Mi primera consideración es ésta:
recordad que el matrimonio, la familia, es una vocación para llegar a Dios,
para llegar al Cielo.
2. Segunda clave: el amor de Jesucristo.
No
olvidéis que en el momento de vuestra unión matrimonial, la Iglesia os recordó
que el amor de Cristo ha de ser vuestro modelo de amor. El matrimonio cristiano
es amarse en Cristo. Se dijo en la celebración del sacramento: “Juan, ¿te
entregas a Carmen como Cristo se entregó a su Iglesia?”, Y lo mismo a la
esposa: “¿Te entregas a tu esposo como Cristo se entregó a su Iglesia; como la
Iglesia se dejó amar por Cristo?” Por lo tanto, nuestro modelo de amor es
Jesucristo, y esto no es ninguna consideración poética: uno ama dependiendo de
qué modelos, de qué referencias tenga. Nuestra “referencia” y nuestra “fuente”
es Jesucristo, su estilo de amor, de entrega, de donación, de “amor
crucificado”. Y esto nos debe ayudar para sanar el concepto de amor meramente
“romántico” que existe en nuestra cultura.
Ya
sé que algunos podríais replicarme que nuestra cultura no es precisamente muy
romántica. ¡Es verdad! Muy al contrario, existe una falta de finura y
delicadeza muy patente. Pero sí creo que nuestra cultura es “romántica” en
cuanto a su concepción del amor, reducido a mera emotividad, confundido con los
impulsos y sentimientos más superficiales. ¡El amor es reducido fácilmente a lo
emocional! Y para justificar la infidelidad en el amor, se aduce con frecuencia
que tenemos que ser sinceros con nuestros sentimientos, con nuestras emociones;
y que el amor es “cambiante”. Con el paso de los años, se afirma que se ha
perdido la “chispa” del amor, y que, en consecuencia, hay que buscar “la
química” en otro lado…
Por
desgracia, este concepto “romántico” de amor está muy extendido; y si no, basta
fijarse con un poco de detalle en las letras de las canciones de moda, o en los
modelos que se presentan en las series de televisión, en el cine… El amor se
reduce fácilmente a lo emotivo. Pero claro ¿qué ocurre? ¡Que eso no se
corresponde con la verdad antropológica del hombre y de la mujer! Es verdad que
el amor afecta a lo emocional, pero lo supera…
Por
cierto, esto es aplicable a todas las vocaciones, también a los sacerdotes y a
los religiosos. No penséis que un sacerdote cuando celebra la Misa lo hace
siempre con la máxima emoción y sentimiento. Hay mañanas en que te tienes que
pellizcar un poco para no dormirte; en las que no estás, precisamente, lleno de
devoción… Las personas consagradas a Dios también tenemos muchos momentos en
los que vivimos nuestra relación con Dios en “sequedad”. Algunos días no
sentimos nada en la oración; pero en otros momentos Dios nos puede conceder una
gran intimidad y un gran gozo en la relación con él… Es decir, no es lo mismo
la fe, que el sentimiento de la fe: uno puede tener una fe muy firme, llena de
afectos y emociones; pero también puede ser muy firme su fe, a pesar de que no
sienta nada y carezca de afectos.
En
lo que respecta al amor de pareja “romántico” (en el sentido al que me refería
antes) me atrevería a afirmar que detrás de él se esconde la inmadurez: En vez
de ser la razón y la voluntad las que gobiernan nuestra vida, son más bien los
sentimientos y las emociones los que se acaban imponiendo y nos acaban
arrastrando… La madurez se da cuando es la razón la que ilumina la voluntad, y
ésta ilumina los afectos. Por el contrario, la inmadurez es patente cuando
dejamos que las emociones se impongan a la voluntad, y la voluntad a la razón.
Por
ejemplo, puede ocurrir con facilidad que a lo largo de nuestra vida matrimonial
o de nuestra vida consagrada, nos sobrevengan sentimientos y emociones hacia
otras personas, contradictorios con nuestro compromiso de vida. ¿Y cómo deberemos
actuar en ese caso? Pues obviamente, tendremos que saber decir: “Oye, para el
carro, que esto que se me ha pasado por el corazón es totalmente contradictorio
con la fidelidad a mi matrimonio, o con la fidelidad al sacerdocio”. Ya sé que
lo que he dicho entra en contradicción con la cultura “romántica” que da vía
libre a las emociones, pero es que sólo el hombre y la mujer maduros, son
capaces de ordenar sus afectos. Y esto no es “reprimir” nuestro mundo afectivo,
como muchos dirían; sino más bien “gobernarlo”.
Dicho
de otra manera, amar no es sólo sentir; amar es “querer querer”. Ya sé que esto
que digo es un tanto “políticamente incorrecto”, pero es así: ¡amar no es sólo
sentir, amar es querer querer! No es sólo el amor el que hace durar el
matrimonio, sino que también es el matrimonio el que hace durar el amor. El
hecho de estar casado, de haber tomado una “determinada determinación” de
entregar la vida en el matrimonio, obviamente, preserva el amor, en medio de
muchas fluctuaciones o crisis que podamos tener a lo largo de nuestra vida. Y
es que, a pesar de que la vida es corta, a su vez, es lo suficientemente larga
como para que en ella tengamos que acometer numerosas crisis y pruebas. No
conozco a ningún matrimonio que nunca haya tenido momentos de crisis... La vida
es corta pero, ¡da para mucho!
Supongo
que os sonará la expresión que dice: “Hay que quemar las naves”. Pues bien,
tiene su origen en un episodio histórico. Allá por el año 335 a.C., Alejandro
Magno se disponía a conquistar Fenicia. En cuanto él y sus hombres llegaron a
las playas, desembarcaron y se encontraron con que Fenicia estaba perfectamente
defendida, con unas murallas que parecían inexpugnables, con muchos más
defensores que atacantes. Y, claro, los capitanes de Alejandro Magno le
dijeron: “Vámonos de aquí, que no hay nada que hacer. Ya volveremos en otro
momento”. Entonces fue cuando Alejandro Magno pronunció la famosa orden:
“Quemad las naves”… Y, ante el estupor de los soldados, las quemaron. De esta
forma, se encontraron entre la playa y las murallas de Fenicia, sin posibilidad
de volver atrás: “Ahora, o conquistamos Fenicia, o aquí terminan nuestros
días”. Y, claro, ¡conquistaron Fenicia! No cabe duda de que la conquista fue
posible porque las naves habían sido quemadas; de lo contrario, en el fragor de
la lucha, fácilmente hubiesen caído en la tentación de retroceder y de huir...
Algo de esto pasa también en la vida matrimonial cuando uno es consciente de
que amar no solo es sentir emociones; sino que también es “querer querer”. De
esta forma, los problemas se cogen por los cuernos, sin huir ni escapar de
ellos.
Soy
plenamente consciente de que el amor matrimonial maduro no está desligado de
los afectos y sentimientos. Por el contrario, la afectividad y la sexualidad
han de estar educadas e integradas en la vocación al amor. Pero claro, las
crisis sobrevienen, y especialmente, en esos momentos es fundamental nuestro
modelo y referencia de amor: Jesucristo. Ésta es la clave de los cristianos: el
amor crucificado.
3. Tercera clave: la comunicación.
Nos
referimos a la comunicación fluida y profunda dentro del matrimonio. Con
frecuencia ocurre que, a pesar de que nos queremos mucho, sin embargo, no
sabemos expresarlo; más aún, a veces ocurre que nos queremos mal, de una forma
equivocada. ¡No es lo mismo quererse mucho que quererse bien!
Los
sacerdotes solemos escuchar frecuentemente las lamentaciones de quienes sienten
un sufrimiento grande tras la muerte de un ser querido, por el remordimiento de
no haber sabido expresarle suficientemente cuánto le querían: “Yo quería
profundamente a mi madre, a mi abuelo, etc, pero nunca se lo he dicho
explícitamente, sino que siempre hemos vivido como el perro y el gato,
haciéndonos sufrir. No sé muy bien por qué, pero siempre he tenido una
dificultad de comunicación en el hogar. Es como si hubiese reservado lo más
amargo de mi carácter para los de casa”. Es una paradoja bien conocida:
reservamos nuestro lado más insufrible para los seres queridos, y en la calle
vamos conquistando a la gente, haciéndonos los simpáticos. Como suponemos que
los de casa ya están conquistados, ahí no nos esforzamos nada. ¡Es una de esas
contradicciones que más nos pueden hacer sufrir!
Hace
poco estaba visitando a un enfermo en el hospital, que estaba muy mal, y su
mujer me decía que su esposo enfermo no solía querer que nadie se quedase a su
lado, excepto su propia mujer. Me decía lo siguiente: “El caso es que a mí me
trata a patadas, pero quiere que esté yo junto a él, porque no se va a atrever
a tratar así a otro”… ¡Somos un misterio difícil de expresar! Pero el mismo
refranero refleja esta paradoja: “Donde hay confianza da asco”. A pesar de que
nos queramos mucho, tenemos dificultades para querernos bien, además de para
saber expresarnos lo que sentimos. ¡Saber expresarse bien es todo un arte!
Recuerdo
que en el Seminario, entre la filosofía y la teología, se nos invitó a los
seminaristas a hacer libremente un curso de espiritualidad. Y dentro de ese
curso se abordó algo tan delicado como el aprender a expresar lo que pensábamos
unos de los otros, intentando decirlo sin ofendernos, con plena objetividad y
con el deseo de ayudarnos. El experimento era muy arriesgado, porque si no se
abordaba de forma adecuada, podía hacer más mal que bien. Sin embargo, lo
recuerdo como uno de los pasos más importantes en mi vida: fue una verdadera
educación en la comunicación y en el aprendizaje de la expresión de nuestros
sentimientos y convicciones. Pues bien, en este terreno también existe una gran
dificultad en la vida familiar, hasta el punto de ser una de las principales
causas de las crisis y de las rupturas: la dificultad en la comunicación.
Esta
dificultad, combinada con el orgullo, resulta ser una especie de “bomba”,
porque el orgullo dificulta mucho más las cosas. ¡El orgullo es la tumba de
muchos matrimonios! En nuestra Diócesis tenemos el Centro de Orientación
Familiar que trata a muchas parejas. Tiene una gran demanda, -gracias a Dios,
hay parejas que quieren afrontar los problemas, sin limitarse a padecerlos- y
la mayor parte de los casos que se atienden son por dificultades en la comunicación.
Por
lo tanto, no sólo tenemos que querernos mucho, sino querernos bien. Que no se
diga de nosotros lo que afirma el refrán vasco: “Kalean uso eta etxean otso”
(“En la calle soy paloma y en casa soy un lobo”). Tengamos en cuenta que la
familia no sólo es la “escuela de todas las virtudes”, sino también, “el
escaparate de todos los defectos”.
Por ello, el mayor regalo que podemos
hacer a la familia es la propia conversión. Es el mayor regalo que le puede
hacer un padre a un hijo, un esposo a una esposa, unos hijos a una madre, etc.
¡He aquí el mayor regalo!: Ofrecer por la familia la firme decisión y el empeño
de la conversión personal.
4. Cuarta clave: la donación dentro
de la familia.
La
familia está pensada como un instrumento privilegiado para llevar a cabo esa
llamada que Dios nos ha dirigido a todos los seres humanos, de emplear “a tope”
los talentos que cada uno hemos recibido, sin enterrarlos ni esconderlos. Jesús
dice en el Evangelio: “El que busque su vida para sí la perderá, y el que la
pierda por mí la encontrará”. Pues bien, el matrimonio y la familia son un
camino privilegiado para vivir esta palabra de Cristo.
Ahora
bien, está claro que el nivel de donación, dentro de la familia, puede ser más
grande o más pequeño. El motor puede estar a más o a menos revoluciones. Y por
ello conviene hacer una revisión de la “salud” y de la “calidad” de este “motor
de la vida”.
Por
ejemplo –y lo digo para todos los casados, que estáis aquí- suponeos que no os
hubieseis casado… ¿Qué sería de vosotros si no hubieseis formado una familia,
si vuestro proyecto de vida fuese solitario? Soy consciente de que la pregunta
tiene algo de ciencia ficción, pero me atrevería a deciros que habría muchas
posibilidades de que fueseis más egoístas y menos santos de lo que sois
actualmente. Existiría un notable riesgo de que todo girase en torno al
bienestar personal, a la llamada “calidad de vida”, a sentirse cómodos…
Pues
bien, la vocación familiar es muy sanadora del egocentrismo. Tiene una
capacidad muy grande de hacer de nuestra vida una donación generosa para los
demás. Y, además, de una forma en la que uno ni tan siquiera se percata de su
propia generosidad. En la familia, uno es capaz de hacer cosas heroicas, que si
tuviera que hacerlas para los de fuera de casa, sería considerado como un
“santo de canonizar”… Por ejemplo, sería incuantificable si hubiese que
“facturar” las horas extras, nocturnidad, riesgos, etc, que se dedican a lo
largo de un año, en el seno de la familia. ¡Nos enfrentaríamos ante una factura
imposible de abonar! Y, sin embargo, esto tiene lugar dentro de la familia de
una forma cuasi espontánea –aunque a veces hay que reconocer que también
cuesta-. Dios nos da el don de hacerlo como si no nos estuviese costando. Aquí
también se cumple de alguna forma la frase evangélica: “Que no sepa tu mano
derecha lo que hace la izquierda”. La vocación matrimonial nos preserva en gran
medida de los egocentrismos, de estar toda nuestra existencia mirándonos al
ombligo; nos da una gran capacidad de sacrificio, y nos empuja a dar lo mejor
de nosotros mismos. Se trata de la mejor terapia para la sanación del
narcisismo, tanto para los mayores como para los pequeños. De hecho, los hijos
que crecen con la experiencia de vivir y compartirlo todo en familia (de forma
especial cuando ésta es numerosa), son fácilmente preservados del egocentrismo.
Ocurre
que en la medida en que ha avanzado la crisis de la secularización, también se
ha relajado en el seno de la familia el nivel de la entrega generosa. Pongamos
otro ejemplo: con frecuencia se oye a quienes deciden casarse: “Nosotros ahora
queremos disfrutar de la vida, más adelante ya tendremos hijos”… Les escuchas y
piensas en tu interior: “Madre mía, ¿posponer los hijos para disfrutar de la
vida?”... Si yo fuera su hijo, todavía en el seno de Dios, les gritaría
diciendo, “Aita, ama, no me traigáis al mundo, que no quiero amargaros la
vida”. En fin, permitidme esta ironía… Nosotros hemos conocido unos padres en
los que el concepto de felicidad casi se identificaba con el de entrega:
absolutamente olvidados de sí mismos y absolutamente felices; y más felices
cuanto más olvidados.
Por
eso la secularización ha conllevado una menor generosidad de entrega en el
matrimonio, de entrega a los hijos. La crisis de natalidad que tiene Occidente,
es una crisis muy compleja, ciertamente, con muchos factores. Pero no sólo
tiene factores y motivos coyunturales. También tiene razones morales y
espirituales. La crisis de natalidad, el hecho de que Guipuzcoa tenga un índice
de natalidad de 1,1 –lejísimos del 2,3-2,4 necesario para el relevo
generacional-, obviamente, tiene también raíces morales y espirituales. Claro
que puede haber factores externos en la disminución de la natalidad como las
crisis económicas, pero paradójicamente, cuando la economía ha sido pujante, el
índice de natalidad ha subido poquísimo, incluso a veces hasta ha bajado. Se
trata pues, de una crisis espiritual en nuestra cultura. Es obvio que la
paternidad y la maternidad lo piden todo de nosotros y eso choca frontalmente
con la menor capacidad de entrega, así como la menor capacidad del olvido de
nosotros mismos.
5. Quinta clave: la familia extensa.
Me
quiero referir ahora a los bienes espirituales y morales que se derivan de la
familia extensa, contrapuesta a la familia nuclear (que es la reducida al
matrimonio y los hijos –si los tienen-). Según ha avanzado la secularización,
todos somos conscientes de que, salvo honrosas excepciones, las familias se han
ido aislando en su núcleo. Si antes la familia se relacionaba de una forma
mucho más amplia (tíos, primos, abuelos, etc), y eran muy frecuentes entre
nosotros los grandes encuentros familiares, actualmente, nos hemos ido
reduciendo a un concepto de familia mucho más nuclear, lo cual conlleva una
gran pobreza y está muy en la línea de esa cultura individualista de la que
hablaba al principio. Más todavía, la reducción a la familia nuclear, está muy
ligada a un concepto de amor “carnal” (en el sentido de nuestra propia “carne y
sangre”): por los propios hijos hacemos lo que sea necesario, pero nos sentimos
ajenos a los que no han nacido de nuestra carne y sangre.
Y,
fijaos bien, no hay una prueba más auténtica de amor en el matrimonio y en la
familia que -por ejemplo- la capacidad de amar a la madre de su cónyuge (la
suegra), como si fuese la propia madre. Es decir, el amor espiritual hace que
mi suegra sea querida y tratada como mi propia madre. ¡¡Es difícil que el
esposo/a perciba una prueba de amor superior a ésta por parte de su cónyuge!!
(Lo mismo podríamos decir de las demás relaciones familiares extensas: que la
cuñada sea como una hermana para mí, etc., etc.). Dicho de otro modo, cuando el
matrimonio goza de una buena salud, los vínculos del amor superan la carne y la
sangre, y espiritualizan las relaciones de la familia extensa.
Por
desgracia, nos encontramos con muchos matrimonios que viven las relaciones
familiares en un nivel muy “carnal”: “El mes pasado fuimos a casa de tu madre,
ahora ya nos toca con mi familia”, etc… Cuando se producen este tipo de
discusiones y forcejeos en el seno del matrimonio, es señal de que el amor
matrimonial se está viviendo de una forma muy egoísta (desde la propia carne y
sangre). Es una señal de que algo está fallando; de forma que, en el mejor de
los casos, suele optarse por un “pacto de egoísmos”, en el que se reducen las
relaciones con la familia extensa, o se reparten entre “los míos” y “los
tuyos”.
El
reto de espiritualizar el amor matrimonial, abriéndose y enriqueciéndose con la
familia extensa, no deja de ser un cumplimiento de aquellas palabras del
Génesis: “Ya no serán dos, sino una sola carne”. Solamente en esa unión de
corazones se puede vivir la familia extensa como un gran regalo: “Tu padre es
también el mío, mi madre es la tuya, y tu hermano es el mío”.
Con
respecto a los abuelos, quisiera hacer una mención aparte, por el gran apoyo
que están suponiendo en este momento a las familias. En mi opinión existen dos
riesgos opuestos: Por una parte, el riesgo de que el apoyo que se pide a los
abuelos sea excesivo; un “escaquearse” de lo que nosotros debiéramos aportar a
los hijos. Por ejemplo, cuando la formación religiosa se apoya exclusivamente en
los abuelos, aunque al principio parezca algo sin consecuencias, al cabo de un
tiempo suscitará la crisis en los niños, quienes terminarán por decir: “Esto de
la fe debe ser cosa de viejos, porque el aita y la ama se dedican a las cosas
verdaderas de la vida: ganar dinero, etc”. Los ojos de los niños son una
auténtica cámara grabadora que todo lo capta. Por el contrario, también se da
el peligro de signo contrario: cuando existen malas relaciones con la familia
extensa, los niños suelen estar condenados a perder la riqueza educacional de
los abuelos. No hace mucho, me decía una abuela que había ido a visitar a su
nieto mientras la nuera estaba trabajando; y que la nuera le había dicho a su
hijo: “Dile a tu madre que aquí no entra si nosotros no estamos, y además nos
tiene que avisar de que va a venir”. Me lo decía llorando.
6. Sexta clave: el liderazgo de la
maternidad espiritual y de la paternidad espiritual.
No
me estoy refiriendo aquí, a la polémica absurda de si en el matrimonio manda el
hombre o la mujer. Me refiero a que exista un liderazgo espiritual coherente y
coordinado entre el padre y la madre.
¿Qué
quiero expresar con el término “liderazgo espiritual de la madre”? Es obvio que
el amor carnal nos suele llevar a entregarnos de una forma muy instintiva: “Yo
por mis hijos hago lo que sea, si hace falta doy la vida, voy donde sea…”. Sí,
pero puede ocurrir que esto se compagine con la indiferencia o la omisión hacia
los hijos del prójimo, “porque esos ya no son míos”. A veces diferenciamos tanto
el amor a nuestros hijos del resto de los mortales, que hasta parece que los
estamos contraponiendo. De este grave error se suelen desprender muchas
consecuencias negativas: El amor a los hijos es posesivo. Se les consiente en
exceso. Se les saca la cara siempre y de forma incondicional. Se intenta evitar
a cualquier precio el sufrimiento y la experiencia de la cruz… Se trata de un
“amor maternal muy carnal” que hace mucho daño, porque no ama bien. ¡Qué gran
lección puede dar una madre a su hijo cuando le enseña a compartir su amor con
el prójimo! ¡Es la mejor lección de justicia que podemos recibir desde
pequeños!
Recuerdo
haber tenido que llamar la atención a algún niño en la catequesis, en
Zumárraga, y encontrarme con la paradoja de que los padres me mirasen con mala
cara. Vino la madre a hablar conmigo, y durante la conversación, no terminaba
de aceptar que su hijo mereciese ninguna corrección. Hubo un momento en que le
dije a la madre: “Oiga, usted y yo estamos en el mismo bando, los dos queremos
educar al niño”. Pero, por desgracia, el concepto carnal del amor hace que
cualquier corrección se perciba como un ataque.
También
existe una crisis de “paternidad espiritual”. Creo que nuestra cultura, en su
reacción contra el machismo, ha pasado de éste a la actitud “acomplejada”. La
figura del padre está todavía más en crisis que la de la madre. A la madre se
le cuestiona mucho menos, pues se caracteriza por sacarnos siempre las
“castañas del fuego”. Pero claro, el padre se pregunta: “¿Y yo, qué posición tengo
en la educación de los hijos?” Existe una crisis de liderazgo espiritual
paterna, de transmisión de valores, con el riesgo de que el padre se ausente y
delegue totalmente en la mujer la educación de los hijos. De hecho, uno de los
modelos que más se repiten es el de una madre súper protectora, con un amor muy
posesivo hacia sus hijos, combinado con un padre más bien ausente, lo cual
suele derivar en grandes crisis de identidad en los hijos.
7. Séptima clave: Educación
Cristocéntrica.
En
el modelo educativo que transmitimos a los hijos en la familia cristiana, en la
parroquia, y en la escuela, existe el riesgo de no poner al mismo Jesucristo
como clave central de la educación cristiana. O también puede ocurrir que, en
vez de dar la máxima importancia al conocimiento y al amor a Dios, reduzcamos
la educación cristiana a una serie de valores morales: buenos modales,
solidaridad, sinceridad, etc.
Por
ejemplo, llama la atención que a pesar del abandono de la práctica religiosa de
muchas familias, sin embargo, no ha disminuido el número de los alumnos
matriculados en la escuela católica. Incluso muchos padres no creyentes,
matriculan a sus hijos en la escuela católica. ¿Por qué? Obviamente, porque
existe una comprensión de la educación muy reducida a una dimensión moral o
técnica de la misma, y no tanto religiosa. Se busca en la educación cristiana
una especie de “campana de cristal” que proteja a nuestros hijos de los males.
Son aquellos padres que dicen: “Vamos a llevar a nuestros hijos a los frailes
para que les eduquen. Mientras estén con ellos no aprenderán cosas malas... Tú,
hijo, vete al colegio de frailes, y coge lo bueno. Luego, el día de mañana, si
no tienes fe, no pasa nada, pues lo importante es que hayas aprendido algo y
seas buena persona”. Más o menos, esto es lo que está en el ambiente; se
utiliza la Iglesia como un simple medio de protección frente a los males morales,
sin acoger su mensaje de fe.
Se
trata de una manipulación que pretende reducir la religión católica a su dimensión
ética, olvidando que se trata del camino para el encuentro con Jesucristo. Y
eso, con todos mis respetos, además de ser una manipulación, no funciona, ni
puede funcionar. Los hijos difícilmente se identificarán con unos valores
morales cristianos, si no han conocido y se han enamorado de la persona de
Jesucristo.
Recuerdo
haber escuchado un relato, para explicar esto, referida a la caza del zorro,
que practican en Inglaterra y que allí es un deporte nacional. Preparan una
jauría numerosa de perros (unos veinte o treinta), los cazadores van a caballo,
y se suelta el zorro. En ese momento, todos empiezan a perseguirlo. La cacería
se prolonga, los perros se van cansando, pasan las horas y se van descolgando.
Al final, sólo unos pocos perros (tres o cuatro) son los que alcanzan al zorro.
Uno se pregunta: ¿por qué estos perros han resistido más que los que han
abandonado? ¿Eran más jóvenes? ¿Estaban mejor alimentados? ¿Habían sido mejor
entrenados? La respuesta es otra: Esos perros han alcanzado al zorro porque lo
habían visto al principio; los demás no habían llegado a verlo. La jauría
corría porque veía correr, ladraba porque veía ladrar, saltaba porque saltaban
los demás. Pero conforme se alarga la carrera, uno se va cansando y se dice:
“Oye, que yo no he visto nada. ¿Tú has visto algo? Pues yo tampoco… Pues
dejemos ya de correr”. Está claro que pegarse una carrera larga sin haber visto
nada, es muy costoso. Y algo así pasa en la vida cristiana.
No
puede ser que a nuestros hijos pretendamos darles una educación moral
cristiana, diciéndoles lo que deben y lo que no deben hacer, sin que al mismo
tiempo les conduzcamos a la relación personal e íntima con Jesucristo, o sin
conocer y amar a María, su Madre. Llegará un momento en que dirán: “Oye tú, que
es más fácil dejarse llevar en la vida, es más fácil entrar por la puerta ancha
que por la puesta estrecha”. La educación no puede ser de corte moralista, es
decir, no meramente centrada en la moral, sino centrada en Jesucristo, haciendo
de Él el centro y el modelo de vida.
Aunque
en teoría es obvio que el centro del cristianismo es Jesucristo, muchas veces
comprobamos lo contrario. Por ejemplo, tú les preguntas a muchos jóvenes,
supuestamente cristianos, qué es el cristianismo y te responden: “¿El
cristianismo? Pues eso: compartir, ser una buena persona, etc”. Es decir, han
recibido un concepto de cristianismo reducido a un barniz ético; pero, en
realidad, no tienen una experiencia de lo que es la relación con Cristo, ni de
su amor.
Concluyo
con la última de las siete claves: la centralidad de Jesucristo: su persona, su
vida, su Redención y su entrega por nosotros. ¡Cristo bendijo el matrimonio y
la familia con su presencia en las bodas de Caná, y esto nos permite fortalecer
y santificar nuestra vocación matrimonial!
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